19. Las huestes del tigre

La luna, una magnífica luna que iluminaba el bosque como si fuese pleno día, rozaba los altísimos árboles de los montes de Cristal cuando una pequeña cuadrilla de hombres apareció en el fondo de un barranco que conducía al estanque de Sirdar. No serían más de cincuenta, pero su aspecto no era precisamente tranquilizador.

Se trataba de malayos y dayaks del interior, los famosos cazadores de cabezas, todos ellos armados de fusiles y de sables espantosos que, solamente con verlos, helaba la sangre en las venas. Por si fuera poco, algunos llevaban en sus robustos hombros unos largos cañones, que no eran otra cosa que espingardas.

Parecía que otros hombres traspusieran más arriba los pasos de las montañas, pues el silencio de la noche era interrumpido de cuando en cuando por un lejano rodar de piedras.

En el extremo del barranco recorrido por aquella pequeña tropa, ardía un gran fuego encendido a la orilla de un pantano. Dos hombres, sentados en el tronco de un árbol, charlaban tranquilamente sin preocuparse, al parecer, de los peligros que podían presentarse de un momento a otro.

Uno era el verdadero tipo de malayo, intensamente moreno, con tonos rojizos en los pómulos; en cambio, el otro era el puro tipo indio.

Ambos eran entrados en años, pero robustos y capaces de llevar a cabo por sí solos grandes gestas.

—Oye —dijo el tipo malayo al indio, que desde hacía algún tiempo daba muestras de impaciencia—, ¿no te parece raro que Yáñez no nos haya enviado todavía algún correo? Mati, el patrón del yate, debe de conocer el país y yo creo que sabrá llegar prontamente aquí, mi querido Tremal-Naik.

—No puedo afirmar que esté tranquilo, Tigre de Malasia. Tengo constantemente el temor de que al señor Yáñez y a las flotillas les haya ocurrido alguna desgracia.

—También yo querría saber lo que ha sido de los hombres que desembarcamos en la costa. Sin embargo, creo que dentro de poco tendremos alguna noticia. Conozco demasiado bien a Yáñez, y me parece verle venir a nuestra encuentro, pues él sabe que también nosotros estamos expuestos a grandes peligros. ¿Están siempre pegados a nosotros los cazadores de cabezas?

—Sí, señor Sandokán. No nos quieren dejar de ninguna manera.

—¿Es que siempre tienen necesidad de cabezas estos sanguinarios salvajes? —dijo el Tigre de Malasia.

—Sabéis igual que yo la raza de bribones que son esos hombres: tienen una constante necesidad de adornar sus cabañas con cabezas humanas para aterrorizar a sus adversarios.

—Calla, Tremal-Naik —dijo en ese momento el Tigre de Malasia, levantándose de golpe y dando un silbido para que acudieran sus hombres, que se habían reunido ya, poco a poco, en las orillas del estanque.

—Un disparo de fusil, ¿verdad, Sandokán? —preguntó el indio.

—Así me ha parecido. Los dayaks no poseen armas de fuego —dijo el Tigre de Malasia—, a no ser que estén a sueldo nuestro. Sus cerbatanas no hacen ruido, aunque maten inexorablemente.

La pequeña tropa que había bajado por el barranco del estanque, había montado inmediatamente dos espingardas, apuntando sus bocas hacia el boscaje.

Todos se habían puesto a la escucha, alarmados por aquel disparo que no podía haber sido hecho ciertamente por amigos.

Transcurrieron unos minutos de angustiosa espera, porque el grupo sabía demasiado bien que tenían ante ellos y a sus espaldas a los famosos cazadores de cabezas, que son los más valientes isleños de Malasia.

Después de aquel disparo que resonó a lo lejos, en medio del enorme y tenebroso bosque, no habían oído nada más.

Sin embargo, el grupo permanecía armado y se mantenía listo para rechazar cualquier ataque que viniera de la otra orilla del estanque.

—¿Nos habremos equivocado, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik al formidable jefe de los tigres de Mompracem.

—No, ha sido un disparo de fusil —respondió el malayo, echando una mirada a su pequeña tropa—. Conozco las carabinas de mis hombres y reconozco un tiro entre mil porque nuestras armas son de un calibre mucho mayor que el de los fusiles que usan los ingleses.

