Capítulo 5

SÁBADO POR LA NOCHE

HELEN

Había torsos embarazados, sin cabeza ni piernas, colocados sobre pedestales y repartidos por toda la galería. Acomodó su postura, intentó adoptar un aire despreocupado y tomó otro trago de vino. Le sudaban las manos.

Además de los torsos había una figura central, un tanque de agua con ecografías de fetos proyectadas en la superficie, y una serie de cuadros de color naranja intenso titulados «Variaciones del Svadhisthana».

—Están relacionados con el chakra sagrado, el centro de la fertilidad y la creatividad.

La voz de Nadia, tan cerca del oído, hizo que Helen diera un brinco.

—Estoy convencida de que el ágata naranja me ayudó a quedarme embarazada. Por eso he utilizado ese color tan profusamente.

Nadia acababa de quedarse embarazada por primera vez a los cuarenta y cinco años y era como si nunca nadie hubiera tenido un bebé antes.

—Ya veo —dijo Helen—. Pero ¿por qué los moldes?

—No es muy original, ya lo sé —contestó Nadia—. Se estilan mucho últimamente. Pero quería reproducir todas las fases. He utilizado un yeso especial que conseguí a través de internet, un material de una versatilidad extraordinaria.

—Son muy realistas —comentó Helen—. Permite distinguir todos los pliegues y las protuberancias de la piel.

Advirtió que el sudor de la mano le había dejado un cerco oscuro en la falda, donde la tenía apoyada, y se volvió para que no se notara. Echó un vistazo a Pierre, el compañero de Nadia, que se movía entre la gente sosteniendo una bandeja de vino.

—¿Conoces a alguno de los asistentes? —preguntó Nadia—. ¿Quieres que te los presente?

Helen abrió la boca, la cerró e inspiró hondo.

—¿No has invitado a Ben y a Miranda? —preguntó con voz forzada, en un tono demasiado alto.

—Ah, no. Están fuera. En Madagascar o algo así. Vacaciones de invierno.

Helen asimiló aquella información, aliviada por que él no estuviera allí y sorprendida de que siguiera con su mujer. Tragó saliva.

—¿Y Greg y Sonia? Pensé que vendrían —se interesó.

—Les di una invitación —respondió Nadia, que miró por encima de la cabeza de Helen hacia un grupo de mujeres que acababan de entrar—. En la celebración de los cincuenta años de tu Mick. A pesar de lo que Greg vaya diciendo por ahí, me pareció que Sonia estaba increíble. —Nadia se cogió el vientre con las manos y se lo masajeó lentamente, hacia arriba y hacia abajo—. Dios sabrá cómo lo hace. Aunque yo nunca he estado tan contenta con mi cuerpo como ahora. —Cerró los ojos y sonrió beatíficamente—. ¡Oí cómo uno de los jóvenes se refería a ella como una MQF! ¡Una «madre que me follaría»! —añadió, aunque Helen no necesitaba que le explicaran el término.

—¿A qué te refieres con eso de «lo que Greg va diciendo por ahí»? —preguntó Helen.

—Estuvo otra vez contándole a Pierre lo preocupado que está por ella. Aseguró que era… «insondable», creo que fue la palabra que utilizó.

—¿Y eso?

—Según él, ahora que Kit se ha marchado de casa y él pasa más tiempo en Ginebra, no tienen necesidad de seguir viviendo en la vieja casa de sus suegros. Pero Sonia se niega a mudarse.

—Ella adora la casa del río —dijo Helen—. ¿Quién no iba a hacerlo? La ubicación es excepcional.

—No es solo eso. Greg cree que está deprimida. Tienes que admitir que esa noche no fue precisamente el alma de la fiesta, ¿no?

—Si te soy sincera —respondió Helen—, no he tenido demasiadas noticias de ella desde que los chicos crecieron. Desde el momento en que Kit se marchó a la universidad pareció perder todo el interés por mí. Supuse que el hecho de que mis dos hijos colgaran los estudios me había hecho perder puntos, aunque la verdad es que la echo de menos. En otra época, nos hubiéramos sentado en la acera a fumarnos un canuto.

—Yo solo repito lo que Greg le contó a Pierre —dijo Nadia—. Sin ir más lejos, ¿dónde está esta noche?

—Tal vez no soy quién para decir esto, pero lo diré de todos modos —respondió Helen aceptando la copa de vino que le ofrecía Pierre—. Suponer que a Sonia le pasa algo solo porque no está de acuerdo con él es típico de Greg. Lo ha hecho siempre, es un obseso del control.

—Y a ti nunca te ha caído bien —añadió Nadia, con una sonrisa.

