17. Un trágico duelo

Una luz rosada había ya invadido la selva que se extendía en torno al inmenso campamento, cuando el primer grupo de cazadores se puso en marcha para hacer una visita al dormitorio del elefante.

Estaba formado por el portugués, Kammamuri, la bella holandesa, el jefe de los sikkaris y el sultán.

Los numerosos batidores habían abierto sus filas, cercando el gran trozo de bosque donde suponían que se encontraba el terrible solitario.

El pequeño grupo avanzaba por el bosque para alcanzar el refugio del paquidermo. Los sikkaris, a gran distancia para no asustarle, proseguían el cerco, guardándose muy bien de mostrarse.

—Milord —dijo la bella holandesa a Yáñez, que le hacía compañía—, ¿qué decís de esta cacería? Yo he aceptado tomar parte en ella, pero sin ningún entusiasmo.

—Será una cacería como otra cualquiera —respondió el portugués—, pero más peligrosa. No dejéis que se os acerque «cabeza gris», porque un golpe de trompa se recibe fácilmente. Y pobre del que le toca.

—Yo no pensaba en este momento en el terrible elefante solitario —respondió la joven—. Al contrario, pensaba en el sultán.

—¿Y por qué, señora?

—No le he hallado esta mañana del humor que acostumbra y no querría que esta caza os trajese desgracia.

—¿A mí? —exclamó Yáñez.

—Sin embargo, apostaría cualquier cosa a que se ha tramado algo ayer noche en la tienda del sultán.

—Es una suposición vuestra.

—Puede ser —respondió la bella holandesa, que se mantenía constantemente al lado de Yáñez, vigilando las zonas tupidas del bosque, como si temiese ver aparecer de repente una banda de soldados o de dayaks.

—El hecho es que no parecéis muy tranquila, señora —respondió el portugués—. ¿Habéis notado en el campamento del sultán algo fuera de lo corriente?

—No: solamente he observado que ese hombre estaba bastante confuso cuando vos entrasteis en su tienda, milord.

—Tranquilizaos, señora: cada vez que nos ha recibido ha observado frente a mí una conducta ambigua. Se diría que me cree un enemigo tan formidable como para ser despenado desde los montes de Cristal.

—Razón de más, milord, para redoblar la vigilancia. ¿Dónde habéis dejado vuestra escolta?

—Está junto a los sikkaris. Y no dudéis que, a la primera señal, acudirá como un solo hombre, dispuesta a medirse con la guardia india del sultán. Nosotros caminamos y no les vemos, pero ellos también van andando y no nos pierden de vista ni un solo instante. ¿Queréis una prueba?

Se habían detenido en ese momento en el borde de una arboleda muy tupida, compuesta casi exclusivamente por bananeros, en cuyos frutos hacían los monos verdaderos estragos.

—Permanecer atenta, señora —dijo Yáñez—. ¿Oís algún ruido?

—No, reina un silencio absoluto bajo estas enormes hojas.

—Sin embargo, mi escolta camina, en este momento, a brevísima distancia de nosotros.

Hizo pabellón con las manos y gritó tres veces, con voz sonora:

—¡Mati!

Un instante después, se echaba ágilmente a tierra, desde un manojo de gomuti, el patrón del yate, gritando:

—¿Aru?

—¡Aru! —había respondido el portugués, que significaba «avanzad»—. ¿Cómo va la batida, mi valiente amigo?

—Hasta ahora, señor, los sikkaris actúan lejos de nosotros y no puedo controlar sus movimientos —respondió Mati.

—¿Has observado entre los batidores algunos soldados de la guardia del sultán?

—Hay más de los que creéis, señor Yáñez —respondió el patrón, que parecía algo turbado.

—¿Sabrías decirme lo que hacen esos hombres entre la guardia?

—Me imagino que querrán tomar parte en la cacería, señor Yáñez.

—¿Temes alguna sorpresa?

—No sé, pero no estoy tranquilo. Esos indios podían haberse quedado guardando la tienda del sultán.

—¿Tienes siempre a mano a tus hombres? —preguntó Yáñez.

—Cuando demos la señal convenida, les veréis aparecer.

