Capítulo 11

MARTES

SONIA

Voy en la línea 386 de camino a la residencia de mi madre. Hoy es uno de esos días en los que parece que hubieran decidido despanzurrar la ciudad de Londres para reparar desagües, instalar cables y cambiar tuberías rotas. Le han arrancado las entrañas, los intestinos han quedado a la vista. Además del metro, un mundo entero bulle bajo las aceras y el asfalto; un laberinto por el que la electricidad, el gas y el agua se distribuyen a toda la ciudad, alcantarillas, túneles, sótanos, bodegas y desagües. Cámaras y ríos subterráneos. Y también ratas y gusanos y unos bichos llamados arañas de cueva. Huesos y sangre y cadáveres en descomposición. La mayoría de las víctimas de la peste negra en Londres yacen bajo el césped de Blackheath; allí la tierra está sembrada de huesos. La superficie que vemos en nuestro día a día no es más que la precaria punta de un vasto cementerio.

Esta mañana hay obras por todas partes y el tráfico avanza con lentitud. Me planteo bajar en la siguiente parada y atajar a través de la arboleda, pero justo cuando me levanto el autobús se pone en marcha. Una cortina de lluvia barre los árboles del parque de Greenwich, más allá de las columnas blancas de la Casa de la Reina, y nos veo a Seb y a mí corriendo cuesta arriba, a través de la lluvia y la tarde vacía, riendo por la emoción compartida de pensar que nos perseguían. ¿De quién huíamos?

Buscábamos la casita de ladrillo que estaba siempre misteriosamente cerrada tras su verja de hierro. La fría lluvia nos azotaba la cara mientras corríamos, envueltos por el olor a tierra húmeda y hojas muertas. Seb iba delante. De vez en cuando se detenía, cogía algunas ramas y las lanzaba contra nuestro perseguidor invisible. Nos llevó un buen rato encontrar la casa y tuvimos que recorrer varias veces el parque, primero por los caminitos asfaltados y luego por las veredas embarradas que se habían formado en las zonas de hierba alta. Finalmente, la vimos, cerca de Crooms Hill, acurrucada bajo las ramas de los robles y los castaños de Indias. Era hermosa, con una arcada sobre la puerta verde y una aldaba negra, aunque allí no vivía nadie. No tenía ventanas.

Seb saltó la verja y aporreó la puerta.

—¡Dejadnos entrar! —gritó, sacudiendo el tirador.

—No seas absurdo, está cerrada —dije yo—. Aquí no vive nadie.

El parque estaba desierto y silencioso, tan solo se oía la lluvia que caía sobre las hojas. Quienquiera que nos hubiera estado persiguiendo, había desaparecido.

—Tengo frío. ¿Podemos ir a un café y tomarnos un chocolate caliente? —pregunté.

—¿Tienes dinero?

—No.

—Yo tampoco. Quiero saber cómo es por dentro.

—Aquí solo está la entrada de los conductos.

—¿Qué conductos?

Seb cogió una rama que debía de haber caído del roble más cercano y la utilizó como ariete contra la puerta.

—Túneles secretos que pasan por debajo del parque y el brezal —dije yo—. Los construyeron hace tiempo, para hacer llegar las tuberías y los cables eléctricos hasta el hospital.

—¿Cómo sabes eso?

—Nos lo explicaron en clase. Los utilizaron como refugio antiaéreo durante la guerra porque son muy profundos. Allí estabas a salvo de las bombas.

—Quiero verlo —dijo Seb arremetiendo de nuevo contra la puerta.

En esta ocasión, su peso hizo que las bisagras chirriaran. Empezó a llover con fuerza y yo me estremecí y me acurruqué bajo el arco de ladrillo que enmarcaba la entrada, mientras Seb sacaba una navaja y empezaba a manipular el candado. La lluvia caía sobre las hojas de los sicomoros y el aire húmedo se iba cargando de un intenso olor a tierra.

—Vámonos, Seb, me estoy helando —protesté.

—¡Chis! Tú siempre quieres marcharte —respondió Seb—. Yo me quedo, quiero entrar ahí dentro.

