VIERNES
SONIA
El bar de la Royal Opera House está abarrotado de gente desesperada por conseguir una bebida.
—Mi sobrino Jez —comenta Helen—, el hijo de mi hermana, se alojaba con nosotros mientras buscaba plaza en una escuela de música.
Miro a mi alrededor buscando un reloj, pero no veo ninguno. Imagino que deben de ser alrededor de las cinco. Jez está atado y solo en el garaje desde la pasada noche, y siento que la ansiedad me revuelve el estómago. Parece que siempre hay algo que me impide volver a su lado, y ahora mi deseo de oír lo que Helen pueda contarme me va a retrasar aún más. Porque, a pesar de todo, siento la necesidad de saber cómo están las cosas en la familia de Jez, cómo se sienten tras su desaparición y qué creen que ha ocurrido. Es posible que me proporcione pistas valiosísimas sobre cuándo y cómo puedo devolvérselo. Helen ha empezado a hablar, veo que mueve los labios pero no oigo las palabras, que quedan ahogadas por los angustiosos pensamientos que se arremolinan en mi mente: van a suspender el servicio del clipper a causa de la tormenta, habrá un apagón y el metro se detendrá. No lograré volver a casa esta noche y Jez quedará esposado a la cama con cinta adhesiva, incapaz de comer y beber. Sufrirá una muerte lenta y agónica. Morirá convencido de que eso era lo que yo quería para él, cuando en realidad es todo lo contrario.
Y entonces sucede. Veo unas luces azules, oigo sirenas y voces adultas teñidas de consternación, y estoy allí una vez más.
Después de las lanchas de la policía, las ambulancias, las luces azules y la confusión, me descubrí sentada en un duro banco de formica, en un pasillo helado. Nada lograba hacerme entrar en calor, ni el caldo que me ofrecieron en una taza de poliestireno, ni la áspera manta gris que me pusieron sobre los hombros.
El banco estaba rodeado de gente que me miraba y me hacía preguntas.
—Yo lo estaba sujetando —exclamaba, temblando, mientras los dientes me rechinaban—. ¡No lo solté!
Entonces apareció una enfermera entre un mar de ojos, con la cara pálida y una cabellera dorada que asomaba por debajo de una cofia blanca; sin embargo, lo que me llamó la atención entonces fueron sus cejas, perfectamente delineadas y muy arqueadas, como si la mujer acabara de ser víctima de una terrible conmoción. Recuerdo perfectamente su mirada de espanto y el modo en que sus labios se retorcieron cuando formaron aquellas palabras:
—Lo siento.
Esperé a que alguien me pasara un brazo por los hombros, me ofreciera algún consuelo.
—Tiene que ser un error.
Pero entonces las caras se transformaron, se deformaron y un par de ojos me miraron llenos de algo que no había visto nunca antes, pero que desde entonces he distinguido en muchas otras ocasiones: puro odio.
Nunca supe a ciencia cierta si el horrible gemido que se oyó mientras se me llevaban por el pasillo blanco brotaba de mi garganta o de la de otra persona.
—Sonia —dice Helen—. ¿Te encuentras bien? No volverás a estar enferma, ¿verdad? ¿Necesitas algo? ¿Un poco de agua?
Los clientes del Amphitheatre están nadando. De pronto es como si todos los presentes estuvieran en el río, zozobrando como el clipper. Me agarro a los brazos de la silla.
—Sí, estoy bien —respondo al fin—. Pero puede que sí acepte ese vaso de vino.
Me digo que le concederé media hora. Entonces inventaré una excusa y me marcharé.
—… y ya no se trata solo del asunto de Jez —prosigue Helen—. Es el modo en que está afectando a toda la familia. Empezó el pasado domingo. Había ido a la inauguración de la exposición de Nadia, en Hoxton. ¡Creía que te encontraría allí! Tenía muchísimas ganas de hablar contigo. Había sacado moldes de su vientre en las distintas etapas del embarazo. Con yeso.
—¿Cómo dices?
—Con las vendas de yeso que se usan cuando te fracturas un brazo o una pierna. Puedes comprarlas en internet y hacer réplicas de tu vientre de embarazada tal y como es, y como nunca más volverá a ser en el caso de Nadia, imagino; a los cuarenta y cinco, me parecería una osadía intentarlo de nuevo. El detalle que se consigue es increíble. ¡Es la moda, Sonia! Pero me temo que tú y yo estamos ya algo desfasadas. En cualquier caso, cuando volví a casa me percaté de que Jez no había pasado por allí desde la tarde anterior. Y no hemos vuelto a verlo.
