11. La fuga del embajador

La bahía de Gaya, situada ante la desembocadura del río Kabatuan, es uno de los lugares más adecuados para esconder una flotilla, puesto que aquellos parajes están llenos de escollos sumamente peligrosos y son constantemente batidos por una resaca violentísima que hace muy difícil el atraque de los buques.

A pesar de que el yate estaba dotado de unas máquinas bastante potentes, hasta el día siguiente, después del mediodía, no pudo hacer su entrada en la bahía.

Aún no había echado el ancla, cuando ya la flotilla entera se dirigía hacia él en línea de batalla, creyendo tener que vérselas con un enemigo.

La bandera de los tigres de Mompracem, que ondeaba en lo alto del palo mayor del yate, tranquilizó inmediatamente a aquellos terribles navegantes.

Un prao se detuvo bajo la escala de estribor del pequeño buque de vapor y apareció un hombre que daba señales de la más violenta desesperación.

—Señor —dijo—, ya que tenéis dos pistolas en la cintura, descargadlas en mi pecho, porque he merecido la muerte.

—¿Qué dices, Ambong? —preguntó Yáñez en el colmo de su asombro—. Creía encontraros a todos ocupados en cazar agachadizas y ahora me pides que te pase por las armas.

—Ha sucedido una gran desgracia, señor Yáñez: el embajador inglés ha huido.

—¡Cuerpo de Júpiter! —gritó el portugués, dando un salto atrás—. ¿Qué me dices?

—La verdad, señor.

—¿Cómo ha conseguido huir?

—Sobornando a dos de vuestros indios.

—¿Hace mucho que ha huido? —preguntó Yáñez, muy impresionado por esa noticia que tan incalculables consecuencias podía tener más tarde.

—Hace unas dos noches —respondió el jefe de la flotilla.

—¿En qué ha huido?

—En una chalupa.

—¿No has enviado tras él a tus barcos?

—Le hemos estado buscando toda la noche, señor Yáñez, pero sin éxito. Seguro que se ha refugiado en Labuán.

—¿Crees que ha tenido tiempo suficiente para llegar a esa isla?

—¡En cuarenta y ocho horas, incluso a remos, cuando el mar está tranquilo, se hacen millas y millas!

—Ese hombre me es absolutamente necesario —dijo Yáñez—. Si nos denuncia, seremos considerados como piratas y ahorcados.

—Aún no nos han cogido, señor. Y no nos cogerán tan fácilmente. ¿Retornáis a Varauni?

—Antes iré a la caza de la chalupa del embajador. Libre, ese hombre es más peligroso que una escuadra de cruceros. Temo que se compliquen bastante las cosas antes de que Sandokán baje de los montes de Cristal. Entre tanto, iremos al campo con el sultán.

—¿Al campo?

—Los aires de Varauni no me prueban y será mejor que mande mi yate aquí y que intente acercarme al Tigre de Malasia. Mantén reunida la escuadrilla y, si se presenta alguna novedad, mándame el prao de Padar, que no tardará en llegar hasta mí.

—¿Deberemos permanecer ociosos?

—Por ahora es necesario.

—¿Cuándo tendremos que alcanzarte?

—Mandaré a Padar para que os advierta. Lo que te recomiendo es que mantengas perfectamente unida la flotilla, porque no se sabe nunca lo que puede suceder en cualquier momento. Abre los ojos, no te dejes sorprender y no te muevas.

El yate hizo sonar su sirena y se dirigió a la salida de la bahía, adentrándose en alta mar.

—Tenemos que buscarle —dijo Yáñez a Kammamuri—. En nuestras manos será más valioso que cien rehenes. Si ha conseguido llegar a Victoria, es probable que mañana ocurran algunas novedades en Varauni.

—¿Qué queréis decir?

—Que un crucero podría aparecer para solicitar noticias sobre mí. ¿Quién sabe? No desesperemos.

El yate se encaminó a lo largo de los escollos externos, contra los cuales se estrellaba el mar con un ímpetu irrefrenable.

—¡Un vigía a la cofa! Cinco libras esterlinas al que divise la chalupa. Entre tanto, Mati, haz preparar nuestra artillería, pues no será improbable que topemos con alguna cañonera.

Con la promesa de aquel premio, bastante sustancioso, no uno, sino varios hombres, habían subido a los palos armados de potentes anteojos marineros.

