Toda la población de Varauni estaba revuelta y corría a los magníficos jardines del sultán, en donde se habían reunido los batidores, los fusileros y muchas bayaderas para divertir al poderoso señor durante el descanso vespertino.
Veinte carros, tirados por cebras, todos ellos con cúpula dorada, habían sido puestos a disposición de los cazadores, con gran disgusto de Yáñez, al que le gustaba la caza emocionante y no aquella, tan fastuosa y acompañada de tal bullicio.
El sultán se había apresurado a ceder un puesto en su carro al embajador, pues parecía que no podía pasar sin él.
—Milord —le dijo—, daremos un triunfal paseo por los montes de Cristal y volveremos cargados de piezas cobradas.
—Alteza, lleváis demasiada gente —dijo Yáñez—. Las fieras escaparán con seguridad ante nosotros y no se dejarán coger.
—Vos, milord, no habéis asistido nunca a las grandes cacerías. Aquí se acostumbra a hacerlo todo a lo grande.
—Preferiría hacerlo de otra manera —concluyó el portugués.
El cortejo, flanqueado por una compañía de vistosos soldados altos y fuertes, dejó finalmente el palacio entre las aclamaciones de la multitud y las imprecaciones de algunos grupos de chinos, eternos enemigos de los malayos en toda Indochina.
A la puesta del sol fueron levantadas unas bellísimas tiendas al borde de un bosque y los cazadores acamparon, mientras las bayaderas danzaban, para que no se aburriera su señor, entre enormes fogatas de giunta-wan[21].
El cocinero ya había preparado los cincuenta o sesenta pajaritos que habían caído a los disparos de los desmañados tiradores.
El sultán exultaba por aquella caza, como si, en lugar de insignificantes volátiles, se tratara de tigres, panteras negras, rinocerontes y elefantes.
—Milord —dijo a Yáñez, que estaba comiendo bajo la tienda real—, si continuamos a este paso, volveremos a Varauni más gordos que los mandarines chinos y sin gastar ni un florín. Toda esta gente vivirá de la caza, si quiere comer.
—Por lo que respecta a mis hombres, estoy seguro —respondió Yáñez—. Todos son famosos cazadores que incluso han hecho frente en numerosas ocasiones al tigre indio. Es vuestro modo de cazar, alteza, el que no me agrada.
—Aún no hemos llegado a los grandes territorios de caza reservados para mí. Sabed que, entre tanto, mis batidores preparan una gigantesca partida a los elefantes salvajes.
—Es la caza de noche, a pie firme y al acecho, la que a mí me gusta —respondió Yáñez—. Ponedme ante una pantera negra, o manchada, no importa. O ante un tigre. Y os mostraré cómo se caza en la India inglesa.
—En efecto, he oído hablar mucho de estas grandes cacerías y no me desagradaría experimentar sus grandes emociones.
—Entonces, alteza, después de cenar vendréis conmigo y con una pequeña escolta de cazadores, dos de los míos y dos de los vuestros. Dejad en paz a las bayaderas, que sólo servirían para proporcionar apetitosa carne fresca a los carnívoros de la selva. ¿Queréis? No correréis ningún peligro, os lo aseguro, y, por otra parte, ya sabéis que cuando disparo siempre doy en el blanco.
—Lo sé, lo sé, milord —respondió el sultán—. Sin embargo, hay que pensarlo dos veces, porque en nuestros bosques, además de un gran número de carnívoros, hay simios de tamaño gigantesco.
—¿Los malas?
—Sí, milord.
—¿Y vamos a asustarnos por unos monos?
—El atractivo es demasiado fuerte, milord. Pocas veces he visto cazar al acecho.
—Entonces yo os mostraré cómo se caza.
El sultán golpeó un gong de bronce, a cuyo son acudió precipitadamente el jefe de los batidores.
—¿Hay algo a la vista? —le preguntó.
—Sí, alteza: antes de la puesta del sol ha sido sacada de su guarida una pareja de panteras negras.
—¿Sabes dónde tienen la guarida?
—Sí, alteza.
—Entonces, nos conducirás hasta allí: quiero dedicar enteramente esta noche a la caza, no a los asuntos de estado.
Terminaron rápidamente de cenar. Luego, mientras las bayaderas continuaban danzando para entretener a cortesanos y ministros, dejaron el campamento casi de incógnito.
