SÁBADO
SONIA
En el autobús, un recuerdo se apodera de mí al pasar ante el Starbucks que ocupa lo que en su día fue la tienda de chucherías.
Un día de verano. En plena ola de calor. Yo tenía trece años. ¿Dónde estaba mi madre ese día? Debía de haber empezado ya a trabajar como profesora, pues recuerdo que sentía una libertad que desconocía cuando ella estaba en casa.
Aún me parece notar el roce de la falda veraniega de algodón en los muslos al caminar de regreso de la tienda. Iba comiéndome un polo de naranja. Las chancletas se me pegaban en los adoquines del suelo, pringosos por culpa de las bebidas y las gotas de helado que otras personas habían derramado. El olor del río era cercano e intenso; metálico, una mezcla de alquitrán y alcohol. Aquí, la brisa arrastra siempre un leve aroma a la cerveza de los pubs, a los desechos que dejan tras de sí quienes se sientan en el muro a beber. Había marea baja. Como en un sueño, bajé por las empinadas escalinatas de piedra del muelle que hay junto a nuestra casa, sorbiendo el polo. A menudo los peldaños estaban resbaladizos, pero aquel día las algas que los cubrían se habían secado. Al llegar abajo, me descalcé y me quedé de pie en la orilla. El río me lamía los pies, los refrescaba. El fango se me colaba entre los dedos, que se curvaban sobre pequeños objetos enterrados.
—¡Sonia! ¡Sooniaaa!
Desperté de mi trance y levanté la cabeza. En el río, balanceándose en el borde de una vieja barcaza de carga amarrada, estaban Seb y su amigo Mark, desnudos a excepción de los calzoncillos, empapados por el agua. Mark le pegó un empujón a Seb.
—¡Ayúdame, Sonia! —gritó Seb.
Agitó los brazos con fingida expresión de terror, cayó de costado al agua y desapareció en las profundidades. Mark se partió de risa. Al cabo de un rato, al ver que Seb no emergía, Mark se zambulló por él. Ahora estaban ambos bajo el agua pardusca y turbia, tan sucia que apenas reflejaba la luz del sol. Pasaron los segundos. Los minutos. La densa superficie permanecía intacta. El corazón me latía cada vez más fuerte, se me secó la boca y el polo se me quedó pegado a la lengua.
Finalmente, oí un chapoteo. Una cabeza. Era Mark, que trepó de nuevo a la barcaza y desapareció en la proa.
Ni rastro de Seb.
Me adentré un paso en el agua y contemplé el río inmóvil. La calima desdibujaba los embarcaderos de Blackwall. Todo estaba en silencio.
Pasó una lancha motora; las olas que provocó erizaron la superficie del agua y me lamieron las pantorrillas antes de que volviera a calmarse. Se me paró el corazón. No podía respirar. El fin del mundo había llegado.
Y entonces, finalmente, una salpicadura.
Apareció a escasos metros de mí, goteando aceite y suciedad. Se me acercó, tambaleándose, me agarró del brazo y tiró de mí. Me resistí un momento. Me deshice del resto del polo y le hundí las uñas en los hombros. Él se rio. Intenté propinarle un puntapié pero no pude, era mucho más fuerte que yo. El agua me llegó enseguida hasta los muslos y tenía el vestido pegado a la piel. Tiró de mí una vez más y perdí el equilibrio. Después del calor, sumergirse en el agua fría fue un alivio. Lo seguí, chapoteando frenéticamente mientras él se burlaba de mí.
—Oooh, Sonia, qué miedo.
Mark se nos unió. Se me echaron encima y me hundieron la cabeza en el agua. Seb me agarró por las piernas. Empecé a patalear, intenté inútilmente tirarles del pelo, mordí a Mark en un brazo. Él chilló y me soltó, y yo aproveché para asomar de nuevo la cabeza a la luz y llenarme los pulmones de aire caliente.
La ropa húmeda se me pegaba al cuerpo, bajo el agua fría y turbia. Noté las fuertes manos de Seb, que me agarraban por los tobillos. El sol caía a plomo.
