Capítulo 9

DOMINGO POR LA MAÑANA

HELEN

Helen despegó la lengua del paladar. Cerró los ojos para protegerse de la claridad. Había pasado algo terrible, se sentía confusa. Estiró el pie para intentar relajarse frotándolo contra la pantorrilla de Mick, pero encontró la cama vacía. Se incorporó. Mick se había vestido para salir a correr y estaba terminando de atarse las zapatillas.

—¿Qué pasa? —murmuró ella.

—Jez —dijo él—. No he pegado ojo en toda la noche.

—¿Has mirado en su cuarto?

—Sí, no está.

—Oh, Dios.

La pasada noche, Mick había dicho que tenían que llamar a la policía enseguida. Habló con alguien que le hizo un montón de preguntas. Al final colgó y explicó que la policía le había pedido que, si seguían sin tener noticias de Jez, volviera a llamar por la mañana.

—Usted dice que tiene dieciséis años y que se ha pasado la semana entrando y saliendo de casa a todas horas, de modo que tampoco me parece tan extraño —le había dicho el policía.

—Bueno, eso es un alivio, supongo —había comentado Helen, pero Mick había salido de la habitación y se había acostado sin volver a dirigirle la palabra.

Mick bajó corriendo por las escaleras. Las ventanas tabletearon por el portazo. Helen echó un vistazo al despertador. ¡Las 6.45! Mick nunca madrugaba tanto los domingos. Fuera casi no había luz y hacía un frío gélido. Pensó en levantarse a buscar agua, o un zumo, pero el cansancio y la náusea la superaron. Al final, aprovechó el espacio que su marido había dejado libre en la cama, rodó y se estiró en diagonal, con los brazos por encima de la cabeza. Mientras se adormilaba de nuevo le vino a la mente el rostro de Ben, bronceado y sonriente.

Solo eran las ocho cuando Mick regresó, ligeramente sudado y sofocado. Se metió directamente en el baño. Desde la cama, Helen vio cómo se ponía ante el espejo y se pasaba las manos por el pelo rojo, se estudiaba la cara desde diferentes ángulos, se agarraba el estómago y daba unas palmaditas. Al notar que ella lo miraba, cerró la puerta y abrió el grifo de la ducha. A Helen le hubiera gustado que volviera a la cama y echaran el típico polvo lento de domingo por la mañana, el mejor remedio contra la resaca.

Pero cuando Mick salió de la ducha no se metió en la cama con ella, sino que se acercó a la ventana y empezó a secarse el pelo con la toalla. Se apoyó en el radiador y miró la calle, tamborileando con los dedos. Helen abrió la boca para decir lo que estaba pensando, pero volvió a cerrarla de inmediato. Le hubiera gustado que pudieran hablar como lo hacían antes, sin tener que pensar, soltando lo que primero les venía a la mente. Helen miró al hombre con el que llevaba tantos años conviviendo que incluso sabía cuántas pecas tenía en la espalda y qué dientes llevaba empastados, y se preguntó quién era en realidad.

—¿A qué hora dijeron que volvieras a llamar?

—No antes de las diez, como muy pronto.

—Apuesto a que estará aquí a la hora de comer, si es que no ha vuelto a París.

—La policía podría tomarnos más en serio —dijo a través de la toalla, de modo que su voz se oyó apagada—. ¿Cuánto tiempo necesitan para considerar que una persona ha desaparecido, por el amor de Dios?

Se oyó el tintineo de loza mientras Mick descargaba el lavavajillas, el abrir y cerrar de los armarios de la cocina. Más tarde Helen encontraría la basura llena de envoltorios de galletas de chocolate, bolsas de patatas fritas e incluso latas de cerveza.

Mick acababa de subir con la bandeja del desayuno cuando sonó el teléfono. Cruzó el cuarto a toda velocidad y descolgó. Por su tono de voz, Helen dedujo que se trataba de Maria.

—No, no. Ya lo sé. Yo tampoco he podido pegar ojo. Sí, claro que te pide disculpas, pero… Naturalmente, los dos nos sentimos responsables, pero ella cree que Jez ya es lo bastante mayor… No, no es eso lo que quería decir… Sí, desde luego. Iré a recogerte. Hasta luego.

