20. Tigres indios y tigres malayos

Desgraciadamente, el desgraciado portugués, cuando ya se creía a salvo, había sido estrechamente asediado por los soldados, que eran muy numerosos porque se les habían unido muchos batidores.

La fuga nocturna que Yáñez había proyectado hacer con Kammamuri se había malogrado por culpa del intensísimo fuego de sus enemigos. Desde hacía cuarenta y ocho horas no habían podido dar un paso.

Muy inquietos, se movían alrededor del campamento, disparando de vez en cuando un tiro contra los soldados, para mantenerlos alejados.

Entretanto, el hambre les atormentaba terriblemente.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri, tras unas descargas de los soldados que estuvieron a punto de herir a la bella holandesa—, es imposible resistir.

—Lo sé, querido —respondió el inglés, que se arrastraba entre las rocas como si buscase algo—, no siempre se puede tener suerte.

—¿Creéis que Mati haya conseguido llegar hasta Sandokán?

—Así lo espero.

—¿Con tantos enemigos?

—Mati no es un hombre que se deje sorprender y, aunque sin ayuda, pasará entre las líneas de los soldados.

—¿Cuándo acabará este asedio?

—Supongo que durará hasta que recibamos algún auxilio.

—Y, entre tanto, no tenemos nada que llevarnos a la boca.

—Sí, el plomo de la guardia —respondió Yáñez, que continuaba recorriendo con la mirada una profunda hendidura que surcaba el borde de la roca.

—¿Qué es lo que buscáis? —preguntó Kammamuri.

—La cena.

—¿Dónde?

—Hace poco, mientras la guardia del sultán hacía fuego, he visto a un animal meterse en esa ancha hendidura.

—¿Será un tigre, señor Yáñez?

—No se atreverán a venir contra nosotros, con el estrépito que hacen los batidores. Vamos a ver.

Se volvió hacia la holandesa, que se resguardaba entra dos rocas, y le dijo:

—Esperadme un instante, señora. Y si el sultán intentará la fuga, advertidnos inmediatamente.

—Le impediré que se vaya —respondió la señora con su acostumbrada calma.

Yáñez y Kammamuri cogieron los fusiles, a pesar de están convencidos de que bastarían las armas blancas, y reanudad ron la exploración, empujados por el hambre que les atenazaba desde hacía cuarenta y ocho horas.

Con gran asombro de Kammamuri, se había ensanchando repentinamente ante ellos, la fisura que poco antes parecía tan delgada.

—¿A dónde conducirá? —preguntó.

—Seguramente a una pequeña caverna —respondió Yáñez, avanzando con la cabeza baja para no ser acribillado por los soldados que ocupaban obstinadamente las orillas del río atravesado por los elefantes.

—¿Habrá algún animal delante de nosotros?

—¡Ya te he dicho que vi una sombra y dos ojos tan grandes que parecían linternas!

—¿Queréis bromear, señor Yáñez?

—Verás, amigo.

Recorrieron completamente la hendidura y se detuvieron ante un peñasco partido parcialmente y que parecía tener detrás un gran vacío.

—¿Quién diría que aquí hay una pequeña caverna? —dijo Yáñez—. Ahora sé dónde se ha refugiado ese extraño animal que tiene lámparas por ojos.

—Estad atento, que no os coma una mano, señor Yáñez.

—En un espacio tan angosto no puede guarecerse un animal grande. Ya me imagino con quién tenemos que habérnoslas.

—¿Un oso malayo?

—¡No, no! Cenaremos un pequeño bru-samuinoli. Animal feo a la vista, pero no malo al paladar.

Bajo a la hendidura, armó por precaución una de sus pistolas y se acercó al nicho.

Dos enormes puntos luminosos, que despedían una vivísima luz, hirieron de repente su vista.

—¡Un bru-samuinoli! —exclamó el portugués—. Me lo había imaginado. Ningún otro animal habría podido vivir sin hacer largas subidas y fatigosos descensos. Amigo Kammamuri, ayúdame. Son animales que se dejan coger sin demasiada resistencia.

En medio del nicho se encontraba acurrucado un rarísimo animal, de hocico deforme que terminaba en una boca imposible de describir.

—¡Por Júpiter! ¡Sí que es feo! —exclamó Yáñez, echándose atrás—. ¿Quién tendrá el valor de apoderarse de ese animal? Se dice de él que echa por sus ojos todas las maldiciones di las hadas y magos de los bosques.

