LUNES
SONIA
Deslizo un extremo del pañuelo de seda por la palma de la mano. Me dispongo a desatar a Jez para que nunca sepa nada de lo que ha pasado, pero de pronto abre los ojos y me mira, pestañeando.
—¿Qué haces?
—Nada. Tranquilo, Jez. No pasa nada. Esta mañana va a venir alguien que está interesado en oírte tocar. Mi amigo de la ópera. Te dije que podía ayudarte.
—No quiero tu ayuda. Me largo. —Forcejea y tira de los lazos, con lo que, obviamente, solo logra apretarlos aún más. Se le enrojecen las muñecas—. Suéltame. Quiero irme ahora mismo.
—No, Jez, por favor. No digas eso, me ofendes.
—¿Por qué me has atado?
Me levanto.
—Es solo un juego. Oye, voy a salir un momento a buscar algo para comer. Puedo traerte cruasanes, rosquillas o lo que prefieras. ¿Qué quieres?
—Lo que quiero es que me sueltes. Esto es de locos. ¡De locos!
Me siento en la cama y le aparto delicadamente el pelo de la frente sudorosa.
—Pero te alegrará disponer de un contacto, ¿no? Cuando llegue el momento te resultará muy útil.
Guarda silencio durante un instante, mientras escudriña mi rostro. Finalmente dice:
—Si esto es por la fiesta sorpresa del miércoles, creo que te estás pasando un poco.
—¿A qué te refieres?
—¡A lo de atarme y encerrarme! Ahora que lo he adivinado, bastaba con que me dijeras que tengo que quedarme aquí. No le diré nada a Helen, te lo prometo.
—De acuerdo, pero primero tenemos que curarte el tobillo y no quiero que hagas nada precipitado.
¿Cuándo voy a soltarlo? No lo había meditado lo suficiente. Quizás el día de su cumpleaños, tal como imagina. En cualquier caso tendrá que ser pronto, antes de que Greg y Kit vuelvan a casa. Antes de que madure aún más. Pero hoy quiero saborear cada segundo que pase con él. Lo quiero relajado y feliz, no nervioso como está ahora.
—Dime qué te apetece, Jez. Recuerda que puedo traerte lo que me pidas.
Tras una pausa, deja caer la cabeza sobre las almohadas.
—No me vendría mal un canuto. Tengo algo de hierba en el bolsillo de la chaqueta.
—Te lo traeré.
—Pero necesito tener las manos libres. ¡Tengo que mear, Sonia! ¿Cómo se supone que voy a mear así? O cagar. ¡Tengo que ir al baño!
Lo observo, tendido con las piernas abiertas y el pie herido y vendado colgando por el borde de la cama. No puede ir a ninguna parte con el tobillo en ese estado.
—Te quito estos ridículos pañuelos si me prometes que no harás ninguna tontería, como ayer.
—Sí, sí, te lo prometo.
Lo dice como si estuviera ya cansado del jueguecito pero supiera que lo que más le conviene es seguirme la corriente.
Nos sonreímos y yo desato lentamente los nudos, sin perderlo de vista ni un momento. Deslizo el pulgar por encima de los cardenales rojos que los pañuelos le han dejado en las muñecas.
—No te he hecho daño, ¿verdad? No era mi intención hacerte daño.
—No —contesta él, sacudiendo las manos en cuanto suelto los pañuelos—. No, no pasa nada. Mucho mejor así. Gracias.
—Muy bien, volveré enseguida con la hierba y los cruasanes. Y traeré a Simon.
En el callejón, de camino a las tiendas, reina el bullicio. Una fresca brisa primaveral crispa la superficie del río y las barcas que circulan en ambas direcciones se balancean en el agua agitada. En los jardines de la universidad hay grupitos de estudiantes envueltos en bufandas y capuchas, y niños abrigados de camino al colegio. La gente se apresura hacia el muelle para embarcar en el clipper que los llevará a la ciudad. Todo el mundo se dirige a alguna parte. Voy a comprar cruasanes en Rhodes para mí, para Jez y para Simon, que va a venir más tarde. Puede que también me lleve un par de sus fantásticos panini para el almuerzo de Jez. Seguro que, dentro de un rato, tendrá hambre. Y, ya que estoy, le compraré también uno de esos brownies de chocolate. Kit siempre decía que Rhodes es una de esas tiendas de las que, por mucho que te lo propongas al entrar, es imposible salir con una sola cosa. Cuando iba con ella siempre me pedía que le comprara una porción de pastel de princesa, con glaseado de mazapán; entonces se comía las capas una a una y lamía el relleno de crema.
