El inglés nunca había sentido la muerte tan cerca, ni siquiera durante sus cacerías en la India o en otras regiones asiáticas.
Yáñez, inmóvil a dos pasos de distancia, mantenía apuntadas las pistolas y sus manos no temblaban en absoluto. Una negativa, un titubeo, y hubieran resonado cuatro disparos allí donde hasta entonces había vibrado el piano.
—¡Vamos! —dijo Yáñez, levantando un poco las pistolas—. ¿Os decidís, sí o no? ¡Por Júpiter! Yo, en vuestro lugar, cogido entre la espada y la pared, o, si os gusta más, entre la vida y la muerte, no habría titubeado Es cierto que un portugués no es un inglés.
—En suma, ¿qué queréis hacer de mí? Todavía no lo sé.
—Solamente impediros que vayáis a Varauni como embajador de Inglaterra, porque ese puesto será ocupado por otra persona que ahora no puedo nombrar.
—¿Y pretendéis arrestarme?
—Cierto, milord: os embarcaré en mi yate, donde seréis tratado con todos los miramientos posibles.
—Y, ¿hasta cuándo?
—Hasta que me plazca.
—Es un secuestro.
—Llamadlo como queráis, milord, con ello no me desvelaréis. Y ahora, milord, conducidme a vuestra cabina y entregadme las credenciales para el sultán de Borneo.
—¡Es demasiado! —gritó el inglés.
—Pero obedeciendo salváis la vida. ¡Daos prisa!
Cogió un candelabro que estaba sobre el piano y empujó hacia adelante al inglés, el cual ya no se sentía con ánimos de intentar la más mínima resistencia.
—¡Vamos! —le dijo.
Atravesaron el salón, abriéndose paso entre los aterrorizados pasajeros, y, seguidos por cuatro malayos, llegaron a la cubierta de popa, donde se encontraban los camarotes de primera clase. Yáñez se había puesto a leer los carteles colgados de las puertas, que llevaban el nombre, apellido y condición de los viajeros.
—Sir William Hardel, embajador inglés —leyó—. Entonces, ¿este es vuestro camarote?
—¡Sí, señor bandido! —respondió el inglés, furioso.
—Haríais mejor en llamarme alteza.
La puerta se abrió y los seis hombres entraron en una hermosa y amplia cabina, amueblada con mucho lujo y, sobre todo, con buen gusto.
Mientras los malayos le rodeaban para impedirle el menor asomo de rebeldía, abrió su enorme y espléndida maleta de piel amarilla con cantoneras de acero, mostrándosela al portugués.
—¿Están aquí las credenciales? —preguntó Yáñez.
—Sí, bandido.
—Enseñádmelas.
—Están en aquel paquete de papel rosa sellado.
—Muy bien.
El portugués rompió los sellos, quitó la envoltura y sacó varios documentos, que hojeó rápidamente.
—Están en toda regla, sir William Hardel.
Los puso de nuevo en el equipaje, y luego, volviéndose a dos de sus hombres, añadió:
—Llevad todo esto a bordo de mi yate.
—Y ahora, ¿qué queréis hacer de mí? —dijo el inglés.
—Seguiréis a estos dos hombres, que previamente han recibido todas las órdenes necesarias. Guardaos de intentar la fuga, porque entonces tendríais que veros con los parangs y yo sé lo que cortan.
—Mi gobierno no dejará impune tamaña infamia, soy un representante del imperio.
—Cierto, sir Hardel —respondió Yáñez burlonamente—. Aunque no sé quién se lo comunicará.
—Los pasajeros o el capitán. Apenas lleguen a Varauni, telegrafiarán al gobernador de Labuán.
—Aún no han llegado a la capital del sultanato. Vamos señor embajador, que no quiero dejarme sorprender al alba por una cañonera, a pesar de tener conmigo una poderosa flotilla.
A un gesto del portugués, los dos malayos habían asido fuertemente al pobre sir por los brazos, mientras los otros llevaban su maleta, que parecía muy pesada.
