SÁBADO POR LA NOCHE
SONIA
Una de las desventajas de la casa del río, de la que Kit solía quejarse amargamente cuando regresamos, es que no tiene jardín. El patio que hay entre la puerta de la cocina y el muro que da al callejón está cubierto de adoquines y es demasiado pequeño para merecer ese nombre. He intentado cultivar algunas cosas en tiestos, pero se trata de una batalla perdida contra la falta de luz. Mi madre cuidaba de sus enredaderas, plantadas en los arriates que fabricó con ladrillos que nadie utilizaba. Muchos de esos ladrillos están hoy resquebrajados por culpa del frío. Además de la glicina, su enredadera de Virginia y una hortensia trepadora compiten con la amenaza de una persistente hiedra de hoja oscura. De hecho, la casa entera sufre la falta de luz durante la mayor parte del día, con la excepción de la sala de música, donde el cielo ilumina permanentemente las altas ventanas.
Nunca utilizamos la puerta delantera, la que da a la calle, ahora bloqueada por el escritorio de Greg y su viejo ordenador. En su lugar, entramos y salimos por la puerta del muro, que se abre al callejón que hay junto a la orilla del río.
Cuando nos mudamos de nuevo a la casa del río, Kit se instaló en el gran dormitorio delantero, con vistas a la calle, mientras que Greg y yo ocupamos el otro, más pequeño, al que por la mañana le llega algo de la luz del río. Había sido mi habitación cuando era una niña. Hay un tercer dormitorio, pero no lo utilizamos. Otro tramo de escaleras y llegas a la sala de música. Mis padres querían reconvertir el desván, al que se accede desde mi dormitorio, pero el techo era tan bajo que ni siquiera se puede entrar. Por eso construyeron la extraña torre cuadrada con ventanas altas que permiten contemplar —a vista de pájaro y si te subes a una silla— el río, la isla de los Perros y el Canary Wharf, el gran complejo de negocios. Hubo que encajar lo que ahora es la sala de música en un extremo del tejado, que desde el exterior produce un curioso efecto. Se añadieron también varias ventanas para que la luz entrara en la escalera, pues de otro modo estaría siempre a oscuras. Eso significa que, desde el rellano, puedo ver a Jez sin que él me vea.
Lo observo. Su forma de moverse me fascina. Hace un rato se ha dado cuenta de que la puerta estaba cerrada. La ha aporreado. La ha sacudido. Ha gritado mi nombre. Me he sentido tentada de acudir inmediatamente a calmarlo. No quiero que se asuste.
Al cabo de un rato se rinde, deja de gritar y empieza a pasearse por la habitación levantando varios objetos, buscando algo con lo que forzar el cierre. Encuentra una horquilla de pelo y lo veo meterla en el ojo de la cerradura, con gesto inexperto. Sus esfuerzos son conmovedoramente inútiles.
Cuando por fin desiste, se acerca a la pared, apoya las manos en el alféizar de una de las ventanas altas y se asoma impulsándose con la fuerza de sus brazos. Me deleito observando cómo flexiona los bíceps y se le sube la camiseta, que deja a la vista el triángulo dorado de la parte baja de la columna vertebral. Comprueba que es igualmente imposible escapar a través de esas estrechas aberturas, también bloqueadas.
Se acerca de nuevo a la puerta, la golpea, grita mi nombre. Me duele verlo en tal estado, pero temo que, si entro sin estar completamente preparada, pueda huir corriendo. Temo perderle.
Pasa un rato sentado en la cama, con la cabeza entre las manos. Entonces coge la guitarra, la acústica de Greg, la que compró durante nuestras vacaciones en España. El año del gran silencio, el año en que estuvimos al borde de la separación. Pero ahora no quiero pensar en eso. Jez ha empezado a tocar y esta vez lo hace con frenética intensidad. Lo veo rasguear las cuerdas como un loco y golpear el cuerpo de la guitarra. El cuarto de Greg está insonorizado y apenas oigo la música, pero no tengo que hacerlo para apreciar los matices de las partes lentas y las rápidas, de las más enérgicas y las más suaves, de la percusión y la melodía. Ni siquiera estoy escuchando, solo me fijo en su cara de concentración, en la intensidad y el sentimiento que irradia. Como si habitara una dimensión completamente distinta. Tiene talento, sí, pero también parece estar conectado con algo más grande. Me va a encantar verle tocar la guitarra, con la cabeza inclinada sobre el cuerpo pulido del instrumento, mientras sus sentimientos se transmiten de su alma a su cuerpo y a sus dedos, y se manifiestan en todas esas notas. Sujeta la guitarra como en un futuro sujetará a las mujeres, con una gran ternura y percepción del ritmo, con un conocimiento instintivo de lo que significa dar y recibir, de cuándo debe contenerse y cuándo entregarse. Seb es la única persona dotada de ese mismo instinto que he conocido.
Para cuando acudo a verlo, con una taza de té recién preparado, la superficie del río ha adquirido un intenso tono cobrizo y una luz cetrina baña los edificios de la orilla opuesta. Cuando entro, levanta la cabeza y deja la guitarra.
—He estado aporreando la puerta y llamándote a gritos. ¿Por qué me has encerrado?
Se levanta, clava en mí la mirada y da un paso hacia la puerta. Yo no me muevo, obstaculizándole el camino. Por si acaso.
—Lo siento mucho, Jez. Soy una tonta. Lo he hecho por costumbre: hay tantos instrumentos caros que Greg quiere que cierre siempre con llave.
—Pues yo me he acojonado un poco. Tengo que marcharme. Debe de ser tarde, ¿no?
