13. Un atentado

El barco se dirigió resueltamente hacia Varauni, puerto al que Yáñez calculaba llegar después de mediodía.

—Pues bien, señor Yáñez —dijo Kammamuri, acercándose al portugués, que observaba distraídamente una pareja de delfines que huían ante la rápida nave—, no os podéis quejar de esta noche.

—Mientras estoy en el mar, no. Porque siempre puedo escapar hacia una u otra parte. Es la tierra la que me impresiona y querría que ya estuvieran aquí Sandokán y Tremal-Naik.

—¿Qué es lo que teméis ahora?

—Esa barca holandesa, misteriosamente desaparecida, no tardará en producir su efecto en Pontianak. Y esos pacíficos colonos son capaces de reclamar mi cabeza aun sin tener ninguna prueba contra mí.

—Sin embargo, seguís siendo un embajador de la gran Inglaterra —dijo Kammamuri.

—Un embajador muy mal asentado, porque creo que hasta el sultán tiene grandes dudas sobre mí.

—Traigámosle al barco y secuestrémoslo.

—No corras tanto, indio impetuoso. La diplomacia nunca ha debido de ser tu fuerte. El golpe decisivo me lo reservo para el final, cuando se trate de obligarle a restituir la isla a los viejos tigres de Mompracem.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora en Varauni?

—Iremos al campo —repitió Yáñez—. Parece ser que el sultán no se ha negado a dar una gran batida entre los bosques de los montes de Cristal. Nos adentraremos en ellos todo lo posible con el fin de encontrar la vanguardia de Sandokán. Por otra parte, un poco de reposo nos vendrá bien a todos. Haz subir a cubierta té y cigarrillos, despliega la bandera inglesa en el palo mayor y dejemos por ahora que los acontecimientos sigan su curso.

El portugués saboreó sin prisa la aromática bebida, encendió un cigarrillo y se puso a pasear entre el palo de trinquete y el mayor, respirando de vez en cuando a pleno pulmón la fresca brisa de la mañana.

Como Yáñez había previsto, hacia las dos de la tarde el yate hacía su entrada en la bahía, siendo inmediatamente saludado por unas salvas de cañón.

Aún no había cesado el eco de la última detonación, cuando se separó de la playa la acostumbrada barca roja. Debía de conducir a un importante personaje, porque una gran sombrilla de seda verde ocupaba casi toda la popa.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, enarcando las cejas—. ¡El sultán! Seguro que esta visita no me trae buenas noticias. Pero, si quiere, que venga a tomar el café conmigo.

Pasó al cocinero la orden de preparar el moka. Luego hizo desplegarse a todas sus fuerzas en el puente para impresionar al tirano oriental, y se dirigió a la escala.

No se había equivocado. Era el sultán en persona, que se dignaba visitar el yate por segunda vez, acompañado, como siempre, por sus ministros.

Su Alteza subió ágilmente a bordo, levantando el borde de su túnica de seda blanca, ceñida en la cintura por un fajín de seda verde, y se dirigió al encuentro de Yáñez con semblante jovial, diciéndole:

—Hace ya días que os esperaba, milord, y estaba un poco inquieto por vuestra suerte. Sabéis bien que nuestros mares no son completamente seguros.

—Mi buque es fuerte y está bien armado, alteza, y no tengo la costumbre de volver la espalda a mis enemigos.

—¡Veo que tenéis un ejército!

—Es cierto, alteza. Mi nave precisaba veinte hombres más para la guardia, con el fin de no agotar a los que ya tenía, y he ido a enrolarlos.

—¿Dónde?

—En Pontianak, con autorización del gobernador holandés.

—¿Cómo ha acabado, pues, vuestro asunto?

—Como tenía que acabar —respondió el portugués—. Han encontrado mis credenciales en perfecto orden y nadie ha puesto objeción alguna, pues todos saben que la gran Inglaterra está siempre pronta a defender a sus súbditos.

—Pues bien, milord…

—Explicaos, alteza, mientras tomamos el café juntos.

—Precisamente ayer tarde llegó al puerto otra cañonera holandesa a pedir cuentas de lo que le podía haber sucedido a cierta chalupa que vos ya conocéis.

—¿Y vos qué habéis respondido? —preguntó el portugués, mientras Kammamuri y Mati servían el café en tazas de plata cincelada.

—Que yo no tengo la vista tan aguda como para saber lo que sucede en el mar, fuera de mi bahía.

—¿Y el holandés?

—Se encogió de hombros, bebió un par de botellas de arak y luego se fue no sé a dónde.

—¿Os amenazó?

—Veladamente, sí.

—¡Ah! —exclamó el portugués—. ¿Acaso ignoraba que aquí había un yate inglés?

—Lo sabía. Y, no sólo eso, sino que lo buscaba.

—¿Quizá para presentarme batalla?

—En mis aguas no lo consentiré jamás. Vos estáis bajo la protección de la bandera del sultán de Varauni.

