DOMINGO POR LA NOCHE
SONIA
Cuando llego a casa, la luz del día ha desaparecido por completo. Por precaución, decido echar un vistazo a través de las altas ventanas antes de abrir la puerta del cuarto de Jez. Está sentado en la cama, tocando la armónica y con el pie herido encima de una almohada, de modo que abro la puerta y entro. Una vez dentro, vuelvo a cerrar y me meto la llave en el bolsillo del pantalón. Estoy preparada para encontrarlo lloroso, molesto o incluso furioso, de modo que cuando habla me deja bastante desconcertada.
—He estado pensando —dice nada más verme—. En tu forma de cuidarme, en el hecho de que cierres la puerta, de que seas amiga de Helen y todo eso. Y creo que estáis tramando algo para mi cumpleaños, el miércoles que viene.
Me mira con una media sonrisa triunfal en los labios y me doy cuenta de que asume que no voy a revelarle nada. Que le he prometido a Helen que no se lo contaría; por eso respondo esbozando una sonrisa de complicidad. Él se encoge de hombros y sonríe.
—No diré nada —asegura.
Me lo quedo mirando. «No quiero mentirte —pienso—, pero cuando acudiste a mí esa tarde de febrero, bajo la luz menguante, como si estuviera escrito, me transmitiste una paz de espíritu que hacía tanto que no sentía que ya casi ni recordaba que existiera. Necesito tenerte aquí, a salvo en la sala de música. No puedo dejar que te marches ahora».
Me detengo. Levanto los ojos, esperando una respuesta de Jez, pero entonces comprendo que en realidad no he abierto la boca, aunque los pensamientos eran tan lúcidos como si los hubiera pronunciado en voz alta.
Dejo la bandeja en la mesilla de noche. Es una cena exquisita, a pesar de que he añadido algunas pastillas más de mi madre al zumo. No siento ningún escrúpulo, sé que el medicamento hará que Jez se relaje y duerma mejor.
—Vamos a curarte —le digo en voz baja—. Mira, te he traído mi portátil. ¿Qué película te apetece ver?
Cuando está cómodamente instalado, satisfecho con la conclusión a la que él mismo ha llegado y adormilado por las píldoras, bajo a mi cuarto y me tiendo en la cama. Vencida por el cansancio, escucho los sonidos que llegan desde el exterior.
Oigo la estridente sirena de una patrullera de la policía que cruza el río hacia el este, el zumbido de un avión que se aproxima al aeropuerto de la City. El aullido de la alarma de un coche en la calle. Echo de menos el alarido gutural de las sirenas en la niebla durante las noches de invierno, llamándose y contestándose, como un juego entre aquellos enormes barcos. Entonces la casa parecía un lugar seguro, un refugio a salvo de las tormentas y los desvaríos del mundo.
La añoranza de las sirenas en la niebla me suscita otro pensamiento. Mientras rememoro la escena, no estoy segura de si sucedió una sola o más veces. Sí recuerdo lo que sentía al notar la seda alrededor de las muñecas y los tobillos, acompañada por el grave alarido de las sirenas en el río, que retumbaba por toda la habitación y hacía vibrar los muelles de la vieja cama de hierro.
Mi madre utilizaba la sala de música como vestidor. Por eso tiene su propio baño con ducha y bidé (algo muy chic en los años setenta, cuando lo instalaron). En aquella época la habitación estaba llena de percheros, cajas de sombreros y bufandas, y había un armario lleno con los vestidos, chaquetas y estolas de piel de mi madre.
Esa noche, mis padres habían salido. Yo debía de tener unos catorce años. Seb estaba conmigo. Pasamos un rato subidos a las sillas, viendo pasar los barcos que, iluminados en la oscuridad, remontaban lúgubremente el río hacia Tower Bridge. La luz había empezado a menguar y una niebla gris lo cubría todo. De vez en cuando se oía el retumbar largo, grave y afligido de una sirena en la niebla del río. La estufa estaba encendida. En algún momento debí de hacer enfadar a Seb. He olvidado qué le dije, pero sí recuerdo que me cogió por el brazo con las dos manos y me lo apretó hasta que solté un grito, fascinada por aquel dolor tan delicioso. Después me lo retorció hasta llevármelo a la espalda, me acercó a él y me metió la lengua en la boca. Al cabo de un rato me dio un empujón y me tiró sobre la cama de invitados. Me dijo que me desnudara. Le obedecí. Siempre terminaba por obedecerle, aunque primero me hiciera de rogar y protestara. Mientras me quitaba los vaqueros y me peleaba con los botones de la blusa, él rebuscó dentro de una de las cajas y sacó un montón de pañuelos de seda.
