Capítulo 12

MIÉRCOLES

SONIA

A diferencia del de Greenwich, el mercado de Deptford vende cosas que la gente realmente necesita. Voy hasta allí siguiendo el río, encorvada para protegerme del viento helado, con los ojos entrecerrados para evitar sus punzantes latigazos. Los rascacielos de Canary Wharf parecen estar más cerca que nunca. Se elevan por encima de mi cabeza, teñidos de un gris acerado. Los cristales, oscuros esta mañana, reflejan el tormentoso cielo y la negrura del agua.

Soy una rareza en el mercado. Soy consciente de mi falta de experiencia en comparación con las mujeres que palpan los boniatos y los mangos, y que calculan el largo de una tela de un vistazo. La gente de por aquí todavía cose ropa, todavía compra hilo, dedales y elásticos. Venden sus productos en otros puestos, copias de las prendas que han visto en las tiendas de la calle principal, pero a un precio mucho más asequible. Y hablan. Se reúnen en los cafés y en los portales, se sientan sobre cajas, en los puestos del mercado. Salen de los bloques de pisos cercanos con bolsas de plástico azules que más tarde llenarán con chiles, rábanos y carne fresca.

Me encamino hacia un puesto de bricolaje que expone tornillos y tuercas en cajitas azules; también hay una Biblia abierta encima de un montón de pilas. Una mujer le está preguntando algo al dueño.

—Es que el bricolaje no es lo mío, ¿sabe? ¿Cabeza ancha o cabeza estrecha? ¿Y yo qué sé?

La mujer sopesa una bolsa de tornillos en cada mano. Se ríen, parece que disponen de todo el tiempo del mundo. Cojo un rollo de cinta aislante.

—Ese cuesta solo dos libras con cincuenta —me indica el tendero.

Al percatarse de mi inseguridad, me pregunta para qué la quiero.

—Tengo que reparar una tubería —respondo, y el hombre suelta una carcajada.

—Será mejor que llame a un fontanero, aunque con la ola de frío y la de escapes que está habiendo dudo mucho que encuentre uno disponible en todo Londres. Debería haberles puesto revestimiento —me aconseja—, pero me temo que ya es un poco tarde para eso. Aunque he oído que va a volver a nevar. Tome —añade entregándome una tarjeta—, es de un fontanero amigo mío. Inténtelo, lo peor que puede pasarle es que le diga que no.

—Gracias —respondo—. Pero me llevaré la cinta aislante de todos modos.

—Eso es cinta adhesiva, no es lo mismo —me corrige él—. Mucha gente las confunde. Mire, tengo Gorilla, Rhino y Gaffer. Las tres son básicamente iguales: sirven para pegar cualquier cosa a cualquier otra cosa.

—Me llevaré un par. Nunca viene mal tener un rollo de cinta en casa —digo, como si hablara de latas de lentejas.

En el mercadillo de segunda mano la gente se gana la vida vendiendo lo que puede: asientos de coche viejos, sujetadores usados, cucharas de madera, llaves rotas… En un puesto de DVD encuentro dos películas para Jez: La noche del cazador y Perdición. Las meto en la bolsa azul con la cinta adhesiva y vuelvo andando hacia Creek Road.

La calle principal está llena de comercios especializados: la charcutería Christine, la huevería, la pescadería, la tienda de carne halal Lobo, la tienda de imaginería religiosa… Respiro el aroma a la fritanga del desayuno que sale de las cafeterías. Se produce un constante intercambio de mercancías entre lo que parece una alegre multitud. Paso junto a las tiendas de «todo a una libra», las peluquerías que ofertan trenzados raperos para niños, el establecimiento donde sirven pie and mash[4] e incluso la funeraria, y me siento excluida, envidio la sensación de comunidad que transpiran. La ciudad de Londres está sometida a un cambio constante, demoliéndose y reconstruyéndose sin cesar; incluso el paisaje del río muda a diario ante mis ojos. Pero de momento, y en esencia, la calle principal de Deptford ha logrado resistirse a la pujanza de los cambios.

De nuevo en Creek Road, dejo atrás los carteles que prometen una nueva experiencia residencial a esta orilla del río. Apartamentos de lujo, cafés y jardines sustituirán, según anuncian, los muelles ruinosos, las refinerías y los caminos abandonados.