—Hace cuarenta y ocho horas que mi estómago no cesa di reclamar algo de comida —respondió Kammamuri—. Ser todo lo feo que quiera, pero nos lo comeremos. Aunque me parece de proporciones muy modestas…

Podía haber dicho modestísimas, porque no era mayor que un conejo. Un bocado de carne, después de tanta hambre. Pero se lo habían ganado y no querían dejárselo a los soldados.

El maharato metió el brazo en el nicho, aferró fuertemente al animal sin dejarse asustar por los rayos verdosos que no cesaba de lanzarle, y luego lo sacó, estrangulándola.

—Si sólo podemos contar con estas provisiones, será un mal negocio, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Aquí no hay más de dos libras de carne.

—Nos contentaremos con eso —respondió el portuguesa que observaba con vivo interés al bru-samuinoli—. ¡Quién sabe si entretanto llegarán las tropas de Sandokán!

—¡Mientras no lleguen antes los soldados!

—¡Oh! Tenemos en nuestras manos al sultán y, con un rehén semejante, se puede rechazar el ataque casi sin disparar un tiro.

Apenas pronunció estas palabras, cuando al volver la mirada hacia el sultán le vio hacer con la cabeza una serie de señales.

—¡En guardia, Kammamuri! —murmuró Yáñez—. Llegan los soldados.

—¡Y nosotros iremos a su encuentro! —replicó el animoso maharato.

—Pero con el asado que llevas.

—¿Por qué, señor?

—Los bru-samuinoli son más temidos que las balas de los lila, porque son tenidos por terribles brujos.

—¿Y si entretanto escapáramos? Veo que el sultán continúa haciendo señales.

—Voy a calmarle inmediatamente. Ya nos ha dado bastantes molestias y no aguanto más.

Iban a salir de la hendidura, cuando a pocos pasos de distancia estallaron unos disparos.

Los soldados, aprovechando la oscuridad y la poca vigilancia de los asediados, habían ganado la travesía de la roca y, saltando de peña en peña en el más profundo silencio, estaban a punto de poner los pies en lo alto.

—¡Huyamos! —gritó Yáñez.

—¿Tiro el animal?

—Sí, en medio de sus filas. Verás como escapan. Ten cuidado de no recibir una descarga.

Aunque al maharato le desagradaba mucho perder aquel poco de cena que su estómago reclamaba imperiosamente desde hacía tantas horas, saltó al borde de la hendidura, a riesgo de recibir un disparó lanzó el animal y escapó.

Los soldados, que habían conseguido escalar la roca sin ser observados, al ver que les caía encima aquel extraño animal, cuyos ojos aún conservaban algo de luz, lanzaron un gran grito de espanto y se precipitaron nuevamente a través de los peñascos, sin tener valor para detenerse ni un solo instante.

El horror que tienen los indios y los malayos a los bru-samuinoli es tal, que en cuanto descubren uno se apresuran a cegarlo por temor a que esa extraña luz les traiga terribles: maldiciones. La cuestión fue que la cena del maharato obtuvo un éxito inesperado, porque todos los asaltantes abandonaron la posición.

—Verás como por ahora no vendrán a molestarnos —dijo Yáñez al indio—. Donde se encuentra uno de estos animales, el indio no pasa.

—Pero hemos perdido la cena, señor.

—Apriétate un poco más el cinturón.

—Ya no puedo apretarlo más.

—Nos desquitaremos más tarde.

—Envidio vuestra calma, señor Yáñez. Pero preferiría haberme metido en el cuerpo ese animal, bueno o malo, no importa. ¿Qué está haciendo el sultán? No me cabe la menor duda. Ese hombre hace señales.

—Ponte de guardia con la señora y los cuatro hombres, y deja que vaya a decirle cuatro palabras a ese terrible monarca. ¿Se ve a los soldados?

—Han pasado bajo la protuberancia de la roca y se mantienen muy alejados de esa bestia milagrosa.

—Entonces, vamos a charlar un poco con el amigo. Abre los ojos y no te dejes sorprender.

—Os prometo velar incluso sobre la señora.

Yáñez recorrió un tramo de la peña, mirando hacia abajo.

Luego, no viendo a los soldados, se aproximó al sultán, que parecía muy abatido por su falta de éxito.

—Es inútil que os agitéis, alteza —le dijo Yáñez—. Mientras estemos aquí arriba, vuestros hombres no se atreverán a atacar. En cambio vos, si continuáis con vuestro misterioso juego de señales, podéis correr el peligro de recibir dos pistoletazos.

