21. Una batalla de gigantes

La batalla había comenzado encarnizadamente entre los tigres malayos y los tigres indios, ansiosos unos y otros por probar su legendario valor.

Las hordas del Tigre de Malasia se habían colocado a lo largo de un ancho barranco, tras emplazar media docena de espingardas en el borde de una elevación.

Un grito tremendo, hizo retumbar las montañas: los tigres más o menos humanos, rivalizaban, ante todo, en la fuerza de sus pulmones, creyendo asustarse mutuamente.

—¡Mompracem! ¡Mompracem!

—¡Varauni! ¡Varauni!

Sucedieron a estos gritos numerosas descargas de fusil, mosquete y espingarda.

La lucha se había entablado ferozmente por ambas partes, pues la guardia del sultán, aunque muy inferior en número, no había retrocedido ni un solo paso. Por el contrario, había atacado decididamente con los yataganes para defenderse de los parangs de sus adversarios. La contienda que se libraba en los barrancos de los montes de Cristal no era una simple escaramuza, sino una verdadera batalla.

Yáñez, Kammamuri, Lucy, sus compañeros y el sultán, asistían desde lo alto a aquella batalla que tenía que acabar en una matanza, porque los tigres indios rivalizaban en audacia y ferocidad con los tigres de Malasia.

Se habían tendido en el suelo para no ser fulminados por las descargas que resonaban desde las laderas, donde Sandokán había colocado toda su artillería para abrirse paso hasta el río.

Los soldados del sultán, bravísima infantería, obstaculizaban ferozmente su paso, tanto con las armas de fuego como con las blancas, intentando, a su vez, dispersar a los adversarios.

—¡Mis compatriotas resisten bien! —dijo Kammamuri que miraba con admiración a los soldados que cargaban furiosamente con los tarwar en sus manos.

—Darán trabajo incluso a los viejos tigres de Mompracem —respondió Yáñez, que aún se mantenía tendido en tierral porque los proyectiles no dejaban de silbar a su alrededor.

—¿Les podrán rechazar en la montaña las tropas del Tigre de Malasia?

—Mientras Sandokán cuente con su artillería, les opondrá una formidable resistencia. Dejémosle hacer: verás como ese hombre tremendo conducirá la batalla maravillosamente.

—¿Y si aprovechásemos este momento para bajar al llano con el sultán?

—Eso era lo que yo quería proponer —respondió el portugués—. Pobre de ti si se te escapa este tirano. Sólo él pueda firmar la rendición de Mompracem.

—No perdamos más tiempo aquí, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Los soldados podrían aventajar a los nuestros y entonces, la reconquista de Mompracem no habría sido más que un bello sueño.

—Señora —dijo Yáñez volviéndose hacia la bella holandesa, la cual asistía desde el borde de una roca a la batalla, que cada vez se hacía más sangrienta—, ¿os atemorizaría seguirnos hasta el río?

—Yendo con vos, no, milord —respondió la joven.

—Correremos peligro.

—No será el primero.

—Kammamuri, te confío el sultán. Si no obedece, recurre a cualquier medio.

—Sí, señor Yáñez —respondió el indio, precipitándose sobre el monarca y aferrándole fuertemente por las muñecas.

—¡Bribones! —gritó el sultán, intentando rebelarse.

—¡Calla, charlatán! —respondió Kammamuri, amenazándole inmediatamente con una pistola—. Camina, o dejarás aquí arriba tu piel.

—Si no quiere andar, empújale —dijo Yáñez.

—Le romperé los huesos, señor, aunque sea un sultán.

El pequeño grupo se formó rápidamente. Yáñez abría la marcha, con Lucy; detrás seguía el sultán, fuertemente asido por el maharato, que no cesaba de asegurar que le mataría a golpes, y, finalmente, los cuatro hombres de la escolta.

Todo el valle surcado por el río se estremecía en ese instante bajo un horrísono estruendo. Las tropas de los soldados y del Tigre de Malasia habían llegado a la lucha cuerpo a cuerpo y se atacaban con un furor imposible de describir. De cuando en cuando, se oían espantosos gritos que impresionaban mucho a la bella holandesa, la cual parecía haber perdido buena parte de su acostumbrada sangre fría en este supremo instante.