Esta mañana, camino con brío. Michael lo advierte cuando me ve pasar. Trabaja en el Anchor y está barriendo la acera.
—Qué animada vienes hoy, Sonia —dice.
Yo lo saludo con la mano y me apresuro hacia el Village. Cruzo la carretera y estoy a punto de dejar atrás el quiosco cuando me detengo en seco.
Allí, en el estante donde se amontona la prensa local, veo su hermosa cara. ¿Qué hace en primera plana? Sonríe con la cabeza vuelta hacia la derecha, el fotógrafo lo ha pillado desprevenido y tiene los labios entreabiertos, como si acabara de encontrarse con alguien especial. ¿Quién? Leo el titular que acompaña la foto.
JEZ MAHFOUD, DESAPARECIDO EL PASADO VIERNES
Compro el periódico y corro hacia las escaleras que hay frente al Cutty Sark[1], resguardado bajo una lona blanca desde que quedó destruido por el fuego. El viento arremolina las páginas cuando empiezo a leer y tengo que sujetarlas con una mano. La lona blanca se agita alrededor del Cutty Sark, las vallas publicitarias ondean y traquetean. El viento me pone nerviosa. Tardo más de la cuenta en comprender el significado de las palabras.
Crece el temor por la seguridad de un joven al que nadie ha visto desde que se marchó de casa de su tía, en Greenwich, para reunirse con su novia durante la tarde del viernes. Jez Mahfoud fue visto por última vez el pasado viernes a la hora de comer. Estaba pasando una semana de vacaciones en casa de su tía, Helen Whitehorn. Jez Mahfoud reside actualmente en París.
La inspectora Hailey Kirwin aseguró que era impropio del chico pasar tanto tiempo ausente sin ponerse en contacto con ningún miembro de su familia ni con su novia.
¡Esto es tan exageradamente prematuro! Por el amor de Dios, hay muchos chicos que no vuelven a casa tras pasar un fin de semana con sus amigos, emborrachándose y fumando. ¿A qué viene tanto escándalo? Una ráfaga de viento levanta la primera página y me la arranca de las manos. Salgo corriendo para intentar cazarla y choco con una mujer, que me lanza una mirada reprobatoria. Finalmente logro pisar la página, aunque estoy a punto de perder el equilibrio. Vuelvo a sentarme y me la recoloco sobre el regazo.
El joven, de quince años, fue declarado desaparecido 24 horas después de que no acudiera a un concierto en el que debía actuar. El viernes por la tarde se había citado con su novia en el túnel subterráneo de Greenwich, pero tampoco se presentó a la cita. Su madre, residente en París, esperaba su regreso durante el fin de semana.
La noticia viene acompañada por otra fotografía de Jez, casi irreconocible, haciendo una voltereta en el aire. El pie reza:
Jez Mahfoud practicando el salto BASE[2] en la península de Greenwich hace una semana. Fotografía tomada con un teléfono móvil.
El artículo sigue:
«No descartamos que pueda tratarse de un accidente en el río —afirma la inspectora Kirwin—. La Unidad de Vigilancia Marina (UVM) está llevando a cabo una minuciosa inspección del tramo comprendido entre Greenwich y la Barrera del Támesis». La policía también se ha puesto en contacto con el padre de Mahfoud, un periodista franco-argelino afincado en Marsella.
La policía insta a cualquier persona que haya visto a Jez Mahfoud a comunicarlo de inmediato. El chico mide 1,78 cm y lleva el pelo largo; cuando desapareció vestía una chaqueta de piel, vaqueros y unas zapatillas Adidas.
No puedo evitar sonreírme ante el error del último detalle. Jez lleva unas zapatillas Nike tobilleras. Vuelvo a fijarme en la fotografía y compruebo que cuando la tomaron era más joven, un niño. Ahora su cuerpo está más desarrollado y lleva el pelo más largo. Experimento una oleada de placer al pensar que es mío, pero cuando quiero levantarme me fallan las rodillas. Doy un traspié. Esto es absurdo. Dicen que ha desaparecido, como si corriera peligro, cuando en realidad Jez está conmigo, a salvo. Tiene todo lo que quiere y más. ¿Debería llamar a todo el mundo y decirles que Jez vino a mi casa y que va a pasar allí una temporada? ¿Que estoy cuidando de él? ¿Por qué tendría que hacerlo? Está cómodo. De hecho, mejor que en ninguna otra parte.