—¡Ah, infame pirata! —chilló el sultán, haciendo esfuerzos desesperados para desatarse, pero sin conseguirlo—. ¿Aún no ha acabado esta comedia?

—¡Qué va! Acabará en la isla de Mompracem, alteza. Allí jugaremos la partida más interesante.

—¿En Mompracem? —exclamó el sultán, rechinando los dientes—. ¿Qué es lo que queréis decir, mi buen milord? Sin rodeos diplomáticos.

—Como vuestros hombres han comprendido al fin que disparando contra nosotros podrían matar también al gran soberano de Borneo, creo que ha llegado la hora de las explicaciones. Es cierto, alteza. Yo no he sido nunca embajador del gobierno inglés, pues las cartas que os mostré se las cogí al verdadero embajador.

—¿Bromeáis, milord?

—Os repito que esta gira de placer acabará precisamente en Mompracem. Será allí donde nosotros, alteza, probaremos si valen más las carabinas de vuestros soldados que las de los malayos y piratas que hemos reclutado en gran número y que esperan desde hace un mes a poniente y levante de vuestro estado.

—Entonces, ¿quién sois vos? —gritó el sultán.

—¿Os acordáis de los terribles tigres de Mompracem? Tenían dos jefes: uno de ellos fue a conquistar un trono a la India y el otro, que era el famoso Tigre de Malasia, se ha abierto paso hacia vuestro gran lago haciéndose proclamar rajah.

—¡Es imposible! Vos estáis bromeando, queréis divertir a mi costa.

—No, alteza. Yo soy el no menos famoso Yáñez de Gomera, un día llamado el Tigre Blanco. Sólo desataré esos nudos en Mompracem.

—¿Y pasaréis por mi capital? ¿Cuántos sois?

—Proceden de los montes de Cristal las huestes que tiene un único objetivo: enarbolar la roja bandera de los terribles piratas de Mompracem a despecho de los ingleses y de los holandeses.

—¿Habéis conquistado tronos y venís a atacarme por un islote que no vale ni dos disparos de fusil?

—Hace seis meses que los ingleses, de acuerdo con los holandeses, os han cedido la isla.

—Y con la orden de prohibir su reconquista a cualquier banda de piratas.

—Ya no somos vagabundos del mar, alteza. Yo soy rajah de un gran reino indio que se llama Assam, y el Tigre ya ha hecho un bonito agujero en vuestros estados. Así que comprendo que Mompracem ya no merezca una batalla. Pero os aseguro, alteza, que estamos completamente decididos a batirnos en tierra y mar.

—¿Y no tenéis en cuenta a los ingleses?

—Por supuesto.

—¿Y a los holandeses?

—Iremos a preguntarles desde las proas de nuestros praos, entre nubes de metralla, por qué se inmiscuyen en asuntos que no les incumben.

—Son protectores de Varauni y de Mompracem, milord, y se aprestarán a defenderme.

Yáñez sonrió ceremoniosamente. Luego, siguió diciendo:

—Por ahora seguís siendo mi prisionero. Hasta que lleguemos a la costa y quizás más allá. Y os advierto que estoy totalmente decidido a hacer valer sobre vos todos mis derechos de pirata, ya que me tomáis por tal.

—¡Tendréis que véroslas con mi guardia!

—Rondan a lo lejos sin atreverse a dejarse ver. Claro que vos sois un buen blanco.

En ese momento, dos disparos retumbaron cerca de la roca.

—¿Quién ha disparado? —preguntó Yáñez.

—Yo, señor —respondió el maharato.

—¿Suben?

—Así parece.

—¡Y Mati todavía no vuelve con noticias de Sandokán! El asunto se pone serio y no sé cómo acabará, aunque tengo en mis manos al sultán. ¿Quieres una carabina de refuerzo, Kammamuri?

—Sería mejor que vinierais a ver lo que sucede en las orillas del río. Los soldados se amontonan en esa dirección como para prepararse al combate.

—¿Acaso se estarán acercando las tropas de Sandokán? —se preguntó Yáñez.

—Apuntó con sus pistolas al desgraciado sultán con la intención de asustarlo aún más, y luego siguió al maharato, a la bella holandesa y a los hombres de la escolta, todos los cuales se habían resguardado entre los peñascos.

Algo debía de estar ocurriendo, en efecto, en la base de la roca, pues se veía a grupos de hombres que cruzaban el río continuamente y se oían, en el aire antes tranquilo y silencioso, numerosas voces que daban órdenes.