—¿Respondemos, Tigre de Malasia?

—¿Para indicar a los cazadores de cabezas nuestro campamento? No, Tremal-Naik, prefiero seguir esperando. Por otra parte, somos bastantes y tenemos la espingarda que tanto temen los dayaks.

Transcurrieron otros cinco minutos.

Un tigre hambriento, que iba en busca de su cena, dejó oír su espantoso e impresionante «augg», pero el disparo de fusil no se repitió en el tétrico bosque.

—Está pidiendo nuestras costillas —dijo Tremal-Naik, que por haber vivido muchos años en la India, no se mostraba agitado.

—¿Crees que atacará al hombre que ha disparado el tiro?

—También yo tengo esa duda, Sandokán —respondió el indio.

—¿Qué harías tú?

—Iría a buscar al hombre que ha señalado su presencia con ese disparo de fusil. Hemos matado suficientes en los sunderbunds[30] del Ganges y a lo largo de las orillas del río sagrado para que nos asuste el rugido de ese tigre hambriento. La noche no es tan oscura, y también bajo el bosque sabremos guardarnos del devorador de hombres.

El Tigre de Malasia hizo un gesto, y un feo y viejo malayo que tenía la cara y el pecho cruzados por golpes de sable se adelantó, preguntando:

—¿Qué quieres, jefe?

—Que te mantengas firme hasta nuestro regreso —respondió Sandokán—. Si los cortadores de cabezas intentaran asaltar el campamento, ametrállales, ya que hemos traída hasta aquí nuestras mayores espingardas.

—¡Cuidado, jefe! El bosque esconde mil asechanzas, especialmente cuando lo recorren los salvajes de la frontera.

—Por el momento, nos bastaremos Tremal-Naik y yo. Quiero buscar por encima de todo al hombre misterioso que avanza por el bosque, a pesar del rugido del tigre. No puede ser más que uno de los hombres de Yáñez, estoy seguro.

Echó una ojeada a sus hombres. Luego, satisfecho de ver a los formidables andarines de los bosques en formación de combate, se echó la carabina al hombro, diciendo a Tremal-Naik:

—Ven, amigo: o encontramos al hombre o encontramos al tigre.

Volvieron la espalda al pequeño campamento y se adentraron decididamente en el tenebroso follaje.

Los dos hombres avanzaron alerta durante unos cincuenta pasos, aguzando el oído; luego, Sandokán dijo:

—Sea amigo o enemigo, provocaremos otro disparo de fusil.

—Si el tigre no se ha comido ya al misterioso correo —dijo el indio.

—Los hombres de Yáñez han hecho las campañas de la India y conocen demasiado bien el bag para dejarse sorprender. Probemos.

Descolgó la carabina y se puso a la escucha unos instantes. Había alzado ya el arma, cuando el espantoso rugido del tigre resonó repentinamente en medio del bosque.

—Parece furioso —dijo Tremal-Naik—. ¿Será que el hombre ha fallado el tiro o es que la fiera estará herida?

—Veamos —dijo Sandokán.

Disparó un tiro que retumbó siniestramente bajo el tenebroso bosque, y un amenazador «augg» fue la respuesta, que resonó no muy lejana, hasta que, tras unos minutos, si oyó otro disparo, pero más débil que los demás.

—Lo tenemos a nuestra derecha —dijo Sandokán—. No puede ser un dayak.

—No, pero tiene por aliado al tigre —respondió el indio, que en los sunderbunds había hecho estragos entre esas fieras sanguinarias.

—Cuida de que no nos sorprenda: está más cerca que el hombre.

—También nosotros tenemos ojos y estamos habituado a ver en medio de las tinieblas.

—Retirémonos, Tremal-Naik, y estemos atentos. Si a tigre nos ha olfateado, como es probable, se dispondrá darnos caza.

—Sí, se nos echará encima cuando menos lo esperemos.

Habiendo encontrado en el bosque un claro muy ancho abierto por los elefantes o por los rinocerontes, se adentra ron en él, manteniendo el dedo en el gatillo de las carabinas.