Tiro el periódico en una papelera y me dirijo hacia la panadería, aturdida. Tengo la sensación de que la gente de la cola se vuelve a mirarme, de modo que bajo la cabeza mientras pago los pasteles y los sándwiches. Me tiemblan las manos, el dinero se me cae de la cartera, las monedas se esparcen por el suelo y tengo que arrastrarme entre los pies de los clientes para recogerlas. Nadie me ayuda, y yo me sulfuro, me enfado.
De regreso al río, me rodea un súbito alboroto. El zumbido de un helicóptero de la policía, el gemido del pontón, el sonido metálico de las grúas, todo va formando un crescendo, como un cántico en un estadio de fútbol que estallara al unísono. Se trata de un fenómeno habitual en el río al que debería estar acostumbrada, pero ahora mismo me resulta excesivo. Como si todo fuera dirigido en mi contra, como si todo fuera una burla. Me levanto y me apoyo en la barandilla negra para recuperar el aliento.
Cuando alcanzo por fin el callejón, los sonidos se apagan. El sol ha avanzado y la calle está sombría. Me estremezco, aunque no estoy segura de que sea por el frío. Paso rápidamente por delante del Anchor. Michael ha terminado de barrer la acera y está dentro del local. Ha apuntado la oferta de martes de Carnaval en la pizarra del restaurante, un plato de marisco acompañado con crepes de limón y azúcar. Veo a los primeros clientes, que beben apoyados en la barra, y percibo el tufo a desinfectante al pasar. Desde que se prohibió fumar, los pubs ya no huelen a pub, sino a productos de limpieza, un olor agresivo y acusador. ¡Ay, esos días en que todos nuestros pecados quedaban ocultos tras el humo de los cigarrillos! Me llevo la bolsa de papel de la pastelería al pecho, dolorido. Mis pasos resuenan en las paredes. Respiro con bocanadas cortas, superficiales. Siento el impulso de correr, pero ¿hacia dónde? ¿Y por qué?
¡Helen! Claro, podría llamarla, explicárselo. Pero hace siglos que no hablamos. Querrá saber por qué no la he llamado antes. Le parecerá raro.
Pero ese no es el único pensamiento que se abre paso a codazos dentro de mi cabeza. Hoy es lunes. Por lo que a ellos respecta, Jez lleva desaparecido desde el viernes. Eso son tres noches. No puedo decirles que ha pasado todo ese tiempo conmigo, nadie lo entendería; no encaja con las ideas que tiene la gente de cómo funciona el mundo. Y los periodistas que se han enterado ya del asunto lo convertirán en algo obsceno. La historia se destaparía y ellos la mancharían.
Lo que el estúpido periodista que firma el artículo no entiende es que lo único que ha conseguido es que ahora me sea imposible soltar a Jez. Si lo hago, su rostro aparecerá en todas las revistas cutres del país y él se convertirá en carnaza para los periodistas de alcantarilla, los paparazzi. Le ofrecerán dinero para que cuente su historia. Su artículo no me deja otra opción que retenerlo durante más tiempo del que pretendía, al menos hasta que el escándalo haya pasado.
Alcanzo la puerta del muro. Meto la llave en el cerrojo y la giro con mano temblorosa. Simon llegará enseguida. Tenía intención de presentárselo a Jez, pero ¿y si reconoce su cara de la fotografía del periódico, de los carteles que empapelan el sureste de Londres? Tendré que dar la clase en el piso de abajo. Aunque quizás entonces se pregunte por qué no utilizo el equipo de grabación de la sala de música, donde solemos trabajar. ¿Y si insisto en que nos quedemos en la cocina pero él decide utilizar el baño de la sala de música, encuentra la puerta cerrada y echa un vistazo por las ventanas? ¿Qué pasará entonces?
Cuando llego a la sala de estar estoy tan nerviosa que apenas consigo marcar los números en el teléfono.
—Simon, hola, soy Sonia.
—¡Hola nena! ¿Qué tal va eso?
—Lo siento, pero tendremos que cancelar la clase de esta mañana. Me he despertado con una ronquera horrible, me duele muchísimo la garganta.
—¡Oh, Dios, has pillado la gripe porcina!
—¡Ja!
Estoy afónica, tengo la garganta seca, soy incapaz de segregar saliva.
—La verdad es que suenas un poco ronca, querida.
—¿Quieres que lo aplacemos hasta la semana que viene… o la siguiente?
Mientras hablo, un torbellino de pensamientos arrasa mi mente. ¿Cuánto tiempo puedo retener a Jez antes de que más gente empiece a buscarlo? Y ¿cómo lograré soltarlo discretamente, sin atraer la atención de los medios? Pienso en la puerta cerrada con llave, los somníferos de mi madre y los pañuelos como si lo hiciera por primera vez. No le he hecho daño. Hasta el momento, todo el placer que me ha proporcionado lo he obtenido discretamente, sin culpa ni dolor. Pero entonces ¿por qué me siento avergonzada? Me estremezco de pies a cabeza. Puede que sí tenga la gripe.