—¡Hora de tomar una cerveza! —gritó Seb, y me soltó.
En lugar de dirigirse hacia la costa, Mark y él echaron a nadar a toda velocidad hacia las barcazas. Yo nadé tras ellos, intentando no tragar el agua del río. Me habían dicho que en ella se mezclaban venenos que podían paralizarte; era una agua densa, que me dejaba una sensación pegajosa en la piel. No veía nada bajo aquella superficie fétida. Según decía la gente, podían revelarse fotografías en ella. Era un caldo químico que apenas si contenía agua. A medida que avanzaba, noté el roce de varios objetos en las piernas: el cosquilleo de una bolsa de plástico, el impacto de algo grande y viscoso. Intenté no pensar en qué otras cosas podían tocarme, lamerme. Comerme, incluso.
Un bus fluvial pasó por el centro del río y los pasajeros saludaron alegremente. Al otro lado, los embarcaderos de la isla de los Perros estaban envueltos por una densa humareda. Al llegar a las barcazas intenté subir a bordo como habían hecho los chicos, pero resbalé con el borde, cubierto de algas. Las astillas de la madera se me clavaron en las manos y me rompí las uñas intentando trepar a la cubierta.
—Pero ¡qué lela! —gritó Mark—. Es patética, ¿no crees, Seb?
—Déjala en paz —le espetó Seb, y a mí me dio un vuelco el corazón.
Apoyé el pie en un neumático atado a la parte trasera de la embarcación, y logré finalmente subir a bordo. Los chicos habían improvisado una bolsa con una red de pesca, le habían anudado una cuerda y habían metido varias latas de cerveza y bolsas de patatas dentro. Habían colgado la bolsa del borde de la barcaza para que las cervezas se mantuvieran frescas dentro del agua. Nos echamos en la cubierta de madera de la embarcación, ajenos a las miradas del mundo exterior, y dejamos que el sol nos secara la ropa, empapada por el agua del río. Se oía el relajante cloc, cloc, cloc de las barcazas al chocar entre sí. Entonces pasó una patrullera de la policía, cuya estela hizo que las barcazas zozobraran, crujieran y entrechocaran peligrosamente; nos vimos zarandeados de un lado a otro, como si estuviéramos en plena tormenta.
Cuando el agua volvió a calmarse, a nuestro alrededor no quedó más que sol y madera caliente.
—Mira, haz así —dijo Seb, y formó una «o» con los labios.
Hice lo que me pedía. Entonces tomó un trago de cerveza, se inclinó sobre mí, acercó sus labios a los míos y dejó que el frío líquido se derramara lentamente en mi boca. Tenía un sabor fresco y metálico, que contrastaba con el calor de su piel. Fue una sensación extraña, como si el sol me derritiera las piernas. Entonces Seb se volvió hacia Mark y repitió el gesto. Me pidió que yo hiciera lo mismo con los dos. Quería saber qué se sentía, dijo. Siempre quería saber qué se sentía. Notar el líquido frío por entre los labios calientes era una delicia, de modo que seguimos durante un buen rato, bebiendo de boca en boca hasta que la cerveza se entibiaba.
—Lámeme la lengua —dijo Seb, y yo lo hice.
Mark nos miraba. Seb enroscó su lengua alrededor de la mía y me besó durante mucho rato. Sabía a cerveza y a río.
—Puaj, qué imbécil —dijo Mark.
Seb apartó sus labios de los míos y besó a Mark. Eso lo acalló.
—Voy a cruzar buceando por debajo de las barcazas —anunció Seb.
—No lo hagas, Seb. ¿Qué sentido tiene?
—¿Qué sentido tiene nada? Solo quiero ver si puedo hacerlo.
—¿Y si te quedas sin aliento a medio camino?
—No seas patética.
Mark se levantó y se rio.
—¡Qué imbécil eres! —dijo justo cuando Seb se zambullía en el agua y desaparecía debajo de las barcazas—. Menudo tarado —añadió mientras esperábamos a que Seb reapareciera al otro lado.
