—¡Eh, Mati! ¿Es que te has dormido sobre tus cañones?
—Nada de eso señor. Espera el momento oportuno para descargar un doble golpe.
—Es que aquella gente no se anda con chiquitas.
—Estamos aún fuera de tiro ele ellos.
—¡Qué fastidiosos son esos cañoneros! ¿No tienen bastante todavía?
—Parece que no —respondió Mati, que estaba detrás del, cañón de proa, pronto a descargarlo.
Tres cañoneros navegaban al horizonte, dando la caza al yate, que habían vuelto a encontrar.
De cuando en cuando resonaban los cañonazos con espantoso crescendo pero no producían efecto alguno, porque los tigres de Mompracem, aprovechando la mayor velocidad, se guardaban mucho de dejarse, coger en el campo de tiro.
El yate había tenido, por segunda vez la desgracia de encontrarse en su camino con los cañoneros de Labuán, que habían sabido salir con bien de las rompientes, salvo la pérdida de una nave.
La caza, pues, había comenzado furiosa, terrible, encarnizada, a través de las rocas de la isla que se dibujaban hacia el Sur, formando vastos grupos.
Pero Mati no dormía sobre sus cañones. Como hemos dicho, esperaba la ocasión para hacer un blanco espléndido.
Una bala había llegado ya hasta el yate, atravesándolo en toda su extensión, sin herir las partes principales del buque.
—¡Mati! —gritó Yáñez, que empezaba a impacientarse—, ¿quieres que te sustituya?
—Un momento todavía, señor. Espero que los cañoneros se me pongan delante.
—Es que empiezan a agredirnos.
—Yo les agrediré a ellos.
Resonó otro cañonazo que hizo temblar al yate desde la quilla hasta el extremo de la arboladura.
Mati hizo fuego y, como buen artillero, se llevó la chimenea del primer cañonero.
Un humo intenso se esparció por el puente, envolviendo la pequeña nave.
—Bravo, Mati —gritó Yáñez.
—Esto no es nada, señor. Una granada de treinta y dos pulgadas a través de las tamburas, bastará para detener al maldito.
—Date prisa antes que llegue algún crucero. Estamos demasiado próximos a Labuán. Estos cañonazos pueden oírlos en Victoria y los ingleses arrojarnos por atrás alguna descarga que nos fastidie.
—¿Está dispuesto, el cañón de popa? —preguntó Mati.
—Si —contestaron los artilleros, que estaban cargando.
—A mí —dijo el maestre del yate.
Otra bala atravesó la pequeña nave, destrozando una verga y rompiendo algunas cuerdas.
Mati miró a la cañonera con feroces, ojos, inclinóse sobre el cañón, tomó el blanco e hizo fuego.
La detonación no había cesado de retumbar todavía en el mar, cuando el cañonero se detuvo bruscamente.
La granada le había herido en la tambora de babor, destrozando los palos y la herramienta.
Un viva estruendoso saludó al gran cañonazo.
—Mati, despierta —dijo Yáñez, que fumaba su eterno cigarrillo detrás del cañón humeante todavía. Esto no es más que el principio, mi bravo cañonero. Procura abrirte paso por esta parte y caer encima de aquella nave sospechosa que vimos acercarse a la isla.
La situación del yate no era nada satisfactoria. Yáñez, en contra de sus costumbres, se dejó sorprender en una profunda bahía de la isla de Pina, que, por su especial conformación, dejaba suponer que tenía dos salidas.
Una nave que no pudieron identificar del todo y que tenía la apariencia de un crucero inglés de buen tonelaje, apareció casi rozando las costas septentrionales de las rompientes, avanzando con la mayor prudencial.
Debía de haber descubierto la segunda salida y aguardaba que el yate, estrechado pon los cañoneros, se hiciera visible, para darle batalla.
—Pronto, Mati —gritó Yáñez—. Recuerda que, hoy día, el mejor cañonero debe disparar todos sus cañones. Mátame aquella tórtola.
Otro cañonazo resonó a bordo del yate, llenando toda la proa de humo.
Yáñez se encorvó hacia adelante como tratando de seguir la fulmínea marcha del proyectil.
—¡Muy bien, Mati! —exclamó—. Otro golpe como este y daremos cuenta de esos buques.
Una vez en alta mar, no temo a nadie, porque mi nave es más rápida que ninguna.
Mati había hecho una descarga más pasmosa que la primera.
