16. El dormitorio del elefante

Aunque la isla de Borneo sea más bien escasa en elefantes y, en cambio, abunden extraordinariamente los carnívoros, la batida organizada por el séquito del sultán había obtenido muy buenos resultados.

Una gran manada de elefantes, que bajaba de los montes de Cristal, había sido sorprendida a tiempo, un poco antes de la caza de las panteras, y los pobres paquidermos, asustados por los disparos y por las balas de cáñamo empapadas en resina ardiendo, se habían dirigido poco a poco hacia la trampa preparada en el corazón de la selva.

Durante la batida, los paquidermos, que se habían enfurecido al oír los tiros y los gongs que eran golpeados violentamente, corrieron alocados a través del bosque, antes de dejarse encauzar entre los palos que debían conducirlos a la enorme jaula.

Algunos consiguieron escapar, pero una treintena de ellos, todos muy bellos y vigorosos, después de haberse extenuado inútilmente entre los árboles, abatiendo muchísimos de ellos, no habían tenido más remedio que dejarse aprisionar en la gran trampa. Y de esta no saldrían hasta ser bien amansados por los cornacs y por media docena de elefantes hembras que se prestaban bastante dócilmente a calmar a los más reacios, golpeándoles a trompazo limpio e incluso tirándoles al suelo.

El sultán, advertido del feliz éxito de la gigantesca cacería, había renunciado a las panteras, sin ocuparse más de su huésped, y había regresado prontamente al campamento. Bajo una amplia y cómoda tienda consiguió Yáñez encontrarle, finalmente, entre un pandemónium de batidores, cortesanos, soldados y bayaderas, las cuales se desgañitaban al menos tanto como los hombres.

Viéndole aparecer ante él con la nueva escolta, el sultán se levantó, yendo a su encuentro.

—¡Ah, milord! —exclamó—. ¿De dónde venís? Espero que traigáis la piel de las dos panteras negras que dejasteis huir.

—He matado algo mejor, alteza —respondió Yáñez secamente—. Si deseáis la piel de dos orangutanes, enviad a vuestros sikkaris al bosque vecino, aquel en el que estábamos cazando.

—¡Vaya! Y yo que creía que vos, milord, al ver irrumpir a los elefantes en el bosque, habríais corrido a refugiaros en algún lugar seguro. Seguís siendo un maravilloso tirador.

—Hablaremos más tarde de la cacería, alteza, si queréis. He venido aquí para exigiros algunas explicaciones.

—¿Ya no sois mi buen milord? —dijo el sultán, con un leve acento irónico.

—Al contrario, lo seré siempre, ya que he recibido el encargo de mi país de protegeros con todas mis fuerzas de los enemigos internos y externos.

Selim-Bargani-Arpalang, afectado por la gravedad de aquellas palabras, había hecho un gesto de asombro.

—Sí, alteza —respondió el portugués—, mientras yo intento defenderos, vos escondéis en vuestro campamento a unos sicarios que han estado a punto de matarnos a la señora holandesa y a mí.

—¿Es que los piratas han llegado hasta aquí? Yo sólo veo en torno mío gente perteneciente a mi corte, y bien conocida.

—Sin embargo, alteza, es casi un milagro que haya podido escapar a los tiros de esos hombres, que estaban emboscados en la orilla del bosque batido por las panteras.

—¿Y no sabréis decirme quiénes son esos bribones que se atreven a disparar contra un embajador inglés para crearme más quebraderos de cabeza?

—Si no me equivoco, son esos individuos que siguen proclamando a los cuatro vientos que fueron hundidos por mí.

—Empiezan a volverse molestos esos señores y os doy carta blanca para fusilarlos como perros en cualquier lugar en que los encontréis. Estoy dispuesto a protegeros.

—¿Sabéis lo que ha sucedido en la bahía?

—Mis correos, cuando cazan dejan aparte incluso los acontecimientos más importantes para correr detrás de una simple babirusa. ¿Qué noticias, pues, habéis recibido, milord?

—Que mi yate ha sido secuestrado.

—¿Por quién? —preguntó Selim-Bargani, alzando la voz y echando una amenazadora mirada sobre sus ministros.

—Por el hombre que desde hace tiempo va gritando por todas partes que yo he hundido su buque.

—¿Y se ha atrevido a tanto? ¿Quién le ha ayudado en la empresa?

—Unas cañoneras que, al parecer, han venido de Labuán.

