24. La reconquista del peñón

En la ciudad, casi había cesado la lucha, porque los fuertes hijos de la India habían tenido que ceder ante los incesantes ataques de las huestes del rajah del lago, procedentes de los montes de Cristal.

Solamente se peleaba en los barrios malayos, porque los chinos aún no habían dejado de perseguir a los odiados súbditos del sultán, sus implacables enemigos.

Sandokán y Tremal-Naik, a la cabeza de sus victoriosas tropas, y comprendiendo que se acercaba el trascendental momento, acudían guiados por el jefe del barrio chino y por Kammamuri para salvar a Yáñez.

La flotilla, por su parte, acudía rápidamente, habiendo divisado ya el yate y el pequeño prao de Padar, arrimados a un muelle y rodeados por todos los veleros, que no podían oponer resistencia alguna.

Las cañoneras holandesas e inglesas, habiéndose dado cuenta finalmente de que se abatía sobre el sultanato una gran tormenta, estaban a punto de entrar decididamente en acción. Un retraso de un cuarto de hora podía ser fatal para todos los tigres de Mompracem.

—¡Abrid ya el fuego! —gritó Yáñez, viendo que los buques de guerra intentaban atacar con el espolón a los veleros chinos para poder acercarse al yate y hundirlo antes de que llegase la flotilla—. Los demás nos ayudarán.

Los dos cañones giraron sobre sus ejes y descargaron sobre las cañoneras dos huracanes de metralla, sorprendiendo a sus tripulaciones, que todavía se hallaban en cubierta expuestas a los disparos. Los chinos de los veleros, al verse apoyados, habían hecho fuego, a su vez, con fusiles y pistolas.

Las cañoneras viraron para que no les cortara el paso la flotilla, que llegaba con las velas desplegadas, deslizándose ante los muelles. Y, habiéndose alejado unos tres o cuatro cables, hicieron tronar, a su vez, los cañones, matando, principalmente, a los marineros de los buques chinos.

Sandokán y Tremal-Naik se percataron inmediatamente del grave peligro que corría Yáñez y, con una maniobra instantánea, habían colocado en batería, al borde del muelle, las espingardas y los lila, respondiendo vigorosamente al fuego de los navíos de guerra.

Al mismo tiempo había acudido también Ambong, el jefe de la flotilla. A riesgo de hacerse acribillar por las espingardas de Sandokán, los treinta espléndidos praos se situaron ante el yate, cubriéndolo completamente, y fulminaron a los buques de guerra, arrasando sus puentes y matando a sus artilleros, que estaban al descubierto en el castillo de popa.

Sandokán y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, Mati y el jefe del barrio chino, llegaron en ese momento a bordo del yate.

Los dos primeros se arrojaron a los brazos del portugués, mientras las cañoneras, impotentes para hacer frente a aquella tempestad de hierro, se hacían nuevamente a la mar, dirigiéndose hacia donde se divisaban las columnas de humo que indicaban la presencia de otros navíos de guerra, probablemente procedentes de Mompracem y de la colonia inglesa de Labuán.

—El peñón aún no está en nuestras manos —dijo el Tigre de Malasia—. Pero ya que finalmente nos hemos podido reunir, no dudo en arrancarlo de las manos del sultán y de sus protectores. Quiero ver ondear, al menos una vez más, mi roja bandera sobre la cima en la que se alzaba mi mansión.

—No, no, Sandokán —respondió Yáñez—. Si los borneanos quieren a su sultán y los ingleses a su embajador, que se encuentran en mi poder, deberán firmar la cesión absoluta del islote a sus antiguos propietarios. Ya pensaremos más tarde en hacerlo inexpugnable.

—Bien dicho —dijo Tremal-Naik—. Que Mompracem vuelva a manos de los viejos tigres de Malasia.

Mientras intercambiaban apresuradamente estas palabras, los praos, a pesar de las andanadas que disparaban las cañoneras en su retirada, procedían a embarcar las tropas.

Los pobres malayos y dayaks, agotados por las marchas y los combates, casi no se tenían en pie. Pero, con un esfuerzo supremo, se amontonaron en los veleros, dejándose caer sobre los puentes casi inmediatamente, como aturdidos.

Por el momento no se les necesitaba, ya que la retirada de los navíos de guerra continuaba rápidamente y, en consecuencia, sus jefes les podían dejar reposar unas horas. Mompracem todavía estaba lejos y la última batalla debía tener lugar en sus costas.

—Kien-Koa —dijo Yáñez al jefe del barrio chino, en el momento en que se soltaban las amarras—, por ahora te nombramos jefe de Varauni, a condición de que cesen los asesinatos y los saqueos.

—Os lo prometo, milord —respondió el chino—. Ya no tenemos enemigos a quienes combatir, pues creo que muy pocos de esos desgraciados soldados han conseguido salvarse. Sin embargo, procurad salvar mi cabeza si el sultán vuelve aquí.

