JUEVES POR LA TARDE
SONIA
Antes, no había nada que me alegrara tanto como la presencia de mi hija. Sus visitas desde que se marchó de casa el pasado mes de octubre me han ayudado a seguir adelante. Incluso sus quisquillosos hábitos, que tanto me irritan —limpiarlo todo con espray desinfectante, lavarse las manos con jabón bactericida antes de comer—, me proporcionaban una sensación de plenitud por haber sido capaz de crear una persona completa, nueva, adulta. En cambio hoy, el día de su llegada, estoy inquieta, hecha un manojo de nervios.
Desde que volvió a marcharse después de Navidad y Greg empezó a viajar más a menudo, necesito cada vez más la soledad. Disponer finalmente de la casa del río para mí sola me ha permitido descubrir con asombro cosas que me habían pasado desapercibidas durante años, como las marcas a lápiz en la pared que separa el baño de mi dormitorio con las que seguíamos mi crecimiento. A menudo paso los dedos por la muesca que un reloj de mesa arrojado con rabia dejó en el yeso del pasillo. Rescato joyas olvidadas hace años, peniques antiguos, postales y fotos perdidas entre las tablas del suelo.
Los amigos me llaman a veces con todo tipo de invitaciones, pero siempre invento alguna excusa. Muchos han captado ya la indirecta y se han rendido. La verdad es que no soporto pasar mucho tiempo lejos de la casa del río y lo que esta ha empezado a revelarme. Siento que estoy levantando una capa de algodón que lo ha amortiguado todo durante años y me ha impedido recordar y sentir las cosas debidamente. Y supongo que lo que temo ahora que Kit y Greg van a regresar a casa es que todo vuelva a quedar atenuado y jamás logre recuperar lo que siento que estoy tan cerca de desvelar. Desde la llegada de Jez tengo la sensación de que los años transcurridos están a punto de desaparecer como trastos que nadie quiere entre los tablones del suelo, y que pasado y presente podrán finalmente converger.
Kit llega justo cuando estoy dando los toques finales a la mesa. Cenaremos en la cocina, por supuesto, aunque primero se sentará a tomar una copa con Greg en la sala de estar, probablemente un gin-tonic, mientras hablan sobre anatomía, hematología y los últimos avances en terapia génica, mientras yo pincho el cordero para asegurarme de que esté en su punto. Saco las copas de vino, les echo una bocanada de aliento y las froto con un trapo limpio. Kit entra en la cocina en su versión más delgada y esbelta, una mujer nueva, muy alejada de la adolescente que siempre andaba con expresión huraña. No es nada fácil describir el cambio que ha experimentado: ha aprendido a cuidar de sí misma, y la veo más cómoda que nunca en su propia piel. Se detiene en el umbral, vestida como siempre con ropa deportiva, una parka de color rojo y pantalones negros. Se quita los guantes.
—Hola mamá —me saluda con su voz grave, tan parecida a la de Greg—. Qué bien huele. ¿Qué has preparado?
Se inclina y me ofrece una mejilla helada. Hace tiempo que dejamos de abrazarnos. Desde que se marchó de casa hemos adoptado un hábito mucho más formal de saludarnos. A veces tengo la sensación de que la pongo nerviosa, y eso me entristece. Se muestra siempre más relajada con su padre.
—Langostinos. Y espalda de cordero de segundo. Ha elegido papá. Pero te he preparado tu pudín preferido. ¿Vienes sola? Creía que ibas a traer a tu nueva pareja.
—Llegará enseguida. Ha ido un momento a la tienda a buscar una botella de vino para ti.
—Qué encanto.
Kit me mira y dice, con una sonrisa:
—Sí, es encantador.
Tengo la impresión de que esta relación significa mucho para ella y me pregunto una vez más qué voy a pensar de él.
Empieza a merodear por la cocina, cogiendo cosas y volviéndolas a dejar en su sitio, como suele hacer cuando ha pasado un tiempo fuera, haciendo inventario de los cambios. Me pongo tensa ante la posibilidad de haber dejado alguna prueba, algún indicio de los días que he pasado con Jez.
