Los orangutanes, o maias, como los llaman los dayaks, son los simios más formidables que habitan las grandes islas del mar de la Sonda. No tienen la extraordinaria estatura de los gorilas africanos. Comúnmente no pasan de un metro y medio, pero sus brazos son verdaderamente terribles y llegan a medir hasta dos metros de longitud.
La cara de esos cuadrúmanos es ancha, su pecho poderoso, y su cuello, corto y rugoso, está provisto de un saco de aire que les permite lanzar verdaderos rugidos.
El indio y el portugués, seguros ya de no correr ningún peligro, tras la caída del macho, con una ágil voltereta subieron a la ancha y sólida plataforma formada por ramas muy gruesas tendidas entre las bifurcaciones.
De pronto, los violadores del nido oyeron un vagido.
Yáñez, con un postrer impulso, cayó sobre un monito de no más de medio metro, que se había puesto inmediatamente en guardia para impedirle el paso.
—¿Qué quieres, macaco? —preguntó el portugués—. ¿Luchar con nosotros?
Sacó sus pistolas, las descargó en el pecho del pequeño orangután y después removió ansiosamente un montón de hojas secas, bajo las cuales se veían unas vestiduras blancas.
—¡Señora Van Harter! —gritó Yáñez, inclinándose sobre la bella holandesa y quitando todo lo que la cubría—. ¿Estáis herida?
—No, milord. Pero un retraso hubiera sido fatal, porque ese enorme mono no apartaba ni un solo instante de mí sus brillantes ojitos negros. He pasado una angustia terrible, milord. Mi temor era que esos orangutanes se arrojaran sobre mí y me tirasen al vacío.
—Y eran capaces de hacerlo, señora —respondió Yáñez—. Son bestias malignas, más temibles que las panteras y los tigres.
—Una caricia que le hice al pequeño orangután que acabáis de matar, debe de haberme salvado la vida, porque la hembra estaba a punto de arrojarse sobre mí. También el pequeño monstruo se me había tirado encima, intentando arrancarme los cabellos y los vestidos, pero no me atreví a reaccionar. Al contrario, acaricié el morro del monito, aplacando así, de golpe, a su madre, que, un instante antes, como he dicho, parecía dispuesta a echarme al vacío.
—Una maniobra muy fácil —dijo Yáñez— para bestias que poseen músculos de acero.
—¿Y dónde están los demás, milord?
—Cazan por su cuenta y riesgo —respondió el portugués—, aunque no han huido todos. Ya no oigo ningún disparo.
—Señor Yáñez —dijo el indio—, sin ayuda no podremos bajar a la señora.
—Ante todo, veamos si responden —respondió el portugués.
Había armado la carabina, apuntándola hacia arriba. Resonó un primer disparo y, tras un breve intervalo, otro. El indio había hecho otro tanto, intentando medir más o menos exactamente el tiempo.
Transcurridos unos diez minutos, a través del bosque se elevaron tremendos gritos, acompañados de varias descargas de fusiles.
Parecía que un meteoro hubiese caído en aquella parte de la selva. Y verdaderamente era un meteoro, pues aunque el cielo no se presentaba amenazador, se veían árboles arrancados de golpe, como durante los más terribles ciclones.
Lucy, Yáñez y Kammamuri se habían puesto en pie, cargando precipitadamente las armas.
—¡Esto es una carga de elefantes salvajes! —dijo Yáñez, que estaba situado al borde del nido—. Los batidores del sultán deben de haber descubierto una gran manada y ahora van tras ella. No os mováis, señora, porque hay muchas probabilidades de recibir un balazo o un tronco sobre la cabeza si bajamos de este refugio. Nos podemos considerar como en una pequeña fortaleza que ningún elefante será capaz de tomar al asalto.
Bajo los árboles tenía lugar una terrible embestida en medio de un ruido ensordecedor. Se oían continuamente voces humanas, barritos de elefante y silbidos de balas a diestro y siniestro. Todo el bosque parecía oscilar bajo una imprevista convulsión. Los árboles, embestidos por aquellas enormes masas lanzadas en una carrera desenfrenada, caían al suelo, arrancados de cuajo, como si una inmensa hoz les hubiera herido en su base.
—¡Qué carga! —dijo Kammamuri—. ¿Estos salvajes se han transformado en un instante en grandes cazadores? ¡Qué arrojo…!
—Protege tu cabeza, amigo —aconsejó Yáñez—. ¿No oyes cómo silban las balas?
