10. Una carrera a través del mar

Mientras los soldados holandeses, malayos y dayakos fraternizaban consolidando su nueva amistad con nuevas botellas que subían sin cesar de la bodega, a pesar de las prohibiciones del holandés. Yáñez, después de ratificar la ruta del yate, que navegaba por sitios peligrosísimos, llenos de escollos y rompientes, volvió al salón.

El capitán se agarró a las últimas botellas de champagne, y si no alegre, parecía de mejor humor.

—¿Todo va bien? —preguntó Yáñez.

—Muy bien, capitán. Marchamos a lo largo de la costa occidental, a gran velocidad, manteniéndonos en alta mar. Aquí hay muchas, trampas abiertas para las naves.

—¡Ya lo sé!

—Y me dolería perder mi yate, porque difícilmente encontraría otro. Capitán, ¿acepta usted una partida de dados? Mataremos un poco el tiempo.

—Con mucho gusto —respondió el holandés.

—Todos los coloniales son furibundos jugadores.

—Arriesguemos unos cuantos florines.

—Como usted quiera, milord.

—Kammamuri, trae un cubilete y dados y otras botellas. Ya que el mar está tranquilo, pasaremos unas horas en alegro compañía.

El silencioso indiano, abrió un cajón y sacó los objetos que le pidió Yáñez, todos ellos de marfil y finamente esculpidos.

—¿La apuesta? —preguntó Yáñez al capitán.

—Quisiera que fuese su yate, milord.

—En aguas chinas no es fácil conseguir buenas naves, y tendría que perder muchos meses, y por lo demás tengo mucho que hacer en Varauni.

—No acierto el motivo. El Sultán está tranquilo y los dayakos del interior no se han presentado ya de la parte de acá de las montañas del Cristal.

—¿Y si la calma fuese más aparente que real? —preguntó Yáñez—. Según he sabido por conducto de un correo del Sultán, algunas bandas, por cierto bien armadas, se reunieron precisamente en las montañas, dispuestas probablemente a bajar.

—¿Quién las guía? ¿Algún aventurero?

—Témese que sea el terrible rajah del lago que ha zampado al Sultán una buena parte de su territorio septentrional. El cual, si no me engaño, era un tiempo, señor de Mompracem.

—Así me lo contaron.

—Capitán, pongo cinco florines.

—Y yo otros tantos —repuso el holandés.

Bebieron otro vaso y luego Yáñez tomó el cubilete y echó los dados sobre el tapete.

—¡Cinco!

—¡Cómo cinco! —gritó el capitán—. Tiene usted un cuatro, mi querido caballero.

—Eche usted.

—Once —dijo el holandés, embolsando la puesta.

—¿Otra vez? —dijo Yáñez, que hacía rato prestaba atento oído a los rumores que llegaban de fuera.

—Siempre —contestó el capitán, con voz tanto dura—. Eche.

—¡Siete!

—¡Cómo siete! —gritó el capitán, levantándose y tirando el cubilete y los dados contra; las paredes, de la cabina—. Usted quiere robarme, señor embajador.

—Pues bien —dijo Yáñez, que también se levantó e hizo una señal a Kammamuri, que se bailaba detrás del holandés—. ¡Yo le obligaré a decir que he hecho siete!

Dio dos pasos hacia atrás, quitándose del cinto las famosas pistolas indianas, y, apuntándolas contra el holandés, le dijo:

—Diga que es usted quien trata de robarme.

—Luego es usted un bandido, cuando viene a jugar con armas al cinto.

—En nuestro país se acostumbra hacer así, para que no le saqueen a mío.

—¡Abajo esas pistolas!

—Confiese usted que he hecho siete, y me detengo —respondió el portugués.

—¿Es que busca usted un pretexto para batirse conmigo?

—¿Y si así fuera?

—Tengo mis soldados sobre cubierta, señor mío.

—Pero para llamarles tendría usted que pasar por delante de mis pistolas, y yo soy un tirador tan asombroso como sus colonos del Cabo de Buena Esperanza.

—¡Paso, bandido! —rugió el capitán.

—No; si se quiere salir de aquí, se capitula.

—¿Pretendería usted asesinarme por cinco miserables florines que estoy pronto a restituirle?

—No es el dinero lo que me interesa, capitán; es su persona.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que, puesto que cometió usted la torpeza 5e embarcarse en mi yate, le haré prisionero.

—¿Con qué derecho?

—Con el del más fuerte; en Borneo no se conoce otro mejor.

—¡Ábrame usted paso!

