Al día siguiente me levanto y me lavo los sobacos que apestan de tanto currar y de tanto darle al chochito ese. Me pongo gayumbos limpios, me siento en la cama y miro el reloj de Mickey Mouse que pillé cuando lo de las movidas con los saqueos. Los negros se morían de risa señalando el reloj. Ahí había teles, loros, pero qué coño, me moló el reloj. Me recordó a Disneylandia. Solo fui una vez, y nada más recuerdo la calle principal y yo que pienso: Esto es lo que hay. Que les den por el culo a ellos con sus risitas burlándose de mi reloj. La mierda esta funciona. El tiempo se mueve, las manecillas se mueven y eso me hace pensar en currar. Dos semanas más de curro y me piro con mi pipa. Y luego, a ver. Va, va, va, va Van Go y se va.
Voy a la mesa y la Niña aún está ahí dándole a los crispis.
—Te gusta esa mierda, ¿no, Niña? —digo.
La mama se da la vuelta.
—Que no hables así cuando tienes a la niña delante, niño.
No le hago ni caso. Me siento y me como los huevos con beicon que me ha echado.
—¿No hay nada de carne? —digo.
—No, es lo que hay —me dice.
Me abro, pienso. ¿Que no hay carne? Mierda. Pero tengo hambre y como.
—¿Te gusta tu trabajo? —pregunta la mama.
—Es un trabajo.
—La Lois dice que esa casa es como una mansión —dice la mama.
—Es que es una mansión, mama —digo—. Está forrado, el puto negro.
—No hables así del señor Dalton —me suelta.
—¿Qué pasa? ¿Que como está forrado no es un negro? ¿Y como yo estoy pelado sí que lo soy?
—Calla, negro —dice.
Ella me mira y yo la miro y nos reímos. Me gusta volver a reírme con la mama. Nos reímos un rato y luego le digo que tengo ir a currar.
—Ok, negro —dice.
Nos reímos otra vez.
Pillo el bus y empieza mi viaje por las colinas. Aún me río con lo que dijo la mama. Me dio tres pavos antes de irme. Me siento y sube una blanca y se pone en frente mío. Parece que va al curro.
—¿Vas al curro? —pregunto.
Dice que sí con la cabeza y mira a otro lado.
—¿Dónde curras? —digo.
—En una tienda —dice sin mirarme.
—¿Cuál?
No dice nada.
—¿Cuál?
Nada.
Me echo para adelante apoyando los codos en las rodillas.
—¿Tienes miedo de que pase un día a saludarte?
Mueve la cabeza.
—Me paso por allí, te digo hola y tu jefe te coge y te dice: ¿Quién es el negro este? ¿Es eso lo que te da miedo?
Se levanta y se va a la parte de atrás del bus.
Una negra vieja que había puesto la antena me mira fijamente.
—¿Y tú qué miras? —le digo.
Mira a otro lado.
Me bajo del bus y camino seix manzanas. Supongo que a los ricachones no les mola que los buses lleguen cerca de sus casas. Puede que lo que no les mole sea el humo. O puede que sea la gente como yo. Mierda, no sé. Subo por la colina, paso delante de esas verjas tan grandes y los jardineros me miran. La mayoría son orientales y me miran mal que te cagas, los putos chinos, y yo pienso en la pipa que voy a pillar y en el palo que le voy a dar al coreano hijoputa.
Subo por el camino de entrada y el Dalton, que sale, me pita desde el coche. Levanto la mano y me siento imbécil por hacerlo. Me meto las manos en los bolsillos. Cuando llego a la puerta, la Lois está ahí mirando su reloj.
—Bueno, no llegas muy tarde —dice.
—No tengo reloj —digo.
—No es mi problema —dice—. Ganas algo de dinero, te compras uno.
—Paso de relojes, no los necesito —le digo—. El tiempo es de los blancos. El tiempo no es mío.
—Tú estás mal del coco, negro —dice.
Yo me río, porque me acuerdo de la mama llamándome negro en casa por la mañana. Yo me río y la Lois se ríe también, pero ella no sabe por qué me río.
—Pasa y ponte a trabajar —dice—. Lo primero, lavas los coches.
Me lleva a la habitación al lado de la cocina.
—Todas las llaves están en este armario. Hay cuatro coches en el garaje grande: los sacas uno a uno y los limpias.
—¿Y cómo se supone que voy a sacarlos? —pregunto.
—Te lo he dicho, coges las llaves de este armario —me dice.
—¿Conduciendo? ¿Es eso? —digo.
—Eres más tonto de lo que pareces —me suelta.