Yo quería que se callara. Quería contener el aliento hasta que Seb asomara de nuevo, para ver si lo había conseguido. Para saber que Seb iba a sobrevivir.
Tardó una eternidad en salir a la superficie, sacudiendo la cabeza para sacarse el agua de los oídos. Después, apoyó las manos en el borde de la barca y subió en un abrir y cerrar de ojos.
—Te toca —le dijo Seb a Mark.
Sin embargo, Mark no era tan valiente como él y dijo que tenía que regresar. Lo vimos nadar hasta la orilla. Entonces Seb hizo que me echara encima de él.
—Quítate el vestido —dijo.
Le propiné un bofetón.
—¡Pero bueno! —exclamó él, apartando la cabeza y riendo—. Quítatelo, anda —repitió.
—Solo si tú te quitas los calzoncillos.
—Trato hecho.
Se bajó los calzoncillos y yo me saqué el vestido. Aún no necesitaba usar sujetador, de modo que apoyé el pecho desnudo en el suyo y tuve la sensación de que nos amoldábamos a la perfección, de que nuestros cuerpos encajaban el uno con el otro. Éramos como piezas de un rompecabezas en tres dimensiones, necesitábamos nuestros respectivos cuerpos para formar un todo perfecto. Esa es la sensación que mejor recuerdo hoy, mientras recorro el mismo camino por el que pasé aquel día de camino a casa: nuestros cuerpos calientes bajo el sol, entrelazados, ligeramente pegajosos a causa de la suciedad del río, y el olor a barro.
Quería a Seb, no es necesario que lo diga. Me parecía la criatura más hermosa que jamás hubiera pisado la faz de la Tierra. Ese día, en la barcaza, me fijé en su cara y me pregunté cómo era posible que existiera alguien tan perfecto. Tenía unos grandes ojos azules, almendrados, y unos labios siempre rojos y turgentes, como si hubiera estado comiendo polos de fresa. Las comisuras de la boca se le curvaban hacia abajo, como si pensara que los demás eran demasiado estúpidos para él, como si estuviera esperando a que el mundo se pusiera a su altura. Su angulosa cadera encajaba en los huecos que formaba la mía, su piel cálida se amoldaba a las depresiones entre mis costillas, y mi pecho, que aún no había empezado a desarrollarse, cedía al suyo.
—Ponte debajo —dijo al cabo de un rato, y cambiamos de postura.
Yo era vagamente consciente de que tal vez debía decirle que parara. Me retorcí e intenté apartarlo, pero lo que hoy recuerdo es la sensación de la madera cálida del suelo de la barcaza en la espalda, mientras él me sujetaba, y el sonido de su respiración en el oído.
Llego a la casa del río presa de la angustia. ¿Y si Jez ya se ha despertado? ¿Y si se ha marchado antes de que pudiera despedirme de él? No debería haberlo dejado solo.
Cierro el puño alrededor del somnífero de mi madre que llevo en el bolsillo, acaricio el blíster con el pulgar. Subo corriendo por las escaleras hasta el primer piso y luego trepo por los altos peldaños que conducen a la sala de música. La luz entra por las estrechas ventanas que hay en lo alto de las paredes. Giro el pomo y abro la puerta, aunque sin osar hacerme muchas ilusiones.
Sigue ahí, medio adormilado, pero tiene los ojos abiertos.
Me acerco a él y me siento en la cama.
—Te quedaste frito.
—¿Cómo?
—Ayer por la noche. Tomaste demasiado vino.
Lo observo. Es un príncipe despertando tras un sueño de cien años. Intenta alzar la cabeza, frunce el ceño y finalmente se rinde.
—Tranquilo. Estás en la casa del río, ¿te acuerdas?
—¡Oh, Dios!
—No te preocupes. Todos bebemos demasiado de vez en cuando, créeme. Pasa en las mejores familias.
—¿Qué hora es? Tengo que coger el tren de las diez y media a París.