—Y también noto los trozos de plomo entre los troncos del nido, señor.
—Afortunadamente, estos tienen un espesor tal que nos resguardan completamente.
La carga continuaba con la misma fuerza por el bosque. Los borneanos espantaban a los paquidermos con fuegos artificiales y salvas de fusil, obligándoles a dirigirse hacia donde el jefe de los batidores había preparado la amplia trampa, pues esas cacerías siempre se hacen a lo grande.
—Parece que está a punto de acabar la cacería —dijo Kammamuri a Yáñez—. ¿Y si bajáramos?
—¿Para topar con una bala perdida? Los súbditos del sultán no economizan las municiones y disparan como inexpertos reclutas.
—Incluso aquí arriba, señor Yáñez, no cesan de silbar los proyectiles.
—Échate boca abajo en el nido —respondió el portugués, añadiendo un rato después—: Tengo una sospecha.
—¿Cuál, señor Yáñez?
—Que entre los batidores del sultán se encuentren también náufragos del vapor, pues el fuego continúa de modo inquietante. Y ya no hay orangutanes ni elefantes que matar.
—Entonces, ¿se habrán infiltrado en el séquito del sultán? —preguntó la bella holandesa.
—Apostaría una bala de fusil contra un diamante de dos mil florines. ¿Oís esos disparos, que están dirigidos precisamente contra nosotros? Juraría que tras todo esto se encuentra la mano de ese maldito John Foster.
—¿Acaso quiere vuestra piel?
—Eso parece, señora Van Harter. Por segunda vez intenta quitarme la vida, pero confío en poder defenderla aún contra ese maldito lobo de mar.
En ese momento, tres balas de fusil silbaron en las orejas del portugués, obligándole a tirarse precipitadamente sobre la plataforma.
—Hacen fuego justamente sobre nosotros, señor Yáñez —dijo el indio, que se guardaba muy bien de mostrarse.
—Disparan hacia aquí y no contra los elefantes.
—Dejémosles hacer, por ahora. En el momento oportuno nos tomaremos la revancha. Hasta que no se haya ido ese John Foster, estaremos expuestos a un continuo peligro.
—¡Y dale con los tiros! —dijo Kammamuri—. ¿Es que acaso los náufragos han vaciado la santabárbara del vapor para derrochar tantos proyectiles?
—En vez de hablar tanto, vigila tu cabeza.
—No corre ningún peligro, señor Yáñez, pues esos marineros disparan como hombres que han empuñado por primera vez las armas. ¿Y si probáramos a responder nosotros, señor Yáñez? Ya que nos atacan, defendámonos. Estamos en nuestro derecho.
—Déjame hacer a mí, Kammamuri. Quiero colocar la primera bala en el sitio preciso. Yo sé lo que me hago.
Entre tanto, había atravesado el nido a gatas, manteniendo escondida la carabina debajo de la casaca.
El bosque seguía en conmoción. Los elefantes, asustados por el ruido ensordecedor producido por centenares y centenares de tam-tam furiosamente golpeados, seguían galopando en su terrible carga.
Árboles, matorrales, todo saltaba por los aires como segado por un grupo de titanes y los crujidos cada vez más impresionantes se confundían con formidables carritos.
De repente, el durion sobre el que se encontraba el nido de los orangutanes sufrió una sacudida tan fuerte que echó uno sobre otro a la bella holandesa, a Kammamuri y a Yáñez.
Se oyó un ruido seco, como si el gigantesco árbol hubiese cedido ante los continuos ataques de aquellas enormes masas de carne que se lanzaban brutalmente a través del bosque, intentando abrirse paso y evitar la trampa anteriormente preparada por los batidores que les esperaba en la parte más tupida de la selva.
—¡Se cae el árbol! —gritó Kammamuri.
—Que nadie abandone este nido —ordenó Yáñez—. Aún nos puede ser útil.
Un nuevo choque había arrancado de cuajo el árbol y este se empezaba a inclinar lentamente, arrastrando consigo a muchas otras plantas.
—No dispares, Kammamuri —había dicho Yáñez—. Ahorremos nuestras balas para cuando hayamos bajado al suelo. Nos han preparado una emboscada e intentan hacernos caer sin dejarnos luchar. Afortunadamente, aún no nos tienen en sus manos.
—¿Creéis que es obra de los náufragos? —preguntó Kammamuri.
—Ya no me cabe ninguna duda.
—Sin embargo, no vi a ninguno en el campamento del sultán.
