SÁBADO
SONIA
Cuando vives junto al Támesis, terminas por acostumbrarte a sus sonidos y sus secretos. Las lanchas de socorro que van y vienen a toda velocidad, dejando una estela a su paso. Te acostumbras a la cantidad de cadáveres que emergen de sus profundidades, a verlo fluir sin retorno, a pesar de que la marea lo llena y lo vacía dos veces al día. Alejarse del río te distancia de la esencia de las cosas.
El tiempo que pasé con Greg y Kit en el campo fue una época vacía. Echaba de menos la ciudad, su suciedad y el anonimato que proporciona. Lejos de Londres, a menudo me despertaba de noche, convencida de que el río fluía aún bajo mis pies. Pasados los años, seguía necesitando unos segundos para orientarme, para comprender que era una mujer adulta con un marido y una hija, y que vivía fuera de la ciudad. Entonces la realidad se imponía y una insondable sensación de pérdida se abría en mi interior.
Cuando regresamos a la casa del río, hace cinco años, los muebles estaban cubiertos con guardapolvos. Mi madre es una de esas personas que creen que hay que conservar las cosas. Antes de cada invierno guarda la ropa bien doblada dentro de una maleta, protegida con papel de seda. De ella heredé la tradición de preparar mermeladas, conservas y escabeches. Sin embargo, siempre tuve la sensación de que esos guardapolvos no eran tanto una manera de proteger sus muebles como una señal de reticencia mal disimulada a legarme su casa.
Heredar la casa por voluntad de mi padre me pareció una bendición, pero toda bendición tiene un precio. Ahora mi madre necesita tenerme cerca para que la acompañe, le recoja y le lleve cosas, la escuche y la soporte. Pero en el fondo nunca me quiso en su casa y no pierde ocasión de recordármelo.
Cuando me despierto a la mañana siguiente, apenas ha amanecido. Oigo el avance de una lancha en el río. Quiero quedarme y saborear el momento, esa sensación de plenitud, de conclusión. Como la noche después de dar a luz, cuando miras al bebé que acabas de traer al mundo, cuando descubres que ambos sentís lo mismo el uno por el otro. Solo que ahora me resultan más valiosos, pues sé lo poco que abundan esos momentos.
Oigo pasos en el callejón, los primeros vendedores que se apresuran hacia el mercado. Una luz grisácea se filtra por las costuras de las cortinas. Me acerco a la ventana y las descorro. Fuera, distingo la pálida silueta de los altos edificios de Canary Wharf; las paredes acristaladas reflejan el cielo color perla con un destello anaranjado donde el sol empieza ya a insinuarse, más allá de Blackwall. Hace mucho frío ahí afuera.
Percibo el penetrante olor del río, ese intenso hedor a barro aceitoso que indica que hay marea baja. El botín está a la vista, nuevas entregas a domicilio, expuestas en las márgenes: cofres, neumáticos, ruedas de bicicleta. Conozco la mercancía habitual, pero habrá también novedades. Sin embargo, esta mañana no tengo tiempo para buscar tesoros. Me pongo el kimono y voy a contemplarlo.
Su cara es más pálida bajo la luz matutina de la sala de música, y durante una fracción de segundo me invade el temor de haberme excedido. Recuerdo que mencionó que tiene asma; en una ocasión leí que el alcohol puede provocar un ataque. Me acerco más a él y percibo, aliviada, su aliento sobre la mejilla.
No se mueve, de modo que le cojo una mano. Observo sus esbeltos dedos, las uñas lo bastante largas como para puntear la guitarra. Una se le debe de haber trabado en alguna parte, pues la tiene quebrada. La piel de las yemas de los dedos es sonrosada, como la de un niño. No hay rastro de pelos gruesos en el dorso de su mano, solo una filigrana de vello dorado en el que se refleja la luz. Una vena azul, hinchada, en el antebrazo. Se la acaricio con un dedo y noto cómo el bombeo de la sangre la hincha y deshincha al presionarla. Seb tenía la misma vena en el brazo, más prominente cuando hacía un esfuerzo físico: cuando recogía la maroma que había atado a un amarre, cuando se subía a los pilotes, cuando me agarraba con fuerza por las muñecas.
Suelto el brazo de Jez y me fijo en su cara. Debe de haber heredado la piel oscura de su padre, franco-argelino. Un mentón anguloso, la barbilla algo elevada, la barba incipiente, tan suave, tan rala, apenas unas motitas negras bajo la piel. La recorro con los labios y apenas la noto. Vuelvo a estar con Seb. Le hundo la nariz en el cuello y vuelvo a percibir esa combinación de humo y de sudor masculino. Acaricio las cumbres y los valles de su cuerpo a través de la camisa.
Después de saciarme, debo seguir con mi rutina. Mi madre espera su visita dominical y se volverá intratable si no acudo. Si me marcho ahora, puedo regresar antes de que Jez se haya despertado. Está profundamente dormido y, si conozco a los adolescentes, seguirá durmiendo durante la mayor parte de la mañana. Lo observo durante otro minuto, hasta que se da la vuelta y se acomoda en otra postura. Entonces, a regañadientes, me escabullo de la habitación.