—No.

El capitán se encorvó y luego se arrojó como una catapulta contra Yáñez. Kammamuri, que vigilaba atentamente todo movimiento del holandés, se dio prisa en cogerle por la cintura y arrojarle sobre un sofá.

Es el mismo instante, dos dayakos se echaron encima del desdichado capitán y le redujeron a la impotencia, con unos cuantos metros de cuerda.

—¡Obra usted como los bandidos! ¡Falso embajador! —gritó el infeliz—. Me dará, usted cuenta de esta ofensa.

—Y de otras, si usted quiere, pero más tarde, porque ahora tengo mucho que hacer.

—¿Qué quiere usted hacer de mi? ¿Ahorcarme?

—Eso no, capitán; le mando únicamente a hacer una excursión hasta la bahía de Gaya, a cazar becadas. Según dicen, allí abundan de un modo extraordinario.

—¿Y luego?

—Después no sé; por ahora conténtese coa lo que le he dicho. Otro en mi lugar habría aprovechado la ocasión para suprimir para siempre, con sólo el gasto de cuatro balas, a un hombre que más adelante podría fastidiarnos de lo lindo. Es inútil que trate usted de resistir, porque me sobran hombres para que no lo logre.

El capitán se dejó caer en el sofá, completamente rendido con guardias dayakos de vista.

—Ahora —dijo Yáñez a Kammamuri— desembaracémonos igualmente de los otros. Los mandaremos a todos a cazar.

Descolgó una cimitarra que pendía de la pared y subió a cubierta, precedido del taciturno indiano.

En el puente estaba la fiesta en su apogeo. Malayos, dayakos y holandeses, medio borrachos ya, bailaban desordenadamente, golpeándose y empujándose.

—Para apoderamos de estos borrachos, será cuestión de un momento —dijo Yáñez—. ¡Mati!

El maestre acudió a popa, apartando las parejas de danzantes a puñetazos y puntapiés.

—¿Qué desea usted, señor Yáñez? —le preguntó.

—¿Está tu yate preparado para recibir a los prisioneros y conducirlos a la bahía de Gaya?

—Las velas están desplegadas y el viento es propicio para llevarnos más bien al Norte que a Mediodía.

—Ocupémonos de los soldados.

Un estridente silbido cortó el aire y, como por encanto, las parejas de danzantes se vieron estrechamente sujetas entre los brazos de los malayos y dayakos.

La escena se desarrolló con tanta rapidez, que los holandeses no tuvieron tiempo de empuñar las armas; tan ceñidos les tenían los bailarines que hacían las veces de damas, tan listos de brazos como de piernas.

—Tú, Mati —gritó Yáñez—, gasta un poco de pólvora; tenemos la suficiente en la santabárbara para sostener un combate incluso con diez cañoneros.

—Y más tarde, señor Yáñez —preguntó el maestre—, ¿a dónde iremos a proveernos?

—La flotilla está bien surtida y tendremos tanta pólvora y tantas balas como necesitemos.

—Es verdad, señor Yáñez; siempre me olvido de que en la bahía de Gaya tendremos un apoyo formidable.

—Por eso vamos allí —repuso el portugués.

—Deseo ver mis veleros para tenerlos a mi disposición cuando sea preciso. Cuento casi más con la flotilla que con las bandas que Sandokán hace bajar a través de los montes del Cristal. No va a ser con una flotilla terrestre con lo que quitemos Mompracem al Sultán.

—Tenemos que obligar a los cañoneros a salir a alta mar y aceptar una batalla desesperada.

—Que con el auxilio de la flotilla ganaremos. Si salimos vencedores, entraremos en la bahía de Varauni y bombardearemos la ciudad, empezando por el palacio del Sultán. Los chinos estarán dispuestos a habérselas con los rajaputos[18] del tiranuelo y a cazarlos en la bahía —dijo Yáñez—. La preparación ha sido tal vez un tanto larga, pero espero hacerme dueño de Mompracem.

—¿No corre usted demasiado, señor Yáñez?

—Vas a ver qué última batalla vamos a dar cabe las playas de Mompracem, isla que al fin nos pertenece. No dudes de la empresa, Mati, porque estrecharemos al Sultán tanto por mar como por tierra y le obligaremos a que, a cambio de su libertad, nos devuelva la isla. Somos más fuertes de lo que supones. ¡Tú verás lo que sucede cuando las bandas de Sandokán caigan en las montañas! ¿Han embarcado ya a aquellos borrachos?

—A todos, señor Yáñez.