Al llegar a Greenwich, entro en Casbah Records y el CD que quiero cae en mis manos de inmediato: The Best of Tim Buckley.

—Ábrelos.

Además de regalos le he traído también café, unas mandarinas a las que no he podido resistirme en la frutería y cruasanes de almendra de Rhodes.

Hoy tiene que ser un buen día, que se inscriba en su memoria con luz dorada. Me siento a su lado.

—Cuando hablan de los «dulces dieciséis» no es sin motivo —le digo—. El tiempo pasará muy rápido y el joven que eres ahora desaparecerá, ¡pufff!

Me avergüenza notar que los ojos se me llenan de lágrimas. Lo observo de arriba abajo, de la cabeza a los pies. Tiene una mirada expectante, casi como si estuviera esperando que me acercara a él, una mirada inocente e insolente a un tiempo.

Desenvuelve los regalos.

The Best of Tim Buckley —se sorprende—. ¡Eh, es genial! Es justo el que quería. Vaya, y dos DVD. Gracias, Sonia.

Me mira e intenta sonreír, pero advierto que hay algo que se lo impide.

—¿Ha llamado mi madre? ¿O Helen?

Lo oigo tragar saliva, tiene la garganta seca. Sigue preocupado por volver a casa.

—No estés triste —le digo—. Puedes escuchar el CD, o ver una película. Mira, te voy a poner esta. Tengo que hacer unas cosas, pero cuando vuelva podemos marcharnos.

—¿Marcharnos?

—Sí.

—O sea… ¿voy a marcharme?

—Sí, claro.

Abre mucho los ojos, que recobran su brillo. Los músculos de su rostro se relajan y su cara recupera su belleza original, que había quedado vagamente velada por la ansiedad y el dolor del tobillo. Me siento un poco herida.

—Greg va a volver a casa y no puedes quedarte, lo siento. No habrá sitio. Tienes que recoger tus cosas.

—O sea… —dice, incapaz de reprimir una mirada de excitación; veo cómo le tiemblan las aletas de la nariz—. ¡Que sí has estado tramando una sorpresa! Y ahora te inventas la excusa de que tu marido va a volver a casa. Por mí puedes dejar de fingir… —Echa la cabeza hacia atrás, la apoya en las almohadas y suspira—. Imaginaba que Helen y Alicia me prepararían una fiesta sorpresa, pero todo esto me parecía exagerado. Ahora suena un poco triste, lo sé. ¡Pero es que tenía miedo de que estuviera pasando algo raro!

—¿Raro?

—Sí, bueno… Tienes que admitir que ha sido un poco extraño: los pañuelos, la puerta cerrada con llave…

—¡Jez!

—Pero también has sido guay. Te has portado muy bien conmigo, con las guitarras, la comida y el vino, y consiguiéndome contactos.

—Desde luego. Nunca tuve intención de asustarte, Jez.

—Ya lo sé. Y ahora me doy cuenta de ello. Es solo, y también se lo diré a Helen, que todo este rollo me daba un poco de mala espina.

Ese comentario hace que me sienta sucia. Niego con la cabeza.

—Nunca pienses eso de mí —le digo—. Y ahora escucha, necesitamos algo de tiempo para hacer los preparativos. Volveré por ti dentro de un rato. Mientras tanto, disfruta de la mañana.

Lo dejo viendo La noche del cazador y me dirijo apresuradamente hacia el callejón.

Nuestro garaje está junto a otros dos, en el callejón, y se accede a él a través del camino que da a la calle principal. La parte trasera da al río, diez metros más abajo. La única ventana, de apenas un palmo cuadrado, se abre lo justo para dejar que entre el aire, pero apenas hay luz; está reforzada con una rejilla metálica que me recuerda las puertas de las aulas de los centros de primaria. El garaje huele a humedad, a polvo y a moho. No voy a tener tiempo para limpiarlo como es debido y hay un montón de espesas telarañas llenas de arañas muertas, que penden suspendidas en sus propias trampas. Las observo más de cerca y descubro que en realidad no se trata de arañas, sino solo de cascarones con forma de araña, perfectamente formados; parece como si las arañas se hubieran marchado dejando tras de sí un molde de sus cuerpos. Dedico un buen rato a observar el fenómeno, las réplicas perfectas de las arañas abandonadas en sus redes.