El pequeño grupo estaba formado por el jefe de los sikkaris, Yáñez, el sultán, cuatro cazadores, entre ellos Kammamuri, y la bella holandesa.
A trescientos metros del campamento empezaba la inmensa selva, siniestra y tenebrosa. Entre las grandes plantas, que proyectaban una espesísima sombra, se oían mil vagos rumores que más parecían producidos por grandes carnívoros que por inofensivas babirusas o por simples ciervos.
De vez en cuando, bajo las arcadas de verdor se propagaba un grito agudo y terrible, que hacía murmurar incluso a Yáñez, que no estaba precisamente en su primera cacería, y helaba el corazón del sultán, que en toda su vida sólo había sido un indolente.
El jefe de los sikkaris hacía cada vez más lento su paso, buscando entre los oscuros matorrales una pista que sólo él podía encontrar.
—Nos estamos acercando —dijo Yáñez a Kammamuri, que caminaba a su lado—. La prudencia de este hombre me indica que aquí existe realmente un peligro.
Y volviéndose a la holandesa, añadió:
—Señora, no os separéis de mí.
—Estoy acostumbrada a ir de caza, milord —respondió Lucy con una adorable sonrisa—. Mi hermano era francés y me enseñó pronto a enfrentarme con las fieras de las grandes selvas.
—Sin embargo, no os fieis demasiado de vuestra pequeña carabina.
En ese momento se detuvo el jefe de los sikkaris y luego se volvió rápidamente hacia el sultán, que estaba haciendo extraordinarios esfuerzos para que no se le notara el miedo.
—Alteza —dijo—, ya hemos llegado.
—¿Las panteras? —preguntó el soberano, al que le castañeteaban los dientes.
—No deben estar más lejos de un tiro de fusil.
—¿Se trata, en efecto, de dos?
—Vos sabéis que cuando nosotros los batidores descubrimos una pista, no nos equivocamos jamás.
El sultán miró a Yáñez, que estaba cargando tranquilamente una magnífica carabina de dos cañones y de gran calibre.
—¿Qué pensáis vos, milord? —preguntó.
—Que en el campamento se reirían de nosotros por la espalda si volviésemos con las manos vacías. Por lo que a mí respecta, no dejaré la selva sin haber disparado algunos tiros de fusil. Oigamos —siguió diciendo, mirando al jefe de los sikkaris—, ¿cómo has descubierto la pista?
—Por una babirusa medio devorada que descubrimos cerca de un tupido matorral. Las panteras deben de tener allí su guarida: estoy seguro de no equivocarme.
—He aquí una bonita partida de caza a pie firme, alteza. Basta con saber dominar los nervios y no perder de vista ni un instante a los adversarios. ¿Vamos, alteza?
—Bien, vamos —respondió el sultán, tras un breve titubeo.
A una señal suya, el jefe de los sikkaris se había puesto otra vez en camino, adentrándose con precaución bajo las tupidas y tenebrosas arcadas de verdor. De cuando en cuando se detenía para escuchar o para encontrar la pista.
Luego, reanudaba la marcha, con los ojos y los oídos bien abiertos. Intentaba captar cualquier leve rumor que le indicase dónde se escondían realmente las dos peligrosas fieras.
Yáñez le seguía, pisándole los talones, con el dedo en el gatillo de la carabina, queriendo mostrar al sultán cómo son las verdaderas cacerías. Kammamuri iba a su lado, cubriendo a la bella holandesa, que avanzaba intrépidamente por la tenebrosa selva sin pedir ayuda a nadie.
Por segunda vez volvió atrás el jefe de los sikkaris, mostrando una viva agitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yáñez.
—Están delante de nosotros.
—¿Dos?
—Sí, sí, dos.
—Alteza —dijo el portugués, volviéndose hacia el sultán—, tomad vuestras precauciones. Las panteras, negras o manchadas, dan grandes saltos y caen fácilmente por sorpresa sobre el cazador.
—¿Qué debo hacer? —preguntó el soberano, cuya voz seguía temblando.
—No alejaros de mí y disparad a tiro seguro.
—Lo que pasa es que nunca he sido buen tirador.
—Lo somos nosotros, alteza, y si las panteras quieren pasar tendrán que vérselas con nuestras armas.