—Pues no mucho, ahora que lo mencionas —admitió Helen.

Nadia dirigió una sonrisa al grupo de mujeres que acababa de entrar y Helen se sintió avergonzada y sofocada tras haber confesado su aversión por Greg. Era amigo de Pierre. Tenía que aprender a mantener la boca cerrada de vez en cuando. Así pues, Sonia era una MQF y Ben estaba en Madagascar con Miranda. Helen notó que se relajaba al tiempo que se le ensombrecía el humor. Oyó las exclamaciones y los elogios del grupito de recién llegadas que había junto a la puerta. Una de aquellas obsequiosas mujeres se llevó a Nadia y Helen comprobó que ya no quedaba vino en la bandeja. Había llegado el momento de marcharse.

Se quedó unos segundos delante de la galería, mientras se abrigaba con la chaqueta y se ponía los guantes de piel granate que llevaba en los bolsillos. Pateó la acera, que empezaba a brillar a causa del hielo, con las botas de ante. Echó a andar hacia la esquina donde había aparcado el coche. Al otro lado de la calle, un grupo de chicos salieron de un taxi y se dirigieron hacia un almacén victoriano reconvertido en club nocturno; mientras cruzaban, su aliento formaba nubes blancas de vapor. Helen había pasado la semana rodeada de adolescentes: los necesitados con los que trataba en el trabajo y sus hijos, además de su sobrino Jez, en casa. Sus piernas larguiruchas y sus hombros encorvados parecían omnipresentes. Deseó que hubiera más mujeres en su vida, personas con las que hablar y compartir sus sentimientos. Nadia estaba demasiado ensimismada en su embarazo, era evidente que de un tiempo a esta parte Sonia prefería su propia compañía y la hermana de Helen, Maria, era demasiado competitiva en lo tocante a los chicos. Helen nunca había podido confiar en ella.

Algunos de los visitantes de la galería entraron también en el almacén. Personas de mediana edad que intentaban parecer jóvenes, pensó Helen, pero entonces cayó en la cuenta de que eran más jóvenes que ella. De mediana edad y, sin embargo, más jóvenes que ella. ¿Cómo había llegado hasta allí? Suspiró e inspiró profundamente. Habría estado bien unirse a ellos, tomar unas copas más, salir, pero estaba cansada y tenía que conducir. Además, era probable que Mick le hubiera preparado la cena y estuviera esperándola.

Una vez en el coche se abrochó el cinturón, consciente de que seguramente superaba el límite de alcoholemia; sin embargo, en todos los años que llevaba conduciendo, no le habían hecho soplar ni una sola vez. «No parezco el tipo de mujer que bebe más de la cuenta», pensó. La policía solo se fija en los jóvenes. A los amigos de Barney y Theo los paraban constantemente, aunque nunca conducían si habían bebido.

Iba a girar la llave en el contacto cuando de pronto vio a Alicia, la novia de Jez, que se acercaba andando por la calle desde la galería. Iba sola y parecía perdida. Helen abrió la ventanilla y asomó la cabeza.

—¿Quieres que te lleve, Alicia?

La chica levantó los ojos.

—Ah. Genial.

Helen abrió la puerta del acompañante y Alicia subió al coche.

—¿Vas a tu casa?

—Sí, supongo. Pensé que Jez podría estar en la exposición de Nadia. He ido con algunos compañeros de la clase de arte, y lo habíamos invitado a venir. ¿Tú sabes dónde está? No lo veo desde el jueves.

—Pues creía que estaría contigo, la verdad —dijo Helen.

¿Cuándo había visto a su sobrino por última vez? No había sido la noche antes. Puede que también hubiera sido el jueves, cuando Alicia había estado en su casa para diseñar aquellas chapas con el ordenador.

Se incorporó al tráfico y miró a la chica de soslayo. Alicia había estado entrando y saliendo de su casa desde la llegada de Jez, el sábado anterior, pero Helen apenas se había fijado en ella. De pronto advirtió que era una chica mona, de rasgos elegantes, delicados, y piel pálida. Apenas era una niña, en realidad. Tenía la mirada perdida y la frente levemente fruncida.

—¿Estás bien? —preguntó Helen, que tomó la rotonda de Old Street más rápido de la cuenta y frenó antes de enfilar la salida de la City.

—No. No me coge el teléfono ni responde a los mensajes.

—Tenía que regresar a París este fin de semana —le recordó Helen—. Le pedí que nos dijera qué tren tenía previsto tomar, pero la verdad es que no he pasado demasiado tiempo en casa. Los chicos deben de saberlo.