—Alteza, aquí empiezan a molestaros. ¿Queréis que llevemos a cabo el viejo proyecto de irnos al campo por algún tiempo? Durante nuestra ausencia todos se calmarán y recobraréis la paz y la tranquilidad. ¿No hay noticias de las fronteras?

—Se dice que bandas de salvajes recorren las cimas de los montes de Cristal destruyendo todas las kotte[20] que encuentran en su camino.

—Vamos a buscarles —dijo Yáñez—. Tenemos fuerzas suficientes para afrontar cualquier peligro. ¿Aceptáis?

El sultán permaneció pensativo unos instantes. Luego, dijo bruscamente:

—Mañana por la mañana os espero en mi palacio. Daremos grandes batidas.

Vació su taza y bajó de nuevo a su barca, mientras Yáñez se frotaba alegremente las manos.

—Es preciso que vea al chino antes de mañana por la mañana —murmuró—. Es necesario mantener agrupadas a todas nuestras fuerzas para el gran golpe final. Una vez nos hayamos reunido con Sandokán y Tremal-Naik, nos extenderemos por todo el sultanato ¡y pobre del que intente cerrarnos el paso! Abramos los ojos y, sobre todo, los oídos, pues en estas cortes orientales la traición reina por lo menos trescientos días al año.

Mandó arriar la ballenera, con ocho hombres, y se encaminó al barrio chino porque tenía prisa por ver cuanto antes a Kien-Koa, que podía, en el momento apropiado, arrojar quinientos hombres contra la capital y aterrorizarla.

Para evitar la curiosidad de los ociosos que se encontraban en gran número por los muelles, masticando nueces de areca y de betel, y hablando de todo menos del magnífico sultán, la ballenera dio un gran rodeo y atracó en el extremo meridional del kampong de los hijos del Celeste Imperio, entre un caos de juncos apiñados unos junto a otros.

Yáñez desembarcó con Kammamuri y dos hombres de escolta, temiendo las iras de John Foster, y se metió en aquellas calles tortuosas y llenas de barro que ninguna mano humana había restaurado jamás, quizá desde la fundación de Varauni.

A diestra y siniestra se abrían unas tiendas, que parecían madrigueras, donde los mercaderes chinos, con un par de gafas de dimensiones exageradas, estaban impasiblemente sentados en una estera, esperando que el cliente cayese por sí mismo en la trampa para desplumarlo por completo.

Yáñez y sus hombres no tuvieron dificultad alguna en llegar a la taberna del chino porque en aquel momento las calles estaban casi desiertas. Kien-Koa estaba al frente de sus pinches de cocina. Al ver al portugués, confío sus dependientes al cocinero jefe y condujo a sus amigos a una salita desierta.

—Os esperaba con impaciencia, milord —dijo el chino—. Corren graves noticias por todo el sultanato.

—¿Ya? —preguntó Yáñez.

—¡Cómo! ¿Vos sabíais algo?

—¿Y por qué no?

—Se dice que los dayaks se han levantado en armas y que se preparan a forzar las fronteras del sultanato. Parece ser que ya han conquistado varias kotte.

—¡Mejor! —dijo Yáñez—. Déjalos hacer.

—¿Les conocéis?

—Tengo amigos entre esos dayaks y me comunican lo que sucede.

Yáñez mentía, pero era cierto que Sandokán, con Tremal-Naik y las tribus del lago, estaban bajando de los montes de Cristal para arrebatar Mompracem al sultán.

—¿Y vos, milord? —preguntó el chino.

—Voy al encuentro de los rebeldes, junto con el sultán.

—¿Junto con el sultán, habéis dicho?

—Por el momento somos muy buenos amigos y no tenemos más que un solo pensamiento: el de aburrirnos lo menos posible en Varauni. ¿Están preparados tus hombres?

—No piden más que un jefe y algunas armas de fuego.

—Tendrán lo uno y lo otro —respondió el portugués—. En mi yate tengo armas de fuego en abundancia y puedo regalarte algunos lila.

—Vendrán muy bien para ir contra los soldados —dijo el chino—. Si no fuera por su guardia, a estas horas el sultán habría sido descuartizado no sé cuántas veces, porque todos estamos hartos de tiranía. ¿Tenéis algo más que decirme?

—Por ahora, no; mantén preparados a tus hombres y, en el momento oportuno, me verán aparecer al frente de ellos. Adiós, amigo, me voy a la campiña con el sultán por algún tiempo. Si tenemos noticias importantes, te enviaré un correo.

Yáñez se levantó y, en ese preciso momento, vio asomarse a uno de los últimos náufragos. Era un tipo de formas hercúleas, macizo como un hipopótamo. Una de esas personas que en América se ufanan de ser mitad caballos y mitad cocodrilos.

—¿Permitís? —preguntó, empujando con violencia la puerta.