Sabía que no iba a discutir con él a pesar de lo mucho que deseaba estar en un lugar seco y cálido y comer algo caliente. Sabía que terminaría haciendo lo que él quisiera.

Tuve la sensación de que transcurría una eternidad hasta que logró forzar la puerta y los goznes oxidados cedieron; la oscuridad se abrió ante nosotros acompañada por una ráfaga de aire viciado. Seb entró con paso cauteloso y yo lo seguí, agarrándome a su anorak. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, empezó a descender por unos empinados y quebradizos escalones. A través de la luz que entraba por la puerta abierta distinguimos vagamente una charca. Seb sacó la linterna que llevaba en el bolsillo, junto con la navaja, siempre preparado por si se presentaba una aventura. Bordeamos el agua y llegamos a un túnel bajo, abovedado, que describía una curva. Reinaba un silencio sobrecogedor, interrumpido tan solo por alguna gota esporádica y el silbido del viento procedente del exterior. Por lo demás, los sonidos del mundo habían enmudecido; podríamos habernos encontrado a mil kilómetros de distancia.

—Siéntate —dijo Seb.

Yo obedecí y noté la aspereza del muro en la espalda. Entonces prendió una cerilla y, bajo la escasa luz que proyectaba, vi que sostenía un paquete de cigarrillos en la mano. Encendió dos al mismo tiempo y me pasó uno. Inhalé el humo y experimenté un leve mareo.

—¿De dónde los has sacado?

—De por ahí. Había alguien detrás de los árboles y se ha dejado la chaqueta en el suelo. Los llevaba en el bolsillo.

—A eso se le llama robar. Podríamos meternos en un lío.

—Que no se hubiera sentado ahí si no quería que se los mangaran. Nos estaba espiando.

—¿Qué quieres decir?

—Antes. En el jardín botánico. Andaba por ahí, disimulando, pero nos espiaba. Lo he visto. Cuando nos hemos levantado, se ha largado.

—¿Quién era?

Seb se encogió de hombros y dio una calada.

—Vámonos. Tengo miedo —dije y me levanté.

—Y con motivo. Voy a dejarte aquí encerrada —dijo Seb, sujetándome contra la pared. Noté cómo me arrimaba aquel bulto duro, al que por entonces ya me había acostumbrado, al muslo.

—¡No es de ti de quien tengo miedo, sino del raro ese que nos estaba mirando! ¿Y si ha bajado con nosotros? —susurré.

Seb me agarró por el cuello y apretó con tanta fuerza que empecé a toser. Me di cuenta de que también él estaba asustado.

—¿Qué harás por mí si te suelto?

—Nada —jadeé yo—. Suéltame, Seb.

Apretó con más fuerza. Vi cómo se le hinchaba la vena azul del brazo, la tensión de los músculos.

—¿Qué harás?

—Lo que sea —boqueé, cediendo a la presión—. Eso que tanto te gusta.

—¿Ahora?

—Afuera. Solo si lo hacemos afuera.

—¿En el parque?

—Sí. A la luz. No me gusta hacerlo a oscuras.

Me soltó y avanzamos a tientas hacia las escaleras, donde se intuía ya la luz del exterior. Noté el latido del corazón en las costillas. Una vez afuera, me ordenó que me echara en la hierba.

—Está lloviendo.

—¿Y?

Como siempre, terminé obedeciendo y me aferré a su cuerpo. Sin embargo, él no hizo lo que yo esperaba, sino que se agarró a mí y caímos rodando colina abajo. Rebotamos sobre baches y matojos, su peso me aplastaba, el cielo se inclinaba, desaparecía y volvía a aparecer mientras nos revolcábamos, casi sin aliento. Finalmente llegamos al pie de la colina y nos detuvimos, pero Seb volvió a arrastrarme hasta arriba. En esta ocasión quería que nos lanzáramos por encima de un saliente, para ver qué se sentía al quedar unos segundos suspendidos en el aire. Yo intenté resistirme, pero él se me echó encima, me inmovilizó los brazos a la espalda y empezamos a rodar de nuevo.

Fueron numerosas las ocasiones en las que Seb podría haberme hecho daño o habérselo hecho a sí mismo. Pero él estaba convencido de que éramos invencibles, y yo le creía.