Cuando volvieron al gran salón, los pasajeros exhalaron un suspiro de satisfacción y asistieron, igual que los marineros, completamente inmóviles, a la salida del embajador, que seguía resignadamente a su impresionante y amenazadora escolta.
El capitán del vapor se acercó a Yáñez, preguntándole con voz rabiosa:
—¿Qué más queréis de nosotros?
—Acabar el vals con aquella graciosa señora —respondió el portugués tranquilamente.
—¿Todavía más? ¿Y cuándo os marcharéis?
—¡Ah! Hay tiempo, capitán.
Se acercó al piano, donde permanecía sentada la rubia señorita y le dijo:
—Señorita, por causas ajenas a mi voluntad he tenido que interrumpir el baile. ¿Querríais volver a tocar? ¡Ah, los valses de Strauss son verdaderamente maravillosos!
«Este hombre está loco», pensó el capitán.
Yáñez se había vuelto bruscamente, con el semblante sombrío, hacia el comandante.
—Señor mío —le dijo—, ¿querríais decirme cómo os llamáis?
—¿Tanto os interesa?
—No se sabe nunca.
—John Foster: no me da miedo decíroslo.
—Gracias.
Sacó de un bolsillo un pequeño librito encuadernado en piel y oro, y escribió aquel nombre. Luego, se dirigió, tranquilo y magnífico en su inmensa calma, hacia la dama con la que había empezado el vals y que parecía esperarle.
—¿Queréis acabarlo, señora…?
—Lucy van Harter.
—¡Ah! ¿Holandesa?
—Sí, alteza.
—Me acordaré de vos.
El vals había comenzado y los pasajeros, viendo a aquel terrible hombre abandonarse entre los remolinos de la danza y sonreír a su dama, primero tímidamente, y después, más animadamente, habían seguido su ejemplo, pero cuidando de mantenerse apartados de la pareja que bailaba en el centro del salón.
No obstante, el tenor no cantaba ya. El espanto debía de haber paralizado sus cuerdas vocales.
Una vez acabado el vals, Yáñez condujo hacia un diván a la bella holandesa, que no dejaba de mirarlo intensamente, con esa calma olímpica que es especialidad de los pueblos bañados por el frío y tempestuoso mar del Norte.
—¡Oh, qué amable sois!
—Ya es hora de acabar con esta infame canallada.
Yáñez se secó el sudor que bañaba su frente y luego dijo, volviéndose hacia los pasajeros:
—Señoras y señores: os concedo diez minutos para llevar vuestros equipajes a cubierta.
El capitán, que rechinaba los dientes cerca del piano, se lanzó hacia adelante con los puños cerrados, preguntando:
—¿Qué queréis hacer ahora, bribón?
—Deseo ver cómo salta por los aires un buque —respondió el portugués.
—¡Miserable pirata! Me habéis cogido por el cuello e intentáis ahora estrangularme.
—A la nave, no a vos.
—Tenéis treinta praos; haced saltar uno, si queréis divertiros.
Yáñez sacó una pitillera cuajada de brillantes, cogió un cigarrillo, lo encendió y, después de lanzar unas bocanadas de humo perfumado, dijo, con una voz que no admitía réplica:
—Cuando haya acabado de fumar este cigarrillo, deberán haber evacuado el barco las personas que lo ocupan. Todos los maquinistas han sido arrestados y ya he hecho colocar cerca de las calderas un barril que contiene cien kilos de pólvora. ¡Vamos, capitán! Haced que lleven a cubierta los equipajes de las señoras y los señores y dad la orden de que se boten todas las chalupas.
—Es preciso que os mate: acordaos de John Foster.
—He apuntado vuestro nombre, como habéis visto. A veces los hombres se encuentran donde menos lo esperan. Mirad, que ya me he fumado medio cigarrillo y que mis malayos empiezan a impacientarse.