Colgó el teléfono y le dirigió a Helen una mirada tan compungida que ella abrió los brazos para abrazarlo, pero Mick no se movió.

—No estaba en el tren nocturno —dijo—. Tu hermana ha reservado un billete de avión. Llega esta tarde.

—¿En serio?

—Se lo ha contado a Nadim; está en una misión en Oriente Próximo, pero si mañana seguimos sin tener noticias volará directamente a Londres.

—Maria me echa la culpa, ¿verdad? Lo he notado por lo que le decías.

—No se trata solo de ti, ¿no crees? Yo también tengo parte de culpa. No puedo creer lo que está pasando. Deberíamos haberlo vigilado más de cerca.

—¡No, Mick! El problema es que mi hermana lo ha mimado demasiado. Nuestros hijos nunca se han metido en ese tipo de problemas porque les hemos dado responsabilidades desde que eran niños. Pero ¿Jez? Maria lleva toda su vida sobreprotegiéndolo. Si su hijo se ha metido en algún lío, creo que debería hacer un poco de autocrítica antes de calumniarnos.

—Me ha preguntado por qué no lo acompañamos en coche a la última entrevista en la escuela.

—¿A la de Greenwich? ¡Pero si Barney fue a la misma! ¿Qué teníamos que hacer? ¿Ponerle un taxi? ¡Los chicos tienen piernas para algo!

—Ya me entiendes —dijo Mick—. Deberíamos haberle prestado más atención.

—Además, si aceptan a alguien en ese curso será a Jez, y no a Barney. Él es el guitarrista con talento y mi hermana lo sabe.

—Dejemos a un lado vuestra estúpida rivalidad entre hermanas —la reprendió Mick—. Lo importante ahora es el chico.

A las diez en punto, Mick descolgó el teléfono y llamó a la policía.

—¿Y bien? —preguntó Helen cuando hubo terminado.

—Ahora que ha pasado otra noche ausente, parece que están más interesados. Han dicho que esta tarde vendrán a hablar con nosotros.

Helen suspiró y apartó la colcha.

—Será mejor que me levante —dijo—. Maria tendrá que dormir en el cuarto de Jez. Como el chaval vuelva antes de esta noche, van a tener que fastidiarse y compartir la cama.

Después de comer, Mick fue a recoger a Maria en Stansted. Helen vio su reflejo en el espejo y se sobresaltó. No hacía tanto que se había teñido el pelo de color castaño claro, pero las raíces se veían ya canosas; además, tenía los ojos hinchados y venas rojas en las mejillas. ¿Cómo podía haber cambiado tanto de la noche a la mañana?

No podía dejar que Maria la viera de aquella manera. Salió un momento a comprar tinte en Tesco Express y se sentó en la cama mientras surtía efecto, envuelta en una bata. Después de secarse el pelo se vistió con una minifalda de lana verde, un jersey de cachemira, unas medias moradas opacas y las botas de ante marrón. Se sentía bastante mejor.

Sabía que Mick y Maria aún tardarían como mínimo otra hora en regresar. Necesitaba aclarar sus ideas. Decidió salir a dar un paseo: se tomaría un café y compraría comida orgánica para preparar una buena cena. Y también flores. A Mick, que últimamente parecía muy preocupado por la salud, le gustaría y la ayudaría a convencer a Maria de que se cuidaban y se ocupaban de la casa a la que habían invitado a Jez.

—¿Vais a quedaros en casa esta tarde? —le preguntó a su hijo Barney, que se estaba preparando una taza de té en la cocina, adormilado—. Lo digo por si aparece Jez. Si tenéis noticias de él, quiero que me llaméis enseguida.

—No te preocupes, mamá —dijo Barney, pasándole un brazo sobre los hombros.

Helen habría preferido que no lo hiciera, pues aquel gesto le llenó los ojos de lágrimas y le hizo tomar conciencia de hasta qué punto estaba sola y asustada.