Al llegar al apartamento de mi madre, llamo al timbre y espero con impaciencia a que conteste. Es una pena que sea este martes y no el pasado, o el siguiente, ya que cada quince días mi madre acude al grupo local de la Universidad de la Tercera Edad para discutir el tema de debate de su próxima clase. No me gusta dejar a Jez solo en casa durante demasiado tiempo.

La puerta se abre y mi madre observa con suspicacia las bolsas que le traigo.

—Te he comprado un poco de queso en el mercado.

—¿En el mercado?

Cruzo el pasillo, dejo la bolsa de compresas en el baño y al llegar a la cocina meto los paquetes de pecorino y de taleggio en la nevera.

—June solo compra en el mercado. Si vieras la vida que lleva, creerías que no tiene un céntimo.

Está en el vestíbulo, junto a la puerta, detrás de mí. Se le ha olvidado ya que la última vez que comió conmigo esos quesos le encantaron y le prometí que le compraría más en el puesto de Alexi.

—Yo no creo que la gente compre en el mercado porque sea barato —digo—. Es por la novedad y porque allí se encuentran cosas que no hay en otras partes.

—Si intentas decirme que no puedes comprar taleggio en Waitrose, debes de tomarme por tonta —me espeta—. Aún no estoy tan gagá. El ordenador me da un poco de guerra, pero eso no significa que no sea perfectamente capaz de comprar mi propio queso una vez logro llegar al apartado correcto. El hombre de Ocado[3] sabe lo que me gusta y, además, todo el queso que venden es pasteurizado. Con Waitrose sabes que puedes fiarte.

—Bueno, yo te lo dejo en la nevera. Si quieres, te ayudo a hacer el siguiente pedido.

Me siento ante el ordenador e intento que no me afecten los comentarios que lanza mientras me prepara el café. Me toca cuidar de mi madre, no me queda otra. No tengo hermanos a quienes tal vez se les diera mejor complacerla. En los peores momentos, cuando su mordacidad me hiere, me digo que se trata de una simple penitencia por vivir en la casa del río, por poder estar donde necesito estar.

—He estado revisando esa maleta y he decidido que, ahora que vais a vender la casa, tengo que recoger mis cosas —dice mi madre.

Me muerdo el labio y sigo el dedo artrítico con el que señala una maleta que ha estado en la habitación desde que se mudó. Cuando se marchó de la casa del río, dejó allí la mayor parte de sus cajas llenas de papeles y álbumes pasados de moda. Allí hay espacio de sobra para guardar de todo, entre otras cosas porque disponemos de un garaje en el que nunca aparcamos y de un desván tan bajo que solo caben cajas y trastos. Pero, por algún motivo, insistió en llevarse esa maleta llena de bártulos.

—No quiero que nadie husmee en mis cosas —protestó cuando le sugerí que la dejara en el garaje.

—No va a entrar nadie —le aseguré yo—. Ya sabes que Greg mandó reforzar las puertas.

—Necesito revisarla, y hacerlo me mantendrá ocupada ahora que ya no tengo una casa de la que cuidarme.

De vez en cuando, me acuerdo del resto de las maletas que dejó en el desván y me desespero al pensar que un día seré yo quien tenga que revisarlas.

—Las maletas que dejé en el desván —dice como si me hubiera leído la mente—, puedes mandármelas cuando vacíes la casa.

Menciona el asunto del traslado para provocarme, pero yo me niego a morder el anzuelo. La maleta que señala está abierta, apoyada en el puf en el que descansa los pies cuando se sienta en la sala de estar.

Me acerco a ella, de pie en el rectángulo de luz que entra a través de la ventana. Ha dejado de llover. Se oye el relajante burbujeo de la cafetera de filtro. Afuera sigue haciendo frío, pero el sol da de pleno en la sala de estar. Se sienta con la bandeja sobre el regazo —un peculiar objeto con un saco lleno de bolas de poliestireno en la base para evitar que se balancee— y sirve el café. Si algo puede decirse de mi madre, es que sabe cómo preparar el café.

—Puedes llevarte la mayor parte de las cosas. No las quiero.