—Todo —dijo—. Quítatelo todo.
Primero una muñeca y luego la otra, me ató las manos por encima de la cabeza al armazón de la cama. Después me anudó sendos pañuelos a los tobillos y los sujetó también a la estructura. Yo me resistí y lo maldije, pero él se rio y me dijo que yo me lo había buscado.
—Hasta mañana —dijo dirigiéndose hacia la puerta.
—Hace frío, no puedes dejarme así.
En aquel momento no creí que fuera a hacerlo; estaba disfrutando de aquel jueguecito.
—Lo siento —contestó él—. Tengo que marcharme.
—Pero ¿qué voy a hacer si vuelven? ¡Desátame!
Él se encogió de hombros.
—¡Seb!
Fue hasta la puerta. Dio media vuelta. Me dedicó una sonrisa.
—¡Buenas noches! —dijo.
Entonces hizo girar el pomo, salió y cerró la puerta a sus espaldas. Lo oí bajar por las empinadas escaleras que conducían al piso principal. Forcejeé, empezó a entrarme el pánico. ¿Y si Seb se largaba de casa y me dejaba allí toda la noche? ¿Qué pasaría si mis padres volvían a casa y mi madre quería ducharse y cambiarse? Agucé el oído e intenté escuchar lo que sucedía en el piso de abajo. Se oyó un golpe, alguien acababa de cerrar la puerta del patio.
Pasos en las escaleras. Intenté incorporarme al tiempo que trataba deducir a quién pertenecían. Cuando la puerta se abrió me armé de valor, tratando de encontrar las palabras que explicaran aquella situación.
—¿Qué haces desnuda en la cama? —preguntó Seb.
—¡Cretino! —le grité—. ¡Cabrón! ¡Suéltame!
—¿Cómo dices? No te oigo.
—Seb, no tiene gracia. Me has asustado.
—¿Quieres que te suelte?
—Sí, por favor. Por favor.
Se inclinó sobre mí y yo forcejeé, me retorcí, me abalancé contra él y le di un mordisco en el cuello.
—Ay. ¡Qué mala! —gritó, riendo, y me apartó la cara con la mano.
Entonces se bajó los vaqueros, me desató los tobillos y se colocó encima de mí.
Doy vueltas y más vueltas. No puedo dejar de pensar en Jez, narcotizado de nuevo y durmiendo en la vieja cama de hierro, en el piso de arriba. Soy incapaz de calmarme. Me acuerdo de los pañuelos de seda que guardo en el armario.
Salgo de la cama, me pongo el kimono, cojo un puñado de pañuelos y subo a la sala de música.
Aprovecho la ocasión para estudiarlo con detenimiento. Aparto el edredón. Está medio desnudo, solo lleva los calzoncillos y una camiseta de manga corta. Debe de haberse quedado dormido mientras se quitaba la sudadera, pues aún tiene una manga puesta. Me fijo en cómo la nuez le sube y le baja cada vez que respira, cómo la caja torácica se le hincha y se le contrae. El ombligo forma un hoyo perfecto entre los músculos del estómago, tres leves protuberancias entre dos pliegues diminutos. Los calzoncillos le caen sueltos sobre la estrecha pelvis y tiene unas piernas largas, lisas y musculosas como las de un caballo. Me gustaría congelar su imagen en mi memoria, junto a la de Seb a esa misma edad.
Lo que hago, en cambio, es coger el primer pañuelo y atarle un extremo a la muñeca derecha; a continuación, sujeto el otro extremo a la cabecera de la cama, tal como Seb hizo conmigo. Conozco cada uno de los gestos, de los nudos que se necesitan. Hago lo mismo con la mano izquierda y con el pie sano. Cuando lo tengo bien atado me echo en la cama, junto a él, le paso la mano por la pelvis y me detengo en el hueso de la cadera. Noto el calor de su piel bajo la palma.
Jez ni siquiera se inmuta. Desciendo y le beso el estómago. No puedo evitarlo. Es perfecto: el color, los contornos, la textura… La piel, tersa, recupera enseguida su forma cuando la pellizcas. Sabe a sal y a mar. Incluso vista de cerca es impecable. Estudio con atención la cristalina superficie, la examino en busca de alguna imperfección. Nada. La lamo como si fuera un cuenco de chocolate caliente, disfrutando del momento mientras él duerme tranquilamente, su aliento cálido y regular por encima de mi cabeza.