—Se habrán cuidado muy bien de no ser vistos —respondió Yáñez.
—Sin embargo, yo sí que he visto a uno de ellos —dijo la bella holandesa—. Le sorprendí hace dos días mientras discutía animadamente con el sultán.
—¡Sólo nos faltaban estos tiburones de agua dulce! Como si no tuviéramos bastantes problemas, henos aquí ante otro más. Afortunadamente, tengo a mis órdenes doce hombres que no titubearán cuando les mande arrojarse sobre los soldados del sultán. ¡Oh, agarraos bien! ¡Esto se cae!
El durion, en efecto, seguía inclinándose hacia el suelo, arrastrando consigo enormes montones de rotangs y de gomuti[26], entre los cuales se debatían desesperadamente algunos de esos feos monos borneanos llamados «narigudos».
Yáñez tenía cogida por la cintura a la bella holandesa y la sostenía apoyada en el borde del nido de los orangutanes, que podía servirles para amortiguar algo el golpe.
Las oscilaciones eran cada vez más violentas a pesar de que los elefantes ya debían de haber caído en la trampa, pues sólo se les oía barritar a lo lejos.
A una veintena de metros del suelo, el árbol se detuvo por primera vez. Luego siguió su caída, aun cuando le retenía un verdadero amasijo de plantas parásitas.
—¿Ves a alguien debajo de nosotros? —le preguntó Yáñez a Kammamuri.
—Sí, señor Yáñez —respondió el indio—. He atisbado algunas sombras humanas reunidas en torno al tronco del árbol.
—¿Serán los náufragos?
—Eso sospecho.
Yáñez, aunque tenía sobrado valor, se pasó una mano por la frente y miró con inquietud a la bella holandesa, que, en cambio, conservaba inmutable su maravillosa calma.
—Tomad mis pistolas, señora —le dijo—. Y no tengáis escrúpulos en matarles. Si esos canallas nos cogen, nos harán pasar un mal rato.
—Gracias, milord —respondió Lucy—. Sé emplear estos juguetes.
En ese momento, el durion, después de quebrar con su enorme peso un grupo de sagús y de palmeras, se abatió por completo, apoyando sus ramas en el suelo. Una voz furiosa se alzó inmediatamente:
—¡Ah, bribones! Por fin os hemos cogido.
Una sombra humana había aparecido en el claro donde descansaba el durion y les apuntaba amenazadoramente con su fusil.
—¡Eh, compadre! —dijo Yáñez—. ¿Te diriges a nosotros?
—Ciertamente: hace varios días que esperamos pacientemente la ocasión de vengar vuestro infame acto de piratería y la herida de John Foster.
—¿Todavía está vivo el comandante? —preguntó el portugués, que pretendía ganar tiempo con la esperanza de que llegase alguien.
—¡Ah, canalla! —gritó el marinero, intentando avanzar entre las tupidas ramas del durion—. ¿Todavía tienes ganas de bromear? Espera que caigas en nuestras manos y te quitaremos para siempre las ganas de reír.
—Entre tanto, ¡alto ahí o disparo! —gritó Yáñez, que se resguardaba detrás del parapeto del nido de los orangutanes, tendido en el suelo, al lado de la bella holandesa.
—¿Vais a disparar? ¿Os atreveríais a presentarnos batalla?
—Siempre he vivido entre batallas —respondió Yáñez con su acostumbrada voz irónica—. Y sólo puedo vivir entre disparos de fusil.
—¡Camaradas! —gritó el marinero, intentando avanzar—. Cojamos a estos piratas y ya que no está aquí ese imbécil de sultán, colguémoslos inmediatamente. Toddy, dame esa soga.
Otro hombre, también armado con un fusil, se adelantó, agitando una cuerda.
—¡Tú serás el primero, entonces! —gritó Yáñez, haciendo fuego rápidamente.
Toddy cayó con los brazos extendidos, sin dar un grito siquiera. Una bala le había fulminado.
Unos instantes después, resonaron algunos disparos. El grupo de hombres, afortunadamente poco numerosos, respondía a la agresión, a pesar de estorbarles para ello una vegetación tan tupida que apenas les permitía afinar la puntería.
—Tira a matar, Kammamuri —dijo Yáñez al indio—. Aquí nos estamos jugando una cosa muy distinta que la isla de Mompracem.
El maharato[27], que se resguardaba prudentemente detrás de una rama enorme, hizo dos disparos que fueron seguidos de un gran griterío y del crujir de hojas secas.