Al cabo de un rato estaba sentada en la terraza de su café preferido en el Greenwich Market, sorbiendo un capuccino. Pero el café no hacía nada por suavizarle la resaca y por enésima vez se prometió que, en adelante, reduciría la ingesta de vino. La débil luz del sol se filtraba a través del techo de plástico ondulado y le proporcionaba algo de calor. Se preguntó si se estarían cumpliendo los planes de reforma del mercado. No estaba segura de que le gustara la idea de ver cómo se aburguesaba, aunque, de todos modos, durante los fines de semana se había convertido ya en un lugar de moda, lleno de puestecitos de artesanos que vendían desde fuentes de jardín hasta ramilletes de terciopelo, desde jabón hecho a mano hasta esculturas de madera tallada. Sin embargo, durante la semana, cuando todos aquellos productos frívolos desaparecían como por arte de magia, solo quedaban los tenderos de Greenwich de toda la vida, que charlaban y tomaban té mientras intentaban salir adelante vendiendo lo que siempre habían vendido. Algunos de ellos estaban allí ese día, vestidos con ropas que parecían haber sacado de uno de los montones del mercadillo. Muchos, se dijo Helen, debían de llevar allí desde que, tiempo atrás, se inauguró el mercado de antigüedades que se celebraba cada domingo en el aparcamiento que había junto a la carretera. Sus puestos parecían colecciones de museo, con calzadores y estatuillas militares, juegos de bolos y viejos patines de hielo con botas de piel, cabezas de jabalí y animales disecados dentro de urnas de cristal. Eran parte de la historia local y perderlos sería una pena.

Al levantar los ojos vio a Sonia, envuelta en un chal, en el extremo más alejado del mercado, cerca de los puestos de comida. Nadia tenía razón, estaba guapísima con el pelo recogido bajo un pañuelo de cachemira, y más delgada que nunca. Era la persona más elegante de todo el mercado. Era evidente que tenía prisa, iba señalando la mercancía que quería y metiéndola en una gran bolsa de la compra. Helen recordó la preocupación de Greg por su salud mental.

Apuró el capuccino de un sorbo y se levantó. Iría a saludar a Sonia y se aseguraría de que estaba bien. Se ajustó la bufanda, se abrochó los botones de madera de la chaqueta de lana y entró para pagar la cuenta. La cola era larga y avanzaba despacio, la chica de la caja era nueva y aún no conocía bien el funcionamiento de la caja registradora. Para cuando Helen terminó de pagar y salió a la calle, Sonia ya se había marchado.

Helen pensó en salir tras ella, pero finalmente decidió no hacerlo y volvió a sentarse. Las tiendas del exterior del mercado estaban muy concurridas, como de costumbre. El puesto de camisetas le hizo pensar en Jez. Alicia y él habían estado descargando una foto de… ¿quién era? ¿Un músico de los setenta? Tim algo. Y Jeff, ¿no? Jez le había explicado que eran padre e hijo, aunque ella no le había prestado demasiada atención. El hijo se había ahogado en un río, de noche, completamente vestido. Solo tenía treinta años, apenas dos más que su padre cuando había muerto, también demasiado joven. Una tragedia.

Jez le había dicho a Helen que tenían intención de reducir una de las fotografías para hacer chapas, y Alicia comentó que iba a imprimir unas camisetas para los dos. Después de descargar la imagen, Jez había encontrado un programa con el que podías combinar una fotografía de tu cara con el cuerpo de un elfo bailarín. Les había parecido graciosísimo. Había sido divertido, aunque Helen se había sumado a ellos animada sobre todo por la risa contagiosa de su sobrino. Aquello había ocurrido el jueves por la tarde.

Pero ¿qué era lo que tanto la irritaba de Jez? ¿Por qué la había molestado la adulación de Alicia, o que todo el mundo se hubiera puesto tan nervioso la pasada noche? Se trataba de la última conversación que había mantenido con Jez antes de que todo aquello sucediera. Había intentado recordarla con detalle: mediodía del viernes. Helen había llegado a casa esperando encontrarla vacía. Jez estaba tocando la guitarra a todo volumen (aunque, eso sí, tenía que admitir que era brillante), conectado a un amplificador. Recordaba lo cabreada que estaba cuando subía por las escaleras, cuando abrió la puerta de su cuarto.

—Si piensas vivir con nosotros mientras estudies en la escuela, vas a tener que ser más considerado —le dijo—. Tenemos vecinos, ¿sabes?

Su irritación era exagerada y lo sabía. Sus hijos también ponían la música a todo volumen en sus cuartos y nunca la había molestado. Pero Jez era rematadamente bueno en todo, tal como Maria no perdía ocasión de recordarle, y a Helen le dolía la cabeza. Una resaca tremenda, para ser exactos.