—¡Rayos y truenos! ¡Obedezco a la fuerza brutal de un bandido!
—¡Príncipe! —dijo Yáñez burlonamente.
Fueron dadas las órdenes y transmitidas a los hombres que se encontraban en cubierta, vigilados por otros treinta malayos, perfectamente armados, que habían saltado desde uno de los treinta grandes praos.
Los pasajeros, aterrorizados por el pensamiento de que aquel hombre hiciese saltar el buque de un momento a otro, subían confusamente a cubierta.
Yáñez les había precedido con sus malayos. Los marineros estaban arriando las chalupas y retirando por la brazola de la escotilla principal las maletas del pasaje.
Entre los ciento cincuenta pasajeros reinaba la mayor confusión. Todos se empujaban hacia adelante para ser los primeros en bajar a las chalupas. Solamente la bella dama holandesa conservaba una calma olímpica, en medio de aquella confusión.
Yáñez, viendo que los hombres más fuertes arrollaban a los más débiles, se lanzó hacia adelante, seguido por una veintena de malayos.
—Primero, los niños —gritó—; después, las señoritas; luego, las señoras y, los últimos, los hombres. Si no me obedecéis, hago barrer el puente con una descarga.
Sabiendo ya con qué clase de individuo tenían que enfrentarse, los pasajeros se detuvieron. Por su parte, los malayos habían empuñado sus pesadas y cortas carabinas, dispuestos a hacer fuego a la primera señal de su jefe.
—¡Calmaos! —dijo Yáñez, cogiendo otro cigarrillo—. Todavía no he dado la orden de encender la mecha que he hecho colocar en el barril. Tenéis tiempo de acomodaros.
Luego, viendo pasar a la bella dama holandesa empujada por los demás, la sacó fuera del grupo.
—Señora —le dijo—, ¿a dónde vais? ¿A Varauni o a Pontianak?
—A Varauni, señor.
—Entonces espero volver a veros pronto.
—¿También vos vais a la capital del sultanato?
—Así lo espero.
Se quitó de un dedo un magnífico anillo con un soberbio rubí y se lo tendió:
—Señora Lucy —siguió diciendo—, tened, por haberme divertido.
—Y yo lo guardaré amorosamente porque me lo ha dado un hombre que no tiene miedo a nadie.
Le dio el brazo y le abrió paso entre los pasajeros que se amontonaban en las amuras, impacientes por saltar a las embarcaciones, todas las cuales ya estaban en el agua.
—Mientras yo esté aquí no hay ningún peligro, señores míos, porque no tengo ningún deseo de saltar por los aires con las máquinas de este vapor. ¡Dejad sitio a esta señora!
La levantó en sus robustos brazos, pasándola por encima de la batayola y la confió a dos marineros que se encontraban en la plataforma de la escalera.
Hecho esto, el portugués se apoyó en un cabestrante y continuó fumando y supervisando el salvamento.
Los malayos permanecían constantemente a su alrededor, para prestarle ayuda en caso necesario.
Las chalupas, cargadas completamente de pasajeros, se alejaban apresuradamente, intentando alcanzar la isla de Mangorlan, que no distaba más de una quincena de millas hacia levante.
—¿Está listo todo? —gritó Yáñez por el megáfono de la sala de máquinas—. Subid en el acto y encended la mecha.
Un momento después, cuatro hombres ascendieron rápidamente por la escala de hierro y se precipitaron a cubierta.
—¡Rápido, capitán, que ya arde! —dijo uno de los cuatro.
—¡En retirada! —mandó Yáñez.
El yate se encontraba fondeado al lado de la escala de babor y tenía encendidas las calderas. Los treinta malayos y su jefe subieron a bordo.
La sirena lanzó un agudo silbido y la pequeña nave se alejó, pasando entre los praos, que habían ensanchado sus filas.
El gran buque, abandonado a sí mismo, completamente iluminado, se balanceaba sobre las olas lentamente, haciendo chocar las cadenas de las anclas.
