Capítulo 16

VIERNES

SONIA

El día siguiente, viernes, Greg anuncia que nos ha conseguido entradas para asistir al ensayo general de Tosca en la Royal Opera House, y que nos invita a subir por el río en el clipper, a champán y a cenar. Kit está emocionadísima, como una chiquilla. Mientras toman el café del desayuno y Harry se ducha, Greg y ella se entretienen hablando de la soprano. La escena se convierte en una imagen borrosa, alejada de mí, como si estuviera observándolos desde un universo paralelo. No puedo dejar solo a Jez, menos aún tras la pelea de anoche. Tengo que asegurarme de que está bien y de que volvemos a ser amigos. Le abandoné de una forma tan horrible, tan cruel, que siento la necesidad de asegurarme de que comprende que lo único que siento hacia él es ternura.

—Hoy viene Judy —le digo a Greg en tono quejumbroso—. No me gusta dejarla sola en casa, nunca hace bien su trabajo si no estoy yo aquí.

Eso es un disparate. En mi vida me he preocupado por decirle a Judy lo que tiene que hacer. Lleva más de quince años haciendo la limpieza en la casa del río y siempre la he dejado trabajar a sus anchas, como hizo mi madre antes que yo.

—Vamos cariño, ¿cuántas veces tenemos ocasión de salir juntos y hacer algo especial? Además, tenemos a Kit en casa. Y a Harry.

Aprieto los párpados con fuerza y veo a Jez en el aire gélido del garaje. Atado. Amordazado. Solo. Sin ropa limpia. Molesto conmigo.

—Déjale una nota a Judy e intenta relajarte por una vez.

Greg se me acerca por detrás, me coge por la cintura —algo que detesto— y hunde la nariz en mi cuello.

—Tenemos que marcharnos tout de suite —nos apresura—. Coged abrigos y bufandas, tropa, hoy va a hacer un frío espantoso en el río.

—Ya os alcanzaré en el muelle —digo—. Adelantaos mientras le escribo una nota a Judy.

—Yo te espero —dice Harry—. Tú ve, Kit. Así podrás estar un rato a solas con tu padre.

Harry merodea por la cocina mientras yo redacto pomposamente una nota para Judy, recordándole que nos hemos quedado sin cera para el parqué, que a los espejos les vendría bien un repaso y que encontrará espray de lima y vinagre en el armario que hay debajo del fregadero. Menuda pantomima. ¿Qué va a pensar Judy? Se preguntará a qué viene esto después de tantos años. Si Harry no me estuviera mirando por encima del hombro mientras escribo, arrugaría la nota y la tiraría a la basura, pero no tengo más remedio que seguir con la farsa. Parece incapaz de mantenerse a una distancia razonable. Algunas personas son así, no comprenden la existencia de las barreras físicas; en cuanto adivinan hacia dónde pretendes moverte se detienen justo ahí, en el palmo cuadrado de suelo que tenías intención de ocupar. Quiero ir en busca de un vaso de agua —por algún motivo aún tengo la boca seca— pero él se planta de espaldas al fregadero, con los brazos cruzados sobre el pecho de su jersey Fair Isle. Me fijo en que el pelo oscuro de la barba le ensombrece la mandíbula, que tiene la piel ligeramente enrojecida y una papada incipiente. Constato una vez más lo fugaz que es la juventud de Jez y siento cómo se desvanece por momentos, mientras estudio la boca de Harry y sus labios finos y agrietados, que se abren y se cierran acompasadamente. Está hablando de algo que no me interesa lo más mínimo.

—El club de remo —dice señalando la otra orilla a través de la ventana de la cocina—. ¿Greg y tú sois socios? No me importaría salir a navegar si seguís aquí en verano. Aunque supongo que es poco probable.

Me lo quedo mirando fijamente.

—Guardamos un bote en el cobertizo que hay en el callejón. Pero nunca nos hemos inscrito en ningún club —respondo fríamente.

—Sí, ya sé a qué te refieres.

—Ah, ¿sí?

—Sí, claro. Las sociedades suelen ser una pérdida de tiempo. Es mejor ir por libre. Aunque a Kit y a mí nos gusta ser socios del club de tenis de la universidad.