La granada hirió al segundo cañonero casi en la línea de inmersión, obligándolo a tomar agua en abundancia.
La pequeña nave, que no podía seguir maniobrando porque su compañero, que iba a la cabeza, había recibido un terrible golpe en las ruedas, recogió sus últimas fuerzas y se arrojó sobre un escollo para no ir a pique.
Pero los cañones se hallaban todavía en buen estado y podían, por consiguiente, hacer pasar un mal rato a los tigres de Mompracem.
Los tres cañoneros, apoyándose en la cosía, reanudaron el fuego, alternando proyectiles y descargas de metralla que a tanta distancia resultaban ineficaces.
Sólo los gruesos cañones de caza del yate podían tener razón aún.
Alguna bala pasó a través del combés, cayendo en el mar a brevísima distancia por ser demasiado débiles los cañones del inglés.
Yáñez subió al castillo de proa y se dio cuenta exacta de la situación.
De las tres naves, dos habían quedado fuera de combate, quedando, empero, intacta su artillería.
—La cosa se enreda —murmuró el portugués—. ¿Y si intentáramos otra salida, apoyándonos en la flotilla? Ea, no nos dejemos coger en una trampa como las ratones. Es preciso un golpe bien dado… ¡Kammamuri!
El indiano, que se hallaba en el puente de mando, acudió al llamamiento.
—Amigo mío —le dijo el portugués—, me has de hacer un gran favor.
—Hable usted, señor Yáñez.
—Esta bahía, a lo que parece, tiene dos salidas. Quisiera que fueses a la segunda para que me digas cuál es la nave que trata de hacernos prisioneros. Toma el ballenero y ocho hombres con un lila; te podrá servir.
—Está bien, señor Yáñez. ¿Puede usted detenerse unas cuantas horas?
—Hasta la noche si precisa.
—Entonces toda irá bien.
Bajaron el ballenero al agua. Kammamuri se puso al timón y la ligera embarcación partió rapidísima, mientras por una y otra parte se reanudaba el fuego.
De cuando en cuando caían algunas balas en el espejo del agua batida por la chalupa; pero eran balas muertas que no podían ofender.
—Mati —dijo Yáñez al maestre del yate—, cuida de poner fuera de combate al tercer cañonero.
—Bien quisiera complacerle, señor; pero el tiro ya no es directo, porque el cañonero se mantiene oculto detrás del peñón.
—No importa, dispara; tenemos municiones en abundancia y la flotilla está bien surtida también.
—Probemos —contestó el artillero.
Las dos piezas de caza dispararon un par de golpes, sin resultado alguno, porque seguía el cañonero obstinadamente oculto detrás del peñón y de sus colegas, los cuales se interponían generosamente entre él y las descargas del yate.
—Esto va mal —murmuró Yáñez, tirando con rabia el cigarrillo—. Y, no obstante, hay que salir a toda costa. Esperemos a Kammamuri.
El duelo de artillería seguía por una y otra parte con gran ruido y, gran gasto de pólvora y proyectiles.
Las balas roncaban roncamente a través de la bahía, cayendo entre los escollos. De cuando en cuando un pedazo de roca saltaba bajo la explosión de una granada, y era cuanto podían conseguir los tres cañoneros.
—Mati —dijo Yáñez—, déjame el sitio a mí.
—Aún no, señor.
—Te concedo tres disparos.
—Son pocos, señor Yáñez. Pero haré lo posible por complacerle. Se oculta; probemos el fuego indirecta.
Iba a subir al castillo de proa, cuando se le anunció el regreso del ballenero.
Empujado por diez remos, avanzaba, con fulmínea velocidad, dirigiéndose hacia el yate.
—Es él —gritó Mati, mientras disparaba otro cañonazo, cuyo proyectil fue a chocar contra una roca arrancando un buen pedazo.
Yáñez se lanzó a la escalera.
El indiano había llegado al yate y subía de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.
—El paso existe, señor Yáñez —dijo—. Hay otra salida hacia el Norte.
—¿Quién la guarda?
—Una nave mucho mayor que un cañonero.
—¿Un crucero?
—Tal vez.
—¿Está solo?
—Sí, señor Yáñez.
—¿Él paso es accesible a mi yate?
—La sonda ha dado ocho o nueve pies.
—Hay más de lo necesario. ¿Has dicho que la boca está por la parte Norte?
—Sí, señor Yáñez.