Yáñez había hecho detener su yate a quinientos metros y se había instalado a popa para no perderse el espectáculo.
A su lado apareció un viejo malayo, lleno de arrugas y con los cabellos completamente blancos.
—¿Esto es la guerra? —preguntó Yáñez al viejo.
—Empezamos bien, señor. Por mi parte hubiera conservado ese bonito barco.
—¿Y qué otra cosa hubiera podido hacer? En cualquier puerto al que lo hubiera llevado me hubieran arrestado. Por eso prefiero destruirlo completamente. Si quieren, que me acusen los pasajeros: no les temo.
—El peligro solamente puede venir de ese John Foster. Pero nosotros ya estaremos en Varauni mucho antes que él…
Un relámpago cegador partió en aquel momento del buque, seguido de un estruendo ensordecedor.
El barril había estallado y la nave se hundía.
—Arreglemos ahora nuestros asuntos, querido Sambigliong. En este momento no tengo necesidad de la flotilla que has reclutado. Así que, por ahora, puedes ponerla a buen recaudo en la bahía de Ambong. Si las cañoneras inglesas y holandesas la encuentran, no la dejarán tranquila y deseo tener escondidos estos barcos.
—¿Y cómo haréis para transmitirme vuestras órdenes?
—Mandarás a Varauni el prao de Padar, que es el más ligero y el más rápido y el que tiene más aspecto de ser un honrado velero. De Mompracem no te preocupes en este momento. Todavía no ha sonado la hora de tomarla al asalto y, además, será más eficaz ahora la diplomacia que la fuerza.
—¿Y Sandokán?
—Vigila en las fronteras del sultanato con sus dayaks y está listo para cruzar las montañas de Cristal. Pondremos al sultán entre dos fuegos y ya que los ingleses han cometido la tontería de cederle Mompracem, tendrá que vérselas con nosotros. Parte, Sambigliong: tengo prisa por ver Varauni de nuevo, después de tantos años.
Se arrió una chalupa al mar y el viejo fue transbordado al velero mayor.
Los patrones, advertidos de las órdenes dadas por Yáñez, desplegaron todo el velamen de que disponían, pues el viento era favorable, y al cabo de diez minutos se alejaban hacia el septentrión para refugiarse en Ambong.
En aquel lugar sólo había permanecido el prao de Padar, un magnífico velero, largo y esbelto como una falúa, que con una buena brisa podía reírse de las cañoneras-tortuga que Holanda e Inglaterra habían enviado allí para impedir, siempre con escaso éxito, la piratería.
—¡Avante toda! —gritó Yáñez.
El yate saltó sobre las olas como un pura sangre que siente por primera vez la espuela del jinete, y se lanzó hacia el sureste, dejando atrás una soberbia estela fosforescente, en medio de la cual bailaban las bellas medusas, como globos de luz eléctrica.
También se había puesto en marcha el pequeño prao, deslizándose silenciosamente sobre las aguas iluminadas.
—¡Muy bien! —dijo Yáñez, cuando dejó de ser visible la flotilla—. No creía que nuestros asuntos empezasen tan bien. Vamos a conversar un poco con ese querido sir William Hardel. Seguramente estará de pésimo humor: menos mal que tengo té para ofrecerle y se calmará.
Cogió un anteojo y lo apuntó en todas direcciones.
—Nada: la fortuna siempre sonríe a los antiguos piratas de Mompracem. ¡En, cocinero! ¿Está listo el té?
—Sí, señor Yáñez —respondió el cocinero.
—Entonces, sígueme. Vamos a domesticar a John Bull.
Descendió la escalerilla y entró en la cámara, amueblada con muy buen gusto y, atravesando el amplio, espacioso y bien iluminado salón, abrió la puerta de una cabina marcada con el número 3. Dos malayos vigilaban con los parangs en la mano y las carabinas a la espalda, dispuestos a enviar al otro mundo al desgraciado embajador si hubiese intentado la fuga.
