Capítulo 6

SÁBADO POR LA NOCHE

HELEN

Helen entró con Mick en la sala de estar y descorchó un Pinot Grigio que él le había dejado preparado encima de la mesa.

—¿Maria estaba segura de que tenía que volver hoy? —preguntó Helen—. Le pedí a Jez que nos dijera qué tren iba a tomar, pero no lo hizo. Aún debe de estar por aquí.

—¿Cuándo lo viste por última vez? Diría que no lo he visto desde el jueves.

Helen se sentó. La sala tenía un aspecto inhóspito. Necesitaba flores. Alargó el brazo y encendió la lámpara de la repisa de la chimenea.

—El jueves, creo. No, ayer, a la hora de comer. Eso es, estaba aquí cuando llegué… del trabajo. ¿Has preparado la cena?

—Helen, tenemos que resolver esto. ¿Dónde está Jez?

—Con Alicia, no: acabo de acompañarla a su casa, me la he encontrado al salir de la inauguración. Me ha contado que ayer habían quedado en el túnel subterráneo, pero que Jez la dejó plantada. Debe de estar con los chicos.

—¿En el túnel subterráneo?

—Al parecer quedan siempre a medio camino entre el norte y el sur. Es adorable.

Mick se levantó de un brinco y se pasó las manos por el pelo.

—¡Tenemos que averiguar dónde está el chico! ¿Qué vamos a decirle a Maria cuando vuelva a llamar?

Helen se llenó la copa. Mick la fulminó con la mirada.

—Esto es una emergencia —añadió—. Maria estaba fuera de sí.

—Mi hermana fuera de sí, menuda novedad —dijo Helen y arqueó las cejas, esperando la complicidad de su marido.

—No estamos hablando de Maria, sino de Jez. Estoy preocupado.

—¡Pero si tú no te preocupas nunca por nada! Vas a conseguir que me angustie.

Cuando sus hijos eran pequeños, era siempre Helen la que se ponía histérica por cuestiones de seguridad, la que comprobaba los cinturones de los asientos del coche, la que obligaba a los chicos a ponerse casco para ir en bici, a llevar protector de barbilla, brazaletes reflectores… Era ella la que, por las noches, comprobaba que respiraban. Hasta donde era capaz de recordar, Mick no se había preocupado nunca. Y, sin embargo, de repente era incapaz de permanecer sentado. Helen se preguntó si su preocupación ocultaría algo más.

—¿Has intentado llamarlo al móvil?

—Por supuesto.

—¿Y has visto a los chicos hoy?

—No. Cuando me he marchado aún no se habían despertado, y al volver ya habían salido.

—Entonces Jez debe de estar con ellos. Relájate Mick, por favor. Mira, tómate una copa de vino mientras preparo algo de cenar. Volverán enseguida, y después llamaremos a Maria.

Ben y Miranda estaban juntos en Madagascar. No quería pensar en ello. No podía dejar de pensar en ello.

—¿Dónde tienes los números de móvil de los chicos?

—En mi teléfono. Está en el bolso.

Helen se lo pasó con el pie a Mick, que le dirigió una larga mirada antes de ponerse a rebuscar en el interior. Encontró el móvil y empezó a pulsar las teclas.

—Típico. Los dos tienen el móvil apagado —dijo.

Era pasada la medianoche cuando oyeron cómo la puerta principal se abría y se cerraba de golpe en el vestíbulo. Mick se levantó de un brinco en cuanto Barney entró en la sala, con el flequillo cubriéndole la cara, como de costumbre, desgarbado y tambaleándose ligeramente. Con él entró también una ráfaga de aire helado.

—Cierra la puerta —dijo Helen—, hace un frío espantoso. ¿Venís con Jez?

—¿Eh?

—¡Barney! ¡Céntrate! —intervino Mick—. Jez no ha regresado a París y Alicia no sabe nada de él. ¿Tienes idea de dónde puede estar?

—Puede que Theo lo sepa.

Theo apareció entonces en la puerta, con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.

—¡Theo! ¿Dónde está Jez?

—¿Jez?

Helen advirtió que a Mick se le tensaba la mandíbula de irritación. Sabía qué estaba pensando: que le gustaría agarrar a su hijo por la apestosa capucha de la sudadera y zarandearlo hasta hacerlo entrar en razón. La decepción de Mick con sus dos hijos se había hecho patente desde la llegada de Jez. Theo cogió el mando a distancia y encendió el televisor, pero Mick le ordenó que lo apagara. Helen le pidió a Barney que subiera al primer piso y pusiera la calefacción al máximo. Se había resignado ya a no cenar y, en compensación, se sirvió otra copa de vino.

—Yo creía que se había marchado —comentó Theo—. Dijo que iba a volver a casa el sábado.

—¿A París?

—Claro, ¿adónde va a ser?

—Pues allí no está. ¿Fue al concierto de anoche?

Helen observó desde la distancia esa nueva faceta de su marido. El gesto compungido, el rostro colorado. Sus cejas también se comportaban de forma extraña, poseídas por una movilidad y una expresividad inusitadas. Helen se preguntó cuál fue la última vez que había mirado realmente a su marido.