Sandokán se había apresurado a cargar de nuevo si; arma para no encontrarse indefenso más tarde.

En el bosque reinaba ahora un gran silencio, apenas rote por el susurrar de la fronda. Bajo las hojas secas se oía de cuando en cuando silbidos más o menos agudos que anunciaban la presencia de reptiles.

Siempre aguzando el oído, con la mirada fija en los matorrales y en los grandes árboles, los dos hombres empezaron su marcha valerosamente, buscando al misterioso correo Habían recorrido otros quinientos o seiscientos pasos cuando Tremal-Naik, que iba delante, se tiró bruscamente al suelo, susurrando:

El bag

—¿Le has visto? —preguntó Sandokán, sin mostrar ninguna aprensión.

—Una sombra ha volado hacia los árboles que se extienden ante nosotros…

—Pero no estás seguro de que sea el tigre.

—¡Oh! No tardará en hacerse oír. Si son valientes los de Bengala, no lo son menos los de Borneo y no huyen ante el hombre.

—¿Tendrá su guarida entre esos árboles?

—Lo sospecho, Sandokán.

—Entonces, vamos a buscarlo —dijo decididamente el jefe de los piratas de Mompracem.

Se habían detenido ambos, olfateando intensamente el aire impregnado del penetrante olor que dejan tras de sí las fieras.

—¿Lo notas? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí —respondió Sandokán—. No es posible equivocarse.

Miró a su alrededor y, al ver en el suelo un pedazo de rama seca, lo cogió y lo lanzó con toda su fuerza hacia el grupo de árboles, tratando de provocar el ataque de la fiera. Entre los matorrales se oyó un rugido amenazador y, luego, un crujir de hojas secas.

—Está allí dentro —dijo Tremal-Naik.

—Y nos acecha al paso —añadió Sandokán—. Intentemos descubrir sus ojos y fulminarle con una bala en la frente. Ponte a mi derecha, amigo. Dispararemos mejor.

El indio se apartó unos pasos, se inclinó hasta el suelo y luego se levantó, diciendo:

—Está delante de nosotros.

—¿Y el hombre?

—¡Quién sabe dónde estará! Le buscaremos más tarde, cuando nos hayamos desembarazado de este peligroso vecino. Sangre fría y adelante.

Se habían puesto a andar a gatas, buscando ansiosamente a la fiera.

Un soplo de aire húmedo, que olía a tierra impregnada de miasmas, les llevó por segunda vez el olor del bag.

—¿Ves algo, Tremal-Naik? —preguntó Sandokán.

—En el claro reina una oscuridad completa.

—¡Sin embargo, la bestia está allí adentro!

—Oh, también yo estoy convencido de eso.

—Busca sus ojos.

—¡No consigo descubrirlos!

—¿Quieres que sigamos adelante y que reanudemos nuestro camino? Este tigre nos sobra…

—No te fíes, porque si está hambriento, nos seguirá para caernos encima en el momento oportuno.

—Pero no podemos permanecer aquí eternamente inmovilizados, quizá mientras ese misterioso correo intenta alcanzar el estanque.

—¿Qué quieres hacer, Sandokán?

—Matarlo —respondió el jefe de los piratas de Mompracem—. No será el primero que caiga bajo nuestros disparos.

Se había levantado nuevamente, acercándose con local temeridad al claro y manteniendo la carabina apuntada.

Un ronco maullido le advirtió que el peligro estaba más cercano de lo que creyera.

—Tremal-Naik —dijo—, ¿quieres hacer de reclamo? Tul sabes que jamás yerro.

—Estoy listo —respondió el valeroso indio.

Se acercó a una fibra de rotangs y se colgó de ella con las manos, sacudiéndola fuertemente. La liana, que pasaba por en medio de los árboles, vibró varias veces, atrayendo la atención del carnívoro.

Sandokán, esperaba cinco pasos detrás, conteniendo la respiración. De repente, una sombra se abatió sobre los rotangs que aferraba Tremal-Naik, intentando llevarse al hombre que se ofrecía tan atolondradamente a sus dientes y a sus garras.