—Tú irás inmediatamente hacia la bahía de Gaya, pues me interesa saber qué ha sido del embajador auténtico. Yo te escoltaré un buen rato para protegerte contra el ataque de algún cañonero.

—El prao de Padar está lo suficiente armado para tener a raya a aquellas naves de mal agüero.

—Mejor me fío de mis piezas de caza, cuya prueba has visto. Baja y suelta las reías, pero que no se te escape el capitán; dé lo contrario, estamos perdidos.

—De mis manos, señor Yáñez, yo; le aseguro que no saldrá —respondió Padar, que se había unido al grupo para recibir las últimas instrucciones.

—¿Debo distanciarme de la costa?

—Será mejor. Una desgracia puede sobrevenir a cada momento, y nuestros buques están contados.

—Muy bien, señor Yáñez; espero darle cuanto antes noticias de nuestra flotilla.

Bajó al prao, desplegáronse las velas y tomó en seguida el rumbo al Norte, escoltado por el yate.

Habían acordado pasar muy a poniente da Labuán, isla en cuyos puertos los ingleses acostumbraban tener un número más que regular de cañoneros y algún, crucero.

A las seis de la mañana perfilábase aquella tierra en el luminoso horizonte, con sus pintorescas aldeas y su capital.

Del fondo de la bahía salían sutiles penachos de humo que anunciaban la presencia de buques de vapor.

Yáñez, que no quería sufrir ninguna otra visita, hizo aumentar la velocidad del yate, pasando entre Labuán y Karaman; luego se lanzó resuelto hacia el septentrión, siempre seguido del rapidísimo y ligero prao de Padar.

Hasta mediodía no ocurrió nada de particular. Pero a eso de la una de la tarde hizo Yáñez un descubrimiento que le causó cierta impresión.

Cuatro columnas de humo, visibles únicamente con el auxilio del anteojo, esparcíanse en la gran luz del horizonte, formando como grandes paraguas.

Mati dirigióse al punto al portugués, que seguía mirando con atención.

—¿Qué cree usted que son? —le preguntó Yáñez.

—Cañoneros, de fijo —respondió el maestre del yate.

—¿Es que iremos a caer de bruces sobre los eternos canallas que quieren meterse siempre en los asuntos de los demás?

—Tengo la seguridad de que me estarán persiguiendo hasta los mares de la China, porque antes de salir de Varauni he tenido la precaución de llenar bien las carboneras. Por lo que temo, es por el prao de Padar.

—Con un poco de viento, puede desafiar al un vapor y aun pasarle delante —contestó Mati—. Y si se dirige a los bajos de la costa, no habrá cañonero que se atreva a darle caza.

—Haz subir a Padar.

Cinco minutos después, el maestre del pequeño prao estaba en el puente del yate.

—Amigo mío —le dijo confidencialmente el portugués—, ¿serías capaz de salir del atolladero? Ya pensaré yo en distraer la atención del cañonero.

—¿Qué es lo que he de hacer?

—Poco ha te lo ha dicho Mati. Echarse hacia la costa y navegar por el borde de las rompientes. Tu buque puede desafiarles impunemente.

—¿Dónde nos encontraremos?

—En la bahía. No sé por qué, pero no estoy tranquilo. Temo que mi situación se haga insostenible.

—Señor Yáñez, ¿estamos muy atrás aún respecto a la reconquista de Mompracem?

—Da tiempo al tiempo, ¡por Lucifer! Cuando no podamos más, daremos batalla por mar y tierra. Vetó y no te preocupes por mí. Verás cómo les haré correr.

El maestre volvió a bajar a su pequeño prao, armado ya cual si de Un momento a; otro hubiese de estallar un combate, y el velero, después de dar un par de bordadas, tomó el rumbo hacia las costas occidentales de Borneo.

—A toda máquina —gritó Yáñez—. Preparar los cañones.

El yate emprendió la carrera, hacia el sitio donde se elevaban las columnas de humo, que una gran calma mantenía casi inmóviles.

Yáñez se había puesto en observación junto a Kammamuri.

—Si no tuviésemos más que praos la cosa sería muy seria —dijo Kammamuri—. ¿Serán cañoneros ingleses de Labuán?

—Hemos de dar un gran golpe.

—Nada de eso; una gran carrera a marchas forzadas, y nada más. No me dejaré ciertamente pillar en un combate donde puedo perderlo lodo sin ganar nada. Quiero conservar intactas mis máquinas para jugar la última carta cuando nos arrojemos como tigres sobre el Sultán y luego sobre Mompracem.