—¿Y por dónde andan ahora? Ni se les ve, ni se les oye —dijo la bella holandesa—. ¿Son monos o seres humanos?

—Son cuadrumanos cuando quieren atravesar una selva sin llamar la atención de sus enemigos. Y hombres cuando se trata de combatir… ¡Oh! ¡Allí…! Mirad a «cabeza gris», que viene a ocupar su dormitorio. Preparad todas vuestras armas o seremos despedazados en una carga espantosa de la que nadie se salvará.

El grupo había llegado a la orilla de un pequeño estanque, cerca del cual se alzaba un majestuoso pombo que los batidores debían de haber serrado en parte.

Una enorme masa grisácea, dotada de formidables patas, había irrumpido de repente entre la niebla que los primeros rayos del sol estaban barriendo. El solitario avanzaba tranquilo, sin barritar, seguro de su fuerza desmesurada.

Era un magnífico paquidermo, de gran talla, frente ancha y patas anteriores altísimas, como los elefantes indios, qué son los más bellos de todos los que habitan en las islas del mar de la Sonda y en Siam, tan famoso por sus elefantes blancos.

La bella holandesa se había puesto al lado del portugués, como para defenderle de una traición. Había recogido su falda para huir mejor en caso de peligro, y miraba fríamente al coloso que emergía de la niebla mientras empuñaba su pequeña carabina inglesa, que, aunque de dimensiones modestas, tenía, en cambio, una gran fuerza de penetración.

—Milord —dijo—, manteneos cerca de mí y quizá no se atrevan a intentar la traición que sospecho. Se dice que los soldados, que son los guerreros más caballerosos que tiene la India, respetan en sus combates a las mujeres.

—Así, pues, teméis una sorpresa en cualquier momento —preguntó Yáñez, montando precipitadamente la carabina.

—¡Sí, milord!

—Y yo comparto, en parte, los temores de la señora —dijo Kammamuri—. Me parece que nos han tendido una trampa para que acaben con nosotros, bien el solitario, bien los soldados. En vuestro lugar, no habría aceptado una partida de caza semejante.

—Pero aún tiene que comenzar —dijo el portugués—. Y también tenemos nosotros armas de fuego para rechazar cualquier ataque.

—Guardaos, señor Yáñez —dijo en ese momento Kammamuri.

El elefante había salido de la niebla y recorría la orilla del estanque, lanzando de vez en cuando sordos barritos.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri al portugués—, no vaháis más adelante, que yo conozco la furia sanguinaria de esos terribles solitarios. Dentro de poco tendréis la prueba.

—También contribuiremos nosotros a calmarlo, querido amigo —respondió Yáñez—. Tenemos buenas balas cónicas reforzadas por una ligera capa de cobre.

—Pero ¿no os habéis dado cuenta de que el elefante ya no está solo? Mirad detrás de él y decidme qué son esas moles que avanzan a través de la niebla.

El portugués, aunque poco fácil de impresionar, se había detenido junto al tronco de un durion, con la carabina dispuesta.

En efecto, el paquidermo ya no estaba solo. Otros cuatro colosos, dotados de enormes patas, avanzaban a lo largo de la orilla neblinosa del estanque lanzando de vez en cuando amenazadores barritos.

El proscrito se había hecho acompañar de otros, qué quizás estaban en sus mismas condiciones. Y aquella manada verdaderamente formidable no cesaba de avanzar hacia el grupo, probablemente azuzada por los sikkaris que batían los árboles más frondosos de la selva.

—¡Guardaos! —dijo Kammamuri—. Vuestra pequeña carabina no podrá obtener más que escasos resultados. No apuntéis a la frente, sino a la articulación del hombro. Solamente cuando un proyectil se mete entre esos huesos lea quita la fuerza. Señor Yáñez, tiraos entre los matojos y detrás de los árboles.

—Ya lo hago.

—¡Abajo los demás!

—Seguidme, señora —dijo Yáñez—. No se puede bromear.

—Cuidad de vos, milord —respondió la bella holandesa—. No querría que el dormitorio del solitario se convirtiese en vuestra tumba, milord.