—¡Vaya, son más de las diez y media! Pero habrá más trenes. Avisaremos a todo el mundo, todo a su debido tiempo.
—Tengo náuseas.
Se incorpora sobre un codo y cierra los ojos para protegerse de la luz.
—Necesitas hidratarte. Toma.
Cojo el vaso de la mesita de noche y se lo acerco a los labios. Me fijo en cómo se le humedecen al dar un trago. Una gotita queda prendida del incipiente vello del labio superior y, durante un breve instante, desprende un brillo plateado que desaparece cuando se pasa la lengua.
—Joder, pero ¿qué coño bebimos anoche?
La voz todavía no le ha madurado y, aunque ya no se le quiebra, conserva un timbre infantil. Cierra los ojos y apoya de nuevo la cabeza en la almohada.
—En un rato te sentirás mejor. Te traeré unas rosquillas con café dentro de una media hora. Entretanto, puedes ducharte. Ahí —digo señalando el baño contiguo—. ¿Cómo te gusta el café?
Levanta de nuevo la cabeza. Hace una mueca, pero sigue teniendo una piel finísima, como seda ondulada. Labios carnosos, de Mick Jagger. Labios de cantante. Un día, lo veo, le saldrán esas estrías entre la nariz y el labio, propias de las estrellas del rock. Seb también las hubiera tenido.
—Cargado, con poca leche y dos azucarillos.
Me encantaría quedarme y mirar, pero no quiero incomodarlo.
—Te prepararé el desayuno.
—Olvidé mandarle un mensaje a Alicia. Y llamar a mi madre —dice cuando ya tengo la mano en el pomo.
Me alegro de que lo mencione, pues eso me recuerda que su móvil está en el bolsillo de la chaqueta de piel que dejó en el respaldo de una de las sillas de la cocina.
—Todo a su debido tiempo —lo tranquilizo—. Primero tienes que recuperarte.
Cierro la puerta y me quedo un momento escuchando. Lo oigo entrar en el baño y abrir el grifo de la ducha.
Una vez en la cocina, actúo sin pensar. Saco el móvil del bolsillo de su chaqueta y salgo al patio, franqueo la puerta del muro y cruzo el sendero hasta el río. Por suerte, la marea está subiendo y ya no se distingue la playa, solo el agua color morado que bate contra las márgenes. Me apoyo en el murete y contemplo las barcazas, que se balancean y chocan suavemente entre sí, mientras un grupo de turistas pasa por detrás de mí. Espero hasta que desaparecen y arrojo el móvil, que se hunde en las profundidades.
Cuando regreso al cuarto de Jez con el café y las rosquillas, lo encuentro en vaqueros pero sin camiseta, secándose el pelo con una toalla. Huele al jabón con aroma a limón que guardo en el baño. Contempla la bandeja de desayuno por debajo de la toalla. Le he preparado el expreso con la cafetera italiana que reservo para las visitas que aprecian el buen café, y le he traído también una tostada de pan orgánico, rosquillas y un cuenco de mi mermelada.
—Siéntate, necesitas comer —le digo.
Se desploma en la cama. Tiene los hombros anchos, pero los huesos delicados. Le falta ganar peso. Cuando está sentado, un pliegue poco profundo le atraviesa el estómago.
Une las dos mitades de la rosquilla y le da un buen bocado. Se reclina en las almohadas y toma un sorbo de café antes de terminarse la rosquilla con otro par de mordiscos. En la habitación hace calor, el sol entra por las ventanas altas de la pared cubierta de libros. El ambiente es agradable. Más que agradable, de lujo. Ha tenido suerte conmigo.
—No tienes que marcharte si no quieres —le digo—. No tengo planes para hoy, así que puedes quedarte. Puedes tocar la guitarra y relajarte, y yo te reservaré un billete para el Eurostar más tarde. Aunque, naturalmente, eso es cosa tuya.
Él me mira y sopesa sus opciones.
—La verdad es que estoy bastante hecho polvo. ¿Seguro que no molesto?
Le sonrío.
—Segurísimo.