Yáñez superó rápidamente las rocas batidas por los proyectiles, alcanzó una especie de canal y se metió dentro animosamente, diciendo:

—Este es el momento de ayudar a los amigos.

Manteniéndose muy cerca unos de otros y avanzando agachados para no ser alcanzados por una descarga, bajaban los fugitivos, cuidando de no caer en una emboscada de los soldados, cosa que era muy probable, pues los fíeles guerreros del sultán se esforzaban por acabar con aquel grupo de aventureros.

Se habían metido entre las densas nubes de humo producidas por la artillería de Sandokán y Tremal-Naik, quienes avanzaban constantemente, ametrallando duramente, a las fuerzas del sultán, que ya tenían numerosas bajas en las orillas del río por no poder oponer una resistencia eficaz.

Tan inútiles eran las carabinas como las espingardas cargadas de clavos, los lila —esos pequeños cañones que arrojan balas de un par de libras— e incluso los cortos y demasiado ligeros tarwar, que sólo tendrían razón de ser en el caso de un enfrentamiento con los terribles kampilangs.

Yáñez y sus compañeros seguían bajando por las pequeñas rieras abiertas por el agua. El estruendo de la batalla llegaba en ese momento al máximo. Sandokán y Tremal-Naik habían lanzado a sus tropas a las orillas del río.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, ¿cómo acabará este trance? Me parece que los soldados oponen una resistencia tenaz.

—Cuando lleguen al cuerpo a cuerpo con los tigres de Mompracem, verás cómo se van.

—¿Quién vive?

—¡Amigos! —respondió Yáñez—. Os pedimos el favor de que os adelantéis para que nos conozcáis.

—¿Quiénes sois? ¿Los aventureros de Varauni, acaso?

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, sobresaltándose—. Yo he oído esta voz en otra ocasión. Pero ¿dónde?

—Os lo diré yo, milord —dijo la bella holandesa—. En el vapor que hundisteis.

—Tenéis razón, señora. Sería una verdadera suerte capturar a la vez al sultán y al verdadero embajador inglés. Con tales rehenes se le pueden imponer condiciones hasta a Labuán.

—¿Quién vive? —repitió en ese momento la voz del desconocido—. Responded, o hago fuego.

—También hay sitio aquí para vos, señor mío —dijo Yáñez con ironía, mirando en todas direcciones—. Todos combaten y también podemos pelear nosotros. Pero os advierto que os barreremos inmediatamente, si no sois de los nuestros.

—Combato por mi cuenta.

—Es un capricho de verdadero inglés.

—¡Cierto! —respondió el embajador, que, por otra parte, no se atrevía a salir de entre los remolinos de humo que llenaban el valle—. ¿Quién combate en los montes de Cristal?

—La guardia del sultán.

—¿Atacan los aventureros de Varauni?

—Así podría suponerse de todo este estrépito. ¿Querríais tener la gentileza de venir a saludar al sultán de Borneo? —¿El sultán de Borneo?

—Os espera aquí.

—¿Cómo es que se encuentra aquí, en vez de estar entre su guardia?

—Los soldados han preferido abandonar a su señor en el último momento, después de haberle desangrado por completo.

—¡Oh, para fiarse de los indios! Son buenos combatientes una vez que se lanzan al ataque, pero demasiado caprichosos. ¿Estamos en contacto? ¿O sólo me lo parece a mí?

Un hombre de elevada estatura, que llevaba enormes patillas rojas, había salido de la masa de nubes de humo y se había dirigido hacia el grupo de Yáñez.

—Atento, Kammamuri —dijo el portugués—. Necesitaremos a ese hombre.

—Si no os importa, a ese hombre le capturo yo —dijo la bella holandesa.

—Manteneos en guardia, señora. Tomad mis pistolas, que valen más que vuestra carabina.

El desconocido, que finalmente se había presentado, preguntó arrogantemente:

—¿Quién sois vos?

La respuesta se la dio inmediatamente Kammamuri, el cual había dejado por un momento al sultán, ahora bajo la vigilancia de la bella holandesa. Con un salto rapidísimo, se le echó encima y con un impulso irresistible lo derribó al suelo.

El embajador, que ciertamente no se esperaba esa desagradable sorpresa, cayó como un buey al que le hubieran dado un mazazo.

