Dos días después, el junco, más desvencijado que nunca y casi lleno de agua, llegó a la bahía de Varauni, después de atravesar varios pantanos, y echó anclas a notable distancia de la costa.
Aunque los soldados les habían dejado bajar tranquilamente por el río, quizá porque eran fuertemente hostigados por las huestes de Sandokán y Tremal-Naik, Yáñez quería estar seguro del éxito antes de desembarcar y caer en las manos de los holandeses e ingleses, cuyas cañoneras se divisaban en la boca de la bahía.
Con un gran suspiro de alivio vio a su yate intacto todavía, con el pequeño prao a su popa.
La ciudad parecía tranquila. En cambio, en los pantanos se oía el rumor constante de las espingardas y se elevaban altísimas hogueras, anunciando el incendio de las kotte de la capital.
El Tigre de Malasia, con la ferocidad y obstinación que le habían hecho famoso, no cesaba de acosar a los soldados, con la esperanza de reunirse pronto con Yáñez y con la flotilla.
—El sultanato salta por los aires antes que Mompracem —dijo el portugués, que no apartaba los ojos de su yate—. Que venga nuestra escuadra y que los chinos de Kien-Koa nos echen una mano, y veremos si sabemos o no sabemos recobrar nuestro gran islote de Mompracem. Pero, antes de tomar una decisión y de entablar la batalla final, que será ciertamente espantosa, veamos lo que nos dicen nuestros prisioneros. Si ceden, nada mejor.
Kammamuri, que había sido advertido, empujaba por el puente del junco al pobre sultán y al no menos desgraciado embajador inglés. Ambos tenían cara de funeral y miraban al portugués, que, en ese momento, no les veía precisamente con buenos ojos.
La escolta había desenvainado los kampilangs y los parangs, hincándolos en el maderamen con un temible estruendo. Parecía como si se dispusieran a decapitar a los prisioneros.
—Veamos, alteza —dijo Yáñez, volviéndose hacia el sultán—. La empresa de los tigres de Malasia, que durante tantos años tuvieron sometida a Mompracem, defendiéndola de los ingleses, de los holandeses y hasta de vuestros praos, está a punto de terminar. Dentro de poco, pese a todos, seremos dueños de vuestra capital y de las aguas de la bahía. ¡Y pobre del que intente detenernos!
—¿Qué más queréis? —gritó furioso el sultán—. Me habéis fastidiado bastante y hasta os habéis olvidado de que soy un príncipe, mientras que vos probablemente no sois más que un miserable aventurero, enrolado en las filas del Tigre de Malasia. O mejor aún, de aquel terrible rajah del lago que ya ha hecho un gran vacío en torno a mis fronteras. ¡Pero si os he dicho que sobre mi frente hay una corona bastante más pesada que la vuestra y que yo también soy un verdadero príncipe! Preguntad al embajador, que conoce la India, si Assam no vale más que vuestro sultanato.
El inglés, que seguía rechinando los dientes, al oír aquellas palabras prorrumpió en imprecaciones.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿Seréis vos el esposo, o mejor, el príncipe consorte de la rhani de Assam?
—¿Qué encontráis de extraordinario en ello?
—¿Qué hacéis vos, aquí? La corte de Assam no está en Malasia.
—¿Y qué habéis venido a hacer aquí?
—He venido a reconquistar Mompracem, el glorioso peñón de los piratas de Malasia, en cuya cima hace casi veinte años que no veo ondear la roja bandera de la piratería, adornada por tres cabezas de tigre.
—¡Estáis loco!
—Pronto os demostraré lo contrario, milord —respondió Yáñez—. ¿Queréis firmar, junto con el sultán la restitución de Mompracem a los tigres de Malasia?
—¡Nunca! —gritó el embajador—. Id a ganaros ese peñón si tenéis prisa y si sois capaz de reconquistarlo.
—¿Y vos, alteza?
—Me ha sido entregado por los ingleses y los holandeses bajo promesa de no arriar jamás la bandera verde del sultanato y de no dejar que lo reconquisten los piratas.
—¿Son vuestras últimas palabras? —preguntó Yáñez, con voz amenazadora.