El yate, después de navegar unas veinte o treinta millas, cambió de rumbo, dirigiéndose al islote de Dehuan, que está dotado de escondites casi imposibles de hallar.

Transcurrieron varias horas sin que sucediese nada digno de mención a bordo del pequeño vapor, que continuaba devorando carbón sin medida para mantenerse a punto de zarpar en el caso de que hubieran aparecido nuevamente las cañoneras.

Habían recorrido ya unas sesenta millas, tanto en dirección a alta mar como en dirección a las costas de Borneo, entre cuyas rompientes aún se divisaba navegando al prao de Padar, cuando los vigías gritaron:

—¡Chalupa a sotavento!

Yáñez había subido al puente de mando con su anteojo de larga vista.

Un pequeño objeto flotante, que no debía de ser mayor que una chalupa, costeaba en ese momento la isla de Dehuan.

—¡Qué raro! —exclamó el portugués, que alargaba maquinalmente los tubos del instrumento—. No veo más que a dos hombres a bordo.

—¿Al menos, está el embajador? —preguntó Kammamuri.

—No consigo distinguirlo bien.

—¿Habrá desembarcado ya en algún lugar?

—Es posible y eso me fastidiaría mucho. ¡Mati!

—¡Señor!

—¿Les alcanzarías con un cañonazo?

—El blanco es pequeño, señor Yáñez, pero creo que puedo conseguirlo. Largad a proa, vosotros.

Subió al castillo, donde ya había sido cargado el cañón de proa, corrigió varias veces la mira y luego desencadenó un huracán de fuego, humo y hierro. En lo alto se oyó el silbido de los proyectiles que se alejaban, seguido, poco después, por una sorda detonación.

El contramaestre, para asegurarse, había cargado la pieza con una granada del treinta y dos, haciéndola estallar bajo la popa de la chalupa, cubriendo de metralla a los dos hombres que la ocupaban.

—¡Errado! —dijo Yáñez, que no apartaba el anteojo de sus ojos.

—Un momento, señor —respondió Mati—. ¿Es que acaso no soy el mejor artillero de la flotilla?

Pasó al otro lado del cañón, asimismo cargado con una granada, e hizo fuego a una distancia de setecientos u ochocientos metros.

Esta vez se hundió la chalupa, pero los dos hombres que la tripulaban habían tenido tiempo de tirarse al agua antes de que se produjera la explosión.

—¡Botad una ballenera! —gritó Yáñez—. ¡A la caza, muchachos! Mantengo el premio que os ofrecí.

Inmediatamente echaron una chalupa al agua, ocupándola ocho hombres, con Mati, Kammamuri y el portugués.

Los dos hombres, que se habían tirado al agua, nadaban vigorosamente, intentando alcanzar la isla, que estaba muy cerca. Por miedo a los disparos de carabina se mantenían sumergidos el mayor tiempo posible, apareciendo en la superficie raras veces.

—¡Bribones! —exclamó Yáñez—. Escapad, pero nosotros os cogeremos igualmente. ¡Remad con brío, muchachos!

Los remeros no necesitaban que se les animase. Hacían el máximo esfuerzo, impulsando hacia adelante la ballenera.

En ese momento, arribaron los dos hombres a la isla y desaparecieron en medio de los escollos, huyendo con una velocidad que envidiaría una liebre.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, me parece que se nos escapan.

—No les daré tiempo para recoger muchos cangrejos de mar. Les sorprenderemos esta noche, a más tardar. Si encienden un fuego entre esos escollos, lo veremos fácilmente.

Un cuarto de hora después la ballenera varaba en una pequeña ensenada rodeada completamente por gigantescos arrecifes, cubiertos por legiones de pájaros marinos.

—Veamos por dónde han huido esos bandidos —dijo Yáñez—. La costa es arenosa y no habrán perdido el tiempo en borrar sus huellas. ¡A tierra la partida de desembarco!

Seis hombres, con Mati y Kammamuri, respondieron a la orden, trepando ágilmente por la orilla. Con una sola mirada el portugués había descubierto el rastro de ambos fugitivos, cuyas huellas estaban impresas en la arena.

—Allá arriba —dijo, señalando una altura cubierta por rica vegetación—. Buscarán refugio en los bosques.

—¿Estará con ellos el embajador? —preguntó Kammamuri.