—Supusimos que estaría con Alicia —contestó Barney.

—Pues Alicia no lo ha visto —dijo Helen—. Habían quedado en el túnel subterráneo ayer por la tarde, pero no apareció.

Theo y Barney se miraron.

—¿Qué significa eso? —preguntó Helen—. ¿A qué viene esa mirada?

—Nada —dijo Theo—. Es que nos hace gracia que Alicia quiera quedar allí, como si fuera un lugar romántico. A Jez le da miedo decirle que no, aunque preferiría estar con nosotros.

—Está fustigado —murmuró Barney; Theo soltó una risita.

—¿Fustigado?

—Hace todo lo que ella le dice —explicó Barney.

—Que es un calzonazos, vamos —añadió Theo—. Voy a llamarle.

«Aunque sean unos vagos y unos inútiles —pensó Helen a través de la reconfortante bruma alcohólica—, nada te levanta tanto el ánimo como un hijo. Bueno, dos».

—Imagino que no habrá ninguna posibilidad de encontrarle en casa de su padre, ¿no? —dijo Mick—. ¿Es posible que haya ido a Marsella sin pasar por París?

—No, no mencionó Marsella —dijo Barney.

—No da tono —dijo Theo—. Debe de tenerlo desconectado.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Mick—. ¿Qué hacemos ahora, por el amor de Dios?

La conversación que mantuvo con Maria fue larga y difícil. Helen intentó mostrarse tranquila.

—Por lo que sabemos, puede estar en el tren de regreso ahora mismo. Probablemente se entretuvo haciendo algunas compras de camino a St. Pancras. Eso lo explicaría todo.

—Pero ¿se ha llevado sus cosas? —preguntó Maria.

A Helen no se le había ocurrido comprobar si las pertenencias de Jez seguían en la habitación de invitados; le hizo un gesto a Barney, que estaba tirado frente al televisor, para que fuera a echar un vistazo.

—¿Qué? —preguntó sin apenas apartar los ojos de le película que estaba viendo.

Helen cubrió el auricular con la mano.

—Las cosas de Jez, ¿están arriba? ¡Sube a mirar! —siseó.

—¿Tengo que coger el primer tren a Londres? —preguntó Maria; su voz se había teñido de un tono histérico.

—Por supuesto que no —dijo Helen—. ¿Y si se presenta en casa por la mañana? De hecho, estoy segura de que eso es lo que va a ocurrir.

—Es que no puedo creer que no supieras que se marchaba hoy. ¿No lo ayudaste a preparar la maleta?

—Maria, Jez tiene casi dieciséis años. Lo último que quiere es que su tía le esté atosigando todo el día. Le pedí que nos dijera qué tren iba a tomar, pero dejé que se encargara de lo demás.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó Helen—. ¿Qué estás pensando?

—Estoy pensando que ojalá no hubiera permitido que se instalara en tu casa. Nuestra forma de enfocar lo que significa tener hijos es absolutamente distinta. La tuya bordea la negligencia…

—¡Maria! Intentemos hablar civiliz…

—De acuerdo, no debería haber dicho eso. Creo que el término al uso es «negligencia benigna». Pero Jez no está acostumbrado a eso. Aquí no tiene tanta libertad; está acostumbrado a cumplir unos horarios estrictos y a que lo lleven en coche. ¡Pero si ni siquiera sabe orientarse en el metro de París! El de Londres debe de ser un auténtico laberinto para él. Oh, Dios mío, ¿qué le habrá pasado, Helen?

—Seguro que hay una explicación muy sencilla. Lo que tienes que hacer ahora es tomarte un trago y meterte en la cama.

—Un trago, he aquí tu solución para todo.

Se produjo una pausa incómoda, mientras Helen hacía un esfuerzo por morderse la lengua.

—Voy a llamar a Nadim —siguió diciendo Maria—. No tengo más opción. ¡Tiene que saber que su hijo ha desaparecido!

Helen sintió un acceso de indignación.

—Jez ha estado fuera una noche, pero eso no significa que haya desaparecido. Estamos haciendo todo lo posible por localizarlo.

Colgó y se volvió hacia los demás. Tenía lágrimas en los ojos, estaba furiosa por lo culpable e inepta que la había hecho sentirse su hermana, y a eso se le añadía una angustia creciente por que realmente pudiera haberle pasado algo a Jez.

—Siempre ha sobreprotegido a Jez. Y eso nos ha conducido a esta horrible situación —afirmó.

—No te preocupes, mamá —la consoló Theo—. No le habrá pasado nada. No es estúpido.

Barney volvió a la sala y se sentó de nuevo frente al televisor.

—¿Y bien? —preguntó Helen.

—¿Qué?

—Las cosas de Jez. ¿Estaban ahí?

—Ah, es verdad. Sí, siguen ahí. Aún no se ha preparado la maleta. Su ropa está esparcida por el suelo.

Helen cerró los ojos, se sentó y se cubrió la cara con las manos.

—¿En qué momento llama uno a la policía en casos como este? —preguntó entre los dedos.