Apenas acababan de dar las dos, cuando Su Alteza Selim-Bargani-Arpalang llegaba a bordo del yate en su acostumbrada chalupa pintada de rojo y con amuras de oro. Iba acompañado de dos ministros, su secretario particular y una pequeña escolta formada por seis soldados, todos ellos de aspecto malcarado, con inmensas barbas e hirsutos bigotes que casi les llegaban al turbante.
Yáñez se encontraba ya a bordo con la bella holandesa, a la que quería librar a toda costa de la venganza de John Foster, y recibió prontamente al sultán.
—Alteza —le dijo—, ya sois mi prisionero.
El sultán le miró con inquietud, haciendo tres o cuatro muecas, una detrás de otra. El portugués, que se había dado cuenta, añadió rápidamente:
—Daremos un magnífico paseo por mar abierto, alteza, y confío en que se nos dará bien la caza a lo largo de las costas de Balabar.
—¿Cómo? ¿Queréis llegaros hasta allí, milord?
—¿Y por qué no?
—¿Y si nos atacan?
—Nos defenderemos. Incluso haré izar en el palo mayor vuestra bandera para hacer comprender a esos canallas que la lección procede solamente de vos.
—¿Qué clase de hombre sois?
—Un hombre, alteza. ¿Queréis que zarpemos? Entre tanto, os enseñaré el yate.
—Lo deseo vivamente —dijo el sultán.
—¿Por qué?
—Para aclarar un punto muy oscuro.
—¿Qué queréis decir?
—Me han dicho que tenéis aquí un prisionero.
—¿Quién ha sido?
—Os lo diré más tarde.
—Así, pues, ¿tengo enemigos encarnizados en vuestra capital?
—Verdaderamente a los otros Estados no les agradaba ver un embajador inglés. Pero no os preocupéis. Estáis bajo mi protección. Sin embargo, me han dicho, repito, que tenéis aquí un prisionero.
Yáñez sonrió irónicamente.
—¿Queréis enseñarme vuestro yate, milord?
—Inmediatamente, alteza. Esperad que dé la orden de levar anclas y de avivar las calderas, ya que lanzaré a mi barco a la máxima velocidad.
Lanzó a diestro y siniestro algunas órdenes, secas, cortantes, que fueron inmediatamente cumplidas por la tripulación que, a pesar de estar formada por malayos y dayaks, se movía como la de un buque de guerra.
—Venid, alteza —dijo.
Después de recorrer toda la toldilla, bajaron a la cámara, seguidos por la señora holandesa, los dos ministros y el secretario.
Todos los camarotes estaban abiertos de par en par, de forma que si alguien estuviera prisionero hubiera sido descubierto inmediatamente.
El sultán admiró el salón, amueblado con excelente gusto. Luego entró en todos los camarotes, observando atentamente todo cuanto se encontraba en ellos.
—¡Una nave magnífica! —dijo—. Con este buque hasta me sentiría capaz de desafiar al rajah de las islas.
—Y nosotros le desafiaremos.
—¡Eh, eh! ¡No corráis tanto! Una bala de cañón o un disparo de espingarda llegan en un momento y mis buenos súbditos, entonces, se quedarían sin su sultán.
—No sucederá nada grave, alteza —respondió Yáñez, mientras el chitmudgar destapaba unas botellas de champaña—. Y, además, si no os hacéis temer, un día u otro los piratas de las islas entrarán en vuestra bahía y os pondrán en apuros si no estoy yo para defenderos.
—Desgraciadamente, lo sé —respondió el sultán, vaciando la copa de un solo trago.
—Subamos a cubierta, alteza —dijo Yáñez—, y empecemos la cacería. Tú, chitmudgar, llévanos algo de beber al puente.
Abandonaron la cámara y subieron la escala, deteniéndose en el puente de mando.
La bahía se presentaba en toda su maravillosa belleza, con sus pequeñas islas y sus barrios malayos, chinos y dayaks sumergidos en una verdadera orgía de sol.