Algunos soldados habían intentado llegar hasta el sultán: con la esperanza de liberarle. Pero luego, ante un ataqué fulminante de los asediados, bajaron nuevamente al río.

—¿Qué dices? —le preguntó Yáñez a Kammamuri, que había disparado otra vez, aunque sin éxito, pues los atacantes procuraban no exponerse al tiro de aquellas famosas carabinas.

—Baja gente de los montes de Cristal —respondió el indio.

—No pueden ser más que los hombres de Sandokán: estoy convencido. Preparémonos para ayudarles lo mejor que podamos.

Ante ellos, más allá del río, se alzaban las primeras estribaciones de los montes de Cristal. Y hacia ese punto enviaban los soldados su vanguardia. Si no les amenazara un peligro, no hubieran interrumpido tan precipitadamente el asedio.

De allí tenía que venir el enemigo, ese enemigo anunciad tanto tiempo atrás, constantemente en armas en las fronteras de Borneo y de la región de los lagos.

Yáñez, Kammamuri, Lucy y los hombres de la escolta, inclinados hacia delante al abrigo de las rocas, no apartaban la mirada de aquellas montañas, escuchando atentamente.

Parecía como si se aproximaran por los barrancos numerosas tropas, porque de cuando en cuando se oían rodar en los valles bajos piedras o troncos de árbol, movidos por los guerreros para abrirse paso hacia el río.

—Se acercan —dijo Yáñez—. ¡Son ellos! ¡Estamos salvados! Mompracem caerá nuevamente en nuestras manos, se lo arrebataremos al sultán para siempre.

—¿Y si nos equivocásemos? —preguntó el maharato—. He oído contar que, de vez en cuando, bajan los dayaks del interior para proveerse de cabezas humanas.

—No nos echaremos en los brazos de estos salvadores a ciegas —respondió el portugués—. Si los dayaks tienen los conocidos parangs y kampilangs que cortan como navajas, nosotros contamos aún con excelentes carabinas.

—Quisiera daros un consejo, señor Yáñez —dijo el indio.

—Dilo.

—¿Qué tal si aprovecháramos la ausencia de los soldados para dejar este lugar y bajar al río?

—También se me había ocurrido esa misma idea —dijo el portugués—. Escapemos, sin descuidar al sultán.

—Yo me encargo de él, señor. Si no me sigue por las buenas, le haré aullar como un lobo. Si es que no le precipito desde lo alto de la roca…

—¿Estáis dispuesta a seguirnos, señora? —preguntó Yáñez—. ¿No os asusta la idea de encontraros entre dos bandos combatientes?

—En absoluto, señor —respondió la joven con toda su calma, golpeando con la palma de la mano su pequeña carabina india—. A mí me basta esta para defenderme.

—Para ti, el sultán, Kammamuri —dijo Yáñez—. Cuida de que no huya.

—Respondo de ello.

El portugués avanzó hacia el talud de la roca, que caía verticalmente sobre el río tras las primeras estribaciones de los montes de Cristal, y estuvo escuchando largo rato. En el interior de los barrancos se oía constantemente el rodal de los aludes de piedra, como si un pequeño ejército se estuviera encaminando hacia las salidas.

—Ante todo; la señal —dijo Yáñez—. Disparad unos cuantos tiros a intervalos espaciados. Si el hombre que guía esas huestes es verdaderamente el Tigre de Malasia, responderá.

Levantaron las carabinas y dispararon cuatro veces, con una determinada pausa entre una y otra. Esa era la señal establecida con Sandokán y Tremal-Naik para entenderse a gran distancia. Siguió un breve silencio. Después parecíó como si los montes de Cristal fueran tomados al asalto por hordas procedentes del interior.

También en los barrancos se disparaba con una furia increíble. Y las bandas del Tigre de Malasia no se limitaban a tirar con carabinas, ya que, de cuando en cuando, una serie de fortísimas detonaciones laceraba el aire. Eran las espingardas y los lila de las hordas, que intentaban morderá las carnes de los soldados desplegados a lo largo de la orilla del río.

—¡Adelante! —gritó Yáñez—. Vamos al encuentro de nuestros salvadores. Formad un apretado grupo, con el sultán en el centro, y bajemos al llano antes de que la batalla se haga general. Que nadie se aparte o se quede atrás, porque caerá en manos de los soldados.

De repente, el maharata saltó hacia el sultán y le aferró por los brazos, diciéndole con voz amenazadora:

—O seguirnos o morir aquí arriba, a la vista de los montes de Cristal.