—Alicia estará enfadada conmigo, ayer la dejé plantada. Y será mejor que llame a mi madre; le dije que regresaría hoy.
—¡Qué chico tan considerado! —exclamo.
Y la verdad es que estoy sorprendida. Cuando Kit tenía su edad, le suplicaba constantemente que me mantuviera informada sobre su paradero y, aun así, nunca me llamaba. Si intentaba hacerlo yo, siempre tenía el móvil apagado o sin batería. Cuando me impacientaba y le decía que podría haberme avisado, respondía que se había quedado sin saldo.
—Iré por el teléfono —dice.
Es demasiado tarde para detenerlo y no quiero que se asuste. No me queda más remedio que ver cómo sale de la sala de música y baja por las escaleras. Estoy asumiendo un riesgo enorme en un intento por ganarme su confianza. No hay nada que le impida marcharse de mi casa, desaparecer de mi vida para siempre. Me digo que se trata de una especie de prueba, para saber a qué atenerme. Necesito saber que quiere quedarse tanto como yo deseo que se quede.
Pero esos pocos minutos son una tortura. Apenas puedo moverme. Registro cada uno de los ruidos procedentes de la planta de abajo, mientras él busca su móvil. Si sale por la puerta de la cocina y se marcha sin decir adiós, lo sabré. Bajaré disparada y le pediré que me ayude a subir algún mueble al primer piso; es tan buen chico que no podrá negarse. No puedo perderlo.
Me apoyo en la puerta, paralizada, mientras me asalta el recuerdo de otra partida. Estábamos en un garaje. Olía a gasolina, a aceite y a sudor adulto. Alguien guardó una maleta en el maletero. Veo claramente el rostro de Seb, como si lo tuviera delante. Una sonrisa de satisfacción en los labios, una mirada que conozco muy bien, de desdén a la autoridad, velada por su engreído atractivo.
—Es hora de marcharse. Sube al coche, Seb.
Se burló de mi enfurecida reacción al verle ocupar el asiento del acompañante. Entonces me miró y se encogió de hombros, como diciendo que no se marcharía si no tuviera que hacerlo.
—Pues entonces no lo hagas, Seb —protesté—. No te vayas. No permitas que te obliguen a hacerlo.
Después, el ruido de las puertas del coche al cerrarse. Me aferré a la maneta, pero habían cerrado el seguro y Seb estaba ya abrochándose el cinturón de seguridad. Cuando volvió a levantar la mirada advertí que había empezado a cambiar, a resignarse y que, por mucho que me doliera admitirlo, parecía incluso excitado ante lo que le esperaba.
—¡No, Seb! ¡No te rindas!
—Dios mío, cálmala un poco, ¿quieres? Va a hacerse daño, o puede hacérselo a alguien. Sujétala, tenemos que marcharnos.
Sabía que patalear y gritar no iban a servirme de nada, pero ya no sabía qué más hacer. Un brazo agarró con fuerza el mío y me separó de la puerta. El motor se puso en marcha y el coche salió del garaje dando marcha atrás, a toda prisa. Seb no me miró, tenía la vista fija en su futuro, como si en el momento en que el coche había empezado a avanzar se hubiera olvidado de mí.
No solo su marcha me resultaba insoportable, sino también la terrible sensación de que si yo hubiera actuado de otro modo, si no hubiera manifestado mi desesperación, si hubiera hecho lo que debía, nada de todo aquello estaría sucediendo.
Finalmente, oigo unos pasos en los peldaños de las escaleras y me invade una cálida oleada de alivio y gratitud. Jez está volviendo por voluntad propia. Entro de nuevo y caigo en la cuenta de que la llave está en la cerradura, dentro de la habitación. La saco y me la meto en el bolsillo.
Empiezo a ordenar un poco, compruebo que queda suficiente jabón en la ducha, una toalla limpia, papel higiénico. Hay varias maquinillas de afeitar desechables que algún invitado debió de olvidar hace años; las coloco encima del estante, para que sepa que puede usarlas si quiere. Jez entra en el cuarto y se sienta en la cama, y a mí me cuesta una barbaridad no abrazarlo y darle las gracias por no abandonarme.