—Cuenta con nosotros, amigo. Entre tanto, despeja la ciudad y pon fin a las matanzas.

—Antes, dame un apretón de manos —dijo Sandokán—. Un día te salvé la vida, cuando hacías de contrabandista.

—Dejad que os las bese, Tigre de Malasia —respondió el chino con lágrimas en los ojos.

—Vete, vete, viejo amigo, y piensa en poner orden en Varauni o arderá todo y no quedará vivo ni un solo malayo.

En ese momento se oyeron las poderosas voces de Mati y Ambong entre los últimos cañonazos y el crepitar de las postreras descargas de fusilería.

—¡A tomar Mompracem!

El embarque había terminado. Las bocas de fuego grandes y pequeñas también habían sido cargadas en los praos y dispuestas a proa para replicar mejor al fuego de los fugitivos.

La flotilla se reorganizó en pocos momentos, se abrió paso entre los juncos, que saludaban frenéticamente a las tripulaciones, y se dirigió a la salida de la bahía, precedida del yate, cuyos grandes cañones no callaban ni un solo momento por ser de mayor calibre que las armas restantes.

Varauni ardía por varios sitios, pero parecía que empezaban a cesar los combates, probablemente gracias a la intervención del jefe del barrio chino. Y a proa se veían las humaredas de las cañoneras, dispuestas en dos grupos y en franca retirada.

Más allá de los escollos se alzaban otras columnas de humo que no intentaban forzar la entrada de la bahía.

—¿Querrán tendernos una trampa? —preguntó Sandokán, que acababa de conocer a la bella holandesa—. Quizá nos encontremos con ella, pero yo prefiero un combate en tierra firme. A pesar de ser muy buenos, los praos han cumplido su tarea y no pueden competir en alta mar con los buques de guerra.

—Nos atraen hacia Mompracem —dijo Yáñez, que examinaba atentamente las naves fugitivas con un potente anteojo.

—¿Has contado esas otras columnas de humo?

—Sí, Sandokán: si las cañoneras se agrupan, tendremos doce ante nosotros.

—Afortunadamente, algunas de ellas deben de haber sido muy maltratadas por nuestros disparos y, sobre todo, por los de tus piezas.

—¿Hay guarnición en Mompracem? —preguntó Tremal-Naik, que parecía algo inquieto.

—No te preocupes de los pocos borneanos que haya situado el sultán en el islote —respondió Sandokán—. Mis hombres les echarán al mar sin hacer uso de las armas de fuego. ¡Ah…! Ved la flotilla enemiga que se ha reunido más allá de la escollera. Veremos si quiere rechazarnos al interior de la bahía de Varauni.

En efecto, las cañoneras fugitivas habían alcanzado a las que procedían de la parte septentrional, pero habían continuado su rumbo casi inmediatamente, dirigiéndose rápidamente hacia levante. Las cañoneras de refuerzo se habían apresurado a efectuar idéntica maniobra.

Sandokán miró a Yáñez.

—¿Es que quieren remolcarnos hasta Mompracem o Labuán? —preguntó.

—Su rumbo es hacia Mompracem.

—¿Tendrán allí, quizás, otros refuerzos?

—Es posible.

—Ya estamos en ruta y el viento es favorable a nuestros barcos, que pueden competir con esas máquinas medio desvencijadas. Tanto si nos presentan batalla como si no, corramos a Mompracem.

—Espera un momento: antes quiero advertirles de que a bordo de mi yate tengo prisionero al sultán y al embajador de Inglaterra que venía destinado a Varauni. Verás cómo se guardan muy bien de dispararnos, al menos por ahora.

El portugués conocía a la perfección las banderas de señales y dio a las cañoneras el aviso, mandando luego a la flotilla que reanudara con energía la caza. El mar, que estaba tranquilo a pesar del viento, favorecía la persecución.

Las cañoneras, tras el aviso recibido, habían disparado unos cañonazos contra los praos, guardándose bien de tocar al yate, que tenía libertad de acción. ¡Y cómo se aprovechaban de ello Yáñez y Sandokán, ambos insuperables artilleros! Las dos piezas de caza tronaban a cada instante, obligando a los buques de guerra a apresurar su retirada.

De cuando en cuando, sin embargo, las dos pequeñas escuadras se detenían un momento para acribillarse furiosamente con sus proyectiles; luego, reanudaban la marcha.

La caza continuó muy activa durante toda la noche, pero sin que los praos lograran alcanzar a los fugitivos, los cuales, a pesar de tener viejas máquinas desvencijadas, contaban con la ventaja de un viento que no soplaba regularmente.

Solamente el yate hubiera podido adelantarse. Pero ni siquiera el Tigre de Malasia se sentía capaz de atacar a fondo sin el apoyo de los veleros.

Todo siguió igual al día siguiente. Un derroche de proyectiles por ambas partes, con escasos resultados y combatiendo siempre a distancia.