Los atacantes, sabiendo que tenían que enfrentarse con hombres decididos y muy bien armados, habían renunciado a la lucha por el momento, poniéndose a salvo entre el follaje del bosque.
—Hubiera preferido que se lanzasen al ataque —dijo el portugués—. Por otra parte, nuestra situación es bastante buena y las ramas nos proporcionan amplia protección. Señora Van Harter, no levantéis la cabeza si estimáis vuestra vida. Porque no es solamente a nosotros dos a quienes persiguen esos canallas.
Resonó nuevamente la voz del marinero, precedida de una larga retahíla de blasfemias:
—¿Os rendís, sí o no? ¡Tenemos prisa! ¡Por la muerte de Saturno!
—Y nosotros, ninguna —respondió el portugués, que intentaba descubrir a alguno de los asaltantes para enviarlo a hacer compañía a aquel que ya había cruzado la laguna Estigia.
—Todavía somos cuatro y no sé cómo vais a resistir nuestro ataque.
—Y nosotros somos veinte —respondió el portugués.
—Mentís. Os hemos seguido los pasos desde Varauni hasta aquí, y no tenéis más que tres bocas de fuego.
—Más terribles que las tuyas.
—¡Ah, basta, basta, señor mío! Ya hemos charlado bastante. Tened la bondad de abandonar vuestro refugio y dejaros colocar en el cuello una sólida soga.
—Ven a ponérmela, si te atreves…
Dos disparos de fusil, que se perdieron en el vacío, entre la maraña de ramas y plantas parásitas, resonaron poco después, acompañados de feroces amenazas.
—Amigos —dijo Yáñez al maharata y a la bella holandesa—, no disparéis más que a tiro seguro para conservar hasta el último momento nuestra munición. Esos tunantes pretenden hacernos agotar los cartuchos.
—¿Dónde se habrán metido los hombres del sultán? —se preguntó angustiado el indio—. ¿Y nuestra escolta? ¡Ah, si estuviera aquí!, estos hombres ya estarían fuera de combate.
—Bien, Kammamuri —dijo Yáñez—. No sueñes con la India misteriosa y con sus misteriosos ídolos y emplea tu tiempo en diezmar a esos bribones antes de que lleguen hasta aquí y se apoderen de nosotros.
—Parece que no tengan ninguna prisa en avanzar, señor Yáñez —respondió el indio.
—Di mejor que no tienen prisa alguna en ser enviados al otro mundo. A estas horas ya saben que nuestras balas no se pierden en el vacío.
—¿Y si fuésemos a sacarles de su escondite?
—Son cuatro y no desean hacer un mal papel, en este momento, sabiendo ya que no quemamos nuestra pólvora como inexpertos reclutas.
—Sin embargo, vuelvo siempre a mi primera idea, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Este asedio puede durar varias semanas. ¿Queréis ocuparos durante cinco minutos de la señora?
—¿Qué quieres hacer?
—Voy a fusilar a esos bandidos —respondió decididamente el indio—. ¡Dádme vuestras pistolas y veréis cómo les hago aullar!
—¿Y no cuentas con sus balas?
—En mi país se combate bajo el fuego con simples haces de leña —dijo Kammamuri.
—¿Y no mueren, en tu país?
—¿Y qué? Basta con saber dar a tiempo el salto de la pantera.
—Un juego que nunca he practicado, pero que juzgo peligrosísimo, mi querido Kammamuri. Al menos para el que no conozca a fondo este país.
—Haced como yo, señor Yáñez, y veréis cómo damos mucho que hacer a esos traidores —respondió Kammamuri.
Se había puesto a romper ramas, formando gruesos haces, en su mayor parte de plantas resinosas.
—¿Queréis venir, señor Yáñez? —preguntó el indio.
—Provoquemos antes una descarga. Así tendremos que dar menos saltos de pantera.
Apoyó su carabina en un hombro del indio y, tras haberle recomendado la máxima inmovilidad, disparó dos veces en dirección al árbol bajo el cual se amparaban los náufragos.
Cuatro disparos respondieron casi inmediatamente y las balas pasaron haciendo crepitar los troncos que formaban el nido de los orangutanes, silbando luego en los oídos de los asediados.
—Disparad también vos, señora —dijo Yáñez a la bella holandesa, que ya había empuñado las pistolas indias.
La flemática mujer se acomodó antes en el parapeto del nido.
Al mismo tiempo, Kammamuri prendía fuego a su manojo de ramas resinosas y lo arrojaba hacia el árbol.