Fuera brilla el sol de primera hora de la mañana, pero el aire es tan frío que me arde en la garganta cuando respiro. La escarcha refulge en los muros del callejón y siento cómo el hielo cruje bajo mis pies. Residuos de la marea, que debe de haber subido tanto durante la noche que ha inundado el sendero.
Hace solo una semana, cuando aún había nieve en el suelo, entreví algo a través de la verja de la casa de beneficencia: un puñado de campanillas de invierno había crecido en un palmo de hierba donde la nieve se había derretido. El blanco reluciente de sus cabezas inclinadas se recortaba contra el inesperado verde. Me quedé sin aliento y volví corriendo a casa a buscar la cámara. Cuando regresé, la luz había desaparecido y al día siguiente la nieve había mudado en lodo. Temía obsesionarme con la pérdida de aquella imagen; los remordimientos que se abren paso en mi interior y que se alimentan de mi ser son algo de lo que tengo que protegerme.
La residencia de mi madre está a diez minutos en autobús. Se trasladó cuando fue incapaz de encargarse de la casa del río, cuando empezó a perder la cabeza y su cuerpo se rindió. Me apresuro por el pasillo enmoquetado, intentando no respirar la mezcla de olores a comida que sale de los apartamentos. Max, quien acude a visitar a su propia madre y se ha convertido en algo así como un amigo, asoma la cabeza tras el número 10. Me da los buenos días con expresión alegre y yo se los devuelvo. A veces me pregunto si Max piensa que soy soltera y que le gustaría conocerme mejor. En cierto modo, un ligero flirteo podría estar bien, pero tengo a Greg. Mi marido. Si es que eso significa algo.
—Te he traído el periódico y una botella de ginebra.
Le tiendo a mi madre una bolsa que también contiene un paquete de las compresas para la incontinencia que le compro. Nunca las mencionamos, en un gesto de simple delicadeza.
Acerco los labios un momento a su pelo, inflado como un diente de león. Me disgusta tener que agacharme para besar a mi propia madre, en su día una mujer capaz que me sacaba media cabeza. Cuando entro en su apartamento no me saluda, sino que me da la espalda y me pregunta si me apetece tomar un café. Entonces empieza a despotricar del resto de los inquilinos de la residencia.
—Han montado un cineclub en la sala de estar, pero tendrías que ver las películas que eligen. Qué horror.
—¿Y por qué no propones tú alguna?
—Ni siquiera me escucharían. Si tú supieras lo que ven por la tele… prefieren un programa sobre bailes de salón a una buena película.
—¿Y qué hay de Oliver? Parece agradable…
—Oliver es un vejestorio y un afeminado.
Pienso que, a lo mejor, si encontrara un nuevo hombre con quien compartir su vida, mi madre estaría más dispuesta a perdonar. Que a lo mejor podríamos hablar más, como imagino que harán otras madres con sus hijas.
Me siento en una de sus butacas de cretona y dejo que el sol que entra por los ventanales me caliente el regazo y me desentumezca los labios helados. Mi madre se acerca lentamente al aparador donde ha dispuesto las tazas, los platos y una cafetera de filtro, apoyando una mano en el respaldo del sofá y la otra en la pared para mantener el equilibrio.
—Es pronto. Seguro que todavía no has desayunado. No tengo nada que ofrecerte aparte de café, a menos que quieras muesli. Aunque ya sé que lo detestas.
—Estoy bien, gracias. Tomaré cualquier cosa en el camino de vuelta a casa.
—Cómo no, fue tu padre quien hizo que me aficionara al muesli. Siempre decía que había que dejarlo al menos media hora sumergido en leche antes de comerlo.
—Sí, me acuerdo.
—Si tuviera un congelador decente, como el que tenía en la casa del río, podría guardar reservas de bollos. Lo único que puedo ofrecerte es un cóctel Garibaldi. Nada más.
Es hora de cambiar de tema.
—¿Te han recetado medicamentos nuevos, mamá?
Encima de la bandeja donde guarda sus medicamentos hay un pastillero plateado que no había visto hasta entonces.
—El médico me los recetó para dormir —contesta—. Los analgésicos me alivian el dolor, pero paso unas noches horribles.
—Sí, me lo comentaste.
—No tienes ni idea de lo que es despertarse cuando aún es de noche y no poder volver a dormir.
«Claro que lo sé; noches interminables en las que nada puede apaciguar mi espíritu… Últimamente, desde que Kit se marchó y Greg pasa tanto tiempo fuera de casa, han vuelto. Me paso horas tendida en la cama, revolviéndome. Me preocupas tú, madre, y cómo voy a sobrellevar tu deterioro cuando disponemos de tan poco amor en el que sustentarnos. Me preocupa Kit, ahí afuera, por el mundo. Y la ansiedad se apodera de mí cuando pienso que vas a dejar que Greg se salga con la suya y me arrebate la casa del río».
Mi madre sirve el café dándome la espalda. Noto que se le tensan los hombros. Su permanente se agita de forma casi imperceptible y yo doy un respingo, pues ya sé lo que se avecina.