Hacia el ocaso, de todos los praos se alzó un inmenso y entusiástico grito. En el horizonte había aparecido un islote, rodeado por un gran número de escollos: era Mompracem, el antiguo refugio de los terribles tigres de Malasia que un día habían hecho temblar a todo Borneo y a las colonias inglesas y holandesas.

Sandokán y Yáñez habían fijado sus miradas de águila en el pico que por uno de sus lados caía a plomo sobre el mar y en el que veinte años atrás se alzaba su residencia, rodeada más abajo por poblados malayos. Ambos estaban profundamente conmovidos.

—¡Nuestra tierra, en un tiempo invencible! —exclamó Sandokán—. Nos la habían arrebatado y ahora vamos a recuperarla.

—Sí —respondió el portugués—. Antes de volver a la India y regresar al lado de Surama, que pronto va a darme un heredero del trono, espero contemplar una vez más, desde lo alto de aquella roca, el mar de Malasia.

Su voz fue sofocada por un ruido ensordecedor. Las cañoneras, que casi se encontraban al abrigo de Mompracem, en la boca de una bahía en cuyo fondo se divisaban reductos y fortines, se habían decidido a presentar batalla, contando seguramente con el apoyo de la guarnición.

—¡Abajo todos! —había indicado Yáñez, mientras Sandokán y Tremal-Naik, asimismo hábiles cañoneros, respondían con ambas piezas.

Con una rápida maniobra, se desplegaron los treinta veleros en semicírculo y se aprestaron resueltamente al abordaje de los navíos de guerra. Una gigantesca nube de humo se extendió por el mar, cruzada por relámpagos. Silbaba la metralla de las espingardas y rugían los gruesos proyectiles del yate y de las cañoneras. De vez en cuando salían espantosos gritos de aquella gran nube.

—¡Viva el Tigre de Malasia…! ¡Reconquistaremos nuestro islote!

Algunos praos eran hundidos y otros encallaban en la costa. Pero las cañoneras no lo pasaban mejor. Lo peor para ellas fue cuando el grueso de la flotilla, después de arrinconarlas dentro de la bahía, las abordó.

Nadie podía resistir el ataque de las huestes malayas y dayaks una vez lanzadas hacia adelante. En menos de media hora fueron tomadas cinco cañoneras, mientras que otras dos eran hundidas por las piezas del yate. Las demás, deshechas y con sus tripulaciones diezmadas, apenas tuvieron tiempo para regresar a alta mar y buscar refugio en Labuán o en los puertos daneses.

La guarnición de tierra, sólo compuesta por dos compañías de borneanos y una de soldados, al ver que las tropas desembarcaban y amenazaban con atacar a fondo, se habían apresurado a izar bandera blanca. Sandokán y Yáñez desembarcaban en el islote que habían creído no poder reconquistar jamás.

—Gracias, hermano mío —dijo el Tigre de Malasia al portugués, mientras caminaban ambos hacia lo alto de la roca y sus tripulaciones y tropas desarmaban a la guarnición—. ¡Esta revancha te la debo totalmente a ti!

—¡Bah! —respondió Yáñez—. Empezaba aburrirme en la corte de Assam, aunque adoro a Surama. Me he tomado tres meses de vacaciones y me he divertido.

—¿Nos dejarás pronto?

—Surama, como te dije, está a punto de regalarme un heredero. Y Tremal-Naik y Kammamuri tienen que ser los padrinos.

—¿Y si no fuese un varón? —preguntó Sandokán, sonriendo.

—Todos los magos de la corte me lo han asegurado.

—¿Y si por una circunstancia extraordinaria, admitámoslo, incluso ellos se equivocaran?

—Entonces la criatura tendrá una bella madrina: la señora Van Harter ha prometido seguirme a la corte de Assam, puesto que ya no tiene intereses en Borneo. Será una buena compañía para mi mujer. ¿Y tú? ¿Volverás al lago?

—Yo —dijo el Tigre de Malasia—, ahora que el peñón es mío, haré de él un formidable baluarte, capaz de frenar la codicia de los holandeses e ingleses. Que vengan a atacarme y encontrarán a los tigres listos para recibirles. Así que seré el rajah del lago de Kini-Ballu y el rajah de Mompracem.

—¡Pobre sultán de Varauni!

—Ya verás como hago de él un fiel aliado.

Habían llegado a la cima de la roca, donde un día se levantara su temida mansión. Avanzaron, cogidos de la mano, hasta el borde del abismo y escucharon el fragor de la resaca que subía claramente a través de las tinieblas.

—¡Cuántos recuerdos! —dijo Yáñez.

—¡Demasiados! —añadió Sandokán, conmovido.

Permanecieron varios minutos al borde del abismo. Luego, retrocedieron lentamente, mientras Tremal-Naik, Kammamuri, Mati y algunos malayos, desplegaban tras ellos, a los vientos del mar malayo, la roja bandera de los piratas, adornada con tres cabezas de tigre.