Los dos prisioneros tardaron en responder y miraron desconfiadamente a los malayos y dayaks de la escolta, que habían levantado las enormes espadas, volteándolas por encima de sus cabezas.
—¿Pensáis asesinarme? —preguntó el embajador—. No olvidéis que Inglaterra está detrás de mí.
—¡En este momento está demasiado lejos! —dijo el portugués irónicamente—. Vuestro gobierno no se molestará por tan poca cosa.
—Entonces, dejadme volver a mi palacio —dijo el sultán—. Esta comedia ya ha durado demasiado.
—Sí, os dejaré marchar. Pero cuando haya sido izada la bandera de los piratas en Mompracem. ¡Kammamuri!
—¡Señor!
—¿Están en buenas condiciones las tres chalupas que hemos encontrado en la bodega?
—Para llegar a tierra, sí, señor Yáñez.
—Por ahora es suficiente. Llévate de aquí a estos señores y átales mejor las manos y los pies. Y vosotros, amigos —continuó, dirigiéndose a los hombres de la escolta—, arriad inmediatamente las embarcaciones y armadlas.
—¿Es que queréis desembarcar, milord? —preguntó la bella holandesa.
—Tenemos que ayudar a Sandokán, señora, y abrirle paso hasta la capital.
—¿Y las cañoneras?
—No se molestarán, ciertamente, en atacar a unas simples chalupas ocupadas por algunos hombres.
—¿Y no advertiréis al Tigre de Malasia de que vos también os movéis?
—Cuatro de mis hombres irán a los pantanos y avanzarán hasta que se encuentren con las tropas. Ya les he dado todas las instrucciones.
—¿Y nosotros?
—Antes que nada, vamos a reunimos con el chino. Si el barrio está listo para alzarse en armas, todo irá bien.
—¿Y el yate?
—Espero que esté en mis manos dentro de tres horas. Lo necesito para reunir a todos los demás barcos y sorprender a los holandeses por la espalda. Embarquemos, señora.
Se habían botado al agua tres chalupas que apenas se sostenían a flote. Una de ellas viró inmediatamente y subió por el río, en donde la batalla, tras una breve pausa, había recobrado mayor violencia. Las otras dos, con los prisioneros, Yáñez, Lucy y la escolta, se dirigieron velozmente hacia la capital del sultán, que resplandecía entre un mar de enormes linternas de talco y papel encerado.
La batalla, que se desarrollaba casi a la vista de las murallas, había alborotado a la población, que hasta ese momento había permanecido tranquila.
Las cañoneras, en el primer momento, se acercaron a los muelles para proteger a sus súbditos y al sultán, olvidando imprudentemente al yate y al pequeño prao, los cuales, por otra parte, no habían dado que sospechar.
Yáñez, al que no se le escapaba nada, se dio cuenta de ello enseguida.
—¡Imbéciles! —exclamó—. Los soldados abren las puertas de Varauni a Sandokán y Tremal-Naik. Un golpe certero, y mañana izaremos en Mompracem la bandera de los tigres. Necesito un voluntario.
—Yo siempre me presento el primero, señor —respondió el maharato—. ¿Qué tengo que hacer?
—Ir al barrio chino y advertir a Kien-Koa de lo que va a ocurrir.
—¿Debo ordenarle que lance a las calles sus cinco mil hombres?
—Sí, y que los ponga a disposición de Sandokán.
—¿Y vos?
—Me apoderaré del yate y del prao y, como nadie los vigila, correré a reunir la flotilla.
—Guardaos de no ser capturado, señor.
—No pienses en mí. Mira qué confusión empieza a reinar en la bahía. ¿Quién se va a fijar en mi chalupa? Vamos, amigos, los minutos son demasiado preciosos.
Aquel era justamente el momento propicio para actuar y conducir a buen fin, mediante un poderoso golpe, la reconquista de Mompracem, al que las olas habían reducido a un simple peñón.