—Pues estoy segura de que no pensaba marcharse ayer. Habíamos quedado en el túnel, pero no se presentó. Estoy preocupada, no es propio de él.

—¿En el túnel?

—El túnel subterráneo. Cuando está en tu casa de Greenwich quedamos siempre ahí. Está a medio camino y… bueno, es nuestro sitio especial.

«Dios —pensó Helen—, ¿cómo es posible que alguien, aunque sea un adolescente sentimentaloide, vea el túnel como un lugar romántico?». El suelo estaba lleno de charcos, como si el río se filtrara a través de las paredes, cubiertas de ladrillos blancos y con los cables eléctricos a la vista. Apestaba a meados reconcentrados. Los ascensores dejaban de funcionar a las siete y tenías que subir cientos de peldaños para llegar a la superficie, rezando por que no hubiera nadie acechando en una esquina oscura.

—Andaos con ojo en el túnel —dijo Helen—. ¿Dónde quieres que te deje? Puedo llevarte a casa si no tengo que desviarme mucho. ¿O prefieres que te acerque al metro?

—Déjame en el puerto.

Helen volvió a pensar en Mick, que estaría en casa, preparándole algo a la plancha. El filete de atún con fideos udon era una de sus especialidades, y los sábados por la noche solía cocinársela. Una botella de vino blanco, frío, y una cena delante de la tele. ¿Qué más podía pedir? No debería haber asistido a la inauguración de la exposición de Nadia.

—Es que no puedo dejar de darle vueltas —dijo Alicia, que parecía encontrarse al borde de las lágrimas—. Debe de haberse enfadado conmigo.

—¿Jez? Seguro que no —contestó Helen—. Habrá vuelto a París o estará con la banda. Ya sabes lo que les pasa cuando tocan: se les olvida que hay más gente en el mundo.

Alicia se encogió de hombros.

—Es el mejor guitarrista de todas las bandas que conozco. Mis amigas están todas supercelosas de que esté saliendo con él. Pero él no sabe que está buenísimo y nunca me había dejado plantada. Es raro.

En Commercial Street, un mensajero en moto se cruzó delante del coche y tuvo que clavar los frenos. El semáforo se puso en rojo. Helen notó cómo se le aceleraba el pulso. ¿Qué le pasaba a todo el mundo con Jez? Maria había llamado cada noche para preguntar qué tal le iban las entrevistas a su hijo, para saber qué había comido y para recordarle a Helen cuánto talento tenía. Maria no trataba a Jez como si fuera un adolescente normal y corriente, sino como a un animal con pedigrí. Y ahora su novia le dedicaba una adulación parecida. Aquello le resultaba irritante. Los efectos del vino estaban empezando ya a pasársele y comenzaba a notar los primeros indicios de un dolor de cabeza. Necesitaba otra copa. No debería haberse ofrecido a acompañar a Alicia, tendría que haberle dicho: «Largo, anda, tengo que irme a casa». Les dabas la mano y…

—Haré que te llame, te lo prometo —dijo Helen.

Después de dejar a Alicia en su casa dio media vuelta y se preguntó si se había sentido aliviada por que Ben no había acudido a la inauguración. Ella ya no tenía que sufrir los tumultuosos sentimientos que Alicia acababa de describir. Se había terminado eso de esperar a que apareciera un correo electrónico en el buzón de entrada, de desear que sonara el pitido que anunciaba la llegada de un SMS. Se habían terminado la angustia y los nervios ante la idea de verlo de nuevo, las estúpidas citas románticas en los lugares más inverosímiles. ¡En el túnel subterráneo, nada menos! No, no quería tener que volver a pasar por todo eso nunca más. ¿Por qué iba a querer reabrir una herida que acababa de cicatrizar?

«Piensa en todas las cosas civilizadas que podéis hacer Mick y tú ahora que todo eso ha quedado atrás —se dijo Helen mientras el coche descendía por entre los muros marrones de la oscura entrada del túnel de Blackwall—. Vais a hacer más cosas juntos que nunca: iréis al teatro, os escaparéis a otras ciudades, probaréis nuevos restaurantes. Ambos os habéis comprometido a centraros en vuestra relación. Habéis hecho lo que debíais».

Cuando llegó a casa y giró la llave en la cerradura, esperaba encontrarse con el cálido aroma de un buen plato en la mesa de la cocina. Sin embargo, Mick estaba en la puerta de la sala de estar, con un periódico bajo el brazo y expresión seria. No la recibió ningún olor delicioso procedente de la cocina. La chimenea estaba apagada y el pasillo, frío.

—Ha llamado Maria —dijo Mick—. Jez tenía que volver hoy a París, pero no ha llegado.