—Ve a sentarte con papá —le digo—. Yo acabo con la cena.
—De acuerdo. Solo quiero comprobar si hay correo para mí. Has dejado de enviarme cosas.
—Porque no hay nada que enviar —contesto—. Te llevaré algo de beber. Ve a sentarte, anda.
—Sí, mamá, solo será un segundo. No hace falta que intentes librarte de mí en cuanto llego.
—No seas tonta, no me estoy librando de ti. Quédate, yo encantada. Es solo que he pensado que estarías más caliente en la sala. Papá ha encendido la chimenea.
Empiezo a cortar un limón, es probable que empleándome con más fuerza de la estrictamente necesaria.
—Mamá, ¿estás bien?
Me vuelvo hacia ella. Está en mitad de la cocina, de brazos cruzados y con la frente ligeramente fruncida, estudiándome.
—Claro que estoy bien. Estoy estupendamente.
—Es que… Bah, no importa. ¿Has decidido ya qué vas a hacer con la habitación libre?
Vuelvo a darle la espalda, dejo el cuchillo y me lavo las manos en el fregadero, muy despacio. Intento sonar sensata, que la voz no me delate.
—Si no te importa hacer la cama tú misma, hay sábanas en el armario de la ropa blanca.
—¡Jolines! ¡Y yo que creía que venía a descansar! —bromea—. Ya me hago la cama en la uni…
—Y yo tengo demasiado trabajo como para andar haciendo camas. No te va a hacer ningún daño —le digo, e intercambiamos una cariñosa mirada entre madre e hija.
Kit se endereza, el rostro se le ilumina y da un paso al frente con una sonrisa en los labios, al tiempo que un chico alto y joven aparece en la puerta.
Ha estudiado en un colegio público, lo noto en la forma en que me tiende la mano y me mira a los ojos. Lleva pantalones de vestir, un abrigo de lana y gafas de montura gruesa. Debe de ser solo unos cuatro años mayor que Jez, pero advierto enseguida que Harry es el tipo de hombre que nunca ha sido joven. Jez no tiene ese barniz adulto. Por eso me gusta tanto, porque se encuentra en una edad efímera, nebulosa, pero al mismo tiempo condensada en una forma rígida de la que no hay retorno.
—Mamá, te presento a Harry. Harry, esta es mi madre, Sonia.
—Encantada de conocerte, Harry —lo saludo.
Él me devuelve la sonrisa y me estrecha la mano durante más tiempo del que me resulta cómodo, al tiempo que me estudia a través de sus gafas. Me pregunto si habrán estado hablando de mí viniendo hacia aquí y, en tal caso, qué le habrá contado Kit.
A Kit se le ilumina el rostro cuando Greg entra en la cocina, por detrás de mí. Me hago a un lado y ellos se miran y se echan a reír. Greg la sujeta por los hombros y dice:
—Dejad que le eche un vistazo a mi hija.
Kit esboza una sonrisa radiante. Entonces Greg la abraza y le hace un gesto a Harry para que los acompañe a la sala de estar.
Me quedo sola, terminando de cocinar. He puesto un CD en el equipo de música, una suite de Bach para violonchelo. Froto y pelo las patatas, las corto en cubos, las salo y las meto en el horno para que se asen. Greg vuelve a la cocina, se acerca al botellero, coge una botella de Sancerre para acompañar el entrante y la deja en la nevera.
—¿Dónde está el Burdeos? ¿El Château Lafite que apartamos para el vigésimo primer cumpleaños de Kit? —pregunta—. Tendría que estar en el botellero.
Hasta este momento, no había vuelto a acordarme del Burdeos. Desde que descorché la botella, no pensé más que en el placer de compartirla con Jez. Pero al mirar a Greg me doy cuenta de que está a punto de estallar una tormenta.
—Ah, es que… —digo.
—¿Qué, Sonia? ¿Qué me estás diciendo?
—Lo siento, Greg. La abrí por error. Una noche, después de una clase. Nos habíamos terminado una botella y le dije a mi alumno que cogiera otra del botellero. No me fijé en la etiqueta.