—Ya que no hay forma de desmontar aquellos cañoneros, daremos batalla a la otra nave. Estoy tan seguro de mis cañones como de la velocidad. ¡Kammamuri!
—¡Señor!
—Otra jira aún.
—Y diez si quiere.
—Será una expedición un tanto peligrosa, porque has de ir en busca de nuestra escuadrilla de nuestros praos.
—¿A quién quiere usted atacar?
—Por ahora a nadie; pero, en caso desesperado, acudiremos al abordaje y veremos cómo acaba todo. Los fuertes seguimos siendo nosotros.
—Aquella nave me cogerá de enfilada, señor Yáñez.
—Yo cuidaré del ballenero sin perder de vista al yate. Perdido por perdido, debemos intentarlo todo para no acabar nuestros días en esta bahía. Si veo que la cosa, se pone fea, esperaré esta noche para dar una gran batalla. Vamos, Kammamuri; los minutos son preciosos y estamos muy lejos todavía de la reconquista de Mompracem.
Bajó al ballenero y dio orden de avanzar por el canal, poniéndose prudentemente al abrigo de las altísimas peñas que surgían en las dos costas.
El yate se movió también para proteger a los fugitivos, que corrían el peligro de acabar mal en aquella especie de trampa con dos aberturas guardadas.
Los cañonazos se sucedían de cuando en cuando, disparados ora por el yate, ora por los cañoneros; pero más que otra cosa para dar a comprender que vigilaban y estaban prontos a defenderse, puesto que todos los proyectiles caían más allá de las rocas.
El agua era bastante profunda y empujábala la marea que murmuraba sombríamente dentro de las cavernas marinas con un ruido a veces impresionante.
Kammamuri y Mati iban sondando la profundidad continuamente, por vía de precaución, para no tropezar con algún banco de arena.
El canal se hacía por momentos más tortuoso, aunque conservando una anchura respetable.
—¿Estamos lejos aún? —preguntó a Kammamuri.
—Una media hora.
—¿Desde dónde distinguiste la nave?
—Desde una altura.
—Pues desembarquemos también nosotros y vamos a verla.
Tomaron tierra a la orilla derecha, mientras el yate anclaba a la izquierda, y treparon velozmente por las rocas que en aquel lugar se presentaban muy altas.
—Preservémonos de algún cañonazo —dijo Yáñez—. Si se trata de un crucero, tendrá cañones no menos poderosos que los míos.
—Si se pudiese: avisar a la escuadrilla… —dijo Kammamuri.
—Hace rato que estoy pensando en ello contestó el portugués, que parecía haber perdido su acostumbrado buen humor.
—¿Podrá salir el ballenero sin ser visto?
—Si esperamos que sea de noche, sí. La luna se levanta muy tarde.
—Yo me encargo de alcanzar a la flotilla, señor Yáñez.
—No será fácil empresa.
—Donde no puede pasar una nave, una embarcación pequeña escapa a la vigilancia de los que están, en guardia.
Habían llegado a lo alto da una roca muy elevada que dominaba una gran parte del canal.
Un penacho de humo que se alzaba encima de una gran mancha negra, llamó al punto la atención del portugués.
—Aquello no es un cañonero —dijo frunciendo el ceño—. Se trata de un crucero y muy grande, mi querido Kammamuri.
—¿Intentará usted la batalla?
—Sin el auxilio de la flotilla, no. Quiero demasiado a mi yate y no quisiera regresar a Varauni con él destrozado. El Sultán podría sospechar de mí y son ya bastantes las sospechas que tiene sobre nosotros. Parece un imbécil, pero es muy pillo.
—¿Qué va usted a hacer entonces?
—Esperemos la noche y tú irás a la bahía en busca de socorro. Que venga compacta la flotilla, porque nos veremos obligados a dar el abordaje a aquella nave que nos impide salir.
Descendieron de la roca y se dirigieron de nuevo al yate, después de dejar a dos hombres de guardia en tierra.
La artillería callaba.
El último cañonero no se había sentido con fuerzas bastantes para seguir al yate, y prefirió permanecer anclado en compañía de sus colegas, con cuyas piezas podía al menos contar aún.
Durante la tarde, Yáñez mandó explorar la primera salida de la bahía, temeroso de que los cañoneros hubiesen podido obtener refuerzos.
Las noticias que trajo Kammamuri fueron consoladoras, puesto que lías tres pequeñas naves seguían ancladas una encima de la otra, con los cañones dispuestos a romper el fuego para impedir al yate que se las tuviera que haber con ellos en alta mar.
