Voy al almacén y el viejo Freddie está sentado en el muelle fumando, y cuando me ve llegar empieza a menear la cabeza. Se da la vuelta, mira el almacén y luego me mira a mí otra vez.
—¿Qué? —le digo.
—Ni te molestes —me dice.
—¿Que ni me moleste en qué? —le digo.
—Que ni te molestes en asomar la jeta —me dice—. «¿Dónde está ese inútil de Jenkins?», me ha dicho Reynolds hará una hora, y luego me ha dicho: «Si lo ves, dile que ya puede ir desfilando calle abajo», eso me ha dicho.
—¿Qué? ¿Me ha despedido?
—Eres mucho más despierto de lo que dicen por ahí —suelta.
—Ese blanco de mierda no me puede despedir —digo.
—Pues ese blanco de mierda te ha despedido, hermano —dice Freddy.
—Voy a hablar con él —digo, y entro al almacén.
—Allá tú —me dice.
—Y todo porque llego tarde —digo.
Freddie se ríe.
—Tres días tarde, negrito.
Entro en el almacén y en la puta radio ya está esa mierda de country dando porculo. Reynolds está encima de una carretilla hablando con ese negro gigante que siempre le chupa el culo. Reynolds se pasa el día «Big Jim, esto»; «Big Jim, lo otro»; «Big Jim, chúpame la polla». Reynolds levanta los ojos y me ve que me acerco.
—Freddie dice que me has despedido —digo.
—Freddie te ha dicho la verdad —dice.
—¿Y eso?
—Porque llevo tres malditos días sin verte —me dice.
—Estaba ocupado —digo.
—Pues ya no lo estás —dice—. Aquí ya no, al menos.
Lo miro y me entran ganas de pegarle, pero el puto Tío Tom ese se baja de la carretilla, todo grande, y se queda a su lado. Miro a Big Jim.
—¿Y tú aquí qué pintas, esclavo? —le digo.
Big Jim hace como que quiere pegarme, pero Reynolds lo para.
—No le hagas daño al chico, Big Jim. —Y luego me dice a mí—: Ahora mueve el culo antes de que deje que Big Jim se encargue de ti a su manera.
Miro las manos gigantes de Big Jim, dos bolas formando dos puños así de grandes, y ya no digo nada más. Doy media vuelta y echo a andar para alejarme de esos pobres malparidos.
Tiro para la dirección que mi mama me ha dado, a la casa de ese hombre, el del curro. Supongo que puedo currar un par de días y sacarme pasta para la pipa y luego dar un buen palo. Y viajar a México, quién sabe, y pillar chochito chimichanga del bueno.
La casa está en una colina y tiene una de esas entradas con rotonda y todo. Que es una casa grande, vamos, y tiene un par de coches bien guapos. Uno es un BMW descapotable muy guapo, rojo con el techo blanco. No tiene ni una mota de polvo, el cabrón. En la matrícula pone COOL. Voy hacia la puerta de entrada, pero antes de que encuentre el timbre para llamar, la puerta se abre y veo a un hermano con camisa rosa y pantalones caqui.
—¿Puedo ayudarle? —dice.
—Sí, estoy buscando al señor Dalton —digo.
—Yo soy el señor Dalton —dice.
Me quedo un poco así. Esperaba que el cabrón fuera blanco y es más negro que yo. No sé qué decir.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo? —me pregunta.
—He venido por lo del trabajo —digo.
Entonces aparece una gorda detrás suya. También es negra, pero va vestida como las criadas de las películas.
—¿Eres el chico de Sadie Jenkins? —pregunta.
—Sí —digo.
—Señor Dalton, éste es el hijo de mi amiga Sadie. Ya le he hablado de él. Usted dijo que podía llamar a alguien para que limpiara la piscina y cortara el césped cuando Felipe no viene.
—Lo recuerdo, Lois —dice él. Me mira y me tiende la mano. Me da un apretón y luego dice—: Lois se encargará de ti. Yo tengo que irme. Volveré tarde, Lois, no me esperes para la cena.
—Sí señor, señor Dalton —dice la Lois.
La Lois y yo nos quedamos mirando cómo el Dalton se aleja en ese Mercedes tan guapo. Entonces la Lois se vuelve hacia mí con la cara toda cambiada, ahora se la ve enfadada.
—Sadie me ha hablado de ti —me dice—. Aquí tienes una oportunidad, chico. El señor Dalton puede ayudarte. Tu mama es amiga mía, si tienes esta oportunidad es por eso, ¿entiendes?
Continuo alucinando con la casa y con lo de que Dalton sea negro.
—¿Me oyes, chico? Te llamas Van, ¿verdad?
—Me llaman Go —digo.
—Entra en la casa, Van. —Me lleva dentro y cierra la puerta—. A la que la fastidies, te pongo en la calle, chico —me dice.
—¿Por qué tenemos que empezar así? —le pregunto.