El silencio se ve interrumpido por el agudo timbre del teléfono en el piso de abajo. Siento como si todo resbalara y quedara ligeramente desenfocado. Me veo a mí misma desde arriba, sobre el cuerpo del chico, mi pelo derramado sobre sus caderas. Impresionada por esa imagen, me marcho y dejo a Jez solo, aún atado a la cama.
La escalera me parece muy oscura después de la tenue luz de la luna que iluminaba la habitación. Bajo con sigilo, agarrándome a la barandilla y temblando ligeramente. Entro en la sala de estar y aguzo el oído. El teléfono sigue sonando. No pienso contestar, temo delatarme en mi estado de euforia. Salta el contestador. Después de la señal se oye la voz incorpórea de una mujer adulta. La niña que traje al mundo suena como alguien a quien apenas conozco.
—Mamá, soy yo. ¡No has contestado mi SMS! ¿Estás bien? Volveré dentro de unos días, tenemos una semana libre antes de los exámenes. He hablado con papá y me ha dicho que también estaría ahí el jueves por la noche. Quiere que hablemos de la mudanza. ¡Sííí! Por fin. Ah, y voy a llevar también a Harry, que está hecho polvo. Le he prometido un fin de semana a la orilla del río. ¡Llámame en cuanto puedas! ¡Adiós!
Me quedo junto al teléfono unos segundos después de que haya colgado y vuelvo a temblar.
En la sala de estar siempre hace frío. No he logrado sentirme cómoda en ella desde que volvimos, y por eso he dejado siempre que Kit y sus amigos la usaran a su gusto. Siempre animé a Kit a traer amigos a la casa del río. Quería que fuera como los demás niños de su edad, algo que yo nunca pude ser. Mis padres no me dejaban llevar amigos a casa, ni tampoco ir a las suyas. El nacimiento de Kit hizo que me diera cuenta de lo solitaria que había sido mi infancia. Y quería que la de mi hija fuera distinta.
Así pues, dejé que Kit instalara en la sala un reproductor de DVD, un televisor con pantalla panorámica, un ordenador portátil y una cadena de música. Trajimos varios pufs y cojines de su cuarto, y Kit colgó pósteres en las paredes y llenó el aparador de parafernalia diversa para preparar cócteles. Kit y sus amigos compraron carteles antiguos y posavasos de las tiendas de Creek Road. Montaron fiestas y reuniones interminables de las que siempre me excluyeron. A mí no me importaba. Ahora que Kit se ha ido, la sala no solo es demasiado fría, sino también demasiado silenciosa. Cuando Greg está en casa, por la noche, se sienta en el sofá a leer el periódico o ver la televisión antes de acostarse, aunque está de acuerdo en que hace demasiado frío incluso con la calefacción encendida.
Esta casa tiene vida propia. Respira y se agita, inquieta. Y tiene sonidos particulares: el bufido cuando se enciende la calefacción, el chasquido de las tuberías cuando se llena la bañera, el crujido de la pizarra del tejado en las noches de viento. Pero la sala de estar es un lugar silencioso. Yo paso la mayor parte del tiempo en la cocina, podría decirse que vivo allí. En cambio, a pesar de su nombre, la sala de estar es un espacio muerto. No es que sea fea, ni mucho menos. Las visitas se apresuran siempre a comentar que es muy elegante, con la vista del río a un lado, la chimenea, el suelo de madera pulida y las alfombras persas que lo tapizan desde que tengo memoria. Lo único que me disgusta es el aparador, pero aparte de eso el mobiliario me parece discreto y de buen gusto. No, lo que me molesta e impide que me relaje no es la estética, sino otra cosa, una sombra que creo entrever por el rabillo del ojo y que se escurre cada vez que quiero enfocarla.
Me quedo mirando el teléfono, preguntándome si debería llamar a Kit ahora o dejarlo para mañana. Decido dejarlo. Tengo que pensármelo bien antes de decir, como habría hecho en otro momento: «Sí, claro, ven, y trae a Harry contigo, cariño. Trae a quien quieras».
Abro la puerta de mi habitación y me acuesto de nuevo. Durante unos minutos sopeso la idea de volver a subir a la sala de música y desatar a Jez, para que nunca descubra lo que ha ocurrido y no se asuste. Pero cada vez que decido moverme me siento paralizada por una oleada de cansancio.
Cuando abro los ojos, ha empezado a amanecer. Veo un agitado cielo gris a través de las ventanas y caigo en la cuenta de que he dejado a Jez toda la noche con las manos atadas a la cama de la sala de música, tal como Seb me ató a mí, mi amor por él intensificándose con cada nuevo intento por liberarme.