Puso la carabina en posición de disparar y avanzó hacia un enorme matorral que le señalaba el jefe de los sikkaris. Los demás le seguían en un grupo compacto para poder ayudarse mejor en caso de peligro.
En el interior del matorral debía de estar ocurriendo algo, pues, a ratos, se oían oscilar las ramas y crepitar las hojas secas.
—Despacio, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Aún no sabemos si las panteras están emboscadas encima o debajo del matorral.
—No tardarán en delatarles sus fosforescentes ojos —respondió el portugués.
Se había detenido a cincuenta pasos del matorral, cogiendo un grueso guijarro.
—Veamos si se inquietan —murmuró—. Normalmente, esas fieras no temen al hombre y atacan decididamente. ¡Alteza, amigos, señora: atención!
Tiró la piedra con todas sus fuerzas en medio del matorral. En el primer momento, no se oyó nada. Luego surgió un grito breve, ronco, gutural y poco potente.
—Están precisamente ahí —dijo Yáñez y añadió—: Rodeemos el matorral. Vete a la derecha, Kammamuri, con la señora y dos cazadores. Y vos, alteza, reunid todo vuestro valor y venid a mirar cara a cara a las bellas fieras que pueblan vuestros bosques. ¿Estáis preparados?
—Sí —respondió Kammamuri por todos.
—Adelante, entonces: yo iniciaré resueltamente el ataque.
Los dos pequeños grupos se habían puesto en marcha, avanzando con grandes precauciones.
De improviso, una sombra negra saltó desde la maleza y fue a caer casi a espaldas de la bella holandesa.
Kammamuri, que no había perdido su sangre fría, se volvió y disparó rápidamente. La fiera se contorsionó un momento. Luego, se alejó a saltos. Pero ya no tenía el impulso inicial, por lo que se podía deducir que estaba herida.
—¡Sigámosla! —dijo Yáñez, precipitándose detrás—. Haced fuego antes de que desaparezca entre los matorrales.
Todos echaron a correr, disparando a diestro y siniestro, pues la pantera se guardaba muy bien de mostrarse y continuaba zafándose, pese a estar herida, entre los matorrales.
Habían avanzado como unos cincuenta pasos disparando sin cesar, cuando se oyeron unos gritos de mujer.
Yáñez había podido ver durante un instante a la bella holandesa entre los brazos de uno de esos terribles orangutanes o maias que pueblan las tupidas selvas de Borneo y que aterrorizan a todos sus habitantes con su espantosa fuerza.
—¡A mí! ¡A mí! —gritaba la bella holandesa.
El cuadrumano, que la había sorprendido entre las ramas de una arenga saccarifera[22], escapaba a todo correr con su presa, intentando alcanzar el gran bosque en el que sin duda tenía su guarida.
Yáñez conservaba todavía un cañón de su rifle cargado. Pero no tuvo el valor de disparar por temor a herir a la joven al mismo tiempo que al orangután.
Los demás tampoco habían disparado por la misma razón. Y el enorme cuadrumano pudo llegar con pocos saltos a un grupo de gigantescos árboles, desapareciendo con extraordinaria rapidez entre el follaje.
—¡Cien florines al que la salve! —gritó el sultán.
¡Era preciso hacer otra cosa muy distinta, y no ofrecer premios! Había que actuar rápidamente, antes de que el orangután se alejase demasiado y se refugiara en su escondrijo.
—Cuidaos vosotros de las panteras —dijo Yáñez—. ¡A mí, Kammamuri!
Los dos hombres se habían dirigido hacia el enorme grupo de árboles, en medio del cual debía de estar escondido el orangután, mientras resonaban algunos disparos.
—Déjales hacer —gritó Yáñez al indio—. No es asunto nuestro: que se las arreglen como puedan.
En pocos instantes llegaron al bosque y se pararon delante de una muralla de verdor que parecía impenetrable.
—Tenemos que andar por encima de las raíces —dijo el portugués—. Ayúdate con los codos y los rotangs[23].
Se oyeron otros dos disparos en dirección al claro que habían dejado.
Las panteras se aliaban al cuadrumano para castigar a los perturbadores de sus grandes bosques.
—Que se las arreglen como puedan —repitió Yáñez—. Es más urgente la señora Van Harter que esa momia de sultán. Pero ¿a dónde se habrá metido ese maias?