Para y menea la cabeza.
—Vale. Tu mama es amiga mía. ¿Quieres el trabajo?
—No sé de qué va —digo.
—De barrer, recortar los setos y el césped y lavar coches —me dice—. ¿Sabes hacerlo?
Miro por la casa, esos muebles tan de puta madre y los cuadros y los jarrones, y pienso en la pipa que me pillaré con la pasta que gane. Entonces volveré y me llevaré toda esta mierda.
—Sí que sé —digo.
—No me vengas con que vas a trabajar si luego no vas a trabajar —me dice—. Que no estoy para líos, chico. Al primer lío, a la calle. Que te quede esto bien claro.
—Tú tranquila, reina —le digo muy simpático para ir trabajándomela.
—¿Qué te crees? Que siendo tonta una no llega a mi edad —me dice—. O me respetas o ya puedes ir desfilando colina abajo.
—Vale —le digo.
—Ahora ve a bañarte antes de empezar a trabajar —me dice apartando la cara.
—Si trabajando voy a terminar sudando y cantando que no veas —le digo.
—Tienes que presentarte aquí limpio, ¿entendido?
Muevo la cabeza. Sí.
—¿Quieres que vaya a casa y me lave?
—No te hagas el gracioso —me dice—. Ahora acompáñame a la parte de atrás, que te enseñaré lo que puedes ir haciendo.
Andamos por esa casa tan guapa y yo no me lo puedo creer. Atravesamos una habitación que es como para ir de fiesta, con una barra, y pienso que volveré a pasarme por ahí. Luego, por una puerta con cristales de esas, salimos fuera. La picina es gigante, tío. Y tiene el fondo con un dibujo pintado, y el agua se ve toda limpia y azul. Hay bancos y sillas por todas partes, es como un parque guapísimo.
La Lois me da una escoba.
—Barre todo lo que no sea suelo de tierra —me dice—. Y con el recogedor lo echas a la bolsa de plástico. Las bolsas están en el cobertizo ese.
—¿Quieres que meta el polvo del jardín en una bolsa? —le pregunto.
No dice nada, solo me mira.
—Qué tontería. ¿No puedo barrerla y echarla en la tierra y ya está?
—Tú haz lo que te digo, chico —me dice.
—Vale.
Lo barro todo. Luego paso el rastrillo por el patio. Luego la muy zorra me dice que fregue el suelo de la caseta de la picina. Si antes no cantaba, ahora canto pero fijo, hermano. La Lois le echa un vistazo a lo que he hecho y con la cabeza dice que sí, pero no sonríe. Solo me dice que nos veremos mañana y luego vuelve a entrar en la casa con su culo gordo.
Me voy a los billares, decido, a ver en qué andan el Tito y el Amarillo, qué estarán haciendo, que el Tito me invite a un taco. Cuando llego allí, el Amarillo y el Tito ya están a mitad de partida.
—¿Dónde has estado, mandinga? —pregunta el Tito.
—Trabajando, hermano.
—Nah, no estabas trabajando —dice el Tito.
El Amarillo se echa a reír.
El Tito tira y levanta la cabeza.
—Sé que no has estado trabajando porque he ido a buscarte al almacén y me han dicho que te habían echado a la calle.
—Sí, pero he estado trabajando igual —digo.
—¿Dónde? —me pregunta el Amarillo.
—En West Holly —digo.
Cojo un taco de la taquera y rodeo la mesa. Tiro.
—Eh, que estaba a mitad de partida —dice el Amarillo.
—Ibas a perder igual —le digo.
—¿Y qué coño vas a hacer tú por ahí? —me pregunta el Tito.
—Mejor no preguntes —le digo.
—El negro se avergüenza de lo que hace.
El Amarillo se parte de risa.
—Trabajo en la casa de un rico —digo.
—¿Haciendo qué? —pregunta el Tito.
—Barriendo —digo. Susurro, casi.
—¿Que qué? —dice el Tito.
—Barriendo —digo, y los dos se descojonan—. Que os den porculo a los dos.
—¿Barriendo el qué? —pregunta el Amarillo.
—La piscina y todo —le digo—. ¿Ya estás contento?
—¿Qué pasa? ¿Que ahora eres el criado de un blanquito? —pregunta el Tito. Se mete un pitillo entre los labios.
El Gordo nos grita:
—¡Aquí no se puede fumar!
—¿Está encendido el hijoputa o qué? —contesta el Tito a gritos.
—Tú asegúrate de que no se encienda —dice el Gordo. Luego, más hablando solo que otra cosa—: Me importa un huevo lo que hagáis fuera, pero y una mierda que os voy a dejar fumar en mi local.
—Cállate la boca, viejo —dice el Tito.