Pienso que voy a cabrearme porque me ha llamado tonto, pero estoy emocionado, voy a conducir los coches, aunque solo sea para sacarlos del garaje. Pillo todas las llaves y salgo afuera. Las puertas están abiertas y ahí están los carros. No sé para qué los quieren lavar. Brillan tanto que podrían dejarme el careto todo ciego. Está el pequeñín este, rojito y a ras de suelo, creo que es un Ferrari todo a lo bien. Me monto, es un puto guante, si el Tito y el Amarillo me vieran el careto ahora…, todo guapo con cuero y todo. Meto la llave y del ruido que mete casi me cago en los pantalones. El motor suena como un puto ejército marchando, pero suave, hermano. Un día tendré uno como éste. Solo que lo quiero negro. Negro sobre negro con una raya roja en medio del puto carro. Meto primera, el tema rueda que da gusto y el corazón me va como el demonio. Babum, babum, babum, el corazón me late. Apago el motor y salgo del carro. Cierro la puerta, me alejo y lo miro, imaginando qué careto tenía cuando estaba sentado al volante.
—Mejor te pones a currar y dejas de soñar, negro —dice la Lois desde la puerta de cristal.
Cojo el cubo y la manguera del cobertizo y enjuago el puto chisme y entonces de la casa sale una zorrita que está rebuena, con su bikini, y quiero morirme. La zorra deja la toalla en una tumbona y se mete en el agua. La miro, pero no desde donde estoy, con el coche no veo una mierda. Camino hasta el seto para mirarla. Me ve que la miro y se da la vuelta. Estoy lejos del coche y me siento imbécil. Mejor vuelvo y me pongo a lavar el coche, pienso. Empiezo a darle jabón al puto carro y oigo a alguien que me llama. Me giro y veo a la zorra en bikini, parada en el seto.
—Eh, tú —dice—. Ven aquí.
Voy allá y estoy un poco cagado y un poco enfadado porque me jode estar cagado.
—¿Cómo te llamas? —Le brillan los ojos.
—Van Go Jenkins, pero mis colegas me llaman Go.
—Go —dice—. Me gusta. Yo soy Penelope, Penelope Dalton. ¿Cuándo te contrató mi padre?
—El otro día —digo.
Y veo que no puedo mirarla a los ojos.
—Bueno, espero que te pague bien —dice—. A veces papá es un poco agarrado.
—Paga bien —digo.
—¿Cuántos años tienes? —dice.
—¿Para qué lo quieres saber? —digo.
—Solo pregunto —dice.
—Vente —digo.
—Yo veintidós —dice—. Acabo de terminar la uni. Standford. ¿Y tú?
—No —digo.
—¿Has terminado el instituto? —dice.
—Mira, tengo que ir a lavar el coche —digo.
Me encuentro mal.
—No pretendía ofenderte —dice—. Y hablamos en otro momento.
—Fijo —le digo.
—Eh, ¿sabes conducir? —me dice.
—Claro que sé conducir —digo.
—Guay —dice—. Ahora vuelvo.
Voy terminando de limpiar el carro y voy pensando que qué coño estará pensando la zorra esta. Me pongo muy nervioso, esperando y dándole al coco. Aclaro el jabón del carro y me siento en el parachoques.
La Lois grita desde la casa:
—¿Qué estás haciendo? ¿Te pagamos para que te sientes?
—La hija del señor Dalton me ha dicho que la espere aquí —digo.
—¿Y por qué te lo ha dicho?
—No sé —digo.
—Ten cuidado, chico —me dice.
—¿Por qué dices eso, abuela? —le digo—. Yo a ti no te controlo.
—Ya puedes empezar a controlarte tú —me dice.
Penelope sale afuera. Lleva unos pantalones cortos apretados que parecen más unas bragas que otra cosa.
—¿Adónde crees que vas? —le suelta la Lois con malas pulgas.
Penelope sonríe fría como un puto cubito.
—Voy a… —Se para y me mira—. ¿Cómo te llamas?
—Van Go.
—Eso —dice—. Voy a llevarte de chófer para ir de compras.
—Señor, apiádate de nosotros —dice la Lois.
—Seguro que se apiada —dice Penelope.
La Lois me mira muy, muy mal y me dice:
—Tú vete con ojo.
Y pienso: «Mierda, no soy un perro». Yo también la miro mal y me subo al coche. Penelope me da una sorpresa, se sienta delante conmigo. Estoy sudando a lo bien, hermano.
—Conduce —dice.
—Así de fácil —digo.
—Así de fácil —dice—. Vamos, Van.
Nadie me llama Van. Todos me llaman Go todo el rato. Pero yo no digo nada. Casi hasta me gusta que me llame Van.