—Eso es lo que yo me estoy preguntando también —dijo Kammamuri—. ¿La habrá estrangulado?
—No, no. Si conseguimos descubrir su guarida, la encontraremos viva todavía.
—Eso no será nada fácil, me parece, entre tanta rama y tanto follaje enmarañado, aunque esos animales son muy corpulentos.
—Sí, mucho. Pero, calla…
En medio del frondosísimo bosque se oyó un sordo bramido que acabó con un redoble de tambor sin duda producido por el batir de los puños del orangután sobre su amplio pecho.
—Estamos más cerca de lo que creíamos —dijo Yáñez, que se había detenido bruscamente, alzando el fusil—. El raptor de mujeres no está lejos.
—Me asusta el silencio de la señora.
—Seguramente se habrá desmayado.
Aguzó los oídos y se levantó sobre las raíces, intentando alcanzar el grupo central de árboles. Luego reanudó la marcha, seguido del fiel Kammamuri.
A lo lejos, ya no se oía el retumbar de los disparos. ¿Se habrían decidido las panteras a huir, o serían los hombres, en cambio, los que habían emprendido prudentemente la retirada? Quizá la segunda hipótesis era la más probable, ya que las panteras son unas fieras tales que espantan al hombre más valeroso cuando atacan.
Entre tanto, Yáñez y Kammamuri continuaban adentrándose en el enorme bosque, procurando no hacer ruido, porque los orangutanes tienen un oído muy fino.
Habían recorrido cincuenta o sesenta metros andando sobre las raíces, cuando el portugués se paró de repente, recogiendo de un matorral un trozo de tela.
—¡Las ropas de la señora Van Harter! —dijo con voz emocionada—. ¡Ah, pobre mujer!
—¿Nos estaremos acercando a la guarida? —preguntó el indio.
—No debe de estar lejos: escucha bien. ¿No oyes nada?
—Se diría que, por encima de los árboles, pasa una corriente de aire —respondió Kammamuri.
—Son los orangutanes que están roncando.
—¿Habéis dicho «los» orangutanes?
—¡Exacto!
—¿Son dos?
—Sí, el macho y la hembra. El macho forma una verdadera familia y ama a su peluda media naranja.
—La empresa será dura.
—Estamos bien armados, Kammamuri. Y somos excelentes cazadores. Cuando disparamos un tiro, sabemos siempre dónde dará la bala.
En ese instante cayó de lo alto un proyectil, atravesando el follaje con un amenazador estruendo.
—¿Qué es lo que ha caído? —preguntó Kammamuri en voz baja.
—Podría ser un durion[24], pues nos encontramos precisamente debajo de uno de esos altísimos árboles. Cuando los frutos maduran caen por sí solos, y constituyen un verdadero peligro para los que se adentran en la selva. Pero también es posible que haya sido el orangután el que nos haya enviado este tan poco amable mensaje. Si nos hubiera dado en la cabeza, nos la hubiera deshecho.
En aquel momento, resonó en el bosque un grito semejante al vagido de un bebé.
Los dos cazadores se detuvieron nuevamente, escrutando el tupido follaje.
—¡Allá arriba! —susurró de pronto Yáñez—. ¿Lo ves allá arriba?
—¿Qué?
—El nido de los orangutanes.
—En efecto. Veo sobre la copa de un enorme árbol una gran masa que bien podría ser su nido.
—No hagas ruido. Si se despiertan los orangutanes, son capaces de hacerle pasar un mal rato a la señora holandesa.
Sube a aquel grupo de rotangs, mientras yo busco la manera de llegar hasta allí arriba. Entretanto, mantén la calma y mucha sangre fría, porque no será fácil resolver este asunto.
Por segunda vez se oyó el vagido, sobre aquel tenebroso árbol. Un pequeño orangután se quejaba.
—¡Arriba! —dijo Yáñez.
Se habían agarrado ya a los rotangs, cuando otro proyectil atravesó silbando el follaje.
Un momento después, caía un tercero que estuvo a punto de golpear al portugués, aunque este había tenido la precaución de resguardarse bajo el tronco de un sagú[25].
—¡Es un bombardeo en toda regla! —murmuró Yáñez, evitando otro—. ¿Qué hacemos?
