Capítulo 1

VIERNES

SONIA

Viene a mí cuando la cháchara de los colegiales en el callejón se ha extinguido. Más tarde los borrachos desfilarán en sentido opuesto, hacia el pub; el bus nocturno del río cubrirá el último trayecto en dirección oeste, hacia la ciudad, con el rechinar de las cadenas y el traqueteo de los tablones al cruzar el pontón. Pero por el momento reina el silencio, casi como si el río y yo estuviéramos esperando.

Se acerca a la puerta del patio.

—Perdona —dice retorciéndose las manos, azorado; un cuerpo grácil con el que, sin embargo, todavía no sabe qué hacer—. Es que, en la fiesta, tu marido mencionó ese disco…

Miro hacia la lejanía. Estamos a principios de febrero; en el cielo, la luz se desvanece. Percibo el olor a levadura que la brisa arrastra río abajo desde la fábrica de cerveza, el aroma a naranjas amargas de la mermelada que estoy preparando en la cocina.

A mis espaldas, mezclado con el burbujeo de la cacerola, oigo a Cat Stevens cantando «Wild World» en la radio. El tiempo retrocede y se enreda dentro de mi cabeza.

Lo miro fijamente.

—Sí, claro, cómo no —le digo—. Pasa, pasa. ¿Qué disco era?

—Uno de Tim Buckley. Ya no se consigue en ninguna parte, ni siquiera en internet. Dijo que tenía una copia en vinilo, ¿te acuerdas? Me lo grabaré y se lo devolveré.

—Ningún problema —digo como si tuviera su edad en lugar de la mía—. ¡Guay!

Entonces me encojo por dentro y oigo la voz de Kit: «Mamá, por favor, no intentes hablar como si tuvieras dieciséis años. Es patético».

Entra. Cruza la puerta del patio. La glicina es un garabato de acero negro, como el alambre de púas que corona el cercado de una prisión. Me sigue a través del patio y entra en el vestíbulo. El olor a naranjas se mezcla con el de la cera abrillantadora que Judy utiliza. Entonces se vuelve hacia mí. No lo negaré, en ese momento se me pasa por la cabeza que tal vez haya venido porque le parezco atractiva. A menudo se oyen historias sobre chicos jóvenes y mujeres maduras. Pero mantengo la compostura.

—Iba a tomarme una copa —digo, al tiempo que bajo el fuego de la mermelada, que borbotea y debe de haberse apelmazado ya—. Acompáñame.

No suelo beber antes de las seis, pero le ofrezco temerariamente varias botellas: vodka (sé que a los adolescentes les encanta el vodka), la cerveza de Greg, incluso saco una botella de vino tinto que apartamos hace años para dejar que envejeciera y que reservábamos para celebrar el vigésimo primer cumpleaños de Kit.

Él se encoge de hombros.

—Vale —asiente—. Si iba a abrir algo…

—¿Qué te apetece tomar? —insisto—. Di, vamos.

—Vino tinto, entonces.

Los chicos de su edad son así: les gusta hablar, pero antes hay que lograr que se sientan cómodos. Lo sé por los amigos de Kit, que pasaron varios años entrando y saliendo de casa, día y noche, hasta que mi hija se marchó. Aquellos chicos eran todo espinillas, largos flequillos que les ocultaban los ojos y pies grandes; siempre silenciosos excepto por los «por favor» y los «gracias» que sus padres les habían inculcado. Había que mencionar los nombres de bandas de rock para hacerlos hablar. Jez es diferente. Con Jez no tengo que esforzarme. Aun siendo un adolescente, actúa con gran naturalidad. Debe de ser, me digo, porque ha vivido en Francia. O tal vez porque parece que nos conozcamos bien, a pesar de que casi nunca hemos hablado.

Se aleja de la ventana y se sienta a la mesa de la cocina, con un pie encima de su larga pierna y la enorme suela de la zapatilla a escasos centímetros de mi cara. Estos chavales de hoy en día, estos chicos-hombre, no existían cuando yo era joven. Han evolucionado desde entonces. Su estupenda mezcla genética les ha permitido adaptarse mejor al mundo moderno. Son más altos y fornidos. Más tiernos. Más delicados.

