22. Asalto a Varauni

El espectáculo que ofrecía aquella manada de elefantes era terrorífico. Los enormes animales, obcecados por la ira, se habían arrojado, de dos en dos y de cuatro en cuatro, a pequeños grupos, contra el velero, desfondándolo en varios puntos.

Sin embargo, la mole había resistido el tremendo choque y solamente el timón, que ahora no tenía importancia alguna, había desaparecido, arrancado por un gran golpe de trompa.

Desgraciadamente, los elefantes, que parecían haber jurado destruir el casco, consiguieron en cierto momento subirse al banco de arena sobre el que estaba varado el junco. Una salva de impresionantes barritos saludó aquel primer éxito, y luego, los colosos reanudaron su obra destructora, lanzándose como catapultas.

—Amigos —gritó Yáñez, que jamás había visto tan de cerca la muerte—, aguantad todo lo que podáis o estas bestias malignas conseguirán que nos ahoguemos en el río. Son peores que los soldados del sultán.

Había comenzado el segundo asalto, aún más espantoso que el primero. Aquellos cincuenta animalotes, poseídos de un verdadero furor destructivo, daban tan tremendas sacudidas al velero, que este amenazaba con hundirse, de un momento a otro, en las profundas aguas.

Bajo los tremendos golpes, que iban en incrementó, las cuadernas eran arrancadas por los grandes colmillos, que perforaban la madera.

La arboladura oscilaba, descoyuntándose poco a poco, y dejando caer sobre cubierta ora una verga, ora un montón de jarcias.

Los fugitivos no escatimaban los cartuchos. Cada vez que un elefante alzaba la trompa, una bala se clavaba en su garganta y lo hacía caer de rodillas.

Mientras atacaban los elefantes, aliados inconscientes del sultán, continuaba la batalla en el río.

Se oían terribles detonaciones de vez en cuando, y ocasionalmente llegaba hasta cerca del velero una bala perdida de espingarda o de lila.

Los que llevaban la parte peor eran los elefantes, que se mantenían expuestos obstinadamente en la línea de fuego, soportando frecuentes descargas de metralla que producían en sus corpachones tremendas heridas.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri, en el momento en qué diez o doce elefantes se lanzaban al asalto del velero—, ¿dónde acabaremos? ¿En el río, en vez de en Mompracem?

—Nuestra situación no es precisamente divertida —respondió el portugués, que no cesaba de disparar al lado de la bella holandesa, haciendo cada vez una víctima—. Pero estas bestias acabarán por cansarse.

—¿Estarán avanzando los tigres de Mompracem?

—¿No oyes cómo resuenan sus golpes? Tampoco los soldados del sultán tienen mucho de que reírse. Ese Sandokán sabe llevar los asuntos, especialmente cuando se trata de un combate. ¡Ah!

Un formidable choque, que parecía producido por una inmensa ola, había sacudido en ese momento al junco, partiendo del bauprés. Las amuras temblaron como si fueran a abrirse de un momento a otro y las cuadernas salieron despedidas, clavándose como lanzas en las carnes de los atacantes.

—¡Atención a la arboladura! —gritó Yáñez, que no había dejado de hacer fuego en la primera línea.

Los colosos parecieron sorprenderse de la resistencia de aquel montón de maderos. Luego, como presas de un delirio de destrucción, volvieron a la carga en grupos.

En un instante quebraron las amuras a golpes de trompa y aparecieron a la vista de Yáñez y sus compañeros.

Un feísimo merghee[31] de gigantesca nariz, se plantó sólidamente en el banco de arena, justamente bajo estribor, arrancó dos metros de amura y, aferrando con su trompa a Kammamuri, empezó a sacudirle, manteniéndolo suspendido en el vacío.

Los fugitivos dejaron escapar un grito de horror, creyendo llegada su última hora.

—¡Dejadme hacer a mí! —gritó el portugués, disparando a quemarropa.

El elefante, al sentir que la pólvora le quemaba la nariz, soltó a Kammamuri sin haberle hecho daño alguno. Pero luego, a pesar de estar herido, avanzó de nuevo despedazando con unos pocos golpes todas las jarcias fijas de la arboladura. Después, con una agilidad que nadie hubiera imaginado en un corpachón como el suyo, se lanzó al abordaje, amenazando con exterminar a los fugitivos a golpes de trompa.

Tuvo lugar entonces una escena muy cómica. La toldilla del viejo velero chino, carcomida por quién sabe cuántos años de navegación, se abrió, y el monstruoso animal desapareció en la bodega, hundiendo los fondos del barco con su enorme peso.

Yáñez no le había perdido de vista ni un solo instante.

—¡Pobres de ellos si el coloso se adueñaba de la bodega! El junco hubiera podido darse por perdido. En efecto, la bestia, recobrada de la caída, a pesar de estar completamente magullada y cubierta de sangre, había comenzado al atacar las amuras, hundiendo grupos de cuadernas y baos[32].

—¡Todos a mí! —gritó Yáñez—. No ahorréis las municiones. Es necesario que desalojemos a ese bribón antes de que nos eche a pique.