La chalupa de Yáñez, ocupada por ocho malayos, Lucy y los dos prisioneros, que habían sido ocultados bajo una vieja estera, avanzaba rápidamente. Nadie pensaba en detenerla. ¡Todo lo contrario! Los veleros se agrupaban en torno a los buques de guerra, dejando el camino libre a los fugitivos y abriendo un amplio surco formado por un buen número de barcos en movimiento.
Cada vez que un junco se aproximaba a la chalupa, se oía gritar a los marineros, dirigiéndose a Yáñez, que se erguía al lado de la bella holandesa:
—¡Sie! ¡Sie! (¡Aprisa! ¡Aprisa!).
Sin embargo, las cañoneras, como si se hubieran percatado de que por el momento no era Varauni la única que corría peligro, se metían en la estela dejada por los veleros, en donde podían moverse con más libertad. De todos los puentes y tras las piezas se alzaban gritos y amenazas.
—¡Abrid paso!
—¡Fuera de aquí o hacemos fuego!
—¡Despejad, chinos!
—¡Volved a vuestros fondeaderos!
Los veleros chinos no obedecían y seguían protegiendo con sus altos costados a la chalupa, que ya se encontraba solamente a medio cable del yate y del prao. De pronto, un junco tripulado por unos cincuenta hombres armados de fusiles, cortó el paso a la chalupa.
Se trataba de efectuar una maniobra para evitar a una nave de guerra que avanzaba echando grandes bocanadas de humo.
—Esta, al encontrarse de repente ante aquel gran velero, se vio obligada a cambiar de rumbo. Casi en el mismo instante, se tiraba al agua un joven chino y con unas pocas brazadas alcanzaba a la chalupa.
Yáñez le había apuntado con una pistola, gritándole:
—¡Atrás!
—No, mi señor: me envía mi amo, Kien-Koa.
—Sube inmediatamente.
—Y vos, aprovechad la ocasión para apoderaros de vuestro yate. Por el momento, nuestros veleros os protegen.
—Pero ¿qué ha sucedido? Las tropas del Tigre aún no están en los kotte y mi flotilla está lejana.
—Os equivocáis, señor: vuestros barcos corren en este momento en ayuda de vuestro yate.
—¿Quién les ha avisado?
—Mi amo. Hay otras cañoneras que vienen de Labuán y que pretenden destruir vuestra flotilla antes de que se concentre en la bahía. Los ingleses y los holandeses lo han descubierto todo y se aprestan a defender al sultán.
—¿Ah, sí? Pero, será en torno a Mompracem donde se decida la suerte de la batalla. Por otra parte, el sultán permanece aquí: ¿le veis?
—Habéis sabido conservarle bien —dijo el chino, riendo.
—¡Cómo! ¿Se sabía que lo había hecho prisionero?
—Los correos de mi amo, que os siguieron los pasos, incluso para protegeros, lo contaron todo.
—¿Así que se sabía aquí que las tropas del Tigre bajaban de los montes de Cristal?
—Y que bajaban por el río, luchando con los soldados del sultán. He aquí el yate: ya está a punto para zarpar. Aprovechemos que la barrera de los veleros nos protege de las cañoneras.
En un instante, la chalupa pasó por el costado del pequeño prao, en donde Padar levantaba las manos para saludar el regreso de su amo; luego, se detuvo bajo la escala.
—Arriba, señora —dijo Yáñez, ayudando a Lucy.
Después, señalando con un dedo a Padar, le gritó:
—Iza las velas y sígueme inmediatamente: la flotilla avanza, procedente del norte, y el Tigre cae sobre Varauni por el este. ¡A los cañones, amigos! ¡Todos a sus puestos de combate! Vamos a embarcar a las tropas que luchan bajo los kotte de la capital.
El yate describió media vuelta y se metió por uno de los canales formados por los juncos, dirigiéndose a toda máquina al barrio chino.
El pequeño prao le siguió inmediatamente, maniobrando con rara habilidad entre aquella multitud de barcos que mantenían a raya a las cañoneras.
En Varauni se oía tronar las espingardas de las tropas. El Tigre y Tremal-Naik, tras dos días de sangrientos combates, habían llegado ante los kotte y los asaltaban furiosamente, dispersando a los últimos soldados y a los mercenarios malayos, siempre más dispuestos a echar a correr que a defender a su señor.