—¿Y nosotros no contamos, señora? Ahora somos pocos. Pero dentro de un momento seremos tan numerosos que podremos hacer frente a la carga de cien elefantes. Seguidme, señora, y manteneos tras el árbol y detrás de los matorrales para poder huir mejor del asalto. «Cabeza gris» toca ya su fanfarria de guerra.

El colosal elefante que guiaba a los otros cuatro, al ver a aquellas personas se había detenido de golpe y husmeaba el aire. Todo su corpachón vibraba.

Yáñez se había apoyado fuertemente contra el árbol.

—Aquí hace falta más gente —murmuró—. ¡Malditos sean los caprichos del sultán!

A través de la niebla matutina que se esparcía entre los árboles y ondeaba entre las plantas, se veían aparecer y desaparecer sombras humanas que se disponían a bajar hacia el estanque para cortar el paso al terrible «cabeza gris» y a su pequeña pero temible banda.

—Allí —dijo Yáñez—, probemos antes que nada con algún disparo. Pero somos pocos para detener a esos animales, que no perdonarán a ninguno de nosotros… ¡Por Júpiter! ¿Y mi escolta, que sigue a los batidores?

Metió dos dedos en la boca y lanzó un agudo silbido. Tuvo pronta respuesta, procedente de los matorrales que bordeaban el estanque.

—Es Mati, que guía vuestra escolta, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Conozco muy bien esta señal. La he oído muchas veces en el yate.

«Cabeza gris», al oír aquel silbido, se había precipitado en el estanque, levantando una gigantesca ola de barro. Se adentró en él hasta el vientre, agitando rabiosamente la trompa. Luego regresó a tierra, bramando espantosamente.

En ese momento resonaron unos disparos entre los árboles. La escolta del inglés comenzaba su batalla contra los colosos.

—¡Disparad también vosotros! —gritó Yáñez—. Debemos destruir el pelotón que ese irascible vejete intenta lanzar contra nosotros.

Todos se habían arrojado al suelo, escondiéndose entre los numerosos tocones existentes en aquel lugar, y habían comenzado a disparar con furia.

El irascible «cabeza gris», consciente de su extraordinaria fuerza, probó a cargar contra ellos. Pero, tras dar unos pasos, cayó de rodillas, rompiéndose una de sus patas.

Yáñez y sus compañeros le habían acribillado a balazos, deteniendo a tiempo el ataque. Pero aún permanecían en pie los demás paquidermos, que ya estaban intentando ganar el estanque para llegar frente al bosque.

—¡No os mováis! —dijo Yáñez, viendo levantarse a la bella holandesa y al sultán—. Si nos descubren, estamos perdidos y no se salvará ni la escolta. ¡Dejadme hacer a mí! Ven, Kammamuri.

Cargaron de nuevo rápidamente las carabinas y dejaron su escondite para procurar detener a los compañeros del solitario.

—¡Pensad en lo que hacéis, señor! —dijo el indio.

—Estoy seguro de mi puntería.

Pasaron por detrás de las grandes plantas que formaban el frente del bosque y comparecieron bruscamente casi a la orilla del estanque.

Uno de los elefantes, al ver al portugués, se lanzó enloquecidamente contra él, rasgando el aire con su tremenda trompa.

Pero tenía ante sí a un hombre veterano de muchas grandes cacerías y que poseía una sangre fría maravillosa.

—¡Señor Yáñez! —gritó el indio.

—Para mí, el mayor. Para ti, el otro, por ahora —respondió el portugués.

Se puso en pie entre los matorrales que cubrían la base de los grandes árboles y avanzó resueltamente contra los tres monstruos.

Ya iba a hacer fuego, cuando resonó un disparo en la parte opuesta del bosque, que aún no debía de estar ocupada por los sikkaris.

Un instante después, una bala le arrebataba el sombrero. Unos centímetros más abajo y todo hubiera acabado.

Al oír aquel disparo, todos se pusieron en pie.

—¿Quién ha disparado contra mí? —gritó el portugués, acercándose al elefante, cuya masa podía servirle de barricada.

La respuesta fue una carcajada.

—¡Canalla! ¡Da la cara, si no eres un cobarde! —gritó Yáñez.