—Así, pues, ¿se hace caso omiso de que solamente yo mando en las aguas de mi bahía y que nadie puede emprender acción alguna sin mi permiso?

—Parece ser así, alteza —respondió Yáñez—, porque si mañana tuviera el deseo de retornar a la India o…

—Pero, milord, en este país, cuando un hombre proporciona demasiadas molestias, se le envía a un mundo mejor con una bala dentro del cuerpo. Ese hombre me ha fastidiado demasiado y acabará por comprometerme con los ingleses de Labuán y hasta es posible que con los holandeses de Pontianak.

—¿Qué creéis que debería hacer?

—Esperarlo en medio del bosque, tomarle por un orangután y fusilarle sin piedad —respondió el sultán—. Esta noche os brindo la ocasión de desembarazaros para siempre de esa sanguijuela.

—Explicaos mejor, alteza —dijo Yáñez, apretando los puños y echando miradas terribles a los cortesanos, que sonreían irónicamente.

—Digo que debéis matarle: y yo no querría estar en lugar de ese hombre cuando vos disparéis vuestra carabina o vuestras pistolas. Ya me parece ver sus carnes abiertas por el plomo.

—Lo que me aconsejáis es un asesinato, alteza —dijo Yáñez.

—Un hombre que cae en nuestras inmensas selvas se queda allí para siempre, pues nadie se ha preocupado, en mis estados, de ir a buscar a los cazadores desgraciados. Yo os declaro inocente desde ahora. No os faltará la ocasión, milord, para que no falléis el tiro. Mis batidores, entre tanto, han descubierto el lecho de un elefante solitario que seguía a la gran manada, e iremos a sorprenderlo.

Cuando me entra la furia de la caza, no me detengo. Tranquilizaos, milord, y cenad conmigo una trompa asada. Y dos patas. Nunca habréis comido nada tan apetitoso.

El sultán había hecho una señal a su cocinero y al momento fueron extendidas ante la tienda unas bellísimas y abigarradas esteras, cubiertas por gigantescas hojas de banano.

Justamente delante de la tienda ardía, a la vista de todos, una hoguera, esparciendo por todo alrededor un delicioso aroma.

—¿Qué hay en ese fuego? —preguntó la bella holandesa a Yáñez, quien, a pesar de sus muchas preocupaciones, aún se sentía dispuesto a atacar el enorme asado.

—Hay una cabeza entera de elefante, señora —respondió el portugués—. Un auténtico bocado de sultán, os lo aseguro.

—¿No habéis observado en Selim-Bargani-Arpalang algo distinto a la última vez en que le vimos?

—Desde luego, señora. Pero ya es demasiado tarde para hacer marcha atrás y sería peligroso para todos nosotros regresar a Varauni. Aunque es muy probable que traten de matarme, los grandes bosques son más seguros, por ahora, que la costa.

—¿No os hace sospechar algo, esta cacería?

—Sí y no —respondió Yáñez—. Además, no iremos solos. Y si intentan suprimirnos, daremos una batalla desesperada.

—Esperáis que los hombres del Tigre de Malasia hayan descendido de los montes de Cristal —dijo Kammamuri, que asistía a la conversación—. Sin el rajah del lago no podremos conducir a buen fin nuestra gran empresa.

—Ya he enviado dos correos hacia los bosques de la montaña para que hagan apresurar la marcha al Tigre de Malasia y a Tremal-Naik. Los malayos y los dayaks son buenos andarines y las hordas del rey del lago podrían llegar aquí en muy poco tiempo.

En aquel momento les envolvió una nube de chispas, obligándoles a refugiarse bajo la tienda, en la que el sultán y sus ministros les esperaban, armados de sendos cuchillos.

Dos fornidos malayos que habían apartado las ramas aromáticas que ardían sobre el horno, dejaron al descubierto la boca de este, en cuyo fondo, envuelta en hojas de banano, crepitaba una cabeza de elefante entera.

—A comer, señores —dijo el sultán, qué parecía haber recobrado algo de su buen humor—. Saborearemos esta, en espera de probar la del solitario.

El monumental asado había sido sacado del horno tras laboriosos trabajos y depositado en una capa de hojas de areca.

Un perfume exquisito se escapaba de aquella masa, cocinada en su punto y guarnecida con aromáticas frutas silvestres.

—Milord, señora: también hay puesto para vos —continuó diciendo el sultán, después de mirar atentamente la cabeza, asada junto con sus inmensas orejas y su trompa—. Necesitamos cobrar fuerzas para ir a cazar al elefante solitario en su dormitorio.