—Yo no lo he visto, pero podría equivocarme. Preparad las armas y seguidme.

Atravesaron corriendo la playa arenosa por temor a que les dispararan algunos tiros de fusil y, resguardándose tras las rocas, llegaron enseguida a la base de aquella elevación.

—Considero inútil proseguir la búsqueda por el momento —dijo Yáñez—. Dejemos que acampen.

Empezaba a caer la tarde.

En el interior de la isla reinaba un profundo silencio. Solamente se oía el rumor de las olas, que saltaban por encima de los escollos, cubriéndolos de espuma.

Transcurrieron un par de horas, dedicadas por los perseguidores a inspeccionar las primeras estribaciones de la montaña. Después, a través de la nítida luz lunar se vio ondear un penacho de humo mezclado con algunas chispas.

—Se están calentando o preparando la cena —dijo Yáñez, después de averiguar con la brújula la dirección de la columna de humo—. Su digestión será pésima, porque tengo la costumbre de no perdonar jamás a los traidores. ¡Vamos, muchachos, a la caza! Y guardaos de algún posible disparo de fusil, pues esos hombres deben de estar armados.

Se colocaron en fila india, con Mati a la cabeza, y comenzaron a escalar la montaña, abriéndose paso diestramente entre los grandes matorrales que cubrían las laderas.

La columna de humo era constantemente visible, porque los fugitivos habían escogido precisamente la cima. Avanzando con precaución, y a menudo a gatas, entre las frondosísimas plantas, hacia las nueve de la noche el pelotón alcanzaba una discreta altura. Los fugitivos no habían dado, hasta el momento, señales de vida, después de haber encendido el fuego en el bosque. Sin embargo, no era prudente atacarles directamente porque pudieran haber salvado algún fusil.

A doscientos metros bajo la cima, Yáñez dividió su pelotón de modo que se pudiera impedir cualquier intento de fuga. Ya estaban cerca, pues las chispas de la hoguera, transportadas por el viento, caían en medio de los matorrales ocupados por los tigres de Mompracem.

—Despacio —dijo Yáñez a Kammamuri—. Los bribones estarán seguramente en guardia y no se dejarán coger sin oponer resistencia.

En medio de las plantas brillaba un vivísimo fuego que despedía un apetitoso perfume. Sobre aquellos tizones probablemente se estaba cocinando una tortuga marina o una de esas gigantescas ostras llamadas «de Singapur». No había duda de quiénes eran los acampados en la cima de aquella montaña, pues de vez en cuando se oían quedos murmullos. Los tigres de Mompracem se habían reagrupado rápidamente para caer en grupo sobre el campamento y sorprender a los fugitivos, sin duda ocupados en cenar.

—Tú, Kammamuri, sube a mi derecha —dijo Yáñez al indio—. Les cogeremos en medio y no dejaremos vivo a ninguno de los dos.

—Sí, señor Yáñez —dijo Kammamuri.

Yáñez, oyendo hablar a los acampados, se había escondido entre los frondosos matorrales porque quería saber lo que decían. Arrastrándose sobre los codos y las rodillas, se dirigió hacia el fuego, que de vez en cuando lanzaba humaredas y chispas. Después de avanzar unos quince pasos, el portugués se encontró ante un árbol enorme, de tronco colosal y que debía de ser un tek.

Detrás de aquel árbol había dos hombres sentados junto al fuego, con las piernas estiradas para secarse mejor. Sobre los tizones se asaba una gigantesca ostra de Singapur que, al contacto con el fuego, ya había abierto sus valvas.

Yáñez alcanzó cautamente el enorme árbol y empezó a dar la vuelta al tronco, con los dedos puestos en el gatillo de las pistolas. Apenas había acabado de rodearlo, cuando una sombra humana surgió ante él, gritándole:

—¡Ríndete o eres hombre muerto!

Al ver brillar el cañón de un fusil, el portugués se había tirado al suelo inmediatamente para evitar una descarga en pleno pecho.

—¡Ríndete! —repitió la voz.

—¿A quién se lo dices, a mí? ¿A un tigre de Mompracem? Ven aquí y te daré lo que te mereces.

—Oh, señor mío —respondió el fugitivo en tono arrogante—, aquí no estamos en Varauni y ningún sultán os protegerá.

—Sé defenderme por mí mismo, amigo —respondió Yáñez—. Esta es la prueba.