En el barrio chino, también se combatía. Las huestes de Kien-Koa, a pesar de estar formadas en su mayor parte por comerciantes más o menos tripudos, se habían lanzado a través de los barrios malayos, devastándolo y saqueándolo todo. Las llamas se alzaban por doquier. Había peligro de que aquella noche toda Varauni saltase por los aires al mismo tiempo que el sultán.
Yáñez, siempre protegido por la gran masa de veleros que se movían en todas direcciones para impedir el desembarco de las tripulaciones de los barcos de guerra, esperaba ansiosamente la llegada de las tropas de Sandokán, que ya combatían en el corazón de la ciudad.
Una viva inquietud le atormentaba: se trataba de la flotilla, ya que sin ella no sería posible embarcar a las huestes.
«¿Es que no llegará a tiempo?».
Esto se preguntaba a sí mismo, mirando hacia los escollos que cerraban la bahía por su parte septentrional.
«Si se retrasan, las cañoneras acabarán por abrirse paso entre los veleros y me capturarán. ¿Es que se va a derrumbar todo, ahora? ¡Y hasta Sandokán tarda en llegar, a pesar de que los chinos le están abriendo paso!».
De pronto, se le escapó un grito.
Hacia el norte, más allá de la escollera, había oído varios disparos de espingarda.
—¡He aquí a la flotilla que arriba! —dijo—. ¡Valor, amigos!
Dentro de unos minutos nos adueñaremos de la bahía y nos dirigiremos a Mompracem.
Casi en el mismo instante, se oyeron en los muelles unos espantosos gritos, acompañados de nutridas descargas de fusilería y de espingarda.
Por los puentes que cruzaban los amplios y pintorescos canales, centenares de malayos huían a la desbandada, ferozmente perseguidos por los chinos, que lanzaban gritos salvajes.
Algunos grupos de soldados, apostados en un extremo de los puentes, habían abierto fuego para proteger a los súbditos del sultán de una carnicería.
Yáñez subió al puente de mando y vio, a través del humo que se alzaba de los barrios, cómo desembocaban al fin en la ciudad las nutridas y aguerridas huestes del Tigre de Malasia y de Tremal-Naik.
Cincuenta horas de combate no habían debilitado a las fuerzas de aquellos terribles hombres. Tras abrirse paso por el río y rechazar sin descanso a la guardia del sultán, habían conseguido atacar la ciudad, después de matar a los defensores de los kotte, y avanzaban ahora hacia los muelles, listos para embarcar y reanudar la tremenda batalla con renovado vigor.
—¡Que nadie abandone el yate! —gritó Yáñez—. Si las cañoneras hacen fuego, responded como mejor podáis.
Dicho esto, se dirigió a popa y saltó al muelle, en el cual había atracado el pequeño buque para oponer la última resistencia.
Sólo Padar, el comandante del pequeño prao, le siguió, bajando por la verga de popa de su velero.
Todos huían de los muelles, de modo que el portugués y el dayak pudieron avanzar hasta las primeras casas sin encontrar resistencia.
—¡Helos aquí, señor! —gritó de pronto Padar—. Aquí está el Tigre, que marcha a la cabeza de sus tropas, con Tremal-Naik y Mati, y he aquí también a Kammamuri, que guía a una horda de chinos.
—¡Por fin! —exclamó el portugués—. Corre a su encuentro y que embarquen los dos jefes en mi yate.
—¡Ya está aquí, señor! Ya aparece, en dos columnas, por el paso del norte.
—¡Por Júpiter! ¡Esto se llama tener suerte! Ve, corre, mientras organizo el embarque y preparo la batalla. Oigo tronar los cañones en alta mar. Deben de ser los buques de guerra, que están tratando de dar caza a nuestros praos. ¡Tanto mejor! ¡El espectáculo será más sensacional!
Y regresó rápidamente al yate, mientras aumentaba el fragor de las armas, arrancando de la parte superior de los puentes y los diques de los canales sostenidos por los últimos defensores del desgraciado sultán de Varauni.