—Dejémoslo para la próxima semana, ¿vale, Sonia? Y avísame si aún no te has recuperado del todo. No quiero que me contamines con tus gérmenes, querida. No puedo quedarme sin voz mientras la obra esté representándose.
Después de hablar con Simon, cancelo el resto de las citas del día aduciendo una gripe. Necesito tener la casa para mí sola durante al menos los próximos dos días, para poder concentrarme en Jez. Me niego a pensar en el próximo jueves, cuando se supone que Greg y Kit van a volver. Y tampoco me planteo aún cómo voy a soltarlo, ni cuándo. Se trata de cuestiones inciertas, sin respuesta, y ahora mismo no dispongo de la energía necesaria para pensar en ellas.
Entro en la cocina y me apoyo en la encimera. Conecto el hervidor. Me preparo una tostada y me impregno del reconfortante olor que desprende. Alargo un brazo para coger la mermelada y me detengo un instante: la luz del sol atraviesa el tarro transversalmente e ilumina los pedacitos de piel de naranja que flotan en la gelatina ambarina. No sé por qué, pero esta imagen me relaja y mi ritmo cardíaco se ralentiza. Todo irá bien, Jez y yo estaremos bien. Pienso ir paso a paso.
Cuando estoy a punto de subir a ver a Jez, suena mi móvil. Lo abro inmediatamente, temiendo haber olvidado a algún cliente. Es Kit.
—¡Mamá! No me has devuelto la llamada, estaba muy preocupada.
—¿Me has llamado? ¿Cuándo ha sido eso?
—Ayer por la noche. Y te envié un mensaje. ¿Dónde te habías metido? Siempre estás pidiéndome que te cuente por dónde ando, pero cuando te llamo no me contestas.
—Bueno, pues ahora estoy aquí —respondo con voz crispada, impaciente.
—¿Dónde estás? ¿Dónde es «aquí»?
—En casa, en la cocina.
—Pues esta mañana he llamado y no lo has cogido. ¿Estás bien? Papá tampoco ha podido contactar contigo. Incluso te ha mandado un correo electrónico.
—¿En serio?
—Sí, está preocupado por ti. Quería asegurarse de que estás bien.
—¿Eso te ha dicho?
—¡Ya basta, mamá!
Parece desesperada, al borde de las lágrimas. Respiro hondo.
—Vale, vale, lo llamaré. Al final ¿vas a venir el jueves o no?
—¡Ajá, o sea que sí has oído mi mensaje! —exclama aliviada—. Sí, iré el jueves y llevaré a Harry. Quiero presentártelo. Es un chico especial.
No respondo a eso. Los novios de Kit en el pasado no han sido nunca de mi gusto: a menudo musculosos, rubios por lo general y siempre al volante de un bólido. Me pregunto qué es lo que hará a Harry tan especial y me rebelo ante la idea de tener en casa a un chico que no sea Jez.
—Y, mamá —añade con voz tímida—, he pensado que podemos dormir en el cuarto de invitados. Sé que no te gusta usarlo, pero tiene una cama grande y…
—¡Kit, por favor! —la corto—. Necesito tiempo. Y espacio. No me atosigues.
Soy consciente de que he dejado a Jez a solas más tiempo del que pretendía; que los minutos pasan y debe de tener hambre y sed.
Hay una larga pausa. Me oigo respirar. Finalmente Kit suspira y, con voz fingidamente calmada, dice:
—Lo siento. Podemos esperar, improvisaremos sobre la marcha. ¿Llamarás a papá?
—Sí, llamaré a papá.
—Será bonito volver a estar todos juntos. Tengo la sensación de que ha pasado una eternidad desde las Navidades.
—Sí, cariño. Tienes razón —digo.
Vuelvo a la cocina y rebusco en el bolsillo de la chaqueta de piel de Jez, donde encuentro la bolsita de hierba que ha mencionado antes. También hay un paquete de papel de fumar.
A través de las altas ventanas lo veo sentado en la cama, con la pierna herida en alto, de modo que entro en el cuarto blandiendo la parafernalia que le llevo.
Lo observo mientras sus largos dedos lían un porro. Entonces le enciendo una cerilla, se la acerco al pitillo y da una larga calada. Le cuento que ha habido un cambio de planes: Simon no va a venir.
—Y entonces ¿a quién vas a presentarme?
—Todo se andará. Por el momento, tenemos que esperar. Hoy no sería seguro.