—¿Me lo has averiado, Kammamuri? —preguntó Yáñez—. Tienes una fuerza muscular tan grande que es preciso dejarla descansar todo lo que se pueda.

—Los ingleses son duros —respondió el maharato—. ¡Es para vos! Mirad, ya abre los ojos y arquea las manos, como si quisiera tomar parte en un combate de boxeo.

—Salta encima de él, antes de que huya: ese también es muy valioso —Kammamuri había caído sobre el embajador, martilleándole la cabeza a puñetazo limpio.

—Basta… me rindo —dijo el desgraciado, que hacía enormes esfuerzos para ponerse nuevamente en pie.

—¿Tienes bastante? —preguntó el indio.

—¿Queréis matarme?

—No tan pronto.

—Átale también las manos a este hombre, junto al sultán. Y procuremos llegar lo antes posible a Varauni —dijo Yáñez.

—¡Cómo! ¿Y Sandokán?

—A estas horas ya sabe lo que tiene que hacer, si Mati ha llegado hasta él, como creo.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros en Varauni, mientras se combate aquí?

—Vamos a desencadenar la revolución, amigo mío. Cuando los tigres lleguen a ver la bahía, es posible que la roja bandera ondee ya sobre los muelles. Ea, huyamos antes de que nos envuelvan los combatientes.

Permanecer más tiempo en la orilla del río, batida por terribles descargas de carabinas y barrida por la metralla de las espingardas, hubiera sido peligroso.

Yáñez, que había imaginado rápidamente un plan, cruzó por el bosque llevando detrás al sultán y al embajador.

Habían llegado entonces al centro del fuego. Las balas silbaban y rebotaban por todas partes, tronchando las ramitas y espantando a los animales salvajes que todavía quedaban por allí.

Aunque los tigres de Malasia habían atacado a fondo y resueltamente, todavía no habían conseguido arrollar a la valerosa infantería india, que se dejaba matar cruelmente en su puesto antes que rendirse.

En el légamo del río se amontonaban los cadáveres, horriblemente mutilados a golpes de tarwar o de parangs, pues tanto los tigres como los indios habían abandonado las armas de fuego que ahora resultaban casi inútiles.

Solamente continuaban disparando las espingardas, colocadas en las hondonadas de los montes de Cristal para diezmar las filas de la tenacísima guardia, que cala sin gloria.

Yáñez, antes de abandonar la roca, con una rápida ojeada, se había formado una idea más o menos exacta del curso del río y guiaba tranquilamente a su grupo, a pesar de que, de cuando en cuando, pasaban por el aire y a ras de suelo verdaderas nubes de metralla.

Su objetivo era librarse del cerco de los soldados, que de un momento a otro podían rodearles.

No había ni que pensar en llegar hasta el Tigre de Malasia, afanado como estaba con todas sus tropas. A Yáñez sólo le quedaba una cosa que hacer: dirigirse a Varauni, sublevar a los chinos y desencadenar la insurrección antes del regreso del sultán.

Dirigiendo hábilmente a su pequeña vanguardia, el portugués, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría, consiguió finalmente abrirse camino por el río. Más allá se encontraba la gran selva, aún en tinieblas, porque no había despuntado el alba. Los refugios no podían faltar.

—Un supremo esfuerzo, señora —dijo Yáñez a la bella holandesa—. Tenemos que pasar por en medio de un cerco de fuego.

—Estoy dispuesta a todo —respondió la flemática joven, golpeando el cañón de su carabina con la palma de su mano derecha—. Consideradme como un soldado, milord.

—Si todas las mujeres fueran como vos, ¿cuántas desdichas se evitarían?

—A la guerra se va a combatir, milord —respondió Lucy—. No creáis que estoy demasiado impresionada por esta batalla.

—¡He aquí la excelente sangre del septentrión! —murmuró el portugués—. ¡A mí, Kammamuri!

El maharato, que estaba abrumando a golpes al embajador y al sultán, quienes intentaban con grandes gritos hacer acudir en su auxilio a la guardia, avanzó por la orilla del río volteando amenazadoramente el kampilang sobre la cabeza de ambos prisioneros.