De repente, resonaron dos disparos de arma de fuego. Sandokán había disparado. La fiera, que intentaba subirse sobre los rotangs para alcanzar al indio, alargó las patas anteriores, lanzó un rugido y, luego, se desplomó.

—¡Ya es nuestro! —gritó el indio, que se preparaba para disparar el tiro de gracia.

—Y también caerá en nuestras manos, dentro de pocos minutos, el corredor misterioso.

Una voz humana se había alzado en otro grupo de árboles, gritando amenazadoramente:

—¿Quién vive?

—Es a ti, querido amigo, a quien se lo preguntamos nosotros —respondió prontamente Sandokán—. O te dejas ver o te pasamos por las armas, como al tigre que hemos abatido en este momento.

—¡Saccaroa! ¡Esa voz! —exclamó el misterioso correo—. ¿Sois vos el Tigre de Malasia?

—¿Me conoces?

—Soy uno de los hombres del capitán Yáñez, señor —respondió el desconocido.

—¡Mati! ¡El patrón del yate! —exclamaron Sandokán y Tremal-Naik, avanzando.

—Sí, soy yo —respondió el valeroso marinero—. Hace dos días que os estoy buscando por todos los barrancos de los montes de Cristal.

—¿Le ha sucedido alguna desgracia a Yáñez? —pregunta apresuradamente Sandokán.

—He venido a pediros auxilio.

—¿Ha sido hecho preso, quizá?

—Todavía no, pero creo que antes de mañana por la noche se verá preso y bien atado. Los soldados del sultán asediad la colina en la que se han refugiado nuestros compañeros.

—¿Cómo? ¡El sultán se ha levantado en armas, ahora! —preguntó Sandokán—. Ah, tendrá que vérselas con nosotros. Contaba con sorprenderle en su capital: tanto mejor si logramos prenderle aquí. ¿Y la flotilla? ¿Y el yate?

—Por ahora están todos a salvo —respondió Mati—, aunque se dice que han llegado al puerto cañoneras inglesas y holandesas.

—Ha llegado el momento de intentar resueltamente la reconquista de Mompracem —dijo Sandokán—. Regresemos al estanque, reunamos todas nuestras huestes y vayamos en socorro de nuestros amigos. Ni siquiera los soldados asustan al viejo Tigre de Malasia. ¡Ea, Tremal-Naik, en retirada, deprisa! Los minutos se vuelven preciosos.

—¿Estamos lejos del estanque?

—Apenas media hora de marcha, Mati —respondió Sandokán—. Vamos, amigos.

Antes de un cuarto de hora, Sandokán, Tremal-Naik y Mati se encontraban en la orilla del estanque.

En torno a ellos, trescientos o cuatrocientos hombres, en su mayor parte dayaks del interior, habían tomado posición con una cuarentena de espingardas y un par de lila.

—Formad las filas y partamos sin demora —ordenó Sandokán a los salvajes guerreros—. Tú, Mati, nos guiarás.

—¿Y la flotilla? —preguntó el patrón del yate—. ¿No sería mejor que se reuniera en la bahía de Varauni?

—Por ahora, ocupémonos de libertar a Yáñez —respondió el Tigre de Malasia—. Aún no ha llegado la hora de reconquistar la isla de Mompracem.

Los hombres se dispusieron en cinco filas, cargaron las espingardas y los lila, y se pusieron en marcha detrás de Mati. Ya era medianoche y la luna estaba a punto de desaparecer, cuando se oyeron en lontananza algunas detonaciones.

—¿Yáñez, quizá? —preguntó Sandokán ansiosamente a Mati.

—Sin duda es él, que se defiende contra los soldados y contra los sikkaris del sultán.

—Les daremos a esos canallas una tremenda batalla que les persuadirá de enfrentarse con los tigres de Mompracem.

—¿Estará todavía con ellos el sultán? —preguntó Tremal-Naik.

—Seguro. Yáñez, para que no huyera, le ha colocado en la cima de una roca. Así impide, además, que los soldados hagan fuego.

—Ese sí que es un rehén valioso: si ese hombre cae en nuestras manos, Mompracem no tardará en volver a poder de los Tigres de Malasia.