Capítulo 15

JUEVES POR LA NOCHE

SONIA

Me mira con unos ojos como platos sin decirme nada.

—¿No se te ocurre otra forma de demostrarme que estás enfadado porque te he traído aquí? —le pregunto, pero no contesta—. Yo no quería hacerlo, créeme, pero hay gente en casa y no creo que les hiciera ninguna gracia verte allí. He tenido que esconderte por tu propio bien.

He encendido una vela y lo contemplo bajo la luz parpadeante. Estoy consternada. Algo ha cambiado. Jez tiene la cara pálida y demacrada, como en mi pesadilla. Su piel está ligeramente humedecida. Siento un arranque de rabia, aunque no sé contra quién va dirigido. ¿Contra Jez, por perder su vitalidad? ¿Contra Greg, por volver a casa y obligarme a hacerle esto? ¿O es contra otra persona, por otro motivo?

Me siento en la cama, le sirvo un vaso de agua y se lo ofrezco, pero Jez vuelve la cabeza y se niega a beber. Es la primera vez, desde el domingo, que se muestra tan poco cooperativo.

—Jez, esta situación nos desagrada a los dos por igual, pero tendremos que apañarnos. Será por poco tiempo, te lo prometo. Come, por favor. Toma, te he comprado pastel en Rhodes. De hecho, puedes elegir: hay pastel de princesa y tarta de limón.

Coge aire y me escupe, no una vez sino varias. Es tan inesperado y violento que no tengo tiempo de esquivarlo.

La saliva me rueda por la mejilla. Me la seco con la manga del abrigo.

—No tenías por qué hacer eso —le digo—. He venido aquí en plena noche para asegurarme de que estabas bien, que no tenías frío ni te habías asustado. Estoy aquí para cuidarte, nada más. No muerdas la mano que te da de comer.

Él no responde.

Me siento en la cama, a su lado, y le aparto el pelo húmedo de la frente para demostrarle que no le guardo rencor por su arrebato, aunque me ha dolido. Jez se estremece al notar que lo toco.

—No sé cómo quieres que te ayude si no hablas, si ni siquiera puedes contarme qué te pasa —le digo.

Lo que siento ahora no es rabia, sino desesperanza y frustración al pensar que tengo que mantener a Jez en estas condiciones. No es lo que quiero. Me gustaría llevarlo de nuevo a la sala de música, volver al principio. Demostrarle que solo pretendo hacerle bien. Nunca quise que esto se convirtiera en algo desagradable. Tampoco quiero que piense mal de mí, que crea que deseo hacerle daño. Porque no es cierto, yo no soy así. Algo se ha apoderado de lo nuestro y lo está empañando. Es lo que intuí en la cocina mientras recordaba aquel verano en East Anglia, lo mismo que sucedió cuando convirtieron lo que había entre Seb y yo en algo vergonzoso.

—Todo irá bien, ya lo verás —insisto—. Todo será fantástico. Solo tenemos que superar esta parte.

—Ibas a llevarme a casa.

—Sí —le digo—. Iba a hacerlo. Pero tal como están las cosas, resulta inviable. Tú mismo dijiste que iba a ser difícil explicarle todo esto a la gente. Lo he estado pensando y creo que tienes razón; habría sido imposible.

—Helen y Alicia no tienen ni idea de dónde estoy, ¿verdad? Lo de la fiesta sorpresa era una mentira.

—Yo nunca te he contado ninguna mentira, Jez. Lo de la fiesta, si lo recuerdas, fue idea tuya.

Empieza a retorcerse y tira de las esposas de cinta adhesiva.

—¿Por qué estoy atado? ¿Y encerrado? ¿Dónde estoy?

—Tranquilo, no te preocupes. Sigues estando muy cerca de mi casa. Nunca te habría alejado de mí; yo nunca te abandonaría y lo sabes. —Guardo un momento de silencio mientras espero a que se calme—. Lo único que lamento es que, durante los próximos días, las circunstancias van a ser menos lujosas para ti. Me siento obligada a tenerte en condiciones poco deseables, pero solo será por unos días.