—Pero llevábamos años reservándola. ¿Te has vuelto loca?
—Es solo una botella, Greg.
—Es que no lo entiendo. La idea de guardarla para celebrar el vigésimo primer cumpleaños de Kit en junio fue tuya, no mía, pero me pareció que era una gran forma de festejar un cumpleaños importante. ¡Y ahora ha desaparecido!
Me mira de una forma que no soporto, como si se preguntara si sufro menopausia precoz, demencia o alguna otra enfermedad que la cortesía no permite mencionar. Los médicos siempre llevan ventaja, siempre actúan como si dispusieran de información secreta sobre ti. Te mantienen en un estado de ansiedad constante, como si acabaran de descubrir un síntoma horrible y estuvieran esperando el momento oportuno para revelártelo.
—Greg, esa noche me sentí tan disgustada como tú ahora, pero entonces me dije: ¿por qué me preocupo tanto? No son más que un puñado de uvas exprimidas en una botella. En el mundo pasan cosas mucho peores.
—Uvas vendimiadas y exprimidas el año en que Kit nació y que llevaban madurando desde entonces —replica él—. Eso no tiene precio. No puedes hacer retroceder el tiempo.
—Tengo que preparar la salsa de menta. —Suspiro y le doy la espalda—. Lo siento, ¿qué más quieres que te diga?
Trituro las hojas de menta con la mano de mortero y observo cómo van pasando del verde al marrón, al tiempo que llenan el ambiente con su aroma. Añado vinagre y azúcar, y remuevo la salsa resultante con energía. Pero en realidad tengo la cabeza en otro sitio. Solo una parte de mí habita este mundo de cordero asado, Sancerre y salsas, de manteles y copas brillantes; el resto, ese yo secreto que me parece el más real, está absorto pensando en Jez. Es el aroma de Jez el que impregna el aire que me envuelve; la carne de Jez la que baño mientras condimento el cordero con ajo y romero. Recuerdo con un estremecimiento que está en el callejón, encerrado en el garaje, y deseo poder tenerlo arriba, al abrigo de la encantadora luz de la sala de música.
Cuando nos sentamos a cenar media hora más tarde, Greg aún no ha vuelto a dirigirme la palabra. La suite de Bach se ha terminado y hay un momento incómodo en el que parece que nadie sabe qué decir. He encendido velas y he colocado un jarrón con campanillas de invierno en el centro del mantel blanco. En la cocina hace calor y las llamas de las velas se reflejan en las ventanas sin cortinas.
—A Harry y a mí nos gusta jugar a Scrabble después de cenar —dice finalmente Kit, cogiendo el vino—. Pero tranquila, mamá, ya le he contado que tú detestas los juegos de mesa.
Yo le sonrío.
—Gracias —contesto.
—¿Por qué? —pregunta Harry—. ¿Es por miedo a perder?
Yo me río.
—No, al contrario. Es que no me siento lo bastante competitiva —digo—. Soy incapaz de mantener el interés por las casillas de puntuación doble, triple, y por los puntos que suma cada palabra. Pero vosotros jugad, faltaría más.
—Yo siempre quise pertenecer a una de esas grandes familias que juegan a algo después de cenar —señala Kit con tristeza—. Pero mamá nunca quería participar. Y jugar al Scrabble entre dos no tiene ninguna gracia. Tú sí jugarás con nosotros, ¿verdad, papá?
Greg se encoge de hombros. Siempre le ha costado mucho decirle que no a Kit, pero en esta ocasión me sorprende:
—Tu madre y yo tenemos que hablar. Lo siento, cariño.
Entonces se levanta, se limpia las manos con la servilleta y se acerca al equipo.
—Me parece que se impone un poco de música —dice.
Guarda el CD de Bach y elige la quinta sinfonía de Mahler.
—¿Y eso por qué? —le pregunto a Greg.
—¿Qué sucede? Creía que te gustaba.
—Y me gusta, pero ¿no te parece un poco… pomposo para acompañar una cena?
Greg se encoge de hombros y vuelve a sacar el CD.
—Pues, si no hay más remedio, nos limitaremos a la música de cámara.