A la caída de la tarde, Yáñez, no oyendo cañonazo alguno, tomó tierra nuevamente y en el luminoso horizonte pudo, al fin, distinguir la nave que le aguardaba para entrar en batalla.
Tratábase de un verdadero crucero, cuatro veces superior al yate, en punto a tonelaje, y seguramente bien armado.
—He ahí un hueso muy duro que roer —dijo Yáñez a Kammamuri, que le había seguido—. Aquí se requiere absolutamente la flotilla y no saldremos de aquí sin grandes perjuicios.
—Cuando usted quiera estoy dispuesto a partir —contestó el indiano.
—Espera que se haga de noche. El viento es favorable y los praos podrán estar aquí antes que amanezca, por ahora no tenemos la menor prisa.
Volvieron de nuevo a bordo y el indiano, apenas se puso el sol, embarcó en una lancha en compañía de diez robustos remeros que, en el momento oportuno, podían convertirse en terribles tiradores.
El yate zarpó para acompañarla hasta la salida del canal y protegerla eficazmente con sus piezas de caza; después, cuando Yáñez vio a la chalupa desaparecer en las tenebrosas aguas, retrocedió.
Se había puesto excesivamente nervioso. Paseaba agitado por cubierta y tiraba, blasfemando, los cigarrillos apenas los encendía.
La noche transcurrió bastante oscura, porque las nubes interceptaban el paso a la palidísima luz de cualquier astro.
Una ligera fosforescencia manifestábase, sin embargo, junto a las rocas que la lancha iba siguiendo, aunque manteniéndose alejada de las rompientes.
—Diríase que todo conjura contra nosotros —dijo Yáñez a Mati, que no estaba más tranquilo que él.
—¿Cree usted que la lancha podrá pasar?
—Creo que sí.
—Tal vez hicimos mal en no unirnos a las bandas del Tigre de la Malasia que bajan de los «Montes Cristales».
—¿Y cómo habríamos podido recobrar la isla? ¿Caminando sobre las aguas?
—Es verdad, señor Yáñez.
—Para conquistar la isla era menester una flotilla.
—¿Cree usted que encontraremos mucha resistencia por parte de las tropas del Sultán?
—Aunque los rajaputos tienen fama de ser buenos guerreros, a los primeros disparos de espingarda huirán como conejos. ¡Ah! Esta dolorosa impaciencia me mata —dijo el portugués, arrojando al agua el vigésimo cigarrillo.
—Es pronto aún, señor. La lancha no tiene tiempo de estar aquí.
Yáñez subió al castillo de proa y se sentó fumando cigarrillo tras cigarrillo.
Y transcurrían las horas, y la nave sospechosa seguía echando humo ante la segunda salida de la bahía.
Movíase a distancia de las rompientes con toda precaución a fin de no chocar con un escollo y destrozarse, cosa sumamente fácil.
A las cuatro de la madrugada, los hombres que hacían la guardia en el yate corrieron presurosos en busca de Yáñez.
Kammamuri y Padar, el jefe de la flotilla, estaban con ellos.
—Señor Yáñez —dijo el indiano—, ahí tenemos los refuerzos. La flotilla se ha hecho a la vela y está a punto de llegar.
—¿Te cañonearon?
—Disparáronme un cañonazo que, por fortuna, cayó en el vacío.
—¿Y la nave, dónde está?
—Al acecho, esperando bombardeamos.
—¡Padar!
—¡Señor!
—¿Está completa la flotilla?
—Todos los praos están reunidos y hay además con ellos algún giong.
—¿De cuántos hombres dispones?
—En la lancha tengo unos treinta.
—Pásalos a mi yate y principie la danza. Yo llevaré la batuta de la gran orquesta y daré la señal para empezar.
En un abrir y cerrar de ojos, los compañeros de Padar subieron a bordo del yate y leváronse anclas, mientras izaban la chalupa.
—Fuerza a la máquina —gritó entonces el portugués—. Ahora veremos quién vence a quién; si los tigres malayos a los leopardos; ingleses, o viceversa. ¡Mati! Toma el mando del cañón de popa, mientras yo cuido del de proa.
Yáñez recobró su calma habitual. Daba las órdenes sin precipitarse, pero incisivas, cortantes.
Subió al castillo de proa donde había uno de los gruesos cañones de caza, y lanzó, en medio de la semioscuridad, una rápida mirada.