—¿Qué queréis? —dijo Yáñez, poniéndose en pie.

—¡Ah! —exclamó el náufrago—. ¡El pirata…! Sabía que un día u otro os encontraría aquí y que tendría ocasión de vengar a mi capitán.

—¿Y qué es lo que deseáis? —estalló Yáñez.

—Habría podido esperaros una noche oscura en la esquina de cualquier callejuela y clavaros en la espalda mi cuchillo, que ha acabado con un buen número de pieles rojas en el gran Oeste.

—¡Ah…! Sois californiano —dijo Yáñez irónicamente—. Raza brutal y violenta que, por otra parte, aún conserva, no se sabe de qué modo, una cierta lealtad. ¿Qué queréis, pues?

—Vengar a mi capitán, posiblemente —respondió con un gesto provocativo, sacando del cinto un revólver.

—¿Queréis hablar a tiro limpio? —exclamó el portugués—. Os advierto que yo no seré menos.

—¿Enfrentarse a un californiano? —exclamó el americano, fingiendo apuntar el revólver.

—¿Queréis una prueba?

Yáñez levantó una de sus famosas pistolas y apuntándola contra el insolente, que continuaba amenazando, le dijo:

—Fijaos en que yo podría dejaros muerto ahí mismo.

—¿Habéis dicho…?

—¡Qué estoy dispuesto a mataros! —gritó Yáñez.

—Yo no soy el capitán.

—Eh, amigo, no os entusiasméis demasiado —le dijo Yáñez—. Si los hombres del gran Oeste americano disparan muy bien, aquí también hay personas que podrían competir con ellos.

—¡Mentís!

—¿Me llamáis mentiroso a mí? Una ofensa tal no se tolera en América. Aunque me parece que ya hemos hablado demasiado.

—Creo que podríamos acabar inmediatamente.

—Estáis servido —dijo Yáñez, armando rápidamente una de sus pistolas y apuntándola hacia la mesa ocupada por el californiano—. ¡Repetid ese tiro, si sois capaz!

La vela que iluminaba la mesa más próxima a aquella en que se sentaba el californiano se había apagado de repente. Yáñez, con su maravillosa puntería, había arrancado el pabilo.

—¡Oh! —exclamó el californiano—. ¡He de mataros!

—Tengo aquí hombres que estarán dispuestos a encadenaros —dijo Yáñez, haciendo una seña a los malayos.

Kammamuri fue el primero en saltar hacia adelante encañonando al insolente californiano con su potente rifle.

—¡Por Júpiter! —exclamó el yanki—. ¡Me quieren asesinar!

—Si hubiese querido enviaros al otro mundo, en este momento ya os encontraríais en una compañía poco alegre. ¡Ya habéis visto cómo tiro!

El americano se había quedado titubeando, pero blandiendo aún su revólver. Todas aquellas armas de fuego apuntadas contra él debían de haber calmado su ímpetu.

No se había dado cuenta de una sombra humana que se deslizaba por detrás de él, empuñando uno de aquellos terribles kriss de sinuosa forma que se usan en Borneo.

De repente, el californiano se derrumbó en el suelo. El chino le había clavado el arma entre los hombros, partiéndole limpiamente la columna vertebral.

—Idos, milord —dijo el hijo del Celeste Imperio—. En Varauni hay muchos parangs y con tal cuchillada no se va muy lejos.

—¿Y si nos esperan fuera sus compinches? —preguntó Yáñez.

Iba a responder el chino, cuando se oyó un griterío ensordecedor delante de la taberna. Decididamente, los náufragos habían puesto la mira en aquel lugar con la esperanza de sorprender al portugués.

—No salgáis, milord —dijo el chino—. Podéis marcharos de igual modo dando un salto de dos metros solamente.

—¿A dónde iremos a parar?

—A mi jardín, milord.

El bullicio aumentaba. Parecía como si los hombres estuvieran discutiendo con los pinches e intentasen forzar las puertas de las salitas, a juzgar por las patadas que daban.

—Huid, milord —dijo el chino, abriendo la ventana, que daba a un amplio y pintoresco jardín, casi completamente cubierto de magnolias y lilas.

Yáñez titubeaba: no quería huir constantemente ante aquellos insolentes que le provocaban a cada paso en espera de una buena ocasión para matarle.

—Vamos —dijo Kammamuri—. No vale la pena empeñarse aquí en una pelea que atraería a todos los habitantes del barrio chino e, incluso, hasta a los soldados.

—Es verdad —respondió el portugués—. Nos hemos comprometido demasiado y no nos conviene entretenernos en otras cosas. Así que vamos a la campiña a hacer una matanza de tigres, rinocerontes y elefantes en compañía de ese imbécil de sultán. Después, ya veremos lo que sucede.

Saltó al alféizar de la ventana, se dejó caer en el jardín, seguido de sus hombres, y desapareció entre las lilas.

(Esta narración continúa en «Al asalto de Varauni»)