—¿Seguro?
—No te asustes, no quiero decir que corras peligro. Es solo que no queremos que la gente hable…
—Ya entiendo. Temes que se descubra que he averiguado lo de la fiesta.
La hierba lo relaja y sonríe. Finalmente, tengo la sensación de que volvemos al punto en el que estábamos cuando llegó a mi casa.
Por la tarde, después de que el porro le haya despertado un apetito voraz y haya engullido un copioso almuerzo acompañado de una taza de té con un somnífero triturado, se sume en un profundo y narcótico sueño. Me meto en la cama con él y le aparto el pelo de la oreja. El chupetón ha empezado ya a difuminarse. Le quito el pendiente en forma de cuerno negro del lóbulo, me lo meto en el bolsillo y le muerdo suavemente la oreja.
A través de una de las altas ventanas veo la afilada luna creciente tras la pálida luz anaranjada del cielo londinense. Esta noche volverá a formarse escarcha. El agua estará helada. Como durante la noche de los polluelos de cisne.
Seb estaba decidido a demostrar que estaban allí, aunque la noche parecía demasiado fría como para que los polluelos de cisne pudieran sobrevivir. Estaba oscuro como boca de lobo, y no había ni una sola luz en el callejón. Seb, agarrándose a la cadena del amarradero, descendió por el muro hasta la orilla. Se oía el susurro de las olas, la marea estaba creciendo. Me apoyé en el murete que hay frente a la casa y clavé la mirada en el agua negra. La voz de Seb subió flotando hasta mí.
—Están aquí, Sonia. Los polluelos nadan con los cisnes, protegidos bajo sus alas. Es increíble. ¡Ven a verlo!
—Está demasiado oscuro, Seb. Vuelve.
—¡Joder, qué fría está el agua! Tengo los pies entumecidos.
—Rápido, Seb. La marea está creciendo, la oigo en el muro.
—Voy a subir.
—¡Utiliza las escaleras! —le grité.
Las formas borrosas de los cisnes oscilaban en el agua oscura. Noté los fríos ladrillos blancos del muro contra mi pecho. La campana de la casa de beneficencia dio las doce, seguida al cabo de poco por las campanas de St. Alfridges, en Greenwich, ligeramente desincronizadas.
—La marea ha crecido demasiado. Voy a volver trepando por la cadena.
—Estás loco. ¡El muro es demasiado alto, no lo conseguirás! ¡Utiliza las escaleras!
Oí el choque metálico de la cadena contra la pared, mientras Seb se aferraba a los eslabones de hierro. Extendí el brazo hacia el abismo y noté el latido de mi corazón sobre el frío muro. Mis dedos acariciaron por fin su pelo, la cabeza de Seb. La palpé instintivamente y mi mano se amoldó a la perfección de su cráneo. Lo agarré de la mano y tiré de él para ayudarlo a superar el muro.
—¡Menuda mierda! —dijo—. Me habría gustado seguirlos, pero vamos a tener que esperar a que haga menos frío. Podríamos mangar una barca. O construir una balsa y seguir los cisnes río arriba, hasta Jacob’s Island, o hasta donde sea que vayan. Y escondernos allí.
—Es peligroso, Seb.
—También podríamos ir a la isla de los Perros.
La orilla oscura del río era territorio prohibido. Allí, las ventanas negras de los lúgubres almacenes se reflejaban en el agua y las chimeneas arrojaban humo tóxico al contaminado cielo nocturno. Los varaderos y desembarcaderos medio derruidos escondían quién sabe qué enfermedades y desechos fétidos. Me habían advertido en multitud de ocasiones de que no fuera a la otra orilla, de que no utilizara el túnel subterráneo, de que la isla de los Perros era un lugar peligroso. De que no intentara llegar a remo. Cuando la marea cambiaba, la corriente entrante chocaba con el agua que se retiraba y generaba unos remolinos tan impredecibles como letales.
Seb dijo que no podían detenernos. Que estaban siempre intentando impedir que hiciera esto y aquello, aduciendo que era demasiado joven. Seb me dijo que querían hacer con mi espíritu lo mismo que los antiguos chinos hacían con los pies de las jóvenes: constreñirlo e impedir que creciera y se desarrollara de forma natural.
—Tú y yo conocemos bien el río y sabemos cómo manejarnos —dijo—. En cuanto deje de hacer frío, construiremos una balsa y nos largaremos remando; nadie va a pararnos.
El plan de Seb echó raíces en mi corazón, como sucede ahora con Jez: un secreto cálido, como un polluelo de cisne acurrucado en lugar seguro, debajo de una ala.