Miró a su alrededor. Kammamuri continuaba subiendo por su cuenta, siguiendo el gran fajo de rotangs que pendía del enorme árbol en el que se encontraba el gigantesco nido de los orangutanes. Avanzaba cautelosamente, sirviéndose más de los pies que de las manos para poder empuñar el rifle cuando fuera preciso.
—He avanzado mucho —murmuró el portugués—. Intentemos llegar hasta él.
Había cesado la lluvia de proyectiles, acaso porque el durion había sido rápidamente despojado de sus peligrosísimos frutos.
Era el momento oportuno para avanzar.
Yáñez se puso el rifle en bandolera, se agarró a su haz de rotangs y empezó a subir, prestando atento oído a los rumores que provenían del bosque.
De repente, un agudo grito desgarró el aire, seguido del tamborileo producido por unos grandes puñetazos en el pecho.
Yáñez se había detenido en la bifurcación de una rama, apuntando la carabina para proteger al indio, que continuaba su subida con un valor extraordinario.
Una enorme masa, una especie de plataforma formada por gruesas ramas entrecruzadas y atadas con rotangs, se erguía a pocos metros por encima del indio.
Era el nido de los orangutanes.
Transcurrieron algunos instantes de angustiosa espera para Yáñez, que miraba constantemente el nido, decidido a presentar batalla a todos sus habitantes. Después resonó otro grito, acompañado por un furioso crujir de ramas.
Los orangutanes parecían haberse dado cuenta de que les iban a atacar y se preparaban a la defensa. Una defensa ciertamente espantosa, porque los cuadrumanos son casi tan altos como los hombres y poseen unos musculosos brazos que parecen troncos de árbol.
Son, después de los gorilas, los monos más formidables que existen y no tienen temor alguno a enfrentarse con el hombre, aunque este vaya armado con un fusil, cuando la rabia les domina.
Yáñez, viendo que ya no caían proyectiles desde lo alto del durion, había reanudado la escalada, pues no quería dejar solo a Kammamuri en el momento del ataque.
En el borde de la guarida había aparecido una sombra, de forma casi humana, que desgajaba furiosamente las ramas del árbol, entre gruñidos.
—Intentemos echarle abajo —murmuró Yáñez—. Siempre será uno menos.
Echó una última mirada al indio, que no cesaba de subir. Después, se detuvo en la bifurcación de otra rama y apuntó la carabina.
Un relámpago desgarró las tinieblas, seguido de una ruidosa detonación y de un estrépito que parecía producido por la rotura de varías ramas.
Ya no se veía al orangután que se encontraba en el borde de la plataforma. Había caído como un bólido, quebrándose los brazos y las piernas.
—¡Buen disparo! —exclamó imprudentemente Kammamuri, que ya se encontraba bajo la guarida.
Una velluda zarpa le aferró en ese instante por el cuello y le mantuvo suspendido en el aire.
Uno de los orangutanes, probablemente el macho, se había arrojado sobre el indio, pronto a hacerle pedazos.
Ello no era nada difícil para un animal dotado de una fuerza verdaderamente espantosa.
—¡A mí, señor Yáñez! —gritó el indio, que en vano se había apoyado en los rotangs.
—¡Aquí estoy, Kammamuri! —gritó el portugués.
Enseguida resonaron dos tiros de carabina que casi se confundieron en uno solo.
—¡Tocado! —gritó el indio, que inmediatamente había notado como se aflojaba el espantoso apretón.
El maias se mantuvo unos minutos, erecto sobre el borde del nido, golpeándose furiosamente el pecho. Luego, repentinamente, le faltaron las fuerzas y cayó a través del follaje, rompiéndose las extremidades.
—¡Ha muerto, señor Yáñez! —gritó Kammamuri, que se había recobrado prestamente de la terrible emoción sufrida.
—Subamos, amigo. No encontraremos más que a algún pequeño orangután, impotente para defenderse.
Nuevamente iniciaron el ascenso del gigantesco árbol, agarrándose a los rotangs. La subida fue lenta, por lo resbaladizo de las ramas y la considerable altura del durion, temerosos de seguir la misma suerte del maias, aunque tranquilos por la muerte del enorme animal y vigilando sólo que el animal pequeño que suponían en la plataforma, no les diese algún susto.