—No soy ningún criado —digo—. Y el tío no es ningún blanquito. —Meneo la cabeza—. Me echan a la puta calle, ¿vale?, y voy a ver qué tal el curro que me ha dicho la vieja. Solo quiero sacarme unos dólares para pillar una pipa. Bueno, que llego ahí y el tío es más negro que yo. Y la casa, tío, vaya casa, hermano, de puta madre. Cuadros en las paredes, un benz, un bemeuve. Yo no me lo creía, hermano.
—¿Y a qué se dedica el negro? —pregunta el Tito.
Lo miro.
—Que cómo se ha hecho rico.
—No lo sé, pero el cabronazo está forrado. La picina es más grande que tu puta casa —digo.
—Traficante —dice el Amarillo.
—No lo creo —digo—. No tenía pinta de traficante.
—Entonces, abogado, fijo —dice el Amarillo.
—Achántala ya, Amarillo —corta el Tito—. Quiero que me hagas una lista —me dice—. Quiero saber qué tiene en esa casa.
—No voy a hacerte ninguna puta lista —le digo.
—Pensaba que éramos colegas —me dice.
—Es que eso no tiene nada que ver con nada —digo—. Voy a sacarme mi pasta y pillarme mi pipa y luego me largo de aquí.
—Mira, negro, tú vas allí —dice el Tito—. Te sacas tu pasta y te pillas la pipa y luego tú y yo volvemos con la lista que me harás, le robamos al hijoputa y nos abrimos.
Me río.
—¿Y cómo vas a salir corriendo con un cuadro grande que te cagas debajo del brazo? —pregunto—. Voy a robar al coreano hijoputa y luego robo un banco. Con la pasta puedo correr, me la puedo gastar, la pasta. Pero el cuadro, ¿cómo voy a gastármelo?
—El cuadro lo vendemos, Kunta Kinte —dice el Tito. Al Amarillo se le escapa una carcajada y el Tito lo mira mal—. Lo colocamos fijo.
—¿Y a quién le vas a endilgar un cuadro en el puto gueto, mandinga? —le pregunto.
—El negro tiene razón —dice el Amarillo.
—Cállate, Amarillo —dice el Tito—. ¿Qué daño te va a hacer pasarme la lista? —me pregunta.
—Vale, mierda —digo—. Me pensaré lo de la puta lista.
—¿Ves? Te dije que éramos colegas —dice el Tito.
Vuelvo a tirar.
—Como somos tan colegas, invítame a comer algo ahí enfrente —le digo.
—Vale —me dice.
El Tito me invita a un burrito de los de la furgoneta de Sammy. Sammy es ciego, pero sabe distinguir los de uno de los de cinco. Nadie sabe cómo lo hace, pero acierta siempre. Nos quedamos ahí, comiendo, cuando se acerca una zorrita. Lleva unos shorts cortos y la carne del culo se le sale un poco.
—¡Vaya grupa tiene la nena! —me dice el Amarillo bajito.
No le presto atención. Yo miro a la zorrita y la zorrita me mira a mí y echo a andar para alcanzarla en la esquina.
—Eh, nena —le digo.
—Eh, nena, tú —me responde.
—No te he visto nunca por aquí —le digo.
—No he estado nunca por aquí —me dice.
—Barrio peligroso —le digo.
Me mira de arriba abajo y me dice:
—Ya.
—Si te pones así… —le digo.
—No me pongo de ninguna manera —me dice.
Me doy cuenta de lo que canto y le digo:
—Acabo de salir del curro. No voy por ahí apestando así.
Se echa a reír y yo me río con ella.
—¿Cómo te llamas, nena? —le digo.
—Me llamo Kesrah —me dice.
Meneo la cabeza, pienso en su nombre.
—Yo soy Go —le digo—. ¿Adónde vas, Kesrah?
—A casa —me dice.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunto.
—¿Y a ti qué? —me dice.
—¿Está tu mama en casa?
Mueve la cabeza.
—Te decía que el barrio es muy malo. Será mejor que te acompañe a casa. ¿Te vale?
—Me vale.
El Tito, a gritos:
—¡Mucho ojo, chocolatina! ¡Que ésta tiene unos catorce a lo más!
Yo y Kesrah ya estamos cruzando la calle.
—¿Tienes catorce, nena?
—Puede —me dice—. ¿Y a ti qué?
—A mí, nada —le digo.
Mientras vamos andando a su casa miro a Kesrah. Es menuda, pero tiene unas buenas tetas. Es baja, un poco como gordita, pero en su casa la pillaré por detrás y haremos el perrito, voy a hacer que la muy zorra ladre como una perra. Eso es lo que haré.
Y voy a hacer el bebé número cinco.
—¿Tienes niños? —le pregunto.
—No —dice.
—¿Ya has estado con algún hombre? —le pregunto.
—Claro que sí.
—Entonces es que no lo habéis hecho bien. ¿Tú quieres un bebé?
—Sí. Como que lo quiere todo el mundo, un bebé.
—Pues yo te voy a dar uno —le digo.