El yate avanzaba rápidamente, levantando con la proa grandes olas y dejando a popa una estela burbujeante en medio de la cual saltaban de vez en cuando algunos famélicos tiburones.
Las fragatas[12] y los vencejos marinos pasaban rapidísimos por encima del pequeño buque, lanzando alegres gritos. De vez en cuando, un albatros[13], casi tan grande como un águila, cruzaba por encima del yate.
La brisa de poniente rizaba la superficie del mar, encrespándola hasta los últimos confines del horizonte. A veces, avanzaba una ola y rompía contra la proa del yate con sonoro estruendo, imprimiéndole una sacudida bastante brusca.
Yáñez hizo traer cuatro fusiles de caza, espléndidas armas inglesas que había comprado en Calcuta, y las puso a disposición de sus huéspedes, diciendo:
—¡Señores, está abierta la veda!
—No será cosa fácil disparar a los vencejos marinos con estos bandazos —había respondido el sultán.
—Eso es porque aún no tenéis el pie de los marineros. Yo os mostraré cómo se puede cazar bien, incluso con mar gruesa.
Un albatros de alas extraordinariamente grandes pasaba en ese momento por encima de la popa del yate. Yáñez, veloz como una flecha, cogió una de las escopetas, miró unos instantes y luego hizo dos disparos.
El volátil, acertado de pleno, agitó desesperadamente las alas intentando sostenerse aún. Después, cayó panza arriba en el mar, justamente en la boca abierta de un enorme tiburón.
—¡Ah! Esos tiburones devorarán toda nuestra caza, milord —dijo el sultán—. Volveremos a Varauni sin una simple golondrina.
—Aún no ha terminado la excursión, alteza —respondió el portugués—. Antes de que se ponga el sol quiero ver la toldilla de mi buque cubierta de aves.
—Sabed que me encantan las aves marinas y si me dais a probar estaré muy contento.
—¿En mi palacio o aquí?
—Preferiría aquí —respondió el sultán—. Hay más libertad.
—Como queráis, alteza. También yo tengo un cocinero que vale lo que pesa en oro. ¡Es vuestro turno! ¡He aquí un bonito disparo!
En aquel momento pasaba una fragata, manteniendo las alas completamente extendidas. Iba seguida por una bandada de vencejos marinos y de petreles que se esforzaban en vano en mantenerse detrás.
—Adelante, alteza —dijo Yáñez—. Es el momento oportuno.
El sultán levantó la escopeta y soltó dos tiros. La fragata cerró las alas, encogió las patas y cayó de cabeza en la boca de otro tiburón.
El sultán dio un grito de rabia.
—Pero ¿es que no nos podemos desembarazar de esos glotones que están listos para devorarnos el asado, milord?
—Si queréis, puedo ofreceros una emocionante pesca del tiburón.
—¡Ah, sí, sí! —gritó el sultán, dando palmadas como un chiquillo.
Yáñez silbó estridentemente, haciendo saltar a Mati con la velocidad de una gacela. Le susurró en voz baja algunas órdenes, y luego gritó a la sala de máquinas que detuvieran el yate.
—Vos me regalaréis uno, si tenéis la suerte de capturarlo —dijo el sultán.
—Son pésimos, alteza.
—Para los chinos, y regalado por su buen sultán, irá estupendamente y no quedarán de él ni las espinas. Hace mucho tiempo que les debo un regalo a cambio de un soberbio zafiro.
—Entonces, ¿se comen los tiburones? —dijo Yáñez, que no había podido contener una sonrisa.
Mati, seguido por seis hombres, había reaparecido en el, puente llevando un ancla de galga, de tres patas, envuelta en una tela roja. En uno de los brazos había puesto un pedazo de tocino de siete u ocho kilos de peso.
En la almohada del escobén fijaron una fuerte cadena, la cual se hizo pasar luego por el cabestrante de popa para poder izar más fácilmente a la bestia en el caso de que hubiera picado.