Harry se inclina hacia mí.
—En realidad —dice—, me estaba preguntando si podría echarle un vistazo a la sala de música después de cenar.
Me siento sitiada. Es el cuarto de Jez, su espacio sagrado. Pero no puedo negarme. ¿Qué iba a aducir?
—Harry toca el teclado —dice Kit—. Le he enseñado todo lo que tenéis ahí arriba. No te importa, ¿verdad, mamá? Sé que a veces trabajas en esa habitación.
—No, claro que no me importa.
Me pregunto si he sido lo bastante meticulosa deshaciéndome de las cosas de Jez. Las colillas de los ceniceros, las hojas de afeitar del baño… ¿He comprobado la basura? Intento tragar un bocado, pero me es imposible.
—Es un lugar increíble para una oficina —continúa diciendo Harry—. ¡Y qué vistas! ¡Guau!
Greg y Kit se miran con pretendido disimulo.
—¿Qué pasa? —pregunto—. ¿A qué viene esa miradita?
—No, nada —dice Greg—. No te imagines cosas, Sonia.
—Es verdad, es una habitación con mucho encanto —dice Kit, cogiéndole la mano a Harry—. Ese es uno de los argumentos que esgrime mamá para no marcharse. Pero una habitación encantadora no justifica que tengamos que quedarnos aquí para siempre.
Habla sin mirarme, pues sabe que van a surgir fricciones.
—Creía que no íbamos a discutir el tema hasta más tarde… —protesta Greg.
—Ya lo sé —dice Kit—. Lo siento, papá. Pero ¿has leído el periódico local de esta tarde? Harry se ha quedado estupefacto. Ha habido varios atracos a mano armada, robos a personas inocentes e incluso un tiroteo, ¡todo en apenas una semana! Solo eso ya constituye un buen motivo para mudarse, y quiero que mamá al menos lo considere.
—Estás predicando en el desierto, ya lo sabes —dice Greg.
—¡Somos dos contra uno, mamá! —insiste Kit con una sonrisa radiante.
—Ahora no, por favor —le ruego.
Kit se vuelve hacia Harry.
—Papá ha visto una casa increíble en Ginebra.
Miro a Kit. ¿A qué viene eso?
—Lo sé, me comentaste que tus padres estaban pensando en mudarse —dice Harry.
—¡Imagina lo fácil que sería ir a esquiar! Mamá, no puedo creer que te niegues a considerarlo.
Aprieto los labios. Parece que todos, Greg, Kit e incluso mi madre, han estado hablando, confabulando, intrigando, insistiendo sin tener en cuenta mis sentimientos.
—¿Qué es lo que has visto, Greg? No me habías contado nada.
—He hecho algunas indagaciones preliminares. Y honestamente, Sonia, si vieras algunas de esas casas… Estoy seguro de que cambiarías de opinión. Tu madre cree que es una buena idea. De hecho, he traído algunos detalles y pensaba enseñártelos más tarde.
—¿Has hablado del tema con mi madre antes de consultarlo conmigo?
Hay un silencio. Harry se limpia los labios con la servilleta y se remueve incómodo en la silla.
—A tu madre le interesa este asunto, ya lo sabes —me recuerda Greg.
—¿Y quién irá a visitarla y a hacerle la compra? ¿Quién le llevará las cosas que necesite cuando vivamos en Ginebra?
Kit y Greg intercambian una mirada, como si llevaran semanas organizándolo todo.
—La abuela se viene con nosotros, por supuesto —dice Kit—. No podemos abandonarla. Papá ha visto una casa con un pisito para ella que…
Me lleno la copa de vino y apoyo la frente en la mano. Hay otro silencio tenso.
—Bueno —dice entonces Kit—. ¿Puedo llevar a Harry a la sala de música? ¿Podemos ausentarnos hasta la hora del pudín?
Sin darme tiempo a responder, Greg le guiña un ojo a Harry y dice:
—En realidad, el teclado es mío. Y me encanta que un amigo de Kit quiera tocarlo.
Kit sonríe a su padre y le da un apretón en la mano.