El elefante, irritado por la herida y por verse encerrados, seguía cargando contra la bodega, arrancando con furor los baos para hacer caer todo el puente. Los fugitivos se habían precipitado tras Yáñez.

—¡Abajo! —gritó Kammamuri.

Bajaron a la bodega, que estaba iluminada por dos enormes luceras de papel oleoso decoradas con grandes flores.

El coloso, tras hacer estragos entre los puntales, se había lanzado contra el tablazón, destrozando aquí y allá las cuadernas. El peligro era inminente.

—¡Mirad bien! —gritó Yáñez.

El paquidermo, acribillado de pleno, se alzó de golpe sobre las patas traseras e intentó tomar carrerilla para aplastar de un solo golpe a aquel grupo de personas. Pero le traicionaron las fuerzas y se desplomó con inmenso estrépito, vomitando un chorro de sangre por la trompa.

En el mismo instante, el junco, golpeado por todas partes por los animales, era impulsado hacia aguas más profundas, en donde la corriente era bastante rápida.

—¡Estamos vivos de milagro! —dijo Yáñez—. Kammamuri, vigila a los prisioneros.

—Están constantemente encañonados por mi fusil, señor.

—Señora Van Harte, y también vosotros, subid a cubierta e intentemos desembarazarnos de los que quedan. Corremos peligro de morir ahogados.

El junco aún seguía rodeado por los paquidermos, que le seguían obstinadamente a nado, intentando destruir lo que quedaba de sus amuras.

—¡Procuremos calmar un poco a estos pillos! —dijo Yáñez—. ¿Es que tienen el diablo en el cuerpo? Jamás he visto bestias tan furiosas. ¡Pobres de nosotros, si no hubiéramos encontrado este junco!

El espectáculo que ofrecían los animales supervivientes, dando saltos sobre los bancos de arena, siempre detrás del junco, o agitándose furiosamente entre las aguas fangosas del río, era verdaderamente impresionante.

Por fortuna, la corriente iba en aumento, de modo que el viejo velero chino se alejaba de ellos cada vez más.

Yáñez, Lucy, los hombres de la escolta e incluso Kammamuri, habían reanudado el fuego, completamente decididos a deshacerse de los asaltantes. De cuando en cuando un coloso herido cerca de un ojo o en la articulación del hombro, se desplomaba, dando unos horribles barritos.

La batalla duró una media hora. Pero, finalmente, los colosos cruzaron oblicuamente el río y se pusieron a salvo en la orilla derecha.

—¡Que el diablo se los lleve! —exclamó Yáñez, que había subido nuevamente a cubierta con sus compañeros—. ¿Habráse visto, esos malditos animales? Henos aquí, sobre este desvencijado junco que hace aguas por todas partes. Si aquel demonio hubiese continuado su carrera un rato más, nos hubiéramos ahogado todos.

—Pero junto a él —dijo Lucy.

—Pobre consuelo, señora.

—¿Y ahora, milord? ¿A dónde vamos? ¿Intentaremos llegar hasta los tigres de Mompracem o proseguiremos nuestro viaje?

—Tengo el temor de dar de bruces con los soldados.

—¿Es que aún no han sido vencidos?

—Todavía se oye el tronar de las espingardas a lo lejos, señora. Y, por cierto, con mucha viveza. Ya que, por ahora, no se ve a la guardia del sultán, sigamos a lo largo del río e intentemos abrir el camino de Varauni para el Tigre de Malasia.

—¿Podremos llegar?

—Todos los cursos de agua que bajan de los montes de Cristal mueren en la bahía y esta nave no volverá a la montaña.

—¿Creéis que Sandokán seguirá constantemente el curso del río? —preguntó Kammamuri.

—Es el camino que debe seguir —respondió Yáñez—. Ya que ha entrado en el valle, continuará su marcha hacia el mar, yendo detrás de nosotros.

—¿Creéis que ya sabe que le precedemos?

—Seguro. Y hará todo lo posible para alcanzarnos cuanto antes.

—¿Podremos entrar en Varauni sin que nos detengan?

—Fingiremos que somos honestos comerciantes que vamos recomendados al jefe del barrio chino. Deja que Sandokán se allane el camino; nosotros sigamos el nuestro y abramos bien los ojos. Nos podemos encontrar con los sikkaris del campamento.

—¿Qué les habrá sucedido a los hombres de nuestra escolta, señor Yáñez? ¿Les habrán asesinado?

—No creo que se hayan atrevido a tanto. Ea, procuremos tapar los agujeros lo mejor posible para que no se hunda el junco antes de arribar a la capital. Arriemos las velas y usémoslas para meterlas entre las cuadernas.

El junco había quedado reducido a un miserable estado. Afortunadamente, el río llevaba poca agua y estaba sembrado de gran cantidad de bancos de arena cubiertos de matorrales.

—Creía que el junco estaría en peores condiciones —dijo Yáñez, que había inspeccionado todo el barco—. Podremos taponar estos agujeros de forma que resistan lo suficiente para llegar a la capital. Señora, haced de centinela mientras trabajamos.