Como hemos dicho, se detuvo la nave y esta se balanceaba suavemente. En los mares de la India y de la Sonda, cuando no sopla el viento y las olas no remueven el fondo, el agua adquiere una transparencia increíble. A veces se puede ver nadar a los peces a cien o ciento cincuenta metros de profundidad.
Se echó el ancla inmediatamente, a estribor del buque, mientras otros marineros se armaban con escudos y parangs.
El sultán, su séquito, la bella holandesa y Yáñez, se habían inclinado sobre las amuras, anhelosos de asistir a aquella emocionante pesca.
El ancla se veía perfectamente, pues estaba sumergida a una profundidad de veinte metros. Su revestimiento de rojo debía de llamar pronto la atención de los voraces tigres marinos.
—Estas sí que son diversiones, milord —dijo el sultán—. Si yo tuviese un ministro como vos, sería el hombre más feliz de Borneo.
—Si queréis, alteza, además de cruceros, también haremos partidas de caza. No deben de faltar los tigres en los bosques de los montes de Cristal.
—Desgraciadamente, milord.
—Iremos a sacarlos de sus guaridas y adornaréis con sus pieles vuestras espléndidas galerías.
—Llevo en mis venas sangre árabe y malaya, así que os podéis figurar lo que me gusta la caza. Lo que pasa es que mis ministros tienen miedo de seguirme.
En ese momento, una gran sombra surgió de las profundidades y subió verticalmente en dirección al ancla.
Se trataba de un soberbio charcharias[14], de siete metros de largo y con una boca tan amplia que podía contener a un hombre acurrucado.
Pero debía de ser gato viejo, porque, en vez de correr inmediatamente al asalto del hermoso pedazo de tocino, se puso a describir en torno al ancla amplias vueltas que se iban estrechando muy lentamente.
Todos los trapos rojos en que estaba envuelta el ancla debían de darle la ilusión de habérselas con un bonito pedazo de carne aún sangrante.
Como se había acercado otro escualo, el primero, temiendo que su congénere le quisiera quitar la comida, se lanzó hacia adelante, abrió su inmensa boca semicircular y engulló de un bocado el ancla, el tocino y un buen trozo de cadena.
Un gran grito se alzó entre los malayos y los dayaks del yate.
—¡Ha picado! ¡Ha picado!
El escualo se movió hacia atrás, intentando partir la cadena de una dentellada. Luego se quedó casi inmóvil. De su boca salía mucha sangre.
—¡Iza despacio! —gritó Yáñez.
Ocho hombres se precipitaron al cabestrante, apoyándose con todas sus fuerzas en las palancas de este.
Notando el tirón, el escualo probablemente intuyó el peligro, porque empezó a debatirse desesperadamente, a pesar de que a cada movimiento las puntas del ancla le laceraban el paladar y le rompían los dientes.
—¡Mati, ízalo! —había repetido Yáñez—. Ya es nuestro.
Los marineros dieron otra vuelta al cabestrante, provocando un segundo y más doloroso tirón. El escualo no oponía resistencia. Se fingía muerto, pero nadie se dejaba engañar.
—Disparémosle —dijo el sultán.
—Ahora no, alteza. Cuando lo hayamos izado sobre el puente.
—¿Podremos sacarlo del agua?
—Dentro de diez minutos le veréis saltar entre las amuras de mi yate. ¡Vamos, iza!
Se le dio una tercera vuelta al cabestrante. Esta vez el tiburón, loco de dolor, se agitó desesperadamente entre las transparentes aguas, dejando tras sí un largo rastro de sangre.
Tocó la superficie, mostrándose un momento, y luego se volvió a hundir, mordiendo ferozmente la cadena sin conseguir romperla. A pesar de estar horriblemente herido, el monstruo no tenía intención de dejarse sacar del mar, pero el cabestrante giraba sin descanso y cada movimiento impreso a las palancas le obligaba a dar buenas volteretas.