—¿Te parece bien, mamá? —pregunta, preocupada.
—Sí, claro que sí —digo, intentando sonreír—. No le vendrá nada mal que alguien lo use. Greg apenas toca.
—¿Qué has querido decir con eso? —pregunta Greg cuando Kit y Harry se han marchado. Yo parpadeo, sorprendida.
—No he querido decir nada —contesto—. Solo que ya casi nunca lo tocas, porque nunca estás aquí.
—Ha sido una pulla —dice él—. Si te molesta que pase tanto tiempo fuera, ¿por qué no lo dices?
—Porque no me molesta.
—Y entonces ¿a qué viene esa actitud pasiva-agresiva tuya?
—¿Pasiva-agresiva?
—Tú ¿cómo la llamarías?
—Pasiva-agresiva seguro que no, Greg, eso es injusto. No he hecho más que constatar un hecho. Ya no tocas tan a menudo como antes porque casi nunca estás en casa.
Me lanza otra de esas miradas, enarcando una ceja, como si intentara asegurarse de que su primer diagnóstico ha sido acertado.
—¿Qué pasa, Sonia? —pregunta—. Primero lo del vino, después los comentarios sarcásticos sobre si ya no toco… ¿También te bebiste el vino para fastidiarme?
—¡Oh Dios! ¡Otra vez el vino! Fue un descuido por mi parte y ya me he disculpado. Ya se nos ocurrirá otra forma de celebrar el cumpleaños de Kit. Compraré un champán añejo, cualquiera diría que no podemos permitírnoslo.
—Pero ¿cuántas veces…? Oye, a mí no me importaría dejar de dar tantas conferencias. Si tú quieres, lo hago. Solo tienes que pedírmelo.
—¿En serio crees que sería una buena idea que pasaras más tiempo en casa? —le pregunto—. ¿Teniendo en cuenta lo decididos que parecemos últimamente a malinterpretar todo lo que dice el otro?
—No —contesta él—. Tienes razón, tal vez no sea buena idea.
Me levanto, retiro los platos y echo los restos a la basura. Kit entra en la cocina y nos mira con expresión huraña.
—¿Qué pasa, bonita? —pregunta Greg abriendo los brazos.
Ella se acerca y deja que la abrace.
—Vosotros dos. Creía que cuando me marchara de casa os llevaríais mejor.
—Oh, vamos, Kit —le digo—. Nunca nos llevamos mal, ¿no? Mientras tú vivías aquí, quiero decir.
—Siempre estabais discutiendo, y yo siempre creí que era por mi culpa y que en cuanto me marchara estaríais mejor.
—Cariño —la consuela Greg—. Todos los padres discuten. No tiene nada que ver contigo. ¿Cómo puedes pensar eso? Los dos te queremos con locura. ¿Verdad, Sonia?
—Claro.
—Y nos queremos el uno al otro.
Me mira y sonríe, de modo que le devuelvo la sonrisa.
—Pero no os ponéis de acuerdo con la mudanza…
Dice «la mudanza» como si fuera algo definitivo, como si ya hubieran empezado. Abro la boca para hablar, pero Greg me interrumpe.
—Eso no significa que no nos queramos, cariño.
—Bueno —digo yo—. ¿Y Harry? Parece que la cosa va… muy en serio, ¿no?
Ella se encoge de hombros.
—No nos va mal. Por cierto, papá, le he hablado a Harry de tu guitarra acústica, la que compraste en España, pero no la he encontrado. ¿Te has deshecho de ella?
Greg intenta atraer mi mirada y yo me afano con el pudín.
—¿Queréis un poco de tarta de limón? Es de Rhodes. Ah, Kit, a ti te he comprado una porción de pastel de princesa.
Se acerca a mí. La rodeo con el brazo y siento que, por un momento, me desprendo de otra capa. Me veo de nuevo como la madre que recordaba hace un rato, una persona que, por un momento, se sentía satisfecha de sí misma.