—Todavía tienes tiempo, relájate. Mira, te he traído…
—¿Has avisado a Helen? ¿Le has pedido que le dijera a Alicia que me llamara?
—Ah, eso. Sí. Podrían haber llamado. Pero por algún motivo… —digo, me encojo de hombros y dejo la bandeja encima de la mesilla de noche— no lo han hecho.
Me mira, diría que ligeramente estupefacto.
—Aún me duele horrores la cabeza —dice.
—Normal. Te he traído un té. Tienes que rehidratarte. Y después tienes que cenar un poco. Tengo unos arancini. Son del puesto italiano del mercado.
—¿Que tienes qué?
—Arancini. Bolas de arroz rellenas de salsa boloñesa o mozzarella, deliciosas. Y también un Rioja blanco. Te va a encantar.
Mencionar el vino es un error; hace una mueca.
—Es posible que ahora no te apetezca, pero más tarde vas a necesitar una copita.
—Gracias. Por todo. Pero tengo que marcharme.
Empieza a recoger sus pertenencias, que están esparcidas por toda la sala: su sudadera, una chapa que se le había caído al suelo, un paquete de chicles. Me siento como si me estrujaran el corazón, me cuesta respirar. Sé qué está haciendo y no puedo soportarlo.
—No te vayas.
—Tengo que marcharme. Estarán todos preguntándose qué he estado haciendo durante las últimas veinticuatro horas.
—Que piensen lo que quieran —digo—. Quédate.
—Es que me siento mal. Alicia se estará preguntando qué me ha pasado. Tengo que explicar por qué perdí el tren. Y mamá estará preocupada.
—Jez —digo, incapaz de contenerme, e inmediatamente percibo el tono de súplica en mi voz—. ¿Y qué hay de cómo me siento yo?
Me mira y, por primera vez, parece alarmado.
Acabo de mostrarme desesperada y, con ello, he incumplido una regla básica. Debo recurrir a una de mis técnicas profesionales para que mi voz suene serena y ocultar el mar de desolación que amenaza con engullirme.
—He cancelado una cita esta noche porque creía que querrías quedarte. Cena conmigo, por favor. Si lo prefieres podemos comer pizza, hamburguesas, o lo que tú quieras. Y te buscaré el número de mi amigo, el cantante de ópera.
—Gracias, de verdad, pero me marcho. Tengo que ir a casa. Envíame los detalles de tu amigo por SMS. Me compraré un teléfono nuevo.
Lo miro fijamente, clavo mis ojos en los suyos y me concentro con toda la intensidad de la que soy capaz: «No lo hagas. No me obligues a recurrir a la fuerza». Pero él sigue guardando sus cosas en los bolsillos y atándose los cordones.
—No puedes presentarte en casa con resaca. ¿Qué opinará Helen?
—Vale, me tomaré una taza de té rápida. Pero luego me largo.
No quería llegar a esta situación, pero no tengo otra opción. Me acerco a la bandeja y, dándole la espalda, echo una de las píldoras de mi madre en la taza.
—¿Azucarillos?
—Dos, por favor.
Decido añadir una segunda píldora con el azúcar, por si acaso. Remuevo bien el té antes de ofrecérselo.
Nos sentamos en la cama, uno junto al otro, bebiendo a sorbos. Este debería ser un momento delicioso, como los que compartimos la pasada noche, pero su forma de mirar hacia la puerta una y otra vez le quita todo su encanto. Como si estuviera nervioso, como si se muriera de ganas de salir de aquí.
Los somníferos no tardan en surtir efecto, y me sorprende su eficacia. Había empezado a asumir que no pasaría nada, que iba a tener que ver cómo se marchaba. Sin embargo, los ojos comienzan a pesarle al instante, murmura que tiene demasiado sueño para terminarse el té, deja la taza y se echa sobre las almohadas. Lo observo. Intenta abrir los ojos, le tiemblan los párpados. Su boca intenta formar una palabra. Levanta un brazo, como si quisiera coger algo que cree que le estoy ofreciendo, pero finalmente lo deja caer, como si el esfuerzo le resultara excesivo. Cierra los ojos y ladea la cabeza. Estoy alarmada ante mi propia audacia. Y, no obstante, una calma increíble se apodera de mí al pensar que lo tengo. Es mío.
Dejo la taza y me inclino sobre su cuerpo. Fuera, la luz ya casi se ha desvanecido. Jez parece el personaje de una película en blanco y negro, y la oscuridad acentúa las sombras de su cara. Es incluso más guapo de lo que creí al principio.
Me acerco y le beso con suavidad, sin pasión. Apenas poso mis labios en los suyos, percibo su tierna frescura. Ejerzo una sutil presión, dejo que nuestras bocas se toquen tan solo levemente, sin moverme ni emitir ningún sonido, disfrutando de su exquisita tersura. Vuelvo a encontrarme junto a Seb, cuando el mundo se abría ante nosotros como un vasto paraíso, eterno.
Cojo uno de los pies de Jez. Es tan grande que tengo que sujetárselo con ambas manos. Le saco primero las zapatillas y luego los calcetines. Ni siquiera ese gesto me resulta desagradable. Yo creía que ese perfume natural solo lo desprendían los bebés. La delicadeza de su piel me maravilla. Me gustaría coger esos dedos sonrosados, deliciosos, y metérmelos en la boca, uno a uno. Imagino lo que sentiría al lamerle la piel, el roce de sus uñas en el paladar. Pero el sabor sería algo tierno y nuevo…
No obstante, reservarse cosas para más tarde también tiene su encanto. Saborear la expectativa. Ahora Jez está aquí, en la sala de música, y vuelvo a disponer de todo el tiempo del mundo.