Media hora después, habían alcanzado las columnas de humo. Tratábase de una pequeña flotilla de cañoneros, salida probablemente de los puertos de Labuán.

Al ver al yate se detuvieron y viraron de bordo, colocándose en dos columnas.

—¡Ah! Quieren darnos caza —dijo Yáñez—. Los haremos correr.

Púsose al timón, llamó a cubierta a toda la guardia, franca y, a su vez, cambió de ruta.

Los cuatro cañoneros pusiéronse en seguida en pos de él, temiendo que aquel yate fuese un barco sospechoso.

Un tiro en blanco no produjo otro resultado que apresurar la carrera del barco, el cual, con insolente bravata paró enfrente de las dos columnas, saludando con una descarga de fusiles.

—¡Ja, ja! —exclamó Yáñez, encendiendo un cigarrillo y apoyándose en la rueda del timón.

—¡Dádme caza, amigos!, ¡dadme caza!

El yate avanzaba velozmente.

Un cañonero disparó un cañonazo con bala para conseguir que la pequeña nave se detuviera; pero el proyectil se perdió en el mar, sin tocar la arboladura ni la máquina.

—Señor Yáñez, ¿he de contestar? —preguntó Mati al portugués.

—No gastemos nuestras balas, amigo. Más tarde podrían hacernos falta.

—¿Un golpe en la tambura?

—No es preciso.

—¿Y el prao?

—Marcha divinamente y no se dejará alcanzar. Ese Padar es verdaderamente un habilísimo marino.

Efectivamente: el velero maniobraba a maravilla sobre los bajos de la costa, rozando casi las márgenes de las rompientes, sobre las cuales el cañonero no le habría podido seguir.

Cinco minutos después resonó otro cañonazo y pasó por encima del yate sin tocarlo siquiera, porque navegaba a regular distancia.

El segundo cañonazo hizo estremecer a Yáñez.

—¿Por quién nos toman esos señores? —se preguntó—. Hagámosles ver también que estamos en situación de defendernos.

En la cabina; efe popa había, desplegado un: mapa de las costas de Borneo que indicaba claramente la profundidad de las aguas.

—Aquí —dijo de pronto, haciendo una cruz con un lápiz rojo—. Pina se prestará a mi táctica y someteré al cañonero a dura prueba.

—Me parece usted alegre, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. ¿Qué ha descubierto usted?

—Un banco a través del cual pasaremos sin tocar, y donde los cañoneros quedarán embarrancados —contestó el portugués, frotándose las manos de puro júbilo—. ¡Eh! Echad carbón a la máquina.

También los cañoneros forzaban sus fuegos sin conseguir, empero, ganar un cuarto de nudo al yate, que mantenía su rapidísima marcha sólo para hallarse fuera de tiro de la artillería.

Y, efectivamente, los perseguidores, aunque armados con sólo una gran pieza, emplazada en la plataforma de popa sobre un plano giratorio, no hacían economía de pólvora.

A cada instante y tras un ruido ronco, llovían los proyectiles de los cañoneros en las aguas del yate.

Yáñez, segurísimo de sí mismo, les dejaba; hacer y no se ocupaba más que de estudiar atentamente los bajos de un islote que empezaba a delinearse hacia el Norte.

—Caerán en la trampa —murmuraba— y alguno se romperá las costillas. Bastará con que me persigan.

La caza se había hecho animadísima. Los cuatro cañoneros hacían esfuerzos desesperados para llegar a tiro de cañón.

De sus chimeneas brotaba un humo densísimo, mezclado con escorias.

Los cañonazos, en tanto, menudeaban sin resultado alguno, porque Yáñez, habilísimo marino, cuidaba de mantener la distancia.

Sobre las cuatro, el yate, que no había cesado de forzar sus máquinas, llegaba a la vista de una isla de mediana extensión contra cuyas costas se estrellaba furiosamente la resaca.

—Pina —dijo Yáñez—, he ahí el momento de desembarazarse de todos los corsarios y pararles el vuelo sin menester servirme de mis espléndidas piezas de caza.

Delante de poniente de la isla parecía como que se extendían numerosos bancos, puesto que allí especialmente las olas se formaban y deshacían retumbando como piezas de artillería.

Una gigantesca sábana de espuma blanquísima se extendía a lo lejos.

Yáñez seguía mirando atentamente.

—Puede que nos estrellemos todos si la suerte no nos es propicia. Otro preferiría dar la batalla; yo no. ¡Mati!

—¡Señor! —contestó el maestre, corriendo.