Temo que, en el silencio que parece envolvernos de repente, Helen pueda oír los latidos de mi corazón.
—Es horrible —logro articular.
Helen sigue hablando.
—Pues sí, es espantoso. La policía ha venido varias veces a casa, han estado dragando el río… Creo que todos nos aferramos al hecho de que aún no… Oh, Dios, cuánto me cuesta decirlo… Aún no ha aparecido el cuerpo. Hasta que lo encuentren, seguiremos manteniendo la esperanza de que solo se haya marchado por un tiempo, de que necesitara pasar a solas una temporada. No lo sé.
Helen se frota la cara con la mano y se emborrona el maquillaje. Tiene círculos rosados en las mejillas y un aspecto horrible.
—Y ya sé que esto sonará enormemente egocéntrico teniendo en cuenta las circunstancias —añade—, pero el efecto que esta tragedia ha tenido en nuestra relación es casi tan devastador como la desaparición en sí misma. La relación entre Mick y yo, me refiero. Yo empezaba a pensar que las cosas nos iban mucho mejor ahora que habíamos superado un período de cierta… tensión: riñas, peleas, malabarismos constantes para poder pagar la hipoteca, todo eso. Y de pronto, ¡zas! Mi sobrino desaparece y en lugar de apoyarnos el uno al otro, parece que el abismo se hubiera ensanchado aún más. Mick me trata con tanta frialdad… ¡Casi tengo la sensación de que me culpa, Sonia!
—¿A ti? ¿Cómo va a culparte a ti?
Hace una pausa y me dedica una mirada suplicante.
—Desde que llegó Jez, Mick no ha hecho más que comparar a nuestros chicos con él. Y a mí con Maria. Ella siempre ha sido perfecta. Y tiene el hijo perfecto. Jez es un genio con la guitarra, van a admitirlo en la misma escuela de música en la que quiere entrar Barney. Y si a Jez le conceden la plaza, el pobre Barney quedará fuera. Y sí, a veces me he sentido… oh, no sé, celosa.
—Sigo sin entender de qué puede culparte Mick —insisto.
—Cree que he sido demasiado permisiva con Jez, que lo he tratado como a nuestros chicos y le he dado demasiada libertad para ir y venir a su antojo. Cree que debería haber actuado como Maria, que debería haberlo llevado a todas partes en coche, controlarlo más de cerca.
Se toma otro trago de vino.
—Seguramente piensa que, si yo me pareciera más a Maria, a estas alturas Barney y Theo habrían llegado a alguna parte. Pero, en mi opinión, Maria es demasiado exigente con Jez. Yo no soy una madre exigente. Para ser justos, creo que mi hermana lo hace para compensar la dislexia de Jez. De hecho, entre eso y el hecho de ser hijo único, lo normal sería que Jez se hubiera convertido en un chico neurótico y sin amigos. ¡Pues no! Mis hijos y los chicos de la banda lo adoran, y desde que vive en mi casa, Mick está obsesionado con él, como si quisiera ser él. Se preocupa por Jez como nunca se ha preocupado por nuestros hijos. Si te digo la verdad, yo ya llevaba unos días bastante nerviosa. Pero ahora que ha desaparecido, Mick ha sacado la vena farisaica y dice que deberíamos, o más bien yo debería, haberlo tenido entre algodones, haberlo protegido más.
La Royal Opera House empieza a llenarse de nuevo con los espectadores de la sesión de noche. Fuera ha oscurecido ya. Helen quiere pedir otra botella de vino pero yo me niego: prefiero mantener la mente despejada.
¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Por qué ya nadie lleva reloj? Intento que Helen no se percate de mi agitación; en ese sentido, su tendencia alcohólica me resulta una bendición, pues entorpece su percepción del entorno inmediato.
Jez tiene todo lo que necesita. Está en un lugar seguro y a resguardo del frío. No puede sucederle nada malo. Aunque a estas alturas debe de estar muerto de hambre. Y de sed. Y calado de sudor. Y helado. Y, aunque apenas me atrevo a pensarlo, debe de haberse ensuciado los pañales. Judy ha pasado toda la mañana sola en la casa. ¿Y si ha visto algo que a mí se me ha pasado por alto? Incluso Kit, que tiene cosas más importantes en que pensar, reparó en que la guitarra acústica había desaparecido. A Judy no se le escapa nada; por inculta que sea, tiene una mente sagaz que le permite cazar al vuelo todo lo que sucede en las vidas ajenas.