Jez había reaccionado con sorpresa ante su mal genio y se había disculpado. Su arrepentimiento había desconcertado a Helen. Barney y Theo jamás habrían pedido perdón; al contrario, la habrían mandado a paseo. Al final se había marchado de la habitación sin añadir nada más y ahora se avergonzaba de su descortesía.

Temía que Jez se hubiera tomado a mal sus palabras y se hubiera marchado porque se sentía rechazado. No se le habría ocurrido hacer nada por el estilo, ¿verdad? La noche anterior, la ansiedad de Mick combinada con la histeria de su hermana habían obligado a Helen a conservar la calma. Ahora, en cambio, un miedo atroz iba tomando cuerpo en su interior.

Tal vez Maria tuviera razón. Había actuado con excesiva indiferencia; no solo había sido despreocupada: en cierto sentido, había sido incluso negligente. No le había preguntado adónde iba cuando salía, no se había interesado por saber a qué hora volvía a casa. Lo había tratado como a uno de sus hijos cuando no lo era. Era joven, inocente, ingenuo y de naturaleza bondadosa. Todos esos pensamientos la incomodaron tanto que tuvo que levantarse y regresar a casa. Cruzó el parque a toda prisa, con la cabeza gacha, temerosa de lo que se avecinaba.

—¿Se han puesto en contacto con todas las personas que lo conocen?

La inspectora Kirwin los miró a los tres, uno tras otro. Era una mujer bajita y rolliza, con un aspecto demasiado vulgar para ser inspectora de policía, pensó Helen. A su lado había un chico, un agente al que la mujer había presentado como Josh y que no parecía mucho mayor que Barney.

Helen y Mick intercambiaron una mirada. Estaban sentados a la mesa de la cocina, tomando un té. Maria, impecable como de costumbre, parecía agotada. Era evidente que no había pegado ojo. Estaba mordiéndose una uña, incapaz de mantenerse quieta.

—Podríamos hablar con los contactos de los móviles de Barney y Theo, y luego echar un vistazo a nuestra agenda telefónica —sugirió Mick.

—¿Aún no lo habéis hecho? —preguntó Maria, que se levantó de pronto, con la cara pálida.

—No pensamos que hubiera ocurrido nada hasta ayer por la noche. Era tarde, no podíamos llamar a nadie a esas horas.

Helen miró a la inspectora Kirwin, que estaba al otro lado de la mesa, buscando su aprobación.

—Habéis tenido toda la mañana —dijo Maria—. No puedo creer lo que oigo.

—¡Pues, lo creas o no, tenemos otros asuntos de los que ocuparnos aparte de Jez! —exclamó Helen, incapaz de contenerse.

—¡Helen! —la reprendió Mick frunciendo el ceño.

—Estamos tan preocupados como tú, Maria —dijo Helen—. Es nuestro sobrino. Y no creo que empezar a buscar culpables…

—Aquí nadie está culpando a nadie —la cortó Mick, fulminándola con la mirada; Helen apretó los labios.

—Por lo que me han contado —dijo Kirwin—, existen muchas posibilidades de que el chico esté de camino a París en estos momentos. Le esperaban este mismo fin de semana, pero no confirmó cuándo iba a llegar.

—Me dijo que regresaría el sábado —la corrigió Maria—, pero todas sus cosas siguen aquí. Conozco a Jez, y si hubiera decidido cambiar de planes me habría avisado. Sabe que me preocupo si se retrasa. Siempre llama o envía un mensaje.

—Igualito que los nuestros… —no pudo evitar mascullar Helen.

—¿Disculpe?

—Decía que Barney y Theo nunca me avisan.

Helen no quería parecer amargada, pero en cuanto abrió la boca advirtió que sus palabras la habían delatado. Mick clavó sus ojos en ella.

—Déjalo ya —le dijo.

La agente Kirwin los miró alternativamente.

—¿Había algún tipo de hostilidad hacia su sobrino en la casa? ¿Causó algún problema mientras vivía con ustedes? —preguntó.

Mick negó con la cabeza.

—En absoluto —señaló.

—Jez es un encanto —añadió Helen—. Ha sido un placer tenerlo aquí.