—Esta casa es genial, justo al lado del río. Yo no la vendería. —Se bebe medio vaso de vino de un trago—. Aunque debe de valer lo suyo.

—La verdad es que no tengo ni idea de cuánto vale —digo—. Es la casa de mi familia. Mis padres vivieron aquí durante muchos años, prácticamente durante toda su vida de casados. La heredé tras la muerte de mi padre.

—Mola. —Apura el vino de un trago y le lleno el vaso de nuevo—. Es exactamente el tipo de casa donde yo quisiera vivir —dice—. Junto al Támesis, con un pub a mano derecha y cerca del mercado. Aquí lo tienen todo: tiendas de música, locales. ¿Por qué quieren mudarse?

—Yo no pienso marcharme a ninguna parte —le aseguro.

—Pero su marido, en la fiesta, dijo que…

—¡Nunca dejaré la casa del río!

Mi tono es más seco de lo que pretendía, pero es porque no me gusta lo que oigo. Greg cree que deberíamos mudarnos, sí, pero aún no hemos decidido nada.

—Nunca lo haría, sería incapaz —digo, más tranquila.

Él asiente con la cabeza.

—Yo tampoco quería marcharme. Pero mamá dice que Londres, y en particular Greenwich, es perjudicial para mi asma. Ese es uno de los motivos por los que nos mudamos a París.

El flequillo negro le cae sobre un ojo. Se lo aparta y me mira por debajo de sus cejas, largas, oscuras, perfectamente arqueadas. Me fijo en la sinuosidad de su garganta y en su tersa nuez. El punto donde el cuello se une al esternón forma un hoyo triangular. Su piel desprende un brillo que me gustaría tocar. Aunque tiene cuerpo de adulto, todo en él es nuevo y reluciente.

Quiero decirle que tengo que quedarme en la casa del río para estar cerca de Seb. Él sigue ahí, en la crecida del río, en el flujo y reflujo diarios, con un destello de aceite irisado en la superficie. Un remolino, una burbuja, un susurro, y ahí está de nuevo. Nunca se lo he dicho a nadie. Sé que muy pocos lo entenderían y, para utilizar una expresión al uso, ha llovido mucho desde entonces. Ha pasado una vida entera. Estoy segura de que Jez lo entendería, pero dejo que el momento pase de largo. Hay algo que me impide contárselo. Como si estuviera tan cerca que no lograra enfocarlo. Lo que digo, en cambio, es:

—Vivir en París debe de ser emocionante, ¿no?

—No está mal, pero echo de menos a mis colegas y a la banda. De todos modos, voy a regresar pronto. He estado informándome sobre las distintas escuelas. Cursos de música y esas cosas.

—Tu tía lo mencionó.

—¿Helen?

—Sí.

Siento un atisbo de irritación por que la llame Helen, por la intimidad que sugiere. Es una tontería, ya nadie llama «tía» a sus tías. ¿Qué esperaba?

—¿Y ya sabes en cuál quieres matricularte?

Hace una mueca y advierto que no le interesa hablar del tema, la típica conversación en que los adultos te preguntan qué piensas hacer. Está demasiado vivo para hablar de ese tipo de cosas, a pesar de que estoy pensando que yo podría ayudarle. El teatro y la música son mi especialidad.

—Todo el mundo dice: «Oooh, París», pero vivir en una ciudad donde no conoces a nadie es una mierda. Prefiero Londres. Pero cuando lo digo, nadie me entiende.

—Yo te entiendo.

Caigo en la cuenta de que la mermelada se está espesando lentamente en la cacerola. Debería coger un embudo y envasarla, pero no puedo alejarme de mi silla, de su campo de visión.

—Si quieres, puedes pasar un momento y coger el disco tú mismo —le digo—. Está en la sala de música, en el piso de arriba, justo enfrente de las escaleras.

—¿La habitación donde está el teclado?

Claro, ya estuvo aquí una vez. Ahora lo recuerdo: vino con Helen y Barney, hará uno o dos años. Era verano. Su voz sonaba una octava más aguda y tenía las mejillas sonrosadas. Llevaba una chica siempre pegada a él. Alicia. Entonces apenas le presté atención.

No se mueve.

—¿Sigues trabajando con actores y todo ese rollo? —pregunta—. Debe de ser una locura.

—¿Cómo?

