Huno

La mama nos mira a mí y a la Tardreece y nos llama «desechos humanos». Así empieza todo. «Desechos humanos», dice. «Desechos humanos, eso es lo que sois, malparidos». La miro y pienso que qué querrá decir «desecho» y no me gusta cómo me mira, y me levanto de la silla en la que estoy sentado, voy hasta la otra punta de la cocina y cojo un cuchillo así de grande de la incimera. «¿Y qué vas a hacer tú con eso, desecho humano?». Y rajo a la mama. Le clavo el cuchillo en el estómago y lo saco todo rojo y ella me mira como diciendo «¿por qué me rajas?». Y vuelvo a rajarla, y el suelo está todo rojo, y la mesa todo roja, todas las piernas chorreando sangre y mi hermanita se pone a chillar y yo le digo «¿Y ahora por qué chillas, Niña?», y me mira y me dice que porque he rajado a la mama. Me miro las manos y las veo todas rojas y no sé qué está pasando. Y rajo a la mama otra vez. La rajo porque tengo miedo. La rajo porque la quiero. La rajo porque la odio. Porque la quiero. Porque la odio. Porque no tengo padre. Luego salgo de la cocina me quedo fuera, en la calle, con la mama a cuatro patas por el suelo para sujetarse las tripas. Me quedo en la cera chorreando sangre como un hijoputa. Miro al cielo para intentar ver a Jesús, pero no puedo. Luego pienso que a cuál de mis cuatro niños voy a ir a ver.

Me levanto empapado, sudado como un cerdo. Aparto las sábanas de un tirón y me pongo unos vaqueros. Me abrocho el cinturón y luego tiro de los pantalones para que me queden abajo, colgando del culo. La camiseta que llevo canta que te cagas, pero paso. El mundo está hecho una mierda, ¿vale?, pues yo también. Lo que yo te diga, ¿vale?, pues yo también. Es mi lema: pues yo también. Son las once y media de la mañana. Salgo y miro el suelo de la cocina por si hay sangre. Vaya sueño poderoso, poderoso a lo bien, hermano. Salgo a la calle y pienso que a cuál de mis cuatro niños voy a ir a ver.

La madre de la Haspirina se ha juntado con el Perro Rabioso, así lo llaman al negro, por ahí ni me acerco, no quiero terminar con una bala en el culo. No señor. La madre de la Frenadola está como una puta cabra, la zorra, se ha pillado una de nueve milímetros y si me ve el careto me pega un tiro, hace tres meses que no le paso pasta y no para de pedírmela. La madre de la Dexatrina, la mayor, sigue enamorada de mí. Podría pasar por ahí para tirármela, pero luego abrirse cuesta más que sacar Coca-Cola de la leche. Decidido, voy a ver al niño, el Rexall. Tiene el síncope de Down, pero ya ves. En este mundo de mierda tampoco tendrá que darle mucho al celebro. Ya ves. Mejor ya ni tener celebro. Tiene tres años y se pasa el día tumbando cosas. Una vez le pegué un revés y su madre me dijo que no lo pegue, que él es así y que qué le vamos a hacer. Yo le dije que anda y que te follen, el negro cabezón me manchó de zumo los pantalones buenos. Sí, voy a pegarle. Voy a ver al Rexall porque soy su papa. Yo cuido de mis niños.

Me llamo Van Go Jenkins y tengo diecinueve años y no me importa una mierda nadie, ni vosotros, ni mi madre ni mi viejo. Si a nadie le importa una mierda nadie, ¿por qué iba a importarme a mí? Paso de ir al almacén de ese judío hijoputa en Central, voy a ir al istituto a esperar a la madre del Rexall. Se llama Cleona. Se pasa el día soñando, pensando en graduarse en el istituto y hacer formación profesional y hacerse enfermera y todo el rollo. Que sueñe, me la suda. Espero que un día se saque una buena pasta. Pero últimamente está rara, como si yo no estuviera a su altura. Que le den porculo. Lo que sé es que puedo pasarme por donde la Cleona cuando su vieja no está y echar un polvo, que para eso sí que estoy a su altura, hermano.

Estoy en la calle, delante del istituto, mirando al primer piso, y veo al hijoputa que hizo que me echaran. Yo estaba sentado al fondo del todo, a mi bola, y el caraculo se acerca con su blablablá.

—¿Pasa algo, señor Jenkins? —me pregunta.

Yo, relajado, a lo mío, hablando con el Amarillo. Miro al Amarillo en plan a este tío qué le pasa, de qué va, en qué idioma está hablando, hermano, y nos echamos a reír. Entonces el caraculo suelta una carcajada, se me ríe en la cara.

—¿De qué te ríes, blanquito? —le digo.

—De ti, amigo —me dice—. Me río de ti. Quieres ir de duro, muy bien, perfecto, pero no arrastres a estos chicos contigo. Ahora estás bien, te sientes fuerte, eufórico, pero cuando salgas ahí afuera, al mundo, verás que a ese mundo le importas tanto como una mota de polvo. Cuando tengas veintiocho años, pongamos, y no seas capaz de leer una oferta de empleo y sea otro el que consiga trabajo, entonces no estarás tan eufórico. Te sentirás como uno de tantos perdedores con el pito demasiado pequeño.