—¿Adónde quieres que te lleve?
—Llévame a Rose’s. Está en Santa Mónica. Conduce. Ya te diré cuándo tienes que girar y hacia dónde.
Esto lo dice despacio y me pone nervioso pensar qué querrá decir, porque sé que es importante.
Llegamos a un restaurante todo fino que está que revienta. Zorras rubias con gafas de sol y blanquitos con camisetas marcando tableta. Pero Penelope no quiere entrar, solo quiere recoger a un negrito cagón que esperaba afuera. Se baja del coche y abraza al chico y se sientan atrás.
—Vamos, Van, vamos —dice.
—¿Adónde? —digo.
—Vamos a tu barrio.
La miro por el retrovisor. Luego miro al negrito, con su camisa de seda y sus gafitas colgadas al cuello.
—Queremos ver dónde vives —dice ella.
—Sí, hermano —dice él.
—Van, Roger. Roger, Van. Trabaja para mi padre.
—Cojonudo, hermano —dice Roger—. Llévanos al barrio, echamos unos tiros, pillamos algo de hierba y comemos pollo.
Se mueren de risa.
—Vamos, Van —dice Penelope.
—No sé. Éste es el carro de tu padre —le digo.
—Éste es mi coche, Van —me dice—. En marcha.
Penelope se echa para atrás y me mira a los ojos por el retrovisor.
—¿Te cae bien mi padre? —pregunta.
—Supongo —le digo—. Me ha contratado.
—Mete mucho dinero en el barrio —me dice.
—No lo pillo.
—Que hace préstamos y echa algún cable en temas de asistencia legal —dice.
Roger se muere de risa.
—Que es un ursurero y un buitre, vamos.
Venga a reír los dos, y Penelope dice:
—Ten cuidado con lo que dices. Van se puede chivar.
Estoy que echo humo. ¿Se están riendo de mi? ¿Estos putos mierdas riéndose de mí? Me gustaría parar el coche y reventarlos a lo bien. Ese Roger hijoputa, que va de guay y guapetón. No tiene ni puta idea. Es un comemierda, nada más, tendría que pegarle un buen tajo.
—¿Vives por aquí, Van? —pregunta Roger—. ¿Qué es esto, Compton?
No digo nada. Solo miro por el retrovisor. Miran por la ventanilla como si estuviéramos en el zoo. Como si estuvieran en la puta Disneylandia, en un puto submarino. Los negros de la calle me miran, yo llevo el carro y pienso de puta madre, pero luego pienso que voy solo en la parte de alante y dos mamahuevos en la parte de atrás y parezco un puto chófer pringado.
Penelope se acerca y me pone la mano en el hombro.
—Llévanos a algún sitio pintoresco para comer —dice.
Con su mano en el hombro me tranquilizo un poco.
—¿Qué quieres comer? —le pregunto.
—Algo guay. Costillas o algo así.
—Eh, Van —dice Roger—, ¿has terminado el instituto?
No digo nada.
—No pasa nada por no terminar. De todos modos, no hay trabajo.
Roger mira por la ventanilla.
—Pensaba que aquí las casas no tenían patio.
—¿Qué te esperabas? —le digo.
—No sé, pocilgas y eso.
—Son personas, igual que tú y que yo —dice Penelope mirándome por el retrovisor—. Estoy segura de que papi te ayudaría a conseguir una beca para la universidad —me dice.
—¿Beca de qué clase? —digo.
—No sé, eres una persona desfavorecida, eso juega a tu favor.
Roger se ríe.
—¿Eres rápido corriendo? —pregunta—. Si eres rápido, puedes hacer atletismo. ¿Juegas al baloncesto?
—Sí, la sobo bien —digo.
—Ya está: una beca de baloncesto.
Roger pone cara de listillo. Lo miro por el retrovisor, pero él no mira.
Empiezo a preocuparme, que el Amarillo y el Tito no me vean. Decido llevarles a un sitio de costillas a dos manzanas de aquí. Sé que el Tito y el Amarillo no estarán ahí, porque al Tito le echaron por meterle mano a la camarera. Pero cuando aparcamos enfrente ya no tengo ganas de entrar. No quiero que nadie me vea por ahí con estos desgraciados.
Penelope y Roger se bajan, y yo me quedo dentro.
—¿No tienes hambre? —pregunta Penelope.
—No, paso de comer —digo.
—Invitamos nosotros —dice el surnormal de Roger.
—Alguien tiene que vigilar el coche —digo.
—Vamos —dice Penelope—. No te preocupes por el coche. Está asegurado. Es solo un coche. Vamos.