Sonríe y me fijo en que tiene la boca más ancha de lo que me había parecido. Tengo que agarrarme al borde de la silla para no perder el equilibrio.

—Digo que debe de ser una locura, que tiene que molar conocer a tantos actores y gente de la tele. ¿Qué era lo que hacías con ellos?

Le cuento que los ayudo a entrenar la voz. Quiere saber qué significa, qué entraña. Le explico que la voz puede ayudar a dar más énfasis al significado cuando las palabras no bastan. Por otra parte, también puede servir para contradecir lo que se está enunciando. Se trata de una habilidad muy útil para los actores, naturalmente, y también en la vida real.

Mientras hablo, me escucha de una forma particular. Me resulta sobre todo desconcertante. Escucha como solía hacerlo Seb, entrecerrando los ojos. Como si no quisiera admitir su interés. Con una sonrisa en los labios.

La botella de vino está casi vacía. La mermelada debe de haberse solidificado en la cacerola.

—Supongo que ha trabajado con famosos. ¿Conoce a alguna estrella del rock? ¿A algún guitarrista?

—No. A verdaderas estrellas del rock, no. Pero conozco a… gente útil, personas que andan siempre en busca de nuevos talentos.

Se inclina hacia mí abriendo los ojos. Se le iluminan.

Acabo de descubrir qué lo motiva.

—Quiero llegar a ser guitarrista profesional —dice—. Es mi gran pasión.

—Cuando cojas el disco, puedes bajar también una de las guitarras de Greg. Tiene una buena colección ahí arriba.

—Es que tendría que marcharme —dice.

Claro que tiene que marcharse. Es un chaval de quince años. Ha quedado con su novia, antes de ir a St. Pancras y tomar el tren que mañana por la mañana lo llevará de vuelta a París.

—Tengo que esperarla en el túnel subterráneo, exactamente a medio camino entre Londres norte y sur.

—¿Tienes que esperarla?

—Sí, bueno… —dice y de repente veo en sus ojos que no es más que un adolescente vergonzoso—. Medimos la distancia hasta el punto intermedio contando las baldosas del suelo —explica—. Primero pensamos en contar los ladrillos blancos de las paredes, pero había demasiados.

—¿Qué edad tiene? —pregunto.

—¿Alicia? Quince años.

Quince. Eso quiere decir que aún no tiene ni idea de que nada volverá a ser nunca como ahora.

—Iré por el disco —balbucea.

El vino se le ha subido a la cabeza, Kit diría que es un peso pluma.

—Tómate otra copa. Te la sirvo mientras subes. Ve, anda.

Oigo sus pasos cuando sube los peldaños de dos en dos y descorcho otra botella; algo barato esta vez, aunque Jez no va a darse cuenta. Le lleno el vaso y añado un chorrito de whisky. Una nube pende sobre el río mientras la última luz del día recorre la mesa. Durante un segundo una cálida luz ambarina envuelve los vasos, las botellas y el cuenco de fruta.

Vuelvo a acordarme de la mermelada, pero no hago nada al respecto.

Suena el teléfono y descuelgo sin pensar. Es Greg. Empieza a hablar como si nos encontrásemos a media conversación.

—He hablado con Burnett Shaws.

—¿Con quién?

—La agencia inmobiliaria. Quiero que hagan una tasación. No nos obliga a nada, pero quiero tener números, un cálculo aproximado que me ayude a saber qué puedo mirar y qué no.

Soy incapaz de responder. Jez ha vuelto a la cocina con la guitarra acústica de Greg. Al sentarse, golpea la mesa y la guitarra reverbera.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Greg—. ¿Tienes visita?

—No, no hay nadie. Pero no estamos hablando de eso. Ya sabes cuál es mi postura, no puedes ir haciendo planes sin contar conmigo.

—No tendría que hacerlo si pudiéramos mantener una conversación civilizada sobre el tema.

Me muerdo el labio. El último recurso de Greg consiste siempre en acusarme de irracional. Quiero protestar, pero ya ha colgado.

—No he encontrado el disco —dice Jez—, pero sí esta guitarra. ¿Puedo tocar un rato antes de marcharme?

Su voz aplaca la tensión que las palabras de Greg me han provocado.

—Pues claro. Claro que puedes.