El tío va soltando su rollo hasta que llega a la parte de que tengo la polla pequeña, y oigo un par de carcajadas y entonces se me va. Que mi polla es el doble de grande que la suya. Me levanto y le doy un rodillazo en los huevos. Se cae al suelo y yo quiero que me la chupe delante de todos, pero lo que hago es volver a darle, ahora le pego un puñetazo en esa cara blanca y lechosa. Me hago un corte en los nudillos con un diente, y entonces ya se me va del todo. Llega la pasma y nos separan. Llega la ambulancia y se lo llevan, hijo de puta desgraciado, venirme con esas mierdas, ahí, a joder, con el rollo de la polla. Por su culpa no me gradué. Podría haber pillado un buen curro al salir del istituto, sacarme unos buenos billetes en un despacho y tal y cual, bróder, y en cambio cargo muebles para el tío ese del almacén.

Faltan un par de minutos para que suene el timbre de la hora de comer. Por la calle se acerca ese puto negro, Willy el Gili. Va cantando la canción esa que no es ni una canción pero que ralla a lo bien. Se tambalea como un yonqui, que es lo que es. Va pasadísimo, está a punto de caerse, y me echo a reír de pensar que cuando más te pones, más te descompones, te pones, te descompones, pones, descompones. Canta, va haciendo eses, predicándole al cielo, a la cera y al autobús que pasa.

—Señor Jesús —dice—, haz que esos negros de la calle hoy me dejen tranquilo. Por favor, Buen Dios. No dejes que me alcance la bala de ningún negro hijo de puta al que le dé por sacar la pipa por la ventanilla del coche. No dejes que ningún yonqui me liquide para quedarse con mi dosis. No dejes que ningún blanco me meta en su calabozo. No dejes que tu hijo, que murió por mis cochinos pecados, regrese todavía, que espere a que haya puesto lo mío un poco en orden.

Entonces Willy me ve.

—Eh, yo a ti te conozco, negro.

—No quiero ver tu careto de yonqui cerca —le digo.

—¿Yonqui? ¿A quién le estás llamando yonqui? Mamón desgraciado. A que te reviento.

—Tú vete con mucho cuidado, negro hijoputa —le digo, y le miro a esos ojos rojos y amarillos que tiene.

—Yo te conozco —dice—. Yo a ti te conozco. Eres el niño de la Clareece Jenkins. Sabía que te conocía. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho? ¿Veinte? —Se echa a reír y me señala—. Lo que le hice en los setenta… Podría ser tu padre y todo, negrito.

Siento un escalofrío. Me tiembla el labio.

—Si no te callas, te doy.

—Que te den porculo —dice.

—Que te den porculo —digo.

—Que te den porculo —dice.

—Que te den porculo —digo.

—¿Tu vieja sigue estando gorda? —Sonrisa bien grande—. Entonces estaba gorda. Sin pasarse, no muy gorda, pero gorda, sí, lo bastante para que nos lo pasáramos bien.

Y se agencia una mujer invisible y se pone a follar en el aire. Clarice, Clarice, canta.

Estaba a punto de pegarle un puñetazo en todo el careto, y va y suena la campana. Me aparto. Tú vete con cuidado, viejo.

Pero el yonqui no me deja en paz.

—Te pareces un poco a mí, ¿sabías?

—Cierra el pico.

—Por los ojos, y la boca también.

—Te voy a reventar, lo juro por el puto Dios.

Entonces se aparta.

—Vale. Calmado. Calmado. —Me mira como con complicidad—. Calmado.

Al final, la Cleona sale por la puerta, va hablando con un negrito muy guapito. Me acerco.

—Hola, nena.

Me mira y se echa a reír y luego mira al guapito.

—Te llamo luego, Tyrell —le dice.

—Sí, te llama luego, Ty-rell —digo yo.

El negrito me sonríe y echa a andar y se mete en un Jeep muy rojo. Negrito rico hijoputa.

—Vaya preciosidad —digo.

—A qué viene lo de «hola, nena», que yo no soy nada tuyo —dice la Cleona.

—Eres la mama de mi hijo.

—¿Y?

—Relájate, nena. Vamos a tu casa, así veo al Rexall.

—¿Ahora dónde estoy, imbécil?

—En el istituto —digo.

—¿Y dónde está mi madre?

—Trabajando.

—¿Y tú qué te crees, que voy a dejar a un niño retrasado solo?

—Pues vamos a tu casa y ya está.

—Allí ni te acerques —dice meneando la cabeza.

—Venga, que quiero darte dinero para el mongolo.

—No digas eso —suelta.

—Vale, vale. Quiero darte un poco de pasta y que hablemos de él.

Se ríe, echa la cabeza para atrás, sobre su cuello gordo, y luego me mira.

—Me hablas como si aquí la mongola fuera yo.

—Es que a quien le salió mongolo el bebé fue a ti.

—No me vengas con ese rollo, negro. Dame la maldita pasta aquí mismo.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque no puedo.

—Tengo que estar en el istituto dentro de una