Uno de los muebles que dejé en el garaje es una cama de madera de pino que nunca me gustó. Lleva aquí desde que volvimos del campo, apoyada en la pared del fondo; el colchón está cubierto con una funda de plástico que lo protege de la humedad. Después de mover varios muebles de oficina para hacer algo de sitio, la separo de la pared y la coloco en el centro del garaje. Distribuyo el archivador y los estantes, la silla giratoria y un montón de discos viejos para que el espacio ofrezca un aspecto más acogedor, habitable. La cuna de Kit también se queda; está desmontada y en un rincón. Pero hay montones de herramientas, latas de pintura en espray, barniz, una escalera de mano y útiles de jardinería, incluida una azada, de los que voy a tener que deshacerme.

Estoy en el umbral, considerando la situación e intentando decidir cuál es la mejor forma de deshacerme de las cosas que no quiero, cuando Betty, que vive en una de las casas que hay a la vuelta de la esquina, pasa caminando por delante del garaje.

—¿Tirando trastos? —pregunta.

Su aliento dibuja una nube de vapor en el aire frío.

—Necesito un poco de espacio —respondo escuetamente, con la esperanza de disuadirla de seguir con la conversación.

Betty me observa y yo intento mostrarme ajetreada.

—Cuando te hayas librado de todos esos trastos, vas a poder guardar el coche —dice—. Tu madre siempre lo aparcaba dentro del garaje, es más seguro que la calle.

Sonrío. Yo siempre he aparcado en la calle, pero sé que es una de las pesadillas de Betty, aunque nunca he logrado entender por qué se preocupa tanto. Al fin y al cabo, si me lo roban será problema mío y no suyo. Se pone otra vez en marcha y me siento aliviada por perderla al fin de vista. Entonces se vuelve y añade:

—Es preferible guardarlo en lugar seguro. Por aquí suceden un montón de cosas horribles. Yo apenas me siento a salvo estando en casa.

—La gente lleva años diciendo lo mismo sobre esta zona —le contesto—. En el fondo nada ha cambiado, Betty. Tenemos suerte de vivir junto al río. No voy a marcharme jamás.

El garaje es un lugar frío y húmedo. Detesto tener que sacar a Jez de su encantadora habitación, bañada por la luz, donde puede pasar las horas tocando la guitarra. No quiero enterrarlo como si fuera un cadáver. En este momento me viene a la mente la imagen de los terneros que los granjeros mantienen a oscuras para que su carne se conserve pura y tierna. Al fin y al cabo, se trata simplemente de otro sistema de preservación. Y será solo por un par de días, algo que no le hará ningún mal al chico; incluso es posible que le convenga. Lo importante es que aquí estará seguro. No va a pasarle nada malo mientras esté a mi cargo.

Meto algunas de las antiguallas del garaje en el maletero de mi coche y conduzco hasta el vertedero, y me llevo otros trastos a la casa del río. Coloco la escalera plegable de Greg, la azada y otros útiles de jardinería en un rincón del patio, apoyados en la pared negra. Guardo las pinzas de batería, el gato y otras herramientas en el armario que hay debajo de la escalera. Debo terminar los preparativos antes de llevarle a Jez la cena. Luego podré relajarme y pasar un rato con él antes del traslado.

Cuando he acabado de vaciar el garaje, vuelvo a casa. Rebusco en el armario de la ropa blanca. Una ráfaga de suavizante perfumado me envuelve y me proyecta hacia el pasado, y me quedo unos segundos con la nariz hundida en la ropa. En el armario se acumulan montones de ropa de cama que lleva en la casa desde que tengo memoria. Su tacto fresco y suave me trae el recuerdo de cuando era niña y me acostaba bien arropada entre las sábanas almidonadas; una sensación de seguridad que difícilmente se vuelve a experimentar en la vida.