—Cuida de la señora, Kammamuri —le dijo Yáñez—. Si dentro de un cuarto de hora no hemos superado los flancos de la batalla, no sé qué será de nosotros. Presiento que los borneanos del sultán jugarán su más terrible carta.

—La guardia ya está casi medio destruida —respondió el indio.

—¿Y no cuentas con los sikkaris del campamento? Verás cómo nos caerán encima.

—¿Tenemos que atravesar el río?

—Sí, Kammamuri.

—¡Mal momento, con tantos proyectiles silbando a nuestro alrededor!

—No perdáis el tiempo: disparan a bulto y, además, tienen encima a los tigres de Mompracem, y estos no dejarán tiempo a los borneanos para que nos maten a todos. ¡Señora Van Harter, al agua!

—¿No nos ahogaremos?

—No sería imposible que nos devoraran los cocodrilos que infestan los ríos de Borneo, mas espero que, con todo este estrépito, no tendrán ganas de bromear.

El fragor se había hecho verdaderamente espantoso. En efecto, en la hondonada del río había momentos en que parecía que saltaran por los aires parcelas enteras de bosque. Continuaba la sangrienta batalla entre la guardia del sultán y los tigres de Mompracem, con una furia increíble.

Ambos bandos se atacaban encarnizadamente, intentando destruirse en masa.

—¡Agachaos! —gritaba sin cesar Yáñez, que tendía una mano a la bella holandesa—. Nuestra salvación está en la rapidez. Atención a los cocodrilos.

Habían conseguido abrirse paso entre los últimos matorrales que se amontonaban desordenadamente en la orilla del río y se adentraron con resolución en las aguas fangosas, intentando la travesía antes de que llegaran los terribles soldados.

Cogidos de la mano, pasando de banco en banco, los fugitivos, acompañados en todo momento por el sultán y el embajador, casi habían llegado a la orilla opuesta, cuando otro espantoso estrépito resonó en medio de la selva.

—¿Qué ocurre? —gritó Yáñez, que se había detenido en un islote fangoso—. ¡Se trata de elefantes!

—Sí, señor —dijo Kammamuri, que vigilaba a sus prisioneros.

—¿Tigres malayos, tigres indios y elefantes…? ¿Quién saldrá vivo de este valle?

—Señor, atravesemos prontamente el último brazo del río —dijo Kammamuri—. Más adelante hay algo que podrá proporcionarnos refugio contra todos, al menos por cierto tiempo.

Una oscura masa de amplias proporciones se dibujaba en la orilla. En vez de uno de los acostumbrados praos, parecía que los mineros chinos hubieran abandonado en aquel lugar un junco. Como es sabido, las embarcaciones fluviales de los mongoles son de una resistencia a toda prueba.

—¡Sí, allí! —gritó Yáñez, que sostenía constantemente por la mano a la holandesa.

Pasando de banco en banco, el grupo consiguió finalmente llegar a aquella oscura masa que estaba varada en la orilla.

—He aquí nuestra salvación —dijo Yáñez, subiendo rápidamente por la escalerilla del pequeño velero zozobrado—. Si los elefantes nos hubieran llegado a bloquear en medio del río, estábamos perdidos.

—Pero ¿de qué elefantes creéis que se trata? —preguntó la bella holandesa.

—Los que capturaron los batidores para el sultán y que ahora vienen hacia aquí, a través de la selva, para diezmar a nuestras tropas.

—¿Podremos resistir aquí?

—Este velero es tan pesado como una roca y opondrá una extraordinaria resistencia a los paquidermos.

—¿No nos atacarán?

—No temáis, señora. Se estrellarán contra este montón de maderos. ¡Ya llegan…! Desgraciados de los que se encuentren en la selva. Los prisioneros, a tierra. Y preparémonos a disparar contra los colosos.

—Les voy a atar, señor —dijo Kammamuri, empujando al sultán y al embajador hacia el palo mayor y echando sobre ellos una maroma—. Ahora, que intenten escapar.

En ese momento, la manada de elefantes, reunida días atrás por los sikkaris del sultán en la selva, entraba en el río con un ímpetu irrefrenable, dirigiéndose hacia el velero.

Se trataba de unos cincuenta paquidermos, tal vez más, Y todos de gran tamaño.