—¡Muy bien, aquí estoy!

John Foster se dejó ver, saltando entre dos matorrales.

—¡Vos! —gritó Yáñez, muy impresionado por aquella aparición—. Miserable, ¿qué queréis? ¿No veis que estamos a punto de ser despedazados todos nosotros y que aquí se encuentra también el sultán?

—No seré yo, ciertamente, señor pirata, el que os preste ayuda —respondió el capitán del vapor hundido.

—¿Vais a dejar que nos maten a todos?

—¡Reventad!

—Es demasiado, señor Foster.

Acompañado por el fiel indio había alcanzado el enorme corpachón del «cabeza gris» y se había echado al suelo tras él para evitar los tiros del inglés.

—¡Mati! —gritó—. Mantén a raya al elefante unos minutos. Si no puedes desalojarle, incendia las hierbas.

Dicho esto, se echó la carabina a la cara y miró hacia el lugar donde se había mostrado el inglés, que se dio prisa en desaparecer sabiendo con qué clase de tirador se las tenía que ver.

—Señor Foster, el sultán nos está mirando —dijo Yáñez—. Dignaos haceros visible para que no se haga una pobre idea de los marineros de la gran Inglaterra.

—Señor pirata —gritó el inglés, con voz ronca—, mostradme una parte de vuestra cara para hacer ver a Su alteza cómo castigan los ingleses a los canallas como vos.

—Eh, señor mío —respondió Yáñez, que se guardaba muy bien de exponerse a los tiros del traidor—. Aún no tenéis mi piel en el bolsillo.

—Pero la tendré, ¡por todos los rayos y todos los huracanes! Mientras os escondáis, no puedo daros el justo castigo que os aguarda.

En ese momento, estalló un tiro de fusil al lado del portugués. Kammamuri, que había divisado un instante al inglés aun cuando este se mantenía prudentemente escondido entre los matorrales, había disparado, pero fallando desgraciadamente el blanco.

El inglés había saludado aquel tiro con una risa burlona y por un momento desapareció entre los árboles para escapar al ataque de los paquidermos, que cada vez se hacía más tenaz, a pesar de las descargas de la pequeña escolta.

—¿Todavía no te dejas ver? —gritó Yáñez.

—No tengo ninguna prisa en enviaros a piratear por los mares del otro mundo.

—Tenéis los elefantes a la espalda.

—¡Me río yo de eso! —respondió el inglés.

Por el momento, en efecto, se podía reír, porque se había tirado en medio de una zarza atravesada aquí y allá por fortísimas fibras de rotangs que, cuando están tensas, poseen la resistencia de los cables de acero. Los elefantes no podían cargar contra aquel brezal sin suicidarse.

Un paquidermo, creyendo encontrar un paso, había tratado de adentrarse en pleno bosque, donde el inglés, que seguía escondido, no cesaba de disparar contra la escolta del portugués y contra los gigantes de los bosques borneanos.

El coloso, que había intentado atacar por la espalda al inglés, no tuvo suerte. Cargando con su acostumbrada furia, se había estrellado contra los rotangs y los gomuti, y trataba de destrozarlos a golpes de trompa. Había ya penetrado y distaban pocos pasos del inglés, cuando su trompa quedó segada de un solo golpe. El enorme apéndice había chocado contra un rotang y había quedado cortada.

Un barrito espantoso, seguido de gritos pavorosos e impresionantes, anunció la muerte del paquidermo, que había caído de rodillas.

John Foster, que debía conservar una calma admirable incluso ante aquel peligro extremo, se había vuelto de golpe y había hecho fuego repetidamente.

El gigante, ya mutilado, había recibido la descarga en los ojos.

Desgraciadamente, había otros tres que avanzaban a través de los brezales, como si estuvieran completamente decididos a vengar a sus compañeros.

Yáñez, que no perdía de vista ni al inglés, ni a los colosos, esperó unos instantes, con la esperanza de que los elefantes se encargaran de desembarazarle de aquel peligroso adversario. Pero, luego, despreciando la vida, se lanzó a pecho descubierto, intentando alcanzar una vez más el enorme corpachón del «cabeza gris».