Se alzó una gran llamarada, descubriéndole al portugués, siempre al acecho, a cuatro individuos que se mantenían agrupados al pie de un gigantesco pombo.
—¡Se hizo de día! —murmuró Yáñez, echándose al hombro la carabina—. Con esta luz se les podría hacer caer de uno en uno. Es preferible afrontar a los elefantes salvajes de los grandes bosques que a estos seres humanos que esconden un corazón de tigre.
Aunque el portugués hablaba, no dejaba por ello de actuar. Aprovechándose inmediatamente de aquella luz, hizo fuego de nuevo, imitado por la bella holandesa y por el indio.
Los hombres, tras responder al fuego, habían caído ante el gigantesco árbol, exponiéndose al peligro de asarse, ya que las hojas secas se estaban quemando a la vez que las numerosas y resinosas colgaduras de giunta-wan que caían a lo largo del enorme árbol.
—¡A tierra! —gritó Yáñez, al ver que los bribones huían como liebres—. Démosles caza e intentemos alcanzar a nuestra escolta.
Ya iba a abandonar el nido de los orangutanes, cuando sonó un silbido, modulado en varios tonos.
—¡Mati! —exclamó—. Estamos salvados.
Después lanzó una serie de imprecaciones.
—¿Mati aquí? —siguió diciendo—. ¿Por qué ha dejado mi yate? Presiento alguna desgracia.
Se puso dos dedos en la boca y respondió a la señal.
Un instante después, salía del bosque el patrón del yate, acompañado por una escolta de doce hombres. Avanzaba hacia el gigantesco durion.
Yáñez se había dejado caer a tierra, mientras Kammamuri ayudaba a la bella holandesa.
—¡Tú, Mati! —exclamó, haciendo un gesto de asombro—. ¿Qué vienes a hacer aquí?
—A salvar a mi señor —respondió el patrón del yate.
—¿Qué ha sucedido, pues, durante mi ausencia?
—Cosas gravísimas, señor Yáñez. Se está preparando una doble asechanza: una, en la bahía, contra nuestro yate, y otra, en estos bosques.
—Explícate mejor, Mati.
—El jefe del kampong chino, que vino a retirar, en vuestro nombre, un cargamento de armas, me advirtió de que intentarían mataros durante la gran cacería.
—Por parte de los náufragos, ¿verdad?
—Sí, señor Yáñez.
—¿Y quién manda mi yate?
—Padar.
—¿Nadie lo amenaza?
—No lo sé, señor, porque el otro día arribaron a la bahía tres cañoneras, dos inglesas y una holandesa, y echaron el ancla de tal modo que cierran el paso.
—¡Se han vuelto todos locos en Varauni, durante mi ausencia! —exclamó Yáñez.
—Así lo creo, señor, porque nuestra tripulación no puede ir a los muelles sin ser molestada por bandas de malayos llegados no sé de dónde.
—¿Han atacado a mis hombres?
—Aún no, pero creo que no tardarán en hacerlo. El sultán os abandona a vuestra suerte y seguro que no intervendrá en vuestros asuntos, señor Yáñez.
—¿Qué me aconsejas que haga?
—Permanecer aquí, capitán —dijo un marinero del yate, que llegaba en aquel momento completamente sudado y embarrado hasta los cabellos.
—¡También tú aquí! —exclamó Yáñez—. ¿Traes tú también alguna noticia grave?
—Sí. Desde ayer por la mañana vuestro yate ha sido secuestrado por orden de los comandantes de las cañoneras —respondió el marino.
—¿Así que se derrumba todo a nuestro alrededor? Después de haber trabajado tanto, ¿veremos desvanecerse este bello sueño? ¿Qué hacemos?
—También yo os aconsejo que permanezcáis en estos lugares hasta la llegada de las tropas de Sandokán —dijo Mati.
—En Varauni estaríais menos seguro —añadió el otro.
—¿Y qué ha hecho Padar? ¿No ha protestado por la requisa de mi yate?
—Decid mejor del yate y del pequeño velero, pues también ha sido puesto en cuarentena. Ha hecho cubrir los puentes con la bandera inglesa, después de advertir que cualquier persona que subiera a bordo sería arrojada al mar.
—¡No podía hacer otra cosa! —murmuró Yáñez—. O luchar en condiciones desastrosas o ceder por el momento. Vamos a ver al sultán.
—Guardaos de él, señor Yáñez —dijo Mati—. Porque el chino me ha advertido que intentará arrancaros la piel.