Fueron colocados ante los invitados platos de plata cincelada de manufactura india.

Pero, no era solamente el sultán el que se permitía aquel lujo, pues el campamento estaba iluminado por fuegos en cuyos tizones ardían, crepitando, trompas, patas y cuartos enteros de elefante.

La comida se hizo muy rápidamente, puesto que se acercaba el alba. Luego, el sultán, que desde hacía unos instantes se mostraba inquieto, dijo a Yáñez:

—Milord, ¿queréis formar vos el grupo de caza? Pocos hombres, pero escogidos, porque si los solitarios montan en cólera no hay quien les detenga, ni siquiera un cañón.

—¿Permitís que venga también la señora?

—Si no tiene miedo, que venga también. Yo cuento con tener dentro de un par de horas la cabeza del solitario. Me guardaréis junto al jefe de los sikkaris, que también tendrá esta mañana la dirección de la cacería.

—Vamos, pues, a ver la habitación del elefante —respondió Yáñez.

Después de beber, abundantemente toddy, el vinillo dulzón y espumoso que se extraía de la Arenga saccarifera, se cerró la entrada de la tienda para que nadie pudiera ver lo que sucedía en su interior.

El sultán encendió una antorcha resinosa, esperó unos minutos y luego golpeó ligeramente un gong colgado del armazón principal de la tienda.

Un instante después, entraba un hombre. Si Yáñez se hubiera encontrado aún allí, no hubiera tardado en reconocer a John Foster, el terrible capitán que había jurado vengar su nave.

—Estamos solos —dijo Selim-Bargani-Arpalang, moviéndose al encuentro del marinero—. Así que podemos charlar tranquilamente, sin que nadie nos oiga, porque he hecho rodear la tienda.

—¿Me habéis hecho llamar? —preguntó John Foster, quitándose con rabia un jirón ensangrentado que le ceñía el cuello y tirándolo al suelo.

—Decid mejor que os he hecho buscar, porque hasta hace pocas horas ignoraba vuestra presencia en mi campamento.

—Y me habría guardado muy bien de hacerme ver —respondió el irascible inglés—, ya que no he podido encontrar en vos protección alguna.

—¿Qué motivo os ha traído hasta aquí?

—¡La venganza! —respondió el capitán—. No me iré sin acabar antes con ese aventurero que amenaza con desbaratar vuestro Estado.

—¿Así, pues, no le creéis un auténtico embajador inglés?

—No, alteza.

—Sin embargo, sus credenciales están en regla.

—Los ha robado.

—Así lo decís. Pero ¿y las pruebas? Y yo no querría ofender de esa manera a la poderosa Inglaterra, que podría despojarme del sultanato. ¿Qué pretendéis hacer, señor?

—Quitar de en medio a ese hombre, antes de que os procure otras infinitas molestias y grandes peligros. ¿Conocéis la historia de James Brooke, rajah de Sarawak?

—Perfectamente. Y por eso me guardo de ciertos aventureros que caen sobre Malasia.

—Alteza, ¿sabéis con qué nave arribó aquel terrible aventurero que, tras pocos meses, se había hecho acreedor al brillante título de exterminador de los piratas?

—Con un buque bien armado de la Compañía de las Indias que ametralló inexorablemente a todos los habitantes de la costa.

—Y este embajador —llamémosle así por el momento—, ¿con qué ha llegado? También con un buque muy rápido y fuertemente armado. Además, con una tripulación más numerosa de lo que creíais.

—Vos sabéis alguna cosa más y no queréis decírmela —observó el sultán—. ¿Cuándo habéis dejado la costa?

—Unas horas antes de medianoche, guiado por uno de vuestros sikkaris.

—¿Es verdad que en mi capital se preparan graves desórdenes?

—Yo sé que los marineros del yate han participado en encarnizadas peleas —respondió el capitán.

—¿Contra quién?

—Parece ser que después de nuestra partida toda la población de vuestra capital haya sido presa de una locura guerrera, pues no se habla más que de matanzas.

—¡Serán esos malditos chinos! —dijo el sultán—. Ya sé que intentan minar mi trono y arruinarme. Tendré que arrasar, como hace veinticinco años, el kampong de los hombres amarillos y hacer una gran cosecha de cabezas humanas, suficientes hasta para regalárselas a los dayaks del interior. Pero vos, ¿por qué habéis venido aquí?

Un feroz relámpago iluminó los ojos del irascible inglés.