Echo un vistazo a la maleta. Está forrada con un tejido bonito, y lleva un bolsillo fruncido y unas tiras de tela cosidas en diagonal que impiden que la tapa ceda cuando la maleta está abierta.

—Pero la maleta me la quedo. Es una Revelation, ya no hacen maletas como esta. Hoy en día todas tienen ruedas, como si no pudiéramos utilizar los brazos y las piernas. Por eso la gente es cada vez más bajita y más gorda, lo sabes, ¿verdad? Es lo que está provocando esta terrible epidemia.

—¿De qué terrible epidemia hablas, madre?

—De la epidemia de la obesidad; hoy en día, todo el mundo está gordo. Y eso es porque la gente arrastra esas maletas con ruedas en lugar de cargarlas, como antes. Porque prefieren usar un mando a distancia a levantarse para pulsar un botón.

Sonrío. Ella se ríe al ver mi expresión, y por un breve instante parece que estamos de bastante buen humor.

Dejo mi café en una mesita y me inclino para hurgar en la maleta. Hay montones de telas, cintas y útiles de costura. ¡Y un huevo de madera para zurcir! Lo cojo, sorprendida. Me asalta la imagen del agujero en los calcetines de Jez y de repente se apodera de mí un deseo tan intenso de volver junto a él que apenas puedo soportar el resto de la mañana.

—Si necesitas botones, llévatelos. Yo ya no puedo coser botones… Por los dedos… —dice señalando con la cabeza una latita de galletas escondida en un rincón de la maleta.

La abro y hundo los dedos en una mezcla de plástico y madreperla. Un botón en particular, con forma de margarita, me llama la atención y hace que reviva aquella mañana de primavera con Jasmine. No quiero remover ese recuerdo, enterrado en mi interior, de modo que vuelvo a cerrar la caja.

Pero es demasiado tarde: mi madre empieza a hablar.

—Ay, me acuerdo de ese botón, el que tiene forma de margarita. Abre la caja, ¡dámelo! ¿Por qué lo recuerdo? Había una chica. Una chica muy guapa con nombre de flor. A mí siempre me han gustado los nombres de flores, pero tu padre insistió en que te llamáramos Sonia. ¿Quién era? ¿Una amiga del colegio? Ah, ya me acuerdo: se sentaba a mi lado en la catequesis.

«No, madre, no es cierto. Confundes los pasados. Trajiste a Jasmine a la casa del río. Fue la primera vez que invitaste a otra chica a casa. Pergeñaste un plan retorcido. En realidad, creo que lo sabes perfectamente».

—Se marchó corriendo después de una clase. Alguien la había molestado. ¿Quién fue?

«Fui yo, madre. Fui yo quien la molestó. Iba a robarme a Seb. Nunca había experimentado un dolor semejante. Y no pude contenerme. El problema de los celos es que no tienen adónde ir y se limitan a rebotar de aquí para allá; porque si los exteriorizas te humillas, pero si no lo haces el malestar se vuelve insoportable. Son una maldición. Y Jasmine era una maldición para mí».

Mi madre se levanta de la silla y se acerca a la ventana. Le llevará un rato correr las cortinas para protegerse de la luz, que la deslumbra. Me pongo en pie para ayudarla, pero ella me aparta.

—Ya me las apaño, gracias. Es bueno para mi figura.

Aún está de buen humor, y yo la complazco y le dedico una sonrisita al tiempo que vuelvo a sentarme. Me habla dándome la espalda, de modo que no sé apreciar si la suya es una confusión genuina.

—Los botones, los botones… En el callejón de la casa del río. Había al menos tres, se habían desprendido de aquel vestido tan bonito que llevaba. Eso me recuerda un dicho. —Levanta la barbilla y recita—: «El desorden en el vestir enciende la llama del libidinoso sentir». Es de Herrick, Sonia —aclara, y se reclina en su silla—. ¿Cómo se llamaba la chica?

—Se llamaba Jasmine, madre. Tú querías que fuéramos amigas.

—Y tú te negaste, testaruda como siempre. ¿Fuiste tú quien la hizo llorar?

—Ya no me acuerdo de los detalles. Lo único que sé es que los botones de margarita eran suyos.