—Haz como yo, condenado inglés —gritó—, si es verdad que no tienes miedo de mí. Mira cómo me expongo a tus disparos. Haz tú otro tanto con los míos, si es cierto que eres un valiente.

El sultán, entre tanto, viendo que los acontecimientos iban más allá de lo admisible, había hecho acudir, con una serie de agudísimos silbidos, a veinte o treinta sikkaris que batían los claros de detrás del brezal para empujar a los gigantes hacia el estanque.

Otro gran animal, nada asustado por el horrible fin de su compañero, que jadeaba en el suelo completamente desangrado, había tomado impulso y se había estrellado precisamente en el lugar donde se escondía el obstinado inglés.

No iba a correr mejor suerte, porque, después del primer ímpetu, chocó con la cabeza contra una fila de rotangs tendida entre dos árboles altísimos, como un verdadero cable de acero.

Se oyó un ruido espantoso, seguido de barritos tremendos y del crujir de las plantas que sostenían las fortísimas lianas malayas, más resistentes que las americanas. Los dos árboles, a pesar de su enorme mole, fueron arrancados de cuajo.

El desgraciado paquidermo no había tenido más suerte que su compañero. Lanzado a la velocidad de una locomotora por en medio de todos estos obstáculos, había caído sobre un calamus[28], resistente como el acero, que le decapitó en un instante.

Sin embargo, los otros dos, aunque veían alzarse las nubéculas de humo por encima de los matorrales, no se habían detenido.

John Foster, obligado a salir por aquellos animales de los grandes bosques que se preparaban para hacerle pedazos o aplastarle contra el tronco de un árbol, se había precipitado fuera del matorral gritando a pleno pulmón:

—Si entre vosotros hay un europeo, que venga en mi ayuda. ¡Todos los hombres blancos tienen el deber de protegerse!

—Entonces, heme aquí, John Foster —gritó el portugués.

Apenas se hubo mostrado, el inglés le disparó otro tiro con la esperanza de asesinarlo a traición.

—¡Ah, miserable! —gritó el portugués, que había evitado el proyectil dejándose caer precipitadamente al suelo.

Pero se levantó inmediatamente y, armado de su infalible carabina, se lanzó hacia adelante.

El inglés, apremiado también por los elefantes, se había dado a la fuga a través de la maleza, con la intención de internarse en la gran selva.

—¡Detente, bribón, o disparo! —gritó Yáñez, que avanzaba audazmente precedido de Mati y de algunos hombres de su escolta.

—¡Conseguiré tu piel! —respondió el inglés—. Lo he jurado y yo soy hombre que mantiene su palabra.

—Y también sus traiciones, indignas de un europeo.

John Foster continuaba corriendo con la agilidad de una gacela. Se detuvo detrás de la enorme masa del «cabeza gris» y, después de tirarse al suelo, gritó:

—¡Aquí va la bala que te matará, infame pirata!

Había encañonado ya al portugués, cuando un disparo se anticipó al suyo.

La bella holandesa, que había asistido a aquel trágico duelo sin manifestar emoción alguna, disparó. El inglés cayó al lado del «cabeza gris», con la cabeza atravesada por un proyectil cónico forrado de cobre.

—Gracias, señora —le dijo Yáñez—. No olvidaré nunca que me habéis salvado la vida.

—También yo tengo deudas de gratitud con vos, milord —respondió Lucy, con su acostumbrada voz sosegada—. ¿Y ahora?

—Procuremos arreglárnoslas lo mejor posible. Aquí sopla un extraño viento que habla de traición.

El portugués volvió a cargar las armas.

—Si os importa la vida, reuníos todos a mi alrededor.

Luego, echando al sultán una mirada amenazadora, añadió:

—¿Qué mala pasada me habéis preparado, alteza?

—Una partida de caza y nada más. Ya han sido abatidos los colosos. ¿De qué os quejáis?

—Querría ver a vuestros sikkaris.

—No pueden abandonar en este momento la batida —respondió el sultán con voz trémula.

—Tened presente, alteza, que si esos hombres preparan alguna nueva traición, el primer tiro de fusil que dispare será para vos. ¡Vamos, todos a mi alrededor!