Entonces, lo veo en un extremo de la cama de hierro. En los últimos días del invierno, como ahora. La tierra parecía inclinarse imperceptiblemente, un aroma de conmoción impregnaba el aire, se intuía el inicio de un nuevo florecer y, a pesar de que no había luz de día y la habitación estaba en penumbra, el cielo de las seis de la tarde desprendía una peculiar luminiscencia. Estábamos entusiasmados después del esfuerzo. ¿Dónde habíamos estado? ¿En el río, tal vez? Me ardía el rostro, y notaba un hormigueo bajo la piel. Seb tenía los pies embarrados, de modo que debíamos de haber estado buscando tesoros en la orilla. Se metió en la ducha y oí correr el agua mientras se frotaba los pies. Yo estaba tendida en la cama, consciente de lo que se avecinaba, expectante, temerosa ante el poder de aquella situación.

El chasquido de la puerta del baño y sus pasos descalzos sobre las tablas del suelo; el crujido del colchón cuando se tumbó. Seb apoyó la cabeza en los pies de la cama y yo la mía en la almohada, sobre la funda almidonada.

Me metió el dedo gordo del pie en la boca. Sabía a jabón y al barro del río que había intentado eliminar frotando. Aquel sabor y aquella sensación, la uña de su pie arañándome el paladar, eran fascinantes. Le lamí el dedo y él se recostó con las manos entrelazadas bajo la nuca, gruñendo de placer, hasta que algo nos interrumpió. ¿Qué fue? No me acuerdo. Solo que algo repentino, un portazo o un golpe, se entrometió en nuestra intimidad e hizo que nos detuviéramos, asustados, y abandonáramos nuestro juego. Seb se levantó y se volvió hacia mí.

—Esa fijación por chuparme los dedos de los pies… Eres un poco rarita —dijo.

Yo le saqué la lengua, pues no se me ocurrió otra forma de defenderme.

Respiro hondo y recupero la compostura. Meto dos sábanas, un edredón y dos almohadas en una bolsa de basura. Jez va a necesitar algo más para no pasar frío, pero me deshice de todas las estufas cuando instalamos la calefacción central en la casa del río. Mañana voy a tener que comprar uno de esos anticuados trastos de parafina, si es que tengo tiempo antes de que Greg llegue. De momento, opto por coger también la manta a cuadros verdes y blancos que solíamos llevarnos de camping. De hecho, reunir los bártulos necesarios para trasladar a Jez tiene cierto parecido con prepararse para salir de acampada. Lo que de verdad me gustaría sería planear todo esto con él, tal como Seb y yo planeábamos nuestras aventuras. Elaborábamos juntos una lista, saboreando la emoción que precede a unas vacaciones bajo las estrellas. Desenterrábamos las grandes cajas de fósforos, los platos de plástico, la comida enlatada; las bombonas de gas butano para el hornillo; el juego de sartenes que encajaban unas dentro de otras… Pero es algo imposible, naturalmente. Si le contara que iba a acampar en el garaje, Jez se enfadaría. Haría algo impulsivo.

Tengo que trabajar a solas. Apilo velas y bujías (objetos que mis padres debieron de almacenar en el cajón de la cocina durante los frecuentes cortes de electricidad de los inviernos en los años setenta), papel higiénico y un cubo con tapadera que en su día utilizamos para el compostaje, antes de renunciar a ser ecológicos. Escondo un paquete de las compresas para la incontinencia de mi madre en una bolsa; puede que las necesite. Encuentro también la tela aislante de la tienda de campaña, que conserva el olor a hierba fresca incluso después de airearla y de pasar varios años guardada.

Sonrío al recordar las tarteras de bizcocho, las linternas y el paravientos que llevábamos siempre en la trasera del coche cuando Kit aún era una niña. En aquella época solíamos ir de vacaciones a la fría costa de Norfolk, a campings llenos de familias de lo más preparadas; siempre estaban mejor surtidas para la vida al aire libre que nosotros. Kit se negaba a utilizar los lavabos comunitarios a causa de las típulas que cubrían todas las superficies. Por las noches no quería dormir en su propia tiendecita y se acurrucaba entre nosotros, envuelta en esta misma manta a cuadros verdes y blancos. ¿Quién debía de sentir mayor alivio porque durmiera con nosotros, ella o yo? En cualquier caso, yo siempre me aseguraba de que estuviera encajada entre nuestros cuerpos, como una marca de separación entre Greg y yo. ¿Cuántos años tendría en la época en que nos la llevábamos de camping? ¿Cinco? ¿Seis? En cuanto a Greg empezaron a marcharle bien las cosas, dejamos de ir de camping y pasamos a alquilar chalés en Italia, España y Francia.