—Los botones que quedaron esparcidos por el callejón. ¿Quién los recogió? ¿Cómo terminaron en mi caja de labores? Llévatelos, Sonia, por favor. Yo ya no los necesito. Cósele a Kit una bonita blusa con los botones de margarita.

Me levanto, recojo los artículos de mercería, las cintas, el huevo para zurcir y la cajita de los botones, y los meto en la bolsa. Ya lo tiraré más tarde.

En el bus, de vuelta a casa, hago todo lo posible por impedir que las imágenes de Jasmine y Seb se desplieguen dentro de mi cabeza. Para distraerme, cojo un ejemplar de la revista Heat que alguien ha olvidado en un asiento. La hojeo, pero todas esas famosas retocadas por ordenador me repugnan y ansío todavía más volver con Jez. Dejo la revista a un lado, sobre el asiento, y paso el resto del viaje jugueteando con los botones, algo que me relaja inesperadamente.

Cuando entro, encuentro un mensaje en el contestador automático de la sala. Es de Greg, que me pide que lo llame urgentemente. Descuelgo y marco el número.

—Llevo varios días intentando hablar contigo. ¿Qué te ha pasado?

—Nada. No me pasa nada.

—No has contestado a mis mensajes. ¿Has estado fuera? Además de visitar a tu madre, quiero decir…

—Solo he ido al mercado.

—Deberías tener el móvil conectado para que Kit pueda localizarte si te necesita. Te lo he dicho mil veces.

—He tenido una ligera gripe, nada más. Estaría durmiendo cuando llamaste. Pero estoy aquí, como siempre.

Chasquea la lengua y, en tono cansado, dice:

—Escucha, he cambiado el vuelo. Volveré el jueves por la mañana a primera hora.

¿Por qué demonios ha tenido que decidir volver pronto precisamente esta semana? Por lo general no se toma la molestia. Al contrario, suele alargar sus viajes o llamar para decir que le han retrasado el vuelo.

—Tienes que llamar a los Smythes y decirles que no podemos ir el jueves. Kit estará en casa y quiero que pasemos la noche juntos. Nos invitaron hace mucho, así que tendrás que inventarte una excusa.

—¿Nos invitaron?

—Los Smythes, a la celebración de sus bodas de plata. La invitación llegó justo después de Año Nuevo, está colgada en el plafón que hay encima de mi escritorio. Llámalos ahora mismo, en cuanto cuelgues.

—¿Eso es todo?

—No, también quiero que te asegures de que los de la empresa de seguridad pasan durante el fin de semana, mientras yo esté en casa. La alarma tiene que funcionar cuando pongamos la casa en venta. Tendrás que buscar el número en Google. Ah, y Sonia, si sigue haciendo frío, mantén la calefacción encendida incluso cuando salgas de casa. Lo que menos necesitamos ahora es que revienten las tuberías. Habría que ponerles revestimiento, pero eso tendrá que esperar hasta mi regreso.

—Greg, sabes que aún no hemos acordado la venta. Tenemos que hablar antes de que hagas nada.

Hay un silencio tenso en la línea.

—Ah. Muy bien. O sea que aún estamos en esas, ¿no? De acuerdo, tú encárgate de lo que te he dicho y ya hablaremos del asunto el jueves.

Cuando cuelga me asalta otro recuerdo, uno que lleva todos estos años agazapado en un rincón y al que no he querido despertar de su siesta de felino. Pero el tono autoritario de Greg lo ha avivado.