—¡Bello, muy bello! —exclamaba el sultán que, para no perderse nada de aquella interesante pesca, se había aferrado a los flechastes del palo mayor—. ¡Y habiendo tales diversiones, mis imbéciles ministros mandaban a las viejas del harén para que contaran historias! Tenía que ser un inglés el que me sacara de aquella especie de prisión y me hiciera cambiar un poco de vida. ¡Que vengan ahora a decirme que no es un embajador! ¡Les ajustaré las cuentas!
Entre tanto, el charcharias no cesaba de debatirse cada vez con mayor vigor. Bien intentaba hundirse con la esperanza de romper la cadena con su propio peso, bien se lanzaba hacia la superficie, moviéndose locamente y levantando con la potente cola, olas altísimas. ¡Sus esfuerzos eran inútiles! Cada vuelta al cabestrante le acercaba al terrible momento.
—¡Quietos! —gritó de repente Yáñez—. ¡Dejemos que se asfixie!
El enorme pez había llegado, finalmente, a flotar. Su boca estaba llena de sangre burbujeante y era un horrible espectáculo. Una garra del ancla había atravesado su mandíbula interior y se veía muy bien el gancho fuera de esta. Sus ojos azulados se habían fijado intensamente en los hombres que estaban de pie en las amuras.
Otra vuelta de cabestrante sacó más de su mitad fuera del agua. Entonces comenzó la verdadera lucha para el tigre del mar, que estaba empeñado en no morir.
Daba tales tirones a la cadena, que escoraba el yate.
Luego, agotado, se detenía un momento para recomenzar enseguida sus desesperadas contorsiones. Algunos hombres habían preparado los arpones para subirlo a cubierta. Otros habían empuñado los sables.
Durante cinco minutos, Yáñez dejó que el monstruo boquease, y luego hizo una señal a los hombres que estaban en el cabestrante, gritando al mismo tiempo.
—¡Fuera todos! ¡Poneos a salvo en los flechastes!
Con unos pocos tirones subieron al escualo hasta la altura de la cubierta y allí recibió el primer sablazo, dado por Mati. Inmediatamente entraron en función los arpones ayudados por un garfio suspendido del extremo de la verga.
Todos tiraban rabiosamente y gritaban, mientras los demás, incluidos el sultán, los ministros y Yáñez, se ponían a salvo en los flechastes, trepando hasta las cofas para no perderse nada de la terrible caza.
Con un último tirón, el gigantesco habitante de las aguas que medía casi siete metros, fue izado a bordo y dejado caer en cubierta.
—¡Sálvese quién pueda! —gritaban los marineros, agarrándose a las jarcias y obenques.
El escualo permaneció inmóvil un momento, como si estuviese asombrado de no encontrarse ya en su natural elemento. Luego dio un salto hacia el castillo de proa donde le esperaban algunos hombres armados de carabinas.
Se levantó sobre las aletas pectorales, emitiendo un ronco murmullo, parecido a un sonido oído en lontananza, y se lanzó después, alocado, contra las amuras, intentando romperlas. Su formidable cola daba furiosos azotes, con golpes que parecían disparos de fusil.
Una descarga de carabina le acertó, deteniéndole de repente. Pero no estaba muerto todavía, porque esos monstruos poseen una vitalidad increíble. Permaneció quieto un instante, esforzándose en romper por última vez la cadena. Luego, se derrumbó sobre la toldilla.
—¡Ya es nuestro! ¡Ya es nuestro! —gritaron los marineros, corriendo con los parangs y las carabinas.
Por fin había sido apresado y muerto el pobre tiburón.
Lo empujaron contra una amura para que no estorbase la maniobra, y el yate reanudó su velocísimo andar hacia el septentrión, mientras el sultán miraba con viva curiosidad al monstruo, frotándose alegremente las manos y murmurando:
—Mis queridos súbditos amarillos estarán contentos de mí. He aquí un regalo verdaderamente principesco que les compensará largamente de la piedra preciosa con que me han obsequiado.
—¡Le creía más tonto! —murmuró Yáñez, que le había oído—. ¡Hay que estar precavido con la sangre malaya!