Ante la salida del canal se destacaba una masa que mantenía sus fuegos bajo presión, puesto que de cuando en cuando subían al aire algunas chispas.
Mientras, no se veía ningún prao. Debían estar ocultos tras los escollos de la isla, dispuestos a lanzarse al abordaje a la primera señal de combate.
—Todo va bien —murmuró el portugués—. Veamos de qué piezas dispone el nocturno leopardo. Pero tendrá que batirse con las piezas de los praos y los giongs, y si no me deja libre el paso, sufrirá una verdadera tempestad de fuego. Tampoco ahora pienso dejar la piel en las costas de Borneo.
El crucero había encendido sus tres faroles, verde, rojo y blanco, en lo alto del trinquete.
Muy fuerte debía de considerarse, cuando de tal modo se hacía visible a la artillería enemiga.
Yáñez hizo una señal a Mati, que aguardaba sus instrucciones a unos pasos de distancia; el habilísimo artillero hizo con la cabeza una señal afirmativa, y subió al castillo colocándose detrás del segundo cañón de caza.
Sucedió un corto silencio.
Todos los hombres estaban sobre cubierta, .armados de carabinas y parangs para montar al abordaje cuando fuera oportuno.
—Acabemos —dijo Yáñez.
Un relámpago enorme desgarró las tinieblas, seguido de un ruido ensordecedor.
La detonación no había cesado todavía, cuando una multitud de relámpagos se sucedieron hacia las rocas de la isla.
Yáñez había hecho fuego y la flotilla corría ferozmente al ataque.
El crucero mantúvose un momento silencioso, cual si quisiera darse cuenta de todos aquellos veleros que se le echaban encima con descargas de lilas, mirims y espingardas.
Se oía claramente el chocar de la metralla contra los flancos de hierro del leopardo inglés.
De pronto iluminóse toda la nave con espantoso ruido. Piezas grandes y de medio calibre disparaban locamente contra la flotilla, sin conseguir desorganizar sus líneas.
Yáñez y Mati reanudaron el fuego. El yate llegó a quinientos metros de la salida del canal y se hallaba casi enfrente del crucero.
Después de Un momento hubo otra tregua; pero luego se unieron todas las armas de fuego para hacer más sangrienta la lucha.
La flotilla, que luchaba espléndidamente, estaba ya casi al pie del crucero y amenazaba con tomarlo por asalto.
¡Ay de él si todos aquellos hombres conseguían subir sobre sus puentes!
La batalla fue de poca duración.
El leopardo, oprimido por el fuego, medio destrozado con parte de su aparejo caído sobre cubierta, hizo máquina atrás, desapareciendo rápidamente entre las sombras de la noche, lo que daba a suponer que había sufrido algún desperfecto en la máquina.
Siguió un sordo zumbar de artillería, y después, la flotilla, que no había, recibido orden de abordar al crucero, salvo en caso; desesperado, se replegó en orden en el canal, con bastantes desperfectos también.
Ambong, el jefe, subió a bordo del yate, donde Yáñez le aguardaba.
—Estoy a sus órdenes, señor. ¿Hay que dar caza a la nave?
—No; me interesa demasiado conservar intacta mi flotilla —respondió el portugués—. Además, cuando no precisa no quiero destruir. ¿Ha escapado el crucero? Vaya, si quiere, a Labuán a reparar sus averías.
—¿Y nosotros?
—Seguiréis anclados en la bahía. Es fácil que dentro de pocos días tenga necesidad de vosotros, en cuyo caso te mandaré a llamar con órdenes precisas que no habrás de discutir.
Permaneció un momento silencioso, acariciando la gran pieza de caza, y luego preguntó al jefe de la flotilla:
—Tú, Ambong, ¿conoces el Kabatuan?
—Lo subimos juntos, señor, para ayudar al rajah del lago.
—Es probable que hagamos un crucero hasta el pie de los montes Cristales, delante de las cataratas; pero ya hablaremos de esto. Ahora necesito descansar un poco y divertirme con el sultán.
—A cuyas reuniones renunciaría en seguida, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Encontrará usted más peligros que satisfacciones.
—Y, sin embargo, precisa alguna tregua para no desencadenar contra nosotros de un solo golpe a Inglaterra, Holanda y el Sultán, por más que Mompracem pertenezca a este último.
—¿Nos la concederá?
—Nos la tomaremos —contestó el portugués.
—Ambong, vete con la flotilla a tu fondeadero.