Me dan ganas de contestarle que, aunque no tengo ninguna duda que yo «seguiré aquí en verano», eso no garantiza que vaya a invitarlo, pero ya está hablando otra vez. No consigo encontrarle sentido al torrente de palabras que salen a borbotones de su boca, algo sobre el apego a las casas y la necesidad de seguir adelante. No quiero discutir el asunto con él. Le digo que tengo que encontrar los guantes de goma para Judy y empiezo a rebuscar debajo del fregadero, con la esperanza de que capte la indirecta y se largue de una vez. Pero sigue plantado en mitad de la cocina, como si fuera el dueño de la casa. ¿Por qué tengo que soportar a este tipo mientras la persona con la que querría estar se encuentra encarcelada y pasando frío en el garaje?

A las diez en punto estamos en el muelle. Sheila, la vendedora de billetes, está envuelta en una gruesa bufanda de lana y tiene la cara más roja que nunca a causa del viento helado. Greg y Kit no suelen charlar con la gente del barrio, pero a mí me gusta intercambiar cuatro palabras con Sheila, de modo que le indico a Harry que ya me encargo yo de los billetes. Finalmente me deja tranquila y se marcha con Greg y Kit, que aguardan en la sala de espera acristalada que hay al final del pontón.

—El próximo pasará dentro de diez minutos —dice Sheila, cortando los billetes.

Una lancha de socorro de color naranja pasa río abajo y su estela hace oscilar el muelle, que cruje y chirría.

—Siguen sin encontrar a ese chico —añade—. Llevan varios días dragando el río.

—¿Qué chico?

—¿No lees los periódicos?

Sheila lleva trabajando en el muelle desde que tengo uso de razón. Vive en Woolwich con su anciano padre y tantos gatos que ha perdido la cuenta. Lee el periódico local con ávido interés y nunca se le escapa nada.

—Siempre es peor cuando el río se lleva a una persona joven. Uno no puede evitar pensar en los padres. Por mucho que digan los periódicos, debe de haberse suicidado. Es por culpa de las drogas, no es el primer chaval al que veo destrozarse la vida. Están por todas partes, incluso las venden en las puertas de los colegios. Les entra la melancolía, caen en una gran depresión y son incapaces de dejarlo. Estoy convencida de que se ha tirado al río.

Sacude la cabeza y me pregunta qué tal estoy.

—Muy bien, gracias, Sheila. Mejor que nunca —le digo, felizmente sabedora de que Jez ni se ha ahogado ni sufre una depresión por culpa de las drogas, sino que está sano y salvo en mi casa.

Aunque ahora mismo lo tenga amordazado en el garaje, en cuanto mi marido y mi hija se marchen mañana pienso trasladarlo de nuevo a su preciosa sala de música.

Sheila y yo intercambiamos unos cuantos cumplidos y después me reúno con los demás en la sala de espera. El transbordador se acerca y las olas baten de nuevo contra el muelle.

Esta mañana, el clipper se balancea sobre las aguas. Hace muy mal día, demasiado frío para estar en cubierta, mi lugar preferido. Mientras la embarcación ocupa el centro del río describiendo un amplio arco, los edificios de Canary Wharf parecen ondularse, el cielo plomizo reflejado en sus ventanas.

Aunque conozco el río mejor que mi propia piel, hay días en que me arredra. Hoy es uno de esos días. El oleaje gris es hostil y zarandea el transbordador de forma alarmante. Soy incapaz de relajarme. No quiero mirar a las profundidades mientras el clipper gana velocidad y empezamos a saltar sobre las olas.

Dejamos Greenwich a un lado y los edificios más altos al otro, y avanzamos río arriba hacia el muelle de Masthouse Terrace y el Greenhouse. Veinte minutos más tarde atracamos en Canary Wharf. Nunca deja de sorprenderme que se tarde tanto en cruzar a la otra orilla, cuando parece que esté justo frente a la casa del río, y que en cambio basten cinco minutos a pie para llegar a la Casa de la Reina, que parece quedar en el extremo opuesto de Greenwich.