En este momento, nada me parece más apropiado.

Para mí, la siguiente hora es la mejor de la velada; antes de que la bebida haga que sea incapaz de marcharse, aunque quiera, nos sentamos y charlamos mientras él rasguea la guitarra. Me cuenta cosas sobre Tim Buckley, para quien tocar era «como hablar».

—Yo siento lo mismo —asegura Jez—. Tú enseñas a la gente a expresarse con la voz. Esa es la razón por la que yo toco la guitarra.

Es bueno. Sabía que lo sería. Interpreta algo clásico, tal vez John Williams, y la música murmulla y borbotea como el agua. La guitarra es una extensión de su persona, la música le sale del alma y fluye a través de su cuerpo. Sus dedos apenas parecen moverse mientras rasguea las cuerdas. Una cortina de pelo negro le cae sobre la cara. Cuando la bebida empieza a surtir efecto y ya no puede seguir tocando, deja la guitarra en el suelo, con el mástil apoyado en el muslo.

Vuelve a decirme lo mucho que le gusta mi casa. Junto al río. ¡Los olores! La luz. Y los sonidos, ¡escucha! Nos quedamos en silencio e identificamos los ruidos que con el tiempo he dejado de oír: el batir intermitente de las olas contra el muro, los crujidos y los golpes del antiguo muelle del carbón, el zumbido de los helicópteros. Música urbana, lo llama Jez.

—Yo quiero una vida así —dice—. Con música, vino y una casa en la orilla del Támesis.

A estas alturas, yo también estoy algo bebida. No quiero que esta noche se termine.

—Está bien, Seb. No tienes por qué marcharte.

—Jez —dice él.

—¿Cómo?

—Que me llamo Jez, no Seb.

Cuando finalmente se levanta, es muy tarde. Tropieza, pero logra agarrarse a la silla.

—¿Me quedo a hacerte compañía? —pregunta, arrastrando las palabras, y a mí me falta poco para sonrojarme.

—Creo que lo mejor será que descanses un poco —digo con voz de adulta, de madre.

Se queda dormido antes incluso de que logre meterlo en la cama de hierro forjado de la sala de música. Cuando lo acuesto me fijo en sus calcetines. Tiene un agujero en el dedo gordo del pie derecho y me viene a la memoria el recuerdo de un instrumento con forma de huevo con el que por las noches mi madre nos remendaba los calcetines. Me pregunto si en algún lugar del mundo alguien seguirá utilizando un huevo de madera para zurcir. Se me hace raro pensar en eso mientras le quito los calcetines y le saco los brazos por las mangas de la sudadera.

Me pregunto si debería quitarle también los vaqueros, que caen holgados sobre la estrecha pelvis, donde sus músculos forman un triángulo dorado que apunta hacia los botones de la bragueta. Estaría más cómodo cuando despertara, pero no quiero avergonzarlo, de modo que se los dejo. Lleno un vaso de agua en el baño y lo dejo en la mesilla de noche para que, si despierta antes de lo que espero, sepa que estoy cuidando de él.

Antes de salir de la habitación, me inclino sobre su cuerpo y paso la nariz por encima de su cabeza, que desprende un leve olor a champú, hasta llegar al cuello, donde percibo su aroma masculino a cedro, a sal. Lleva un pequeño pendiente en forma de cuerno negro en un lóbulo. El pelo se derrama en rizos líquidos sobre la clavícula. Se lo levanto con cuidado y acerco la nariz a la piel pálida y delicada detrás de su oreja. Entonces me detengo.

En el cuello, bajo el nacimiento del pelo, se distingue la inconfundible mancha roja de un mordisco amoroso. Kit lo llamaría chupetón. Las motas de sangre rodean una lesión inflamada. ¿Alicia? La imagino succionándole la piel hasta que los capilares estallan y sangran. Una herida rojiza sobre su perfecta piel. Y de pronto me veo contemplando un profundo corte amoratado, los dientes de una cuerda hincados en otra garganta de leche. Durante varios segundos no consigo apartar la mirada.

Finalmente, me inclino y beso dulcemente la herida.

—Tranquilo —le susurro—. Voy a cuidar de ti, te lo prometo.

Entonces lo arropo, remeto el edredón por los costados y salgo de la habitación sin hacer ruido.