Cuando entro en casa veo que la vieja acaba de llegar. Había salido a comprar comida con la Niña. Miro la bolsa que está en la mesa y me dice que me largue.
—Tengo hambre —digo.
—Ahora no estoy para tonterías, niño. Tengo que haceros la cena y luego tengo que ir a casa de mi hermana.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Porque el inútil de su marido ha vuelto a pegarle —dice.
—Tendría que pegarle un tiro en el culo —digo.
—No quiero que uses ese lenguaje en casa, niño —me dice.
Me echo a reír.
—No estoy de broma, Van. Y tampoco quiero que te juntes con ese Tito. Ese chico es un mala pieza.
Menea la cabeza de ese modo que me pone de los putos nervios.
—El Tito es guay —digo.
—El Tito es un asqueroso —dice la Niña.
—Cierra la puta boca —le digo.
La mama cierra de un golpe la puerta del armario que tiene delante y me mira con fuego en los ojos.
—¿Qué has dicho? —pregunta—. Sé que no te he oído bien. No me obligues a darte unos azotes.
—Sí, vale. Tú también puedes cerrar la puta boca —le digo, y la miro a los ojos fijamente.
Porque odio a mi mama y quiero a mi mama. La miro a los ojos fijamente, y ahora lo que ella ve es un hombre.
—Ya me has oído, vieja —le digo—. Ya has oído lo que te he dicho. Y no te creas que puedes ir mandándome.
—Apiádate de mí, Señor —dice.
Está que muerde, lo que quiere es agarrar una sartén y darme en todo el coco, lo noto. Pero se queda meneando la cabeza un rato y ya está.
—Es que no me lo creo —dice.
—Pues créetelo, zorra.
Quiero a mi mama. Odio a mi mama.
—Van —protesta la Niña.
—Me voy a la otra habitación —digo—. Cuando esté listo el papeo, avisa.
Y entro en el salón. Desde ahí oigo a la mama llorando y a la Niña consolándola.
Enciendo la tele y me echo en el sofá y pienso en lo incómodo que es el hijoputa. Quiero un sofá como el de la Cleona y su vieja. Que le den porculo a la Cleona, puta desgraciada. Con los aires que se da, ahí, con ese negrito rico. Pero bien que la pillé y se la metí y le llené de leche el puto sofá.
Miro los dibujos animados y luego voy cambiando de canal hasta que llego a los Power Rangers y miro la mierda esa un rato. Luego me sale el show de Snookie Cane, a mil por hora habla la gorda cabrona. La veo ahí, con esa pandilla de perdedores, y pienso: Mierda, yo también podría salir en la tele. La mierda esta la graban en Burbank, y a los hijoputas les pagan por salir. Y los del público, qué, que siempre tienen algo que decir, siempre dando consejos.
La mama me llama a la cocina y yo voy y me siento a la mesa. Miro el plato.
—¿Y esta mierda qué es? —digo.
—Espaguetis de sobre —dice la Niña—. Lo he abierto yo, he ayudado.
—Pues vuelve a ayudar, coge esta mierda y tírala al váter.
—¡Ya no más! Míralo, el listillo, el que se huele los meados, el negrito —dice la mama, y pilla un pedazo cuchillo.
La Niña corre hacia la mama gritando.
—¡Por favor! ¡Por favor! No rajes al Van, mama. ¡Por favor, no lo rajes!
—Que me raje, tú déjala —digo—. Que le pondré el culo morado.
—¡Aparta, Tardreece! —dice la mama.
—¡No, mama! ¡No, mama! —grita la Niña.
—Me abro —digo, y tumbo una silla—. Comeros esta mierda, que vais a terminar metiendo más bulto que la puta casa. Total, a mí me la suda.
Salgo dando un portazo.
Me quedo en la calle. Es de noche. Pasa un helicótero de la policía y con las luces enfoca un patio y yo pienso: Va, enfócame a mí, venga, hijoputa. Enfócame para que pueda ver dónde coño estoy. Luego pienso en mi mama. La odio. La quiero. Y mi papi, ¿qué?, que no sé ni dónde está. Estará en el trullo o cuidando a su rebaño de putitas. Y yo qué sé, mierda. No sé dónde coño estará, pero donde esté, lo odio. Camino por la calle y me pongo a hacer de Forrest Gump, el desgraciado. No he visto la peli, pero he visto los anuncios y es como si habría visto la peli, cómo corre, ahí, chocándose con todo el mundo para el touchdown, y cómo se sienta en el banco hablando de los bombones.
—¡Estoy aquí, América! —le grito al helicótero que se larga—. ¡Ábreme! ¡Nunca sabes lo que te va a tocar!
Odio a mi papi.
Cruzo la calle para ir a la cancha y veo al negrito del Jeep parado delante del semáforo. Me acerco y me planto delante de los faros. El negrito me mira a lo y aquí qué coño pasa y luego me reconoce y sonríe. Yo le sonrío y no me muevo. Le da al acelerador un par de veces.
—¿Y tú qué buscas, mamarrabos? —me pregunta.
—Te busco a ti, negrito —digo.
—¿Qué te pasa, que quieres mamarme el palo, marica?
Mira al negro que tiene sentado al lado y los dos se parten de risa.
—Eso, sácatelo para que te lo pueda ver —le digo.
—Aparta, mamarrabos —dice.
—Bájate del coche.
—No tengo tiempo para andar por ahí jodiendo. —Y vuelve a pisar el acelerador.
No me aparto.
—Te voy a comer con patatas.
Trata de rodearme con el coche y yo sigo plantado delante suya.
—¡Que te apartes, negro!