—No duermo porque me preocupa la casa del río. Hay que renovar las ventanas y el techo. Y luego está el asunto de tu taller de voz.
—¿A qué te refieres?
—Dudo que Greg apruebe las sesiones que celebras en casa.
—Pues claro que las aprueba. ¡Él mismo me ayudó a organizarlas! Lo sabes perfectamente.
—No sé qué habría opinado tu padre. Tantas idas y venidas, día y noche… Dejar que la gente fisgonee en tu casa no es forma de llevar un negocio.
—Lo cierto es que la reciente recesión me ha hecho perder varios clientes. Es posible que el negocio se resienta.
Mi madre se vuelve, el plato de cerámica que sostiene en una mano se balancea de forma tan precaria que las galletitas podrían caer al suelo en cualquier momento. Me levanto para ayudarla, pero ella se aparta con gesto irritado. Vuelvo a sentarme.
—¿Por qué ese empeño en quedarte cuando todo el mundo quiere pasar página? ¿Por qué tienes que andar siempre causando problemas, Sonia? Greg cree que la casa puede valer… ¿cuánto era? ¿Un millón y pico? No, ¡imposible! ¡Ay, Señor, se me mezclan los ceros! ¡Pero es una mina de oro! ¡Y aun así, insistes en quedarte!
—¿Has hablado con Greg? —pregunto y percibo la dureza de mi voz.
—Me llama de vez en cuando. Y hablamos. Ya sabes que hablamos. La casa del río es un yugo que me oprime la garganta. Es hora de pasar página y él lo entiende. La única que se aferra a ella con uñas y dientes eres tú, Sonia.
Llegados a este punto, corro el peligro de perder los estribos. Me levanto y le digo que tengo que ir al baño. Una vez dentro, araño la porcelana del lavamanos con los dedos crispados, cuento hasta diez e intento controlar mi rabia. Sabe lo mucho que me afecta el tema. ¡Y, sin embargo, insiste! Pienso en las muchas cosas que hago por ella, en los pequeños sacrificios a los que me presto constantemente solo para contentarla. Ella, en cambio, ni siquiera puede dejar que me quede donde necesito estar. Ahora que Jez duerme apaciblemente en la sala de música, aún me duele más. He renunciado a estar con él por visitarla. ¿Y si se marcha antes de que yo regrese? ¿Y si lo he perdido por intentar satisfacerla con ginebra y unos periódicos?
De nuevo en su salón me disculpo y le aseguro que esta mañana solo puedo quedarme veinte minutos. Afortunadamente, mi madre parece haber olvidado el asunto de la casa del río. Me sirve el café y se pasa el resto de la visita hablando de la profesora de canto que le lanzó un pedazo de tiza en clase cuando era una niña. Recuerda el color y la textura del lápiz de labios de la maestra, incluso se acuerda del cántico que entonaron aquella mañana.
—«Rompe el fatídico poder de la tentación —gorjea. Los ojos azules se le llenan de lágrimas a medida que viaja atrás en el tiempo—. Protégelos a todos con tu escudo, mantenlos a salvo en los momentos de despreocupación, a salvo de la pereza y los engaños de la sensualidad…».
«¿Es eso lo que se supone que sucede en el ocaso de la vida, ese desasirte del presente y regresar al pasado?», me pregunto mientras desando el pasillo con paso presuroso. Lo más raro es que eso es justo lo que me pasa últimamente, desde que Kit se marchó.
Los recuerdos me asaltan, me rondan, como un gato que se te enrosca entre las piernas, ronroneando, negándose a ser ignorado. Los sentimientos me abruman de repente. Unas veces se trata de nostalgia; otras, las más, de un inesperado ataque de vergüenza, de culpa, de remordimiento. Me encantaría poder hablar de todo eso con mi madre, pero sus reacciones se tiñen siempre de un cariz crítico, acusatorio. Hay muchos lugares que no me atrevo a visitar con ella.
Greg, e incluso Kit, que ahora tiene la edad que tenía yo cuando me marché por primera vez de casa, opinan que el pasado, pasado está. Que hay que pasar página. Durante mucho tiempo estuve de acuerdo con ellos. Al fin y al cabo, había sido estudiante y había trabajado como actriz. Me había casado con Greg, había tenido una hija y había fundado mi propio negocio. Había borrado el pasado. A veces, cuando pienso en los años que han volado, la cabeza me da vueltas.
Pero últimamente he descubierto que el tiempo no pasa, sino que se pliega. Del mismo modo que el río serpentea alrededor de Greenwich, hay años distantes que parecen más próximos que los que apenas hemos dejado atrás, y momentos olvidados que ganan renovada vigencia. Así, por ejemplo, despertar esta mañana con la misma sensación que tuve a los trece años, cuando Seb y yo nos besamos por primera vez, ha sido un shock, una sorpresa maravillosa. Y una revelación constatar que el deseo que sentía entonces, al notar sus pestañas bajo mis dedos, mi lengua en sus labios, aún habita en mí. El tiempo se ha desmoronado y el guardapolvo se ha deslizado hasta el suelo para revelar lo que siempre estuvo ahí.