Greg y yo estamos frente a nuestra nueva casa. Kit tenía un año y medio. Éramos la familia perfecta. Yo tenía veinticinco años, Greg cuarenta años. Él acababa de saber que le habían concedido la cátedra en Norwich. Habíamos comprado una casa en el condado de Norfolk y el futuro se abría ante nosotros. Contemplé la casa, una mansión victoriana de piedra con una amplia fachada ubicada al final de la calle mayor. Incluso había un rosal que enmarcaba la puerta. Más allá, la nueva urbanización, rodeada aún de campos de manzanos en flor. Yo sostenía a Kit en brazos. Era un día ventoso y algunos pétalos flotaban en el aire. Kit los señaló con su dedo rechoncho y le aparecieron hoyuelos en el dorso de la mano. «¡Nieve!» exclamó, y Greg y yo nos reímos; todo lo que decía nos parecía increíble, milagroso, creíamos que habíamos engendrado a un genio. Greg cogió la llave, rodeó con el brazo a sus dos chicas y nos besó en la mejilla. Entonces dio un paso y abrió la puerta de nuestra primera casa de propiedad. El pasillo era luminoso; al fondo, la puerta del jardín. Eso era lo que más nos había gustado de la casa desde el momento en que la agente inmobiliaria nos la enseñó: la vista de la luz procedente del jardín, moteada de verde y blanco, desde la entrada. Y, sin embargo, en cuanto Greg abrió la puerta de nuestro nuevo hogar se apoderó de mí una abrumadora sensación de renuencia. Quería dar media vuelta y huir corriendo. Sentía que, si franqueaba el umbral, la puerta se cerraría a mis espaldas y ya no podría salir nunca más. Pero aun así le devolví la sonrisa a Greg, besé a mi pequeña Kit en el pelo, finísimo, y entré.

—Bienvenidas a nuestro nuevo hogar —dijo Greg, que caminaba hacia atrás con los brazos abiertos, mientras Kit y yo lo seguíamos.

Nos guio hasta la sala de estar, la última puerta a mano izquierda al fondo del pasillo, clara y luminosa y carente aún de toda la parafernalia que terminaríamos acumulando con el paso de los años. La cuna de viaje de Kit estaba en un rincón, con su mantita y su conejito de tela.

—Mete a Kit en la cuna —me susurró Greg al oído— y sube conmigo a la cama.

Acosté a Kit deseando que se pusiera a llorar para no tener que subir con Greg, pero la niña empezó a gorjear, feliz. En cuestión de minutos tenía el pulgar en la boca y balbucía como solía hacer antes de quedarse dormida.

Seguí a Greg hasta nuestro nuevo dormitorio, en la parte trasera de la casa, con vistas a la calle asfaltada que pronto se convertiría en la carretera principal de la nueva urbanización. Greg apartó la colcha de la cama recién hecha. Yo me metí con él entre las sábanas y, como siempre, cerré los ojos y me concentré en otra cosa, lo que fuera con tal de no pensar en dónde estaba y con quién. El roce de su mano hizo que mi piel se estremeciera, su aliento en la cara me hizo volver la cabeza. Me retorcí para liberarme de su abrazo.

—Oh, Sonia —suspiró mientras yo intentaba zafarme.

Greg me sujetó con fuerza y empezó a respirar cada vez más deprisa. Notaba su aliento áspero en el oído y terminé dejando que se saliera con la suya. En cuanto hubo acabado, se quedó dormido; yo me volví y lloré con la cara hundida en nuestras almohadas nuevas.

Hace tiempo, Helen me preguntó:

—Pero ¿por qué vives con un hombre con el que no te gusta acostarte?

La miré fijamente.

—No es Greg —dije—. Son todos.

—Pero…

—Greg es el marido ideal para mí: es listo, se gana bien la vida y, supongo, me quiere.

Sin embargo, ahora que tengo a Jez en casa he vuelto a acordarme de lo que se siente al desear realmente a alguien.

En la cocina, las cebollas se ablandan y se vuelven translúcidas en la mantequilla mientras preparo el almuerzo. ¡Greg va a volver el jueves por la mañana! Después de todo, voy a tener que dejar que Jez se marche el día de su cumpleaños. La idea de ver cómo se esfuma de mi lado al cumplir los dieciséis, en el punto de inflexión entre la infancia y la madurez, me produce una terrible sensación de pesar que temo que me perseguirá durante el resto de mis días. Si no aprovecho esta última oportunidad, se perderá para siempre.

Me acerco a la ventana y contemplo el río. Una gaviota negra se posa sobre una boya de color naranja. El clipper pasa a toda velocidad y el agua se agita con su estela, como si quisiera echar a la gaviota. Sin embargo, el enorme pájaro se agarra a la boya con admirable determinación, balanceándose con el oleaje, negándose a levantar el vuelo.

Ha sucedido ya en otras ocasiones, cuando estaba del todo perdida y no sabía adónde ir. Entonces el río me envía la respuesta.