—Apártame tú, hijoputa.
Llega un coche por detrás del Jeep y pita. El negrito del Jeep pita. El coche de atrás pasa por al lado y tira. El del Jeep se baja y el amigo también se baja.
—¿Qué problema tienes, negrito? —pregunta el del Jeep.
Camino hasta donde está.
—Tú eres mi puto problema —le suelto en toda la cara.
Mira a su amigo, que viene por detrás suya. Los tíos que estaban jugando en la cancha se acercan a la reja y se ponen a mirar. Entonces le doy en el estómago, rápido, y se encoge. El amigo viene corriendo y le pego una patada en todos los huevos y se cae de rodillas y lo dejo ahí tirado porque a mí qué, me la suda. Vuelvo al del Jeep y le pego un puñetazo en toda la cara y él también se cae de rodillas. ¡Bam! ¡Bam! Lo pego dos puñetazos más y la nariz le estalla, tiene toda la cara roja. Ahora le miro los ojos y bam, bam, se los dejo bien guapos. Los negros de la cancha gritan algo que yo no oigo. Rodeo al negrito. Está echado en el suelo, poniendo la calle toda roja perdida.
—¿Qué, te gusta, cabrón? —digo—. Ya no volverás a meter las narices en mis cosas, ¿verdad? ¿Dejarás a la Cleona en paz?
No dice nada.
Y le pego una patada en las costillas y se pone a escupir sangre.
—Te he hecho una pregunta, negrito. ¿Vas a dejar a la zorra esa en paz?
Dice algo, pero con la boca toda llena de sangre no lo entiendo. Luego oigo las palas del helicótero de la policía y corro.
Voy a casa y me meto en la cama sin desnudarme y los nudillos me duelen que te cagas. Miro el techo con la pintura todo desconchada, y pienso en mis niños. Odio a mis niños. Quiero a mis niños. Odio a mis niños. Quiero a mis niños. Odio…
Duermo y sueño con una isla de esas que hay en los mares donde están las islas. Todo lleno de tías buenas, las zorras, qué culo, y no llevan nada, solo unas tiritas a media teta. Pienso en lo buenas que están, las guarras, y en que me las voy a tirar a todas y me pongo a contar los niños que les haré y a pensar nombres para esos niños. Se llamarán Avarisha, Baniqua, Clitoria, Dashone, Equisha, Fantasy, Galinica, Warrona, Yomemi, Jamika, Klauss, Latishanique, Mystery, Negrina, Oprah, Pastisha, Quinquisha, R’nee’nee, Chupona, Melona, Uniqua, Vaselino, Vaginela, Yolandinique y Zookie. Voy a follármelas a todas, pienso. Estoy sentado en una silla de playa de esas, mirándolas. Vaya pedazo de culo tienen. Pero en mi sueño miro para abajo y veo que no tengo polla, que ahí solo hay un bulto. Mierda, que tengo la polla hecha un bultito, grito. ¿Y qué voy a hacer con un bultito y sin polla? Entonces las zorras esas lo ven y empiezan a señalar el bulto y yo, ahí, que intento taparme. El negrito tiene una polla enana, mirad, como la de un bebé, dice una de las zorras. Y ella y las demás zorras se ríen de mí, me señalan y se ríen, y echo a correr hacia el agua, y con las manos me tapo el bulto, ahí donde tenía la polla. Y en el agua fría una putita se acerca nadando y me mete la mano entre las piernas y me aparta la mía y dice: Me da igual que no tengas polla. Le miro la cara, que se le empieza a derritir, va poniéndose fea a lo bien, hermano, y se convierte en mi madre y la rajo. La rajo y la rajo y la rajo y la rajo hasta que el océano queda todo lleno de sangre.
Entonces me despierto todo sudado.
Desayunando a la mañana siguiente la mama ya se ha olvidado de la pelea y canta una de esas putas canciones de la iglesia. La Niña tararea y luego dice:
—¿Cuál es esa canción que cantas, mama?
—Es la de «Qué buen amigo es Jesús» —dice. Luego me mira—. Me han hablado de un trabajo que podría ser para ti. —Me echa beicon en el plato—. En West Hollywood.
—¿Y haciendo qué? —le pregunto.
—Un poco de esto, un poco de lo otro…, no sé —me dice—. Llevar a un hombre en coche, creo.
Pienso en conducir un coche y la idea de conducirlo me gusta.
—Chófer de un blanco.
—Es trabajo —dice.
—Pero si yo tengo trabajo —digo.
—Pero si nunca vas —dice.
Me como el beicon.
—¿Y la dirección? —pregunto.
Se acerca a la incimera y rebusca.
—La apunté. Aquí está.
Vuelve a la mesa y me la da.
Me meto el papel en el bolsillo.
—¿Vas a ir o no? —pregunta.
—Aún no lo sé —digo—. Y no me ralles.
—Que no te rallo —dice.
—Que sí —le digo.
—Que no —me dice.
—Que sí —le digo.
—Que no, holgazán, que eres un bueno para nada —me dice.
—Ése soy yo —le digo, y me echo a reír—. Igual que mi papi.
—Cállate, niño.
—¿Quién es mi papi, mama? —pregunto.
Me da la espalda y va y se pone a fregar unos platos en el puto fregadero.
—¿Cómo se llama, mama? ¿Lo sabes? Yo sé cómo se llama el papa de la Niña. Yo lo he visto. Ahora está en la cárcel, ¿no?
—Calla, negro —dice la mama.
—¿Mi papi está en la cárcel? —le pregunto—. ¿Tú sabes cómo se llama?
—Van —la Niña protesta.
—Me abro —digo, y me abro.