—He venido para matarle, para que no os ocurra a vos lo que le sucedió el sultán de Sarawak. Os digo que acabaréis como James Brooke: perderéis el trono y la vida.

—No corráis tanto, sir —dijo el sultán—. Tengo a mis órdenes una imponente guardia que no teme los ataques de los habitantes de Varauni.

—Tal vez sea así. Pero mientras vos os divertís en la cacería, en el kampong chino se conspira contra vos.

—¿Quién os lo ha dicho? —gritó el sultán, poniéndose en pie.

—Lo he sabido.

—¿Quién en el instigador?

—¡El pretendido embajador! —gritó el inglés, con voz áspera.

—¿Qué es lo que quiere, entonces, ese hombre de mí?

—Cavaros un abismo bajo los pies y comprometeros con los ingleses de Labuán y los holandeses de los puertos del sur.

—¿Y por qué, sir?

—Política europea, alteza.

—Si me dejaran vivir tranquilo estos aventureros europeos, de los que siempre he tenido que quejarme, harían mucho mejor. Tenga siempre ante mis ojos el ejemplo de James Brooke y no quiero perder el trono ni la vida en una revolución. ¿Vos me decís, sir, que los chinos se agitan?

—Todos lo saben en Varauni, y creo que bien pocos de vuestros súbditos duermen tranquilos.

—¡Para esos papagayos amarillos tengo mi guardia! —dijo el sultán—. Y, además, no tienen armas de fuego a su disposición.

—Podríais equivocaros, alteza, porque yo he visto con mis propios ojos descargar del yate unas cajas que debían de contener fusiles.

—¿A quién se los entregaban? —gritó el tiranuelo, haciendo un gesto de ira.

—Al jefe del kampong chino —respondió John Foster.

—¿Ese hombre viene a traerme la guerra a casa?

—Me asombra, alteza, que no os hayáis dado cuenta antes, porque siempre he oído decir que los borneanos, en cuestión de astucia, no tienen quien les gane entre todos los malayos.

—¿Qué me aconsejáis hacer? —preguntó el sultán, que se había puesto a pasear por la tienda, manteniendo la diestra cerrada dentro del guardamano de oro de su espléndida cimitarra—. También mis ministros —añadió luego— me habían dicho lo que habéis afirmado.

—¡Eliminádle!

—Vos odiais a ese hombre porque afirmáis que os ha hundido un vapor. ¿Por qué no le habéis hecho asesinar en Varauni?

—Lo intenté, alteza. Pero recibí la peor parte.

—Todo depende de saber elegir el momento oportuno. Pero si queréis vengaros de ese aventurero sin arriesgar nada, estoy dispuesto a daros los medios.

—¡Vos, alteza! —exclamó John Foster, avanzando dos pasos—. Entonces, ¿no le protegéis?

—Os confieso que ese hombre empieza a darme miedo. Y estaría muy satisfecho si encontrase otro hombre valeroso y decidido que le hiciera desaparecer en estos bosques.

—Pongo a vuestra disposición mi carabina y mi cuchillo de caza, que vale bastante más que vuestros kriss. ¿Dónde está ese milord?

—Está preparando la cacería de un elefante solitario que fue descubierto ayer noche y que con los primeros albores del día irá a apoyarse en su árbol.

—¿Estaremos solos?

—No corráis demasiado, sir —dijo el sultán—. Si continuáis así, acabaréis por pedirme que os desembarace yo mismo de ese individuo que os fastidia tanto.

—¿Va también con su impresionante escolta, formada por hombres tan templados y fuertes como vuestros soldados?

—Estaremos casi solos.

—Entonces, todo irá bien —respondió el capitán.

—Dentro de media hora iremos a sacar de su cueva al animal, en un lugar ya escogido. Cuando le veáis aparecer, en lugar de abatir a la bestia, matad al hombre y todo listo. Nadie podrá decir nada: se trata de un accidente de caza y yo no tendré que responder de la vida de un desconocido que viene a esconderse entre mis batidores sin haber sido invitado. ¿Sois buen tirador?

—Sí, alteza.

—Entonces, milord, dentro de un par de horas ya no estará vivo —dijo el sultán—. De esta manera, vos os habréis vengado y yo quedaré desembarazado de un hombre que empieza a preocuparme.

—¡No pido otra cosa! —exclamó John Foster, dando una palmada en el doble cañón de su carabina inglesa—. El primer tiro que salga de aquí abatirá para siempre a ese hombre.

—Tened presente que él también es un gran tirador.