La infancia de Kit se ha convertido en un recuerdo difuso para mí. Como si quien le dio el pecho durante casi dos años y le facilitó el paso al mundo exterior no fuera sino otra mujer; una madre mejor que le untó las nalgas irritadas con pomada, le puso tiritas en las rodillas, la cuidó cuando estaba enferma y le pasó la lendrera por el pelo. ¿Quién era la mujer que entretenía a los niños y les horneaba pasteles? Y más tarde, cuando regresamos a la casa del río, ¿quién era la persona que la acompañaba penosamente hasta la enorme tienda Top Shop de Oxford Circus? ¿En qué momento cambié? ¿Fue un proceso paulatino? ¿Sucedió cuando, estando en el jardín de infancia, se lanzó a los brazos de una amiga en lugar de a los míos y descubrí que había dejado de ser el centro de su universo? ¿Cuando empezó a salir sola en bicicleta y dejé de saber dónde estaba en cada segundo del día? ¿La primera vez en que casualmente la vi besar a un chico y supe con una punzada que había dejado de ser una niña?

¿O se trató más bien de un cambio arrollador, catastrófico? ¿Sucedió de repente, durante el solitario viaje en coche de vuelta a casa después de dejarla en la universidad? ¿Cuando realicé la terrible constatación de que todas las personas a las que amamos solo entran en nuestras vidas para después abandonarnos?

Justo antes de volver al garaje, cojo una bolsa de agua caliente y la lleno para que Jez encuentre la cama caliente. Arrastro la bolsa de basura por el callejón hasta el garaje. Es casi de noche y cae una lluvia fina y helada. No me vendría nada mal una linterna. Dentro del garaje está oscuro como boca de lobo. No puedo dejar la puerta abierta mientras trasteo, no fuera que algún transeúnte receloso mostrara más interés del debido. Pero incluso con la puerta cerrada, la corriente de aire que se cuela por la grieta de la ventana apaga una y otra vez las velas. Al final consigo encender un candil, que desprende una luz amarillenta muy acogedora, incluso íntima.

En cuanto termino de preparar la cama de Jez, me siento nerviosa. ¿Cómo lograré trasladarlo al garaje sin que nadie me vea? Es evidente que voy a tener que esperar hasta tarde, cuando el pub haya cerrado y los últimos clientes se hayan marchado. Y tendré que echar mano de las últimas píldoras de mi madre, la dosis justa para que se muestre sumiso pero pueda andar por su propio pie.

No tengo modo de asegurarme de que Betty, algún insomne o un juerguista de última hora no nos vean atravesar el callejón. Le haré vestir un anorak con capucha. Hay uno en el perchero del vestíbulo, uno que Greg debió de comprar para una de nuestras antiguas acampadas. Así nadie se parará a mirarlo dos veces. Seré rápida y mantendré los ojos bien abiertos, en alerta.

Meto un pañuelo enrollado en la grieta bajo la ventana para detener la ráfaga de viento, coloco varias velitas encima de uno de los archivadores y las enciendo también. Los coches circulan por delante del garaje y la luz de los faros penetra por la estrecha rendija que se abre entre las puertas, mientras doblan la esquina buscando un lugar donde aparcar. Pasa gente a pie de camino al bar, hablando en voz alta, en tono excitado. El colchón está húmedo, pero lo cubro con la lona aislante y hago la cama con sábanas limpias. Coloco la manta y varias colchas viejas encima del edredón. La oscuridad exacerba el olor a tierra y yeso que desprenden las paredes. Después de pasar unos días privado de luz, todo le parecerá mucho más intenso. Solo tendrá que permanecer en el garaje hasta que Greg y Kit se hayan marchado. ¡Qué luminosa le parecerá entonces la sala de música!

—¿Qué voy a decirle a la gente? —me pregunta Jez.

Su mirada es tan confiada e inocente que experimento un vago remordimiento por lo que está a punto de pasar.

—¿A qué te refieres?

—No puedo decirles que me has tenido encerrado en tu casa, ¿no te parece? A la gente le sonará raro, aunque haya sido para preparar la sorpresa. No quiero que Helen y tú os metáis en un lío a causa de todo esto. ¿Y qué le voy a decir a Alicia?