Me han pillado. Me siento como si fuera un animalito al que habrían recogido en alguna puta carretera a tomar porculo. Estoy muy rallado, pero tienen pasta, y ahora entiendo lo importante que es la pasta. El señor Dalton tiene toda la pasta del mundo. Y yo no tengo una mierda. No quiero entrar, pero entro. Me pregunto por qué están tan interesados en mí y por qué son así de amables. El sol brilla y estoy como atrapado en una red de luz. Les sigo y entro en este sitio que se llama Ernie’s Kitchen.
Un tío que conozco me saluda desde el otro lado del local, pero se queda mirando a Penelope y a Roger. Luego veo a la Cleona que me mira fijamente desde la otra punta. Sigue enfadada conmigo, pero tiene curiosidad. Saluda.
—¿La conoces? —me pregunta Penelope mientras nos sentamos a la mesa.
—Pues claro que la conoce —dice Roger—. Probablemente aquí conocerá a todo el mundo, ¿no, Van?
No digo nada.
—Dile que venga con nosotros —dice Penelope.
—Está en la otra punta —digo.
La camarera nos trae pollo y cerveza y empezamos a comer.
—Esta mierda está legal a lo bien, hermano —dice Roger. Me mira—. ¿Lo he dicho bien? —pregunta.
—Sí, lo decimos así —le digo.
Ellos siguen comiendo, pero yo no puedo.
—Come —me dice Penelope.
—No tengo hambre —le digo.
—¿Quieres más cerveza? —dice Roger.
—Sí —digo, y veo que vuelve a llenarme el vaso.
—¿A qué se dedica tu padre? —me pregunta Penelope.
—No tengo padre —digo.
—¿Murió? —dice ella.
—Nació muerto —digo.
—¿Y tu madre? —pregunta Roger—. ¿Está viva?
—Sí, está viva —les digo—. Es una esclava.
Penelope y Roger se miran y venga a reír. Todo el mundo se gira para mirarlos.
—Eres la bomba —me dice Penelope—. Una esclava —repite—. Qué grande.
—Dime, Van —empieza Roger—, ¿tienes novia?
Le miro y me río.
—Coño, tio, tengo cuatro niños.
Penelope mira a Roger y él la mira a ella y se mean de risa.
—Me estás tomando el pelo —dice Penelope—. ¿Cuatro niños? ¿Estás casado?
—¿Tú de qué vas? —digo.
—¿No estás casado y una mujer tiene cuatro hijos tuyos? —pregunta Roger.
—No —digo—. Son de mujeres distintas.
Se miran y Roger hace que silba pero sin silbar. Luego me miran a mí.
—¿Qué coño miráis? —digo.
—Oh, nada —dice Penelope—. Cuatro hijos. ¿Y vas a verlos?
—Pues claro que voy a ver a mis niños —digo, y empiezo a comer pollo.
Muerdo un muslo como si fuera el último cacho de carne en la tierra. La grasa se me queda en todo el morro. Bebo cerveza. Me limpio la cara con la manga.
—Ha estado muy bien, Van —dice Penelope—. Gracias por traernos aquí.
Se sientan en los asientos de atrás y yo conduzco como un surnormal. Los saco del barrio pero ni se enteran porque están atrás bebiendo de una petaca. Roger me ofrece y digo que no, él pega un buen trago y se ríe de mí.
Quiero parar el coche, sacar al mingafría este y meterle una paliza, pero no lo hago y me doy cuenta de que su dinero me asusta y entonces me entran ganas de gomitar.
Me dicen que los lleve al centro y Roger dice que conoce una esquina donde puede pillar algo de hierba y Penelope dice cojonudo. Y yo conduzco. Estamos en Union. Me apoyo en el coche mientras el Tío Gilito y Verónica compran su bolsita cuando veo llegar un Jeep. Mierda, como que es el del Jeep y trae un coleguita. Aparcan alante y salen todo deprisa y pienso: «Mierda puta», y ahí vamos.
—Mira, mira —dice el del Jeep.
—Que te den porculo —digo.
Y como sé por qué ha parado, voy y le meto un puño. ¡Bam! Le sale sangre del ojo, disparada, como si fuera un bicho. Qué bien me deja ese puñetazo. De puta madre. Tan bien que cuando el coleguita del del Jeep me atiza en el pecho casi ni me entero. Me levanto y le meto con la rodilla en los huevos y él se dobla. Pero no le quiero a él. Quiero al del Jeep. Le meto otro puño en la jeta y noto cómo se ablanda bajo mis nudillos, igual que el pan, o yo qué sé. ¡Bam! Tengo sangre en el puño y él se abre. Uno que ya no dará porculo durante un buen rato. Ella se gira y Roger la abraza.