Después de terminarse el pastel, Kit se acerca otra vez al fregadero, donde estoy frotando los restos requemados de la bandeja del asado con un estropajo de aluminio. Pero yo ya estoy otra vez pensando en Jez y preguntándome cómo estará. Me angustia pensar en él. Se encuentra fuera de mi alcance cuando no debería ser así. Debería estar calentito, en la sala de música. El asunto se me ha escapado de las manos; estoy perdiendo el control sobre algo que debería ser precioso.
—¿Te acuerdas de ese verano? —le pregunto a Kit. Está secando las cazuelas que yo he lavado, las que no se pueden meter en el lavavajillas—. ¿El verano en que todo se pudrió? Hizo un calor terrible y había mucha humedad, y todos los cultivos de East Anglia se echaron a perder en los campos. Todo apestaba, había unos mosquitos enormes. Los gatos tenían pulgas y tú, piojos.
—¡Mamá! ¿Qué necesidad hay de recordar eso? ¡Piojos… puaj!
—Pero ¿tú no estudiabas medicina?
—Sí, pero puedes guardar los parásitos para otro. ¡Me temo que no son lo mío!
—Da igual. Había un campo de calabazas al otro lado de la carretera y las hojas se enmohecieron. ¡Apestaba! Yo estaba segura de que habían maldecido la tierra. Todo lo que debería haber sido maduro y fértil se volvió rancio y asqueroso. Nos pusimos todos enfermos y pasamos más de una semana en cama, luchando contra un virus.
—No lo recuerdo —dice Kit.
—No, supongo que no tendrías más de seis años.
—Pero ¿qué necesidad hay de rememorar precisamente ese verano? Hubo otros muchos preciosos, cuando los árboles estaban en plena floración. ¿Recuerdas los setos de perifollo verde y los acianos del jardín en junio? Dios, a veces echo tanto de menos East Anglia… Allí se notaba el cambio de las estaciones, algo que pasa desapercibido en las ciudades.
Para Kit, el campo es su hogar. Sus primeras incursiones en el mundo tuvieron lugar bajo un cielo de amplios horizontes, entre campos de amapolas. Las primeras imágenes que se grabaron en su retina infantil fueron las nubes blancas sobre el azul celeste y la luz verdosa que se filtraba por entre el manto de hojas de los castaños. Esas primeras impresiones, que se forman antes incluso de que seamos conscientes de que podemos ver, nos acompañan durante el resto de nuestras vidas, quedan impresas en nuestro recuerdo y conforman la verdadera imagen del hogar.
Mis primeras imágenes fueron del río y el barro, los huesos y los guijarros que la marea arrastra hasta la playa, tubos de arcilla, piezas de automóvil y maderos a la deriva. Cuerdas y cadenas cubiertas de algas oscuras, empapadas. Cielos bajos y encapotados que apenas se atisbaban por encima del imponente muro de la central eléctrica y sus chimeneas oscuras, monolíticas. El muelle carbonero, que extendía su brazo pardusco, de acero, sobre el agua. Kit nunca vivió East Anglia como lo hice yo, como un exilio incluso en sus momentos más radiantes.
¿Por qué me he puesto a hablar precisamente de ese horrible verano? ¿Qué interés tengo en convertir sus buenos recuerdos en algo turbio, que es preferible olvidar?
—Tienes razón —digo, frotando la encimera con un trapo mientras enciendo la cafetera—. Conserva los buenos recuerdos cerca de tu corazón, cariño, hazme ese favor. Tenlos muy presentes. Es muy importante.
Más tarde, cuando Kit y Harry se han acostado, Greg vuelve a la cocina y pone música de guitarra. Es John Williams. El corazón me da un vuelco. Se sienta frente a mí, en el banco de la mesa, y sirve dos vasos largos de coñac. Entonces se inclina y me toma de la mano. Sus labios pálidos, de hombre mayor, esbozan una sonrisa suplicante. Su barba incipiente está entreverada de canas. Le crecen pelos largos de las cejas, la nariz y las orejas. Tiene una telaraña de venitas rojas, entrecortadas, bajo la piel. Me da un apretón.
—Perdona por lo de antes —dice.
—¿Cómo? ¿Por qué tienes que disculparte?