—¿Y quién de ustedes lo vio por última vez?

Mick se volvió hacia Helen y se encogió de hombros.

—El viernes me marché a trabajar sobre, eh, las siete y media de la mañana. Di por sentado que estaría durmiendo.

—Y lo estaba —dijo Helen—. Entró en la cocina a buscar un vaso de agua antes de que yo me marchara. Serían las ocho menos cuarto. Los viernes trabajo solo media jornada, de modo que volví a casa a la hora de comer y lo vi salir a eso de las tres y media, creo.

—Y ¿sabe dónde tenía intención de ir?

Helen decidió que era mejor no mencionar sus coléricas palabras hacia Jez.

—No lo recuerdo. Estaba siempre entrando y saliendo. Iba a ensayar con el grupo de Barney y Theo, y la semana pasada acudió a un par de entrevistas.

—¡Pero si terminaron el viernes pasado! —intervino Maria—. ¿Cómo es posible que no lo sepas?

—Pues claro que lo sé —protestó Helen—. Pero tiene casi dieciséis años, Maria. Es un muchacho responsable y ha acudido siempre a todas las citas a la hora convenida. Hay que confiar un poco en los chicos, no puedes andar siempre dándoselo todo masticado.

Maria era una madre realmente asfixiante. No era de extrañar que el chico hubiera decidido largarse solo a alguna parte en lugar de regresar a casa. Helen se revolvió en la silla y cambió de tema.

—Ayer me topé con su novia. Dijo que había quedado con él en el túnel subterráneo el viernes por la tarde, pero que Jez no había aparecido.

—¿El túnel subterráneo? —se extrañó Maria, pálida—. ¿El túnel subterráneo de Greenwich? ¿De verdad dejas que se citen ahí?

—Ya no es como antes —dijo Mick—. Han instalado un circuito cerrado de cámaras de vigilancia.

—Sí, es cierto —confirmó el joven agente, que hasta entonces no había abierto la boca.

—Tenemos que hablar con su novia —dijo la agente Kirwin—. ¿Alguien más vio a Jez ese día? De su familia, quiero decir. Obviamente, tendremos que hablar también con sus hijos.

Los tres negaron con la cabeza.

—En resumen, pues, usted llegó a casa el viernes a la hora de comer y lo vio marcharse sobre las tres y media —dijo la inspectora, escrutando a Helen con una fijeza inquietante.

—Sí, así es —contestó Helen, que notó cómo se ruborizaba y esperó que nadie se percatara.

—Muy bien, gracias —concluyó Kirwin—. También echaremos un vistazo a cualquier objeto que pueda sernos útil, como un ordenador o un móvil que hubiera utilizado antes de desaparecer. Si es posible, necesitaremos una fotografía reciente de Jez para el cartel de personas desaparecidas. Y, si no les importa, hay un periodista interesado en el caso. Sé que parece una indiscreción, pero a menudo resulta útil dar a conocer el caso cuanto antes. ¿Les parecería bien hablar con alguien de la prensa si se pasara más tarde?

—Desde luego —contestó Mick inmediatamente.

—Yo tengo una foto suya —dijo Maria—, en el móvil. ¿Podemos imprimirla, Mick?

—Sí, claro —respondió Mick—. Lo haremos ahora mismo.

La inspectora sonrió.

—Pueden enviarla por correo electrónico a la comisaría —dijo—. Les daré la dirección.

En cuanto se levantaron, sonó el teléfono. Helen lo cogió.

—Helen, soy Simon.

—Es Simon, un amigo —le dijo Helen al grupo, tapando el micrófono.

Los demás abandonaron la sala. Helen se alegró de disponer de una excusa para no tener que acompañarlos.

—Oye, tengo una entrada extra para el ensayo general de Tosca de este viernes. ¿Te interesa?

—Oh, Simon, qué oportuno. He pasado un fin de semana horrible. Gracias. ¿Estás seguro de que nadie más la quiere?

—Iba a ofrecérsela a Sonia, pero Greg suele conseguir entradas y he pensado que a ti te haría más ilusión.

—Me encantaría ir.

Helen colgó y oyó a Maria y a Mick, que estaban en el estudio intentando descargar la foto de Jez del móvil. Abrió la nevera. Se moría por tomar un buen vaso de vino.