Dio un grito:

—¡Avanzad todos! ¡Cojámosles!

Los tigres de Mompracem cayeron sobre el campamento como un rayo, con las carabinas apuntadas y gritando:

—Rendíos o daos por muertos.

El hombre que estaba cortando la ostra gigante se había puesto en pie, sosteniendo en la mano un cuchillo.

—¡Ah, perro! —gritó—. ¡Tú, una vez más! ¿Eres el diablo, que vienes a buscarme por todas partes?

Yáñez le encañonó con ambas pistolas, diciendo:

—Tira esa arma o te mato. Yo soy tu señor y tengo derecho de vida y muerte sobre ti.

El indio dejó caer el cuchillo, diciendo:

—Gracias, rajah.

—Dime, ante todo, dónde está tu compañero.

—¡Aquí está el bandido! —gritó en ese momento Kammamuri, empujando a puñetazos y patadas a un hombre que había sorprendido escondido entre dos rocas.

—Hay que ver que hasta aquí traen mis súbditos la deslealtad de la India Negra —dijo Yáñez con amargura.

Se arrojó sobre los dos miserables y, de dos formidables puñetazos, les tiró al suelo uno sobre otro, dejándolos casi sin sentido.

—¡Miserables! —gritó—. ¿Dónde está el embajador inglés?

—Ha huido —respondió uno de los dos indios.

—¿Quién le ha ayudado a escaparse?

—Diñar.

—¡Ah, truhán, has sido tú el que me ha puesto en este compromiso! ¿A dónde ha escapado el embajador? Quiero saberlo inmediatamente, ¿me comprendes, miserable?

—Nos ha traicionado, alteza —dijo Diñar—. Nos obligó a marcharnos con dos chalupas y una noche desapareció con la suya, dejándonos en pleno océano.

—¿A dónde se ha dirigido? Quiero saberlo.

—Decía que quería llegar a Labuán.

—Y a estas horas ya habrá llegado —dijo el portugués—. Y yo os llevaba conmigo, creyendo que erais de fiar.

Permaneció silencioso un momento. Luego, volviéndose hacia sus hombres, dijo:

—Apoderaos de estos canallas y conducidlos a la playa.

—¿Qué queréis hacer, señor Yáñez? —preguntó Kammamuri.

—Dar un terrible ejemplo. Veamos.

Cogieron a los dos indios, atándoles fuertemente las manos detrás de la espalda, y les condujeron montaña abajo, bajo la vigilancia del portugués, Kammamuri y Mati.

Faltaban dos o tres horas para la salida del sol cuando el grupo arribó a la playa, cerca del lugar donde estaba varada la chalupa.

—Excavad una fosa —dijo Yáñez—. La rhani, mi esposa, ha condenado a estos traidores por boca mía. Ejecútese.

Los hombres de la chalupa habían traído kampilangs[19] y parangs, que en aquel suelo arenoso podían usarse perfectamente como azadones.

El agujero se excavó a los pies de los traidores, que ni siquiera se atrevían a mirar a la cara de su señor. Luego, un pelotón armado se colocó ante ellos.

Yáñez, algo conmovido, pero totalmente dispuesto a castigar a los traidores, se volvió de espaldas para no verles.

Resonaron seis disparos. Los dos assameses mortalmente heridos, cayeron en la fosa, que fue tapada de nuevo inmediatamente.

—¡Se ha hecho justicia! —dijo Yáñez—. Recordad que seré implacable con los traidores.

—¿Y el embajador? —preguntó Kammamuri.

—Dejémoslo, por ahora. Sin embargo, nos dirigiremos hacia Labuán para intentar capturarlo. Preveo grandes contratiempos, aunque no desespero de poder arreglármelas bastante bien.

—¿Qué pensáis hacer ahora?

—Partir para el campo.

El indio miró al portugués con sorpresa:

—¿Al campo?

—Sí: he prometido al sultán acompañarle hasta los grandes bosques de los montes de Cristal para hacer una gran cacería. Ya debe de estar por allí Sandokán y será mejor que procure encontrarme con él, porque en Varauni las cosas empiezan a ponerse mal para nosotros.

Saltó a la chalupa e hizo una seña a los remeros para que bogaran inmediatamente.

Un cuarto de hora después, Yáñez y sus compañeros, algo entristecidos, subían al yate.