Greg charla con Harry mientras zarpamos de nuevo. Lo ha invitado a tomar una cerveza en el bar y están manteniendo una conversación de hombre a hombre. Kit está escribiéndose mensajes con alguien y parece muy concentrada, con la cabeza inclinada sobre el móvil. Me gustaría sentarme a su lado y hablar con ella de esto y aquello, de las cosas con las que imagino que otras madres e hijas pasan el tiempo, pero no sé cómo empezar. Oigo la monótona voz de Greg: que si en su día el río estaba más concurrido que las calles de Londres, tan lleno de mástiles y embarcaciones que casi no había por dónde pasar; que si el almacén de tabaco de Wapping fue el mayor edificio público del mundo…

—Diseñado, por difícil que sea de creer, por el mismo tipo que construyó las cárceles de Dartmoor y Maidstone.

Harry asiente con aire pensativo, aunque me pregunto hasta qué punto estará realmente interesado en las monsergas de Greg.

—¿Ves ese lugar de ahí? Es donde se ejecutaba a los culpables de crímenes en «alta mar». En la comisaría de policía se guardaba «el libro más triste del mundo», donde se registraban todos los suicidios, tanto los consumados como los que quedaban en intento. No es una historia demasiado alegre, pero en verdad el Támesis siempre ha tenido un lado oscuro.

Greg toma otro trago de cerveza.

Me ovillo en mi abrigo, incómoda al pasar frente a los apartamentos construidos sin orden ni control durante la década de los ochenta; siempre he creído que el río no tiene tiempo para frivolidades de ese tipo. Cuando yo era niña, los almacenes y embarcaderos de los que habla Greg —como el Puerto de las Antillas en la isla de los Perros— tenían una relación activa con el Támesis, pues recibían los productos que las barcazas trasportaban. Existía algo parecido a un respeto mutuo entre los edificios y el río que los alimentaba. Estos arrogantes apartamentos y urbanizaciones, en cambio, ignoran lo que pasa más abajo. Hay una desconexión entre lo que son y lo que pide el río. Es evidente que Harry no siente ningún tipo de vínculo con el Támesis y que el de Greg no es instintivo, sino algo vago y cerebral. No lo lleva, como yo, en la sangre. Nunca ha logrado entender por qué no puedo vivir lejos de él.

Me agarro al asiento y pienso en todos los misterios que el río mantiene ocultos en las profundidades, los tesoros que escupe con la marea baja. Tamasa, el «río negro». Hoy el Támesis me parece más negro que nunca.

Llegamos a Pool of London —el tramo de agua que separa la Torre de Londres del Puente de Londres— y entramos en el muelle de Bankside, donde el barco frena con violencia. Las olas se agitan furiosas y nos zarandean, mientras desde la cubierta vuelven a soltar las amarras.

Al pasar bajo Blackfriars, Greg le cuenta a un sufrido Harry que el puente toma su nombre de una orden de monjes que vivieron en los alrededores. Después dejamos atrás el South Bank y sus árboles decorados con lucecitas azules. Kit coge a Harry de la mano y se lo lleva lejos de Greg, junto a las ventanas, desde donde contemplan las vistas y prorrumpen en exclamaciones de admiración. Finalmente, llegamos sanos y salvos a Embankment.

Recorremos Villiers Street y cruzamos el Strand hasta la Royal Opera House. En apenas unos minutos nos encontramos cómodamente instalados en el afelpado corazón rojo y dorado del teatro, tan lejos de las negras aguas del Támesis como se puede estar.

Greg nos ha conseguido butacas en el anfiteatro. Inspecciono el auditorio, percibo el vago aroma a perfume caro y aplaudo con el resto de los espectadores cuando la orquesta ocupa su lugar en el foso. Entonces se abre el telón y me abandono a la música, me entrego a la historia, consciente de que es lo único que podré hacer hasta que concluya el último acto.

La ópera es ciertamente catártica. Tosca sufre por culpa de su naturaleza celosa, como yo, la sospecha constante de que alguien pueda privarla de las atenciones de su amante. Haría cualquier cosa por él, está dispuesta incluso a matar; es una mujer de una valentía admirable. No obstante, a pesar de la música y de la historia, una parte de mi mente se niega a calmarse. Solo estoy pendiente del momento en que podré marcharme y volver junto a Jez. Desatarle las muñecas para que sepa que estoy allí por él.

Pero la fortuna no está hoy de mi parte, pues cuando llega el entreacto y empiezo a bajar las escaleras antes que los demás, me topo de frente con Helen.