—No está —dice—. Qué raro, estoy seguro de que ayer lo llevaba. Espero que no me lo mangaran.
—¿Quieres usar el mío?
—No sé el número de Alicia, lo guardaba en el móvil —dice, tal como esperaba que hiciera—. Pero podría llamar a mi madre, si no te importa.
—¿Quién puede tener el teléfono de Alicia?
—Barney, supongo.
—¿Qué te parece si llamo a Helen? Ella puede avisar a todo el mundo, también a tu madre.
—Guay —dice él.
Me sonríe. La blancura de sus dientes reluce y tiene unos ojos encantadores, pardos como dos castañas.
—Como ya te dije anoche, puedes probar el equipo si te apetece. Ahí hay un chisme para grabar y tres guitarras. Y puedes practicar con la de doce cuerdas.
—¡Una guitarra de doce cuerdas! ¡Hace poco que empecé a tocarla!
—Y ahí hay un amplificador, si quieres.
Hago un gesto con la mano para abarcar la extensa gama de magníficos instrumentos musicales que tiene a su disposición. Greg pasó años acondicionando la sala de música, alimentando su fracasada ambición por convertirse en guitarrista al tiempo que iba escalando posiciones dentro del ámbito de la medicina, hasta que tuvo dinero de sobra para comprarse el último juguete pero no tiempo para tocarlo. Incluso hizo insonorizar el cuarto, a petición mía. Un joven guitarrista de talento como Jez no podría haber caído en un lugar mejor.
—Y, si quieres, puedo llamar a un par de los contactos que te mencioné ayer. A lo mejor incluso te consiguen un contrato discográfico.
—¡Caray! ¡Cuando se enteren Barney y Theo!
Sonrío. Jez me necesita, lo mismo que Seb en su día, aunque nunca lo admitiera.
—¿Cuándo crees que podría verles?
—¿A quién?
—A tus contactos. ¿Qué son? ¿Mánager?
—El primero que me viene a la mente es un cantante de ópera. Pero tiene muchos conocidos en el mundo del espectáculo, incluidos varios mánager. Déjalo en mis manos.
—¡Genial! —exclama Jez, con una sonrisa de oreja a oreja—. Por cierto, ¿dónde está tu marido?
—¿Greg? Está fuera. Trabajando.
—Debe de ser un buen músico.
—Sí, bueno… Eso es otra historia. Últimamente no toca demasiado.
—¿Me estás diciendo que nadie usa todo esto? ¿Que está aquí muriéndose de risa?
—Bueno, también está Kit, claro. Pero ahora se ha ido a la universidad.
—Ah, sí, Kit. Estaba en el curso de Theo antes de que nos mudáramos a París.
—Eso es.
Hay un momento de silencio durante el que se levanta, se acerca al amplificador y toquetea uno de los botones. A continuación, se vuelve.
—Entonces ¿vives aquí sola?
Dudo un instante antes de responder.
—Ahora mismo, sí. No me gusta alejarme de esta casa, aunque a menudo Greg me pide que lo acompañe.
—¡Caray! —dice—. Yo tampoco querría marcharme. Este cuarto es alucinante. —Se acerca a la ventana—. Desde aquí se ve todo. ¡Es mejor que el London Eye! Que Canary Wharf, el puerto, el O2… ¡Es genial!
Lo dice como si yo no las hubiera visto nunca, como si necesitara que me señalara todas esas cosas. Me parece encantador. Apilo la taza y los platos del desayuno en la bandeja. Jez echa un vistazo a la colección de vinilos de Greg y yo me levanto para marcharme.
—Sonia —dice cuando llego a la puerta y yo me vuelvo para mirarlo—. Gracias —añade.
Intercambiamos una sonrisa.
Salgo. Permanezco unos segundos frente a la puerta, inmóvil, antes de decidirme. Entonces la cierro: meto la llave en la cerradura, la giro y bajo las escaleras.