—Ya me lo han dicho, alteza. Pero yo haré fuego por sorpresa y justamente cuando se me ponga a tiro.

El sultán cogió el frasco de toddy que había quedado sobre la mesa y llenó dos tazas, diciendo:

—A vuestra salud y por la muerte de milord. Más tarde sabré recompensaros largamente de todo lo que hacéis por mí.

Los dos bribones vaciaron las tazas sin que les traicionase ni un solo músculo de sus caras. Luego, el sultán, hizo seña al inglés de que se fuera.

—¿Habéis comprendido? —le dijo—. En vez del elefante, será el hombre el que caiga. Buscad un sitio adecuado para un buen acecho.

—¡Cuerpo de Satanás! —rugió John Foster, volteando la carabina—. Vamos a cazar el elefante.

Apenas hubo desaparecido, cuando el sultán golpeó ligeramente la placa de bronce suspendida del armazón de la tienda.

Un instante después, los soldados de la guardia apartaban los dos lienzos de tela de la tienda exterior y Yáñez hacía su entrada, seguido por el fiel cazador indio, que llevaba colgando del hombro dos carabinas de grueso calibre.

La bella holandesa, siempre flemática, sonriente, les había acompañado, armada de su pequeña carabina inglesa, con la que ya había hecho disparos notorios en compañía de su hermano.

El portugués, habituado a desconfiar de todo y de todos, apenas hubo entrado fijó su mirada en las tazas que aún se encontraban al lado del frasco de toddy, como si hubiese adivinado que alguien había bebido para brindar por su muerte inminente.

—Milord —dijo el sultán, avanzando hacia Yáñez—. Vos queréis hacerme perder la ocasión de poder cenar esta noche una exquisita cabeza de elefante. El solitario debe de estar ya en camino para llegar a su dormitorio y echar su acostumbrado sueñecito hasta mediodía.

—Tenéis un parque lleno de paquidermos, alteza —respondió el portugués, que lo observaba todo atentamente—. ¿Es que acaso tenéis algún invitado a cenar esta noche?

—¿Por qué me hacéis esa pregunta? —interrogó el sultán, sobresaltándose—. ¿Cómo habéis adivinado que esta noche vendrán unos queridos amigos a los que hace mucho tiempo que les he prometido una cabeza de elefante entera?

—¿Han estado aquí hace poco esos amigos vuestros? —preguntó Yáñez, mirando fijamente al sultán, que se había apresurado a cubrirse los ojos con las manos, como si no pudiese soportar aquella mirada preñada de amenazas.

—Alteza —añadió Yáñez, con su acostumbrada calma, posando las manos en sus pistolas—, yo he viajado mucho por las islas del mar de la Sonda y a lo largo de las costas de Borneo. Y siempre he oído contar que cuando un hombre se cubre los ojos augura a otros su próxima muerte.

—Hasta ahora no tengo motivos para quejarme de vos, aunque me han dicho que los chinos se agitan después de recibir de vos armas de fuego.

—El que os lo ha contado es un loco, alteza. Porque yo sólo he venido a Borneo para hacer un simple crucero. Nada más. Sed franco, alteza. Vos habéis recibido hace poco a ese hombre que se lamenta siempre de la pérdida de su nave.

—En efecto, le he invitado a la caza del elefante —respondió el sultán.

—¿Junto a mí? —preguntó el portugués, sobresaltándose.

—El me ha asegurado que es un gran cazador.

—Ya lo veremos.

—¿Habéis formado la partida?

—Sí, alteza.

—¿Tomará parte vuestra escolta? Todos mis hombres son hábiles tiradores que no se detienen ante un elefante ni ante un rinoceronte. Os digo esto porque, si el elefante solitario advierte la presencia de tantas personas, se irá y no volverá nunca. Vámonos, milord: amanece, como veis, y este es el momento propicio para sorprender a la gran bestia gris en su dormitorio.

Entraron unos hombres llevando tazas de toddy.

Luego se adelantó el jefe de los sikkaris y dijo:

—Es la hora, señores.

—¡Partamos! —respondió el sultán—. Vamos a conocer a esos elefantes solitarios. Se dice que son terribles.

—Vuestra alteza —dijo sonriendo la bella holandesa—, me regalará la oreja derecha, que es un bocado exquisito.

—Ya había pensado, señora, en haceros ese obsequio —respondió el sultán.

Aferró un pequeño martillo de madera y se puso a batir rápidamente sobre la placa de bronce, produciendo un estrépito infernal.