—Al castillo de proa con cuatro hombres y la sonda. Me dirás exactamente la profundidad. Se trata de la vida de todos.

—Sí, señor Yáñez.

No bien hubo dado la orden, cuando los cinco hombres sondeaban ante la proa del yate.

—¿Cuántos metros? —preguntaba Yáñez con ansiedad.

—Dos, señor.

—Fondea más adelante, hacia las rompientes.

—En seguida, señor.

—¿Cuánto?

—Tres metros.

—Me bastan.

Fue a popa y tomó la rueda del timón, no fiándose de nadie en el supremo instante en que se estaba jugando la suerte de todos.

La quilla del yate navegaba ya entre la extensión de la espuma.

La resaca, que era muy fuerte en las rompientes, batía poderosamente los flancos da la pequeña nave, ocasionándole un fuerte balanceo.

De pronto la voz de Yáñez resonó potente entre los mugidos de las olas.

—¡Atención! ¡Pasamos! ¡Sujetaos!

Los cañoneros, viendo que el yate marchaba seguro entre las rompientes, no cambiaron; de rumbo, con la esperanza de encontrar a su vez agua bastante.

Marchaban enfilados en columna, a la distancia de trescientos pasos uno de otro, maniobrando imprudentemente sobre los bancos.

Una ola, cogiendo el yate por la popa, lo levantó y lo llevó al otro lado del seco.

A bordo se oyó un crujido. El vaporcito debía rozar el banco.

Las olas arrastraban al yate, empujándolo poderosamente con un continuo balanceo.

El primer cañonero llegó como un rayo sobre la rompiente, creyendo atravesarlo como había hecho el yate. Su proa se alzó espantosamente y luego cayó entre la espuma de la resaca, permaneciendo un momento inmóvil.

—¡Fuego de bordada! —gritó el portugués—. ¡Hazte honor, Mati!

Resonaron dos cañonazos, uno tras otro, dando de lleno contra el primer cañonero, que oscilaba terriblemente entre la resaca.

Las dos chimeneas del cajonero se derrumbaron sobre el puente con infernal ruido e hiriendo a unos cuantos hombres.

El yate, levantado por las olas, había pasado por encima de la rompiente y no corría, peligro alguno.

El que se encontraba en pésima situación era el primer cañonero, porque creyendo encontrar el fondo suficiente, se lanzó a toda máquina sobre el banco.

—¡Fuego de bordada! —ordenó Yáñez, por segunda vez—. Tirad de las tamburas.

Las dos grandes piezas de caza volvieron a retumbar con admirable precisión, mientras el velero de Padar, que estaba aún a la vista, cubría los puentes con nubes de metralla, disparada por las grandes espingardas de proa y de popa.

De pronto el cañonero dejó ver en alto el espolón a través de la rompiente, pero luego cayó sobre las rocas con un ruido espantoso y destrozándose en ellas.

A bordo del yate resonó un grito de entusiasmo.

—¡Victoria! ¡Viva el señor Yáñez!

Y podían gritar fuerte, porque la, audaz y peligrosísima maniobra había puesto al yate al abrigo de un posible bombardeo y de que le persiguieran.

La rompiente estaba allí siempre pronta a interrumpir la marcha de los cañoneros, detenerse o destrozarse.

Los perseguidores disparaban furiosamente, respondiendo golpe por golpe a las ametralladoras del pequeño velero y a los cañonazos de Mati.

Pero eran vanos sus esfuerzos, porque el yate se encontraba fuera de su alcance y se dirigía velocísimo hacia el septentrión para llegar cuanto antes a la bahía de Gaya.

Mientras, el prao de Padar, aprovechando la confusión y la protección de las grandes piezas de caza del vapor, se lanzó hacia la costa y se le veía navegar a gran distancia con sus inmensas velas desplegadas.

Maniobraba por encima de las rompientes con pasmosa seguridad, refugiándose entre las pequeñas bahías, que se ensanchaban de cuando en cuando delante de él y no eran otra cosa sino pequeñísimos canales sólo navegables para pequeñas embarcaciones.

—¡Mati! ¡Otra descarga! —gritó Yáñez—. Aprovechémonos mientras tengamos los cañoneros a tiro.

Los poderosos cañones de caza volvieron a retumbar, destrozando el cañonero que se hallaba a través de las rompientes; luego el yate, ligero y rápido como golondrina de mar, se alejó a toda máquina, sin cuidar de sus perseguidores que, por otra parte, se hallaban impotentes para reanudar la caza.