—Buenos días, sir William —dijo familiarmente Yáñez.
La respuesta fue un grito de fiera salvaje.
El portugués le miró con fingido asombro.
—¿Han cometido mis hombres alguna descortesía con vos para que os encontréis tan excitado? Hablad y los haré fusilar inmediatamente.
—¡Es a vos a quien yo querría hacer fusilar, canalla!
—Quizá no se han fundido todavía las balas que deben matarme —respondió Yáñez, encogiéndose de hombros—. Vamos, sir William, calmaos y tomad el té conmigo. Un té exquisito, pues yo sólo tomo el que los chinos llaman «pólvora de cañón».
—¡Id al diablo! —gritó el inglés.
—Os calmará los nervios: vos, como todos los ingleses, lo debéis saber mejor que nadie.
—Bebeos vuestro té. Además, no me fío.
—¿Me creeríais capaz de envenenaros?
—Después de lo que habéis hecho, os creo capaz de asesinar a sangre fría a un caballero.
—Vos no me conocéis.
—Hace muchos años que se habla largo y tendido en estos mares de dos audaces bandoleros que se hacen llamar el «Tigre de Malasia» y el «señor Yáñez de Gomera».
—Yo nunca he sido ni el uno ni el otro.
—Sin embargo, yo he oído pronunciar vuestro nombre al capitán del barco y Dios Nuestro Señor me ha dado dos buenas orejas.
Yáñez cogió una silla y se sentó delante de la mesita, en la que humeaba el té, esparciendo un delicioso aroma.
—Sir William, hacedme compañía —rogó el portugués.
El embajador, que aspiraba ávidamente el aroma de la bebida, arrugando de vez en cuando la nariz como un gato irritado, no pudo resistir más la tentación.
—¿Beberéis también vos conmigo? —preguntó.
—Incluso seré el primero en hacerlo, si ello no os desagrada. Así estaréis completamente seguro de que no os voy a envenenar, cosa que nunca se me había ocurrido.
El inglés, que ya no podía esperar más, cogió, a su vez, una silla y se puso frente a Yáñez.
Tomó la taza que le tendía el portugués y la vació de un solo trago, a riesgo de quemarse la garganta.
La bebida china produjo en aquel momento en el embajador el efecto contrario al de calmarle los nervios, porque se irguió de golpe, pegando un terrible puñetazo en la mesa y gritando:
—¡Y ahora me explicaréis qué queréis hacer conmigo, bandido!
Yáñez abrió tranquilamente su pitillera, siempre llena de cigarrillos, y se la tendió al inglés, diciéndole:
—Después del té viene muy bien un buen cigarrillo.
—Probablemente tendrá dentro algún narcótico.
—Escoged a vuestro placer el mío o el vuestro: así estaréis seguro.
—Si fuese católico, os creería el diablo —dijo sir William, después de aspirar unas bocanadas.
—No tengo tal honor —respondió Yáñez, riendo.
—Entonces, explicaos.
—Inmediatamente, señor embajador. Como os he dicho, yo soy un rajah indio y jamás he sido capaz de conseguir ni siquiera un simple cónsul que velase por la marcha de mi estado. Habiendo sabido, por una extraña casualidad, que Inglaterra enviaba nada menos que un embajador a ese imbécil de sultán, os he secuestrado.
—¿Y qué haréis de mí?
—Os conduciré a la India, donde os ofreceré un puesto principesco en mi corte, con doce mil rupias al año. ¿Estáis contento, sir William?
—Creo muy poco en vuestras palabras.
—Entonces, no hablemos más.
—Yo sólo sé que estoy prisionero, cuando debería estar libre.
Yáñez se había levantado.
Por las portillas bien atrancadas entraban las primeras luces del alba.
—Sir William —dijo—, será mejor que reposéis un poco.
Se tocó con la diestra el borde del sombrero, sin que el inglés se dignase responder, y salió de la cabina, mientras los dos malayos tomaban de nuevo su puesto.