Lo miro para ver si mis palabras surten algún efecto. Él deja de forcejear y me dirige una mirada dubitativa, como si quisiera creerme pero no fuera capaz.

—Te lo prometo, Jez.

El frío del garaje me cala los huesos, es peor de lo que yo esperaba. Jez está temblando incluso debajo del edredón, con las mantas y la bolsa de agua caliente; aunque yo llevo mi abrigo de lana, largo y grueso, encima del pijama, una bufanda y botas, no puedo evitar que me castañeteen los dientes. Tengo los labios tan entumecidos que me cuesta articular las palabras. Tengo que traerle otra colcha en cuanto pueda, no quiero que Jez enferme.

—Plantéatelo como una aventura, como ir de campamento al bosque. Te daré todo lo que quieras, ya lo sabes. Solo tienes que pedirlo. Mira, te he traído la guitarra acústica. Y aquí tienes una linterna.

—Pero ¿cómo crees que voy a tocar con las muñecas atadas con…? ¿Qué es esto? ¿Cinta americana?

—No quería atarte, te lo prometo. Pero me preocupaba que pudieras despertarte, que te diera un ataque de pánico y te hicieras daño intentando alguna tontería.

Ninguno de los dos menciona lo que he utilizado para evitar que ensucie las sábanas. Sé lo humillante que debe de ser para él.

—Te cortaré las esposas enseguida si te portas bien. Me gustaría dejarte las manos libres para que pudieras tocar la guitarra, fumar y lavarte. Me gustaría que hubiera agua corriente. Te he traído una manopla para que puedas lavarte la cara, y ahí tienes un cubo con agua. Jez, estoy intentando que esto sea lo más agradable posible para ti, dadas las circunstancias.

Le digo que voy a soltarle una mano para que pueda beber. Corto la cinta con las tijeras de cocina que me he metido en el bolsillo. Le acerco el vaso a los labios, y justo en ese momento vuelve a ponerse difícil.

Me arrebata el vaso de la mano y lo estrella contra el cabezal de la cama. Su estado de nerviosismo me hace pensar que va a intentar atacarme incluso estando sentado. No sé cómo, pero ha logrado conservar un fragmento de cristal en la mano y se lanza contra mí justo cuando yo doy un paso atrás. Logro apartarme a tiempo, pero aun así me agarra por la muñeca y me clava el cristal, dejándome una larga hilera de pinchazos en la piel. Por suerte para mí, los medicamentos que le administré la pasada noche lo han debilitado. Además, tiene los pies y una mano atados a la cama, y eso limita sus movimientos. Aprovecho mi ventaja y lo arrojo contra la cama de un empujón. Él suelta un grito e intenta atacarme de nuevo con la mano libre, pero supongo que ha perdido la sensibilidad por culpa del frío y apenas le quedan fuerzas. Le agarro la mano y se la retuerzo. Jez suelta un chillido. Saco el rollo de cinta adhesiva del bolsillo y le sujeto otra vez la muñeca al cabezal de la cama.

Me enderezo y lo miro fijamente. Seb solía atemorizarme, me amenazaba con abandonarme y podía ser brusco en ocasiones, pero nunca me habría atacado como acaba de hacerlo Jez. Trago saliva.

—Créeme, Jez, lo último que quiero es tenerte atado. Preferiría mil veces ver cómo te mueves y oírte tocar, pero lo que acabas de hacer me ha dolido mucho.

Espero un momento, pero al ver que no tiene intención de contestar sigo hablándole al silencio:

—Todo lo que hago es por tu bien —insisto.

Cojo el pañuelo que usé para obturar la grieta de la ventana y se lo ato alrededor de la boca.

—Solo por tu bien.