—No se ve ni un alma —dijo la bella holandesa—. ¡Si queréis que me ponga a disparar contra las aves…!

—¡Cuidado…! ¿Quién sabe si detrás de ellas avanzan los soldados, hostigados por los tigres de Mompracem?

—¡Qué desgracia no tener una de las espingardas de Sandokán! —dijo Kammamuri.

—Luego tendremos muchas más. ¿Acaso no contamos con nuestra formidable flotilla, que todavía se encuentra intacta y reunida en la bahía, y con nuestro yate?

—Precisamente estaba pensando en vuestro barco, señor, en este momento —dijo el indio—. Procuremos abordarlo y hacernos a la mar en él para guiar a la flotilla. Estando nosotros en el mar y Sandokán y los tigres de Mompracem en la ciudad, apoyados por los chinos, ¿quién se nos resistirá? Si el sultán quiere recobrar su libertad, deberá firmarnos, aun a costa de perder el trono, la restitución de la gloriosa isla de los piratas de Malasia.

—Si pudiera llegar hasta ella sin que se dieran cuenta la: guarnición y las cañoneras, me reiría de todos los sultanes: de Borneo —dijo Yáñez.

—Pero sigo inquieto por Sandokán. ¿Habrán detenido su avance?

—Puede haber encontrado kotte en su camino y esas pequeñas fortalezas, aunque están construidas solamente con troncos de árbol, ofrecen gran resistencia.

En ese instante, se vio surgir una gran columna de humo en la orilla izquierda del río, cubierta por espesísimo follaje.

Se había ensombrecido la frente de Yáñez.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués, pero sin alarmarse demasiado—. ¿Es que ya está aquí la guardia del sultán?

—Sólo se oyen disparos en la lejanía, señor —respondió el indio—. Todavía se combate a gran distancia.

Aún no habían acabado de decir esto, cuando, entre las cañas que cubrían la orilla, aparecieron bruscamente varios hombres que tomaron por blanco el velero.

Eran unos veinte, todos bronceados y con pequeños turbantes grisáceos con rayas blancas.

—¡Tumbaos detrás de las amuras! —gritó inmediatamente Yáñez, mientras sonaban algunos disparos.

Los atacantes habían tomado posiciones rápidamente en el extremo de una minúscula península, gritando:

—¡Parad o hacemos fuego!

—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yáñez levantándose rápidamente—. Esas voces me resultan conocidas.

—¿Serán los hombres que nosotros dejamos en el campamento del sultán?

—Así lo espero, por inverosímil que parezca.

—¡Alto! —gritó otro hombre que parecía el jefe del grupo—. Acercaos a la orilla u os seguiremos hasta Varauni.

—¡Señor mío! —gritó Yáñez, saltando sobre la amura del junco—. ¿Es así como se saluda a los viejos camaradas?

Al oír aquella voz, se levantaron los veinte hombres, haciendo grandes gestos de asombro.

—¡El señor Yáñez! ¡El señor Yáñez! —gritaban todos, precipitándose hacia la orilla.

—¿De dónde venís? —preguntó el portugués.

—Hace treinta horas que os buscamos por la selva para serviros de escolta —respondió el jefe—. No creíamos encontraros aquí, en este río, en medio de una espantosa batalla que no da señales de acabar. ¿Sabéis que los tigres avanzan, hostigando a los soldados?

—¿No habéis podido uniros a Sandokán?

—No, señor Yáñez. La guardia del sultán nos cierra el paso y somos pocos para atacarles, especialmente en medio de la selva.

—Está bien, vendréis a Varauni con nosotros —dijo el portugués—. Esperaremos allí a Sandokán.

Kammamuri cogió un cabo y lo lanzó a la orilla para que el junco pudiera acercarse a tierra. Los veinte hombres de la escolta se precipitaron en cubierta dando gritos de alegría. Nunca hubieran esperado tener tanta suerte.

—Temía que os hubiesen matado a todos —dijo Yáñez al jefe de la escolta.

—Ya había sido dada la orden de fusilarnos como patos, señor, cuando al vernos perdidos, atacamos decididamente el campamento, atravesándolo a todo correr. ¿Lo creeréis? Todos aquellos gandules, en vez de cerrarnos el paso, nos dejaron escapar, cosa que aprovechamos para dirigirnos al río. Ya había oído tronar las espingardas y los lila del Tigre de Malasia, pero siempre teníamos delante a la guardia del sultán, que combatía con furor en los bosques, defendiendo el terreno palmo a palmo.

—¿Dónde está el campamento de los sikkaris y de los cazadores?

—Desaparecieron todos cuando empezamos a disparar, señor.

—¿A dónde han huido?

—A Varauni.

—¡A enemigo que huye, puente de plata! Creo que ya sólo nos queda algo por hacer: alargar la mano para apoderarnos de Mompracem —dijo Yáñez—. Prosigamos nuestro viaje e intentemos llegar a la bahía sin que nos vean.