—Por acusarte de tener una actitud pasiva-agresiva. No ha sido justo.
—Está bien —contesto con un suspiro. He apartado la mano.
—¿Por qué no vienes a sentarte conmigo?
Rodeo la mesa y me siento en el banco, junto a él. Me rodea con el brazo y noto su olor a café y a lana vieja. No es desagradable, no me repugna hacerlo. Es una situación familiar. Me ha acompañado durante los últimos veinticinco años de mi vida y ya forma parte de mí, casi tanto como el olor de la casa del río, que no notas hasta que pasas un tiempo lejos.
Me acerca a él y, aunque me resisto, se inclina y me besa en los labios.
Besar a Greg nunca me ha gustado demasiado, pero ahora que los dos hemos superado la cuarentena me parece inapropiado. ¿Por qué será? ¿Todas las parejas casadas se sienten incómodas cuando intentan besarse de mayores? De todos modos, lo intento. Abro un poco la boca y él desliza la lengua entre mis dientes. No me parece algo a lo que pueda entregarme por completo; no despierta en mí ningún sentimiento. Noto un sabor a coñac mezclado con un leve resto de tarta de limón. Me temo que voy a vomitar. Lo aparto.
—Sonia, no tengo ninguna aventura si eso es lo que crees. Ese no es el motivo por el que he aceptado dar más conferencias, te lo prometo.
—Tranquilo —digo—. No lo había pensado.
—Es que a veces tengo la sensación de que no quieres estar conmigo.
—¡Menuda tontería! —exclamo—. ¿Qué demonios te hace pensar eso?
—Bueno, no sé, llevamos tres meses sin dormir juntos. Y me refiero a dormir propiamente juntos, no solo a compartir cama.
—Quieres decir «follar».
—Bueno, si quieres usar esa palabra. Yo diría mejor «hacer el amor».
—Solo pretendía dejar claro de qué estamos hablando.
—De acuerdo, estamos hablando de sexo, Sonia. Tres meses. Y antes de eso ¿cuántos meses pasaron? ¿Seis? ¿Ocho?
—Sí, pero tampoco somos el tipo de pareja que se pasa el día copulando. No lo hemos sido nunca. Nada ha cambiado, Greg. Este no es un matrimonio de grandes pasiones.
—No, por tu parte no.
—¿Cómo?
—Que yo sigo teniendo ganas. Quiero que… nos acostemos más a menudo. Aún me pareces atractiva, Sonia.
—¿Cómo se supone que tengo que tomarme eso? ¿«Aún» te parezco atractiva? ¿Debería haber perdido mi atractivo a los cuarenta y cuatro?
—Vale, vale. Lo siento. No debería haber dicho «aún». Me refería a que llevamos mucho tiempo juntos. Sé que hemos pasado por baches, pero creía que las cosas nos iban mejor últimamente, desde que Kit es mayor. Yo no me he cansado de ti, Sonia. Algunos maridos… Dios, Sonia, algunos tíos que conozco están hartos de las mujeres con las que se casaron y tienen aventuras a diestro y siniestro. Pero yo no. Tú eres la única para mí. Lo has sido siempre y siempre lo serás. Por eso quiero que nos mudemos, para poder pasar más tiempo juntos. En una casa que sea nuestra, no de tus padres. ¿No puedes ni siquiera considerarlo, Sonia? Piénsalo: Ginebra, aire puro, montañas…
«¿Cuándo se va a dar por vencido?».
—¿Vienes a la cama?
Me despierto en plena noche asediada por una pesadilla en la que Jez aparecía esquelético, su carne marchita y amarillenta. Apestaba a calabazas podridas y estaba cubierto de moscas y piojos que devoraban su piel, antaño inmaculada. Tengo que salir de la cama, donde dejo a Greg satisfecho, roncando y convertido en un montículo poscoital. Me pongo el kimono y estoy a punto de subir a la sala de música cuando recuerdo que no está allí. Me dirijo entonces a la planta baja, me pongo el abrigo de lana sobre el pijama y me calzo las botas. Abro la puerta de casa y salgo sigilosamente a la fría noche.