—Querían reventarme entre los dos —digo.
—Vamos —dice Roger.
Nos metemos en el coche y arranco. Tengo el puño ensangrentado y el corazón me late rápido y me siento de puta madre. A lo bien.
—Entonces, ¿habéis pillado para fumar? —pregunto.
—Sí —dice Roger.
—Venga, enciéndelo, negro —digo.
Miro a Roger en el espejo y en la cara le veo que nunca le habían llamado negro antes.
—No quería decir nada. Yo también soy un negro —digo.
Se lía un peta mientras Penelope se cepilla la petaca. Está borracha como una cuba. Fumamos y yo conduzco.
—¿Te has pegado alguna vez en una pelea? —le digo.
—En una de verdad, no —dice.
—¿Cómo que en una de verdad no? —digo.
—Soy cinturón negro de kung-fu, pero nunca me he pegado en una pelea.
Levanto el puño y le enseño la sangre seca de los nudillos.
—Éste es mi cinturón negro.
Penelope deja escapar una carcajada de borracha.
—¿Os colocáis así cada día? —pregunto.
Pero no me contestan. Penelope está fuera de combate y Roger le está sobando las tetas.
—Eh, Roger —digo.
—¿Qué?
—Tengo que volver. Te dejo aquí —digo.
Paro y le miro a los ojos. Está demasiado hecho mierda para protestar. Mira a Penelope.
—La llevaré a casa —digo.
—Vale —dice.
Se baja y deja caer a Penelope sobre el asiento. Se queda mirando mientras arranco.
Es casi de noche cuando llego a casa de Penelope para dejarla allí. Hay algunas luces encendidas pero se está de tranqui. Penelope está y no está, diciendo chorradas sin parar y no tengo ni puta idea de lo que suelta. La saco del carro, pero no se tiene en pie. La cojo y la llevo hasta la puerta principal con el corazón que me va a mil. Pum pum pum pum pum, así me va en el pecho, que parece que revienta. Pum pum pum pum pum. Luego la zorra empieza a cantar y le digo que cierre la puta boca. Me mira como diciendo quién cojones eres para decir que me calle.
—Baila, baila, siente la música, canta…
—Por favor, Penelope, no metas bulla. No quieres movidas, ¿verdad?
Me mira y se lleva el dedo a los labios y hace chsss. Mira hacia la casa.
—No me lleves dentro. Vamos por la parte de atrás, a la casita de la piscina.
—Vale —le digo.
Hago lo que me pide y casi tengo que arrastrarla dando una vuelta alrededor de la casa hacia la piscina. Las luces de dentro de la casa se reflejan en el agua. Un surtidor o algo parecido hace un ruido asqueroso. Abro la puerta de la casa del convertizo y pongo a Penelope en una de las tungonas. Miro cómo su cuerpo se hunde en el cojín. La miro y noto que lo siento todo como enmarañado. Quiero ser como ella. La odio. Odio su dinero. Odio a su padre. Odio la forma en que me mira, como si no tuviera ni puta idea de nada. Pero está buena, mierda. Hay algo en ella que es blanco y la odio. Está buena, buenísima, mierda. La camisa se le abre un poco y casi le veo la teta. Tiene buena pinta, sí, señor. Meto la mano por dentro y toco esa tetita. Como puta seda. Aprieto el pezoncito y gime y no creo que sepa que soy yo. Oigo un ruido chof, chof. Miro y veo que viene alguien.
—¿Penelope? —Se oye la voz de una mujer—. ¿Penelope? ¿Eres tú?
Al lado de la picina hay una mujer. Mierda, pienso. Estoy aquí metido con esta zorra colocada. Éstos me meten en el trullo, fijo. Penelope hace un ruido. La mujer lo oye y viene hacia la puerta de la casita.
—¿Penelope? —dice.
Pero meto el morro en toda la boca de Penelope, así no dirá nada. Escondido con Penelope, veo a la mujer esta con un bastón blanco. Mierda, es ciega. Casi se me escapa la risa. Pero todavía tengo la boca pegada a la de Penelope, que ahora me besa. No tiene ni puta idea de quién soy. La puta ciega se gira y camina hacia la casa. Y yo también. Penelope me llama Roger y pienso que me la suda quién coño crea que soy, voy a repasármela. A lo bien. Y me la repaso. Ese culo huesudo suyo no vale para nada, pero me da igual. La abro de piernas y se la meto. Y se la vuelvo a meter. Quiero despertarla y decirle que su chochito no vale para nada, pero está dormida. Dormiendo como en el cuento. Pero con un puto beso no se despierta.