Me revuelvo en la silla. ¿Hasta qué punto fui minuciosa arreglando el garaje? ¿Y cubriendo mi rastro? ¿Qué puede descubrir Judy? ¿Que las llaves del garaje no están colgadas del gancho habitual? ¿Que en el armario de la ropa blanca faltan algunas sábanas? No. Es imposible que ate cabos y llegue a una conclusión tan descabellada, por cierta que sea.
Cuando Helen vuelve con el vino, me excuso y corro hacia el baño. Vacío los intestinos en los lujosos servicios de la Royal Opera House y me apoyo un momento en el lavamanos de cristal mientras intento recuperar la compostura. Capto el destello de otras mujeres que se aplican lápiz de labios, se recogen mechones de pelo sueltos y se alisan el vestido ante el espejo, a mi lado. Estudio mi reflejo con atención, temerosa de que el rostro que el espejo me devuelve haya cambiado y revele mis pensamientos y terrores más recónditos. Me sorprende lo normal que parezco. Tengo los ojos grises de siempre, el mismo pelo negro. Solo se me ven una o dos canas. Saco el pintalabios del bolso, me retoco y quedo como nueva. Respiro hondo. Fingiré haber recibido un mensaje urgente. Lo que sea con tal de poder volver con Jez.
Helen levanta la mirada cuando cruzo el vestíbulo.
—¿Has perdido peso, querida? —pregunta, como si me viera por primera vez—. Por Dios, ya lo creo. Estás fabulosa. Nadia me comentó el fantástico aspecto que tenías. ¿Qué has hecho?
Me encojo de hombros. Querría poder decirle que es por la tensión, porque vivo en un estado de nerviosismo permanente. Debería poder decírselo, un día fue mi amiga. La miro fijamente a los ojos y advierto que ha vuelto a sumirse en su mundo, en su historia, percibo la enorme distancia que se abre entre dos personas cuando una de ellas esconde un secreto que no puede revelar.
—Creo que Mick está perdiendo el interés por mí —dice Helen—. Ni siquiera tolera mi presencia. Temo que Maria y él se están… aproximando.
—Pero ¡qué dices! —exclamo—. Se siente responsable por no haber estado más pendiente de Jez, nada más. Y quiere aplacar su mala conciencia echándote a ti la culpa. Eso es, al menos, lo que yo creo.
—¿De verdad lo crees?
—Sí, de verdad.
—Pero entonces ¿por qué se pasa el día peinándose, corriendo y dándose palmaditas en el estómago?
Suelto una carcajada, un sonido que rara vez sale de mi boca en los últimos tiempos.
—A mí me suena a la típica crisis de los cuarenta —digo.
—¿Y lo de Jez? ¿Crees que debería preocuparme más por él y menos por Mick?
—¡En absoluto! —digo yo—. Creo que haces bien no estresándote demasiado por Jez. Los adolescentes de hoy en día son muy independientes.
—Es muy joven, Sonia.
—Sí, de acuerdo. Pero no puedes estarles encima como si fueran niños, por el amor de Dios. Jez ya es mayorcito para pensar por sí mismo. Tenías que dejar que saliera, que se ocupara de sus cosas. Porque eso es lo que debe de estar haciendo, Helen. Su madre, tu hermana, parece una persona excesivamente autoritaria. ¿Tú no querrías escapar de una madre como ella? No me extraña que quiera esconderse. Quién sabe, quizá tenga una amante de la que nadie sabe nada. O puede que no quiera que lo encuentren. Apuesto a que quiere que lo dejen tranquilo. ¿Alguien ha pensado en esa posibilidad? ¿Se le ha ocurrido a Mick? ¿A Maria? ¿A la policía?
Helen me mira boquiabierta. Es la vez que más frases he encadenado desde que hemos llegado al bar.
—Puede ser —asiente—. Pero hay algo más. La policía cree que estoy involucrada en la desaparición de Jez. Me han interrogado varias veces y yo he admitido haber albergado algunos de los sentimientos de los que te acabo de hablar.
Hace una pausa. Tiene las mejillas más rojas que nunca y los ojos ligeramente inyectados en sangre a causa del vino. Se sorbe la nariz y me mira.