Fuera está oscurísimo y hace tanto frío que noto punzadas en los ojos. Tardo unos segundos en adaptarme a la falta de luz. No hay estrellas en el cielo. La marea está alta y el agua arremete contra los muros del río, apenas medio metro por debajo del borde. Se oye un golpeteo constante, como si alguien intentara atraer mi atención desde lo alto de la estructura metálica del muelle carbonero. Sin duda es un ritmo demasiado regular para que se deba al viento, aunque sé que me estoy asustando sin motivo. Aguzo la vista, pero solo logro distinguir el oscuro perfil del muelle sobre la negrura de la noche. El golpeteo metálico cambia de ritmo durante un momento, como si la persona o la cosa que hay ahí arriba se hubieran movido. Entonces reconozco el sonido, que está ahí todo el tiempo: se trata de una enorme lámina de acero ondulada que se ha soltado y se agita con la brisa; en las noches de viento, suena como un disparo. Sigo avanzando con paso cauteloso, acompañada por el batir regular del agua contra los muros del río. Y entonces, tengo la certeza. Oigo una respiración.

No me atrevo a moverme. Hay algo ahí abajo, detrás del muro, en el agua. No puedo evitar acercarme, tengo que echar un vistazo, comprobar quién es: una bandada de cisnes que se elevan y descienden con el vaivén del agua, acurrucados para protegerse del frío. Sus cuerpos desprenden un inquietante brillo plateado en la oscuridad. Experimento un cálido y súbito estremecimiento de alivio. Recuerdo que, una vez, leí en alguna parte que los hindúes veneran a los cisnes porque sus plumas no se mojan en el agua, del mismo modo que un santo habita el mundo sin estar apegado a él. Uno de los cisnes despliega las alas y se yergue dejando a la vista su cuerpo blanco y musculoso, y me acuerdo de una producción de El lago de los cisnes, de los sinuosos cuerpos de los bailarines en danza. Esa imagen se confunde en mi mente con la última que conservo de Jez, con los brazos atados por encima de la cabeza, cuando he salido del garaje. Me acomete de nuevo el remordimiento por que esté perdiendo su belleza, mientras yace ahí tendido, consumiéndose. Me adentro en el callejón hasta la puerta del muro por la que se accede a la casa del río. Todas esas imágenes, los cisnes, los bailarines, Seb, Jez, se confunden en mi cabeza.

Veo un cuadrado de luz ambarina en una de las ventanas del callejón, pero por lo demás todo el mundo duerme ya. No hay señales de vida. Franqueo sigilosamente la puerta del muro, abro la puerta de la casa y, antes de pasar al vestíbulo, me detengo un instante y escucho con atención. ¿Es ese sonido una puerta que se cierra con cuidado en el piso de arriba? Tengo los nervios a flor de piel, imagino cosas. Estoy tan tensa que me duele todo. Tengo la boca seca. Noto un hormigueo en los dedos.

Me quedo inmóvil y, por un instante, ni siquiera me atrevo a respirar. Cruzo el umbral del vestíbulo después de colgar el abrigo y guardar las botas en su sitio. Me meto en el baño de abajo. Echo el pestillo. Espero. Intento respirar sin hacer ruido pero el aliento se me escapa a bocanadas exageradas. Abro el grifo del agua fría y me limpio la muñeca ensangrentada con agua helada. No logro detener la hemorragia, la sangre sigue brotando de los pequeños cortes y tiñe de color rosado el agua que se arremolina en el lavamanos. Aguzo el oído. ¡Hay alguien en el piso de arriba! Oigo un crujir de tablones, pasos en el rellano. Otra puerta que se cierra. Cuando todo vuelve a estar en silencio tiro de la cadena de la luz y descorro el cerrojo. Abro la puerta. Una esbelta figura se me acerca en la oscuridad.

—Sonia.

Es Harry.

—Tenía que ir al baño, pero no recordaba dónde está el del piso de arriba.

—Adelante, como si estuvieras en tu casa —digo, y me pregunto qué me habrá empujado a utilizar una frase que no empleo nunca. Además, frente a la puerta del baño del piso de abajo, en plena oscuridad, suena absurdo.

Puede que sean imaginaciones mías, pero tengo la sensación de que clava la vista en mi espalda mientras subo por las escaleras, vuelvo a entrar en mi dormitorio y me tiendo entre las sábanas, junto a Greg.