—Dile la verdad: que te quedaste porque querías, para escuchar música y hacer contactos, y que yo te lo permití.

—¿Y cómo le explico que no me haya puesto en contacto con ella?

—¡Oh, Jez, deja ya de preocuparte! Necesitabas un tiempo para ti, así de simple.

Se toma un largo sorbo del té que le he traído.

—Siento haber reaccionado con grosería algunas veces. Me he comportado como un desagradecido.

—No tienes por qué disculparte —le digo.

—La primera noche, cuando nos emborrachamos, esperaba que me dijeras que ibas a alquilarme una habitación. Cuando volviera para estudiar en la escuela.

—¿En serio?

—¡Pues claro! Helen y yo habíamos tenido una discusión esa tarde y me llevé la impresión de que no quería que viviera con ellos. Pensé que estaría bien vivir aquí, pero no creía que tú fueras a consentirlo. Y luego, al verme aquí atrapado, me puse frenético. He reaccionado mal, he sido muy desconsiderado y… en fin, que lo siento.

Ha vuelto a hablar con la seguridad en sí mismo que mostró durante la primera noche, cuando nos sentamos a beber vino en la cocina, hace casi una semana. Me alegro de reencontrarme con su aspecto más relajado. Durante los últimos días ha estado demasiado callado, demasiado acobardado.

—De modo que si te invitara a quedarte…

Siento que se me acelera el corazón y me veo propulsada hacia una realidad completamente distinta.

La boca de Jez esboza una sonrisa y se le forman dos líneas en las comisuras de los labios, aunque percibo cierto nerviosismo, una incertidumbre en la forma en que esas arrugas se crispan.

—Claro que hoy me gustaría ir a casa. Es mi cumpleaños. Y ya casi se ha terminado. ¿Cuándo nos vamos?

—Pronto.

—¿Todavía no?

—Falta preparar algunas cosas.

Intento no mostrarme herida por el hecho de que, al fin y al cabo, tenga tantas ganas de abandonarme.

—Paciencia, Jez.

Cuando vuelvo a asomarme a los altos ventanales constato que las píldoras han empezado a surtir efecto. Está en la cama, retorciéndose, intentando resistirse al sueño que lo abruma. Voy a esperar hasta que empiece a despejarse, cuando sea capaz de renquear hasta el garaje pero aún esté demasiado narcotizado como para ser consciente de lo que sucede. Abro la puerta sin hacer ruido y entro en la sala de música. Me siento en la cama, a su lado.

—¿Quieres que te cuente un cuento?

—¿Es hora de marcharnos?

—Aún no. Pero si te cuento una historia, el tiempo pasará más deprisa.

—Vale, cuenta.

Me tiendo junto a él, en la cama; él se aparta un poco para dejarme sitio.

—Se titula «El diablillo y la reina» —empiezo.

Levanto la mano y se la paso por el pelo. Él apoya la cabeza en mi mano y le acaricio la suave piel del cuello. Sucumbe. La oscuridad va cayendo a medida que hablo y empieza a llover con fuerza. En la sala de música hace frío. Nos cubro con el nórdico y hablo en tono dulce y lento.

—Había una vez un chico de quince años. Vivía, como yo, junto al Támesis, solo que él no tenía un hogar. Era tan pobre que, cuando bajaba la marea, tenía que hurgar en la basura del río. Dos veces al día, con la bajamar, descendía hasta la orilla y recogía todo lo que encontraba: huesos de personas que se habían ahogado y cuyos cuerpos se habían descompuesto, pedazos de madera, fragmentos de metal… De vez en cuando encontraba alguna moneda o una joya, aunque eso no sucedía con demasiada frecuencia. Tenía amigos que hacían lo mismo que él, pero muchos de los llamados buscadores de orilla se ahogaban. Quedaban atrapados en el lodo cuando empezaba a subir la marea, no lograban soltarse y se veían arrastrados por las implacables olas.

Me detengo un instante. Advierto que ya casi se ha dormido, pero quiero terminar el cuento, que me ha anegado los ojos. Trago saliva, me enjugo las lágrimas con el dorso de la mano y sigo con mi relato.