—Y ahora quieren volver a interrogarme. Soy la última persona que lo vio. Y la verdad es que antes de que todo esto sucediera estuve imaginando que le ocurrían cosas horribles. ¿No es espantoso? Me preguntaba qué pasaría si tuviera uno de los accidentes que a menudo sufren los adolescentes, si se rompiera una pierna saltando en el río, o quedara desfigurado como consecuencia de un accidente de tráfico. ¡Nada que pusiera en riesgo su vida, desde luego! Solo algo que le permitiera a Barney conseguir la plaza en la escuela de música. ¿No es horrible?
Me la quedo mirando un momento. Es ciertamente horrible pensar que alguien pueda quererle algún mal a Jez. ¿Cómo fue capaz? Intento decir algo para defenderlo.
—¡Me avergüenzo de mí misma! —continúa Helen—. ¿Y si mis sentimientos me hubieran llevado a… a hacerle algo espantoso a su encantador hijo? Nunca hubiera sido capaz, pero ahora tengo la sensación de que lo que me ocurre es un castigo, que me consideran sospechosa de algo atroz por haber tenido esos horribles pensamientos… He estado pensando mucho en lo fácil que es pasar de ser un ciudadano decente a ser, en un segundo, un criminal.
Helen vuelve a llenarse la copa. Advierto que la segunda botella de vino está casi vacía, aunque yo no he probado ni una gota.
—No te he escandalizado, ¿verdad, Sonia? —pregunta—. Si te estoy contando todo esto es porque sé que eres una persona sin prejuicios, que no eres nada crítica. No es la primera vez que hablamos sobre nuestros pensamientos oscuros, ¿recuerdas? Eso no significa que vayamos a obedecerlos.
—¿Cuándo hemos hablado sobre pensamientos oscuros?
—Una vez me contaste lo que sentías por Greg y cómo a veces deseabas que no volviera a casa, ¿te acuerdas? Decías que siempre está intentando controlarte. Aunque quizá no debería haber sacado el tema…
—No recordaba haber mantenido esa conversación.
—No me lo tengas en cuenta, por favor. Ay, Dios, ya empiezo a arrepentirme de haber hablado. Es por el vino. Tengo que parar.
—No te preocupes. Dime, ¿dónde está Maria ahora? ¿Y Nadim? ¿Qué hacen? ¿Cuándo abandonarán la esperanza de encontrarlo y se marcharán a casa?
Helen me mira fijamente durante un segundo antes de decir:
—Yo no creo que la gente se rinda nunca. Tenemos que superar el día a día. Si imagináramos que la situación va a prolongarse durante mucho más tiempo, creo que empezaríamos a desmoronarnos. Por el momento, Nadim ha tenido que regresar al trabajo. Maria quiere quedarse. No la culpo, aunque me gustaría que se alojara en otra parte. La única persona a la que tolero es Alicia, la novia de Jez. Las dos sospechamos que, si Maria pasara menos tiempo en casa, quizá Jez se atrevería a volver. Pero está siempre ahí, a todas horas, lanzándome miradas de odio… Olvida que acordamos actuar con cortesía mutua, sobre todo cuando me ve tomando una copa. Y, por Dios, yo necesito beber. Mick y ella trabajan codo con codo en todo lo relacionado con Jez. Han abierto una página en Facebook, redactan notas de prensa y no sé cuántas cosas más. Alicia cree que a Jez no le gustaría ser el centro de atención. Hacen lo que tienen que hacer, ya lo sé, pero la han tomado conmigo. Sé que el hecho de que me haya quedado la única entrada para la ópera parecerá una gran falta de tacto, más teniendo en cuenta por lo que está pasando Maria, pero todos estamos igualmente angustiados, Sonia. Jez también es mi sobrino.
—Helen —digo—. Cálmate. No creo que hayas hecho nada malo quedándote la entrada. A veces tenemos que quedarnos la única entrada disponible. Y Alicia tiene razón: estoy segura de que Jez volverá a casa en cuanto deje de ser el centro de atención.
Le digo a Helen que debo marcharme. Ella me suplica que volvamos a quedar otro día.
—Como hacíamos antes, cuando los niños eran pequeños, en el parque —dice.
Yo le digo que sí, que de acuerdo, que me llame.
Al salir me reciben las estridentes luces de Covent Garden. Los bares están abarrotados y en la plaza reina una gran agitación. Es viernes por la noche y una multitud se prepara para salir a celebrarlo. Me lleno los pulmones con el aire de la ciudad mientras me apresuro hacia Embankment. No pienso esperar ni a mi marido ni a mi hija ni a su novio. Debo embarcar en el clipper y volver con el chico que ocupa mis pensamientos.