—El muchacho, Edmund, tuvo suerte. Encontró un pequeño medallón con el emblema de la Reina Victoria y se convenció de que pertenecía a la soberana y tenía que devolvérselo.

»Se dirigió al palacio, pero los guardias le cerraron el paso. Edmund era un granuja, llevaba la ropa manchada de lodo y unos zapatos demasiado grandes que había encontrado en la orilla. Pero Edmund, un muchacho ágil que no se rendía fácilmente, trepó por el muro de palacio y entró por una ventana. Encontró a la Reina Victoria acostada en su cama, como si hubiera estado esperándole. Edmund le tendió el medallón a la Reina Victoria, que aún lloraba la muerte del Príncipe Alberto y llevaba varios meses sin apenas salir de su estancia. La reina le pidió al chico que se sentara en la cama y le contara su historia. Quedó tan impresionada por su relato y su lealtad a la corona que, por primera vez desde hacía meses, años incluso, abandonó el luto. Más allá de los harapos y del barro, vislumbró el alma del chico, cuya valentía y buen corazón le dieron un motivo para seguir viviendo.

Me detengo. Jez se ha estremecido, ha parpadeado levemente y sus labios han esbozado una vaga sonrisa.

Son aproximadamente las tres de la madrugada.

—Jez, tenemos que marcharnos. Tienes que levantarte y venir conmigo, Jez.

Se le ilumina la cara, pero sigue confundido, adormilado. Se mueve con gestos torpes, pesados. Hago que se ponga la chaqueta de cuero y el enorme anorak de Greg por encima, para protegerlo. Lo sujeto por el codo y lo guío escaleras abajo. En el vestíbulo, le digo que se cubra con la capucha y que me siga. Abro la puerta y salimos al patio. Lo oriento a través de la oscura noche.

—¡Ahhhh, aire fresco! —dice, arrastrando un poco las palabras—. Oh, gracias, ¡gracias!

Lleva mucho tiempo sin pisar la calle y se llena los pulmones con avidez. El aire huele a algas marinas, una rareza del río que me encanta, la salobridad que sube desde el estuario y que me recuerda que el río desemboca en los océanos, los mismos océanos que lo abastecen con cargamentos procedentes de otros mundos, que llevan pescado a Billingsgate, sedas al East End, especias, frutas y verduras, café, tabaco, algodón, té y azúcar. El río entrega generosamente lo mismo que arrebata con voracidad. Yo nunca lo he subestimado.

Jez me mira.

—Gracias —murmura—. Y siento haberme mostrado poco cooperativo a veces. Has sido muy amable acogiéndome.

Lo acompaño a través del patio hasta la puerta del muro. Estoy muy nerviosa. Sé que, si decide echar a correr en cuanto abandonemos la casa del río, no tendré fuerzas para detenerlo; solo puedo confiar en su narcotismo y en su renovada confianza en mí. Y, sin embargo, me incomoda el hecho de que piense que voy a llevarlo a su casa. No me gusta tener que engañarlo; he intentado no contarle mentiras y lo cierto es que la mayor parte del tiempo no he tenido que hacerlo, pues en todo momento ha creído lo que quería creer.

Le conté una mentira a Kit el verano en que Greg dejó de hablar conmigo. Fue el verano del gran silencio, cuando Greg decidió hacerme el vacío para castigarme por mi frigidez. No me gustó tener que mentirle, pero me pareció que decirle que papá se había quedado sin voz era preferible a admitir que se negaba a hablar conmigo y, por extensión, también con ella. Lo hice para protegerla.

Dejo que Jez crea que lo llevo a su casa para protegerlo. Lo guío callejón abajo. Una lluvia horizontal nos azota la cara. Los charcos que pisamos nos devuelven un reflejo de luces anaranjadas. El río suspira con impaciencia abajo, en la orilla. Al pasar por debajo del muelle carbonero, está tan oscuro que Jez extiende un brazo, buscándome. Lo cojo de la mano y él no hace nada por intentar apartarla, de modo que seguimos avanzando dulcemente, cogidos de la mano, a través de la gélida noche hacia las puertas del garaje.

—¿Es aquí donde guardas el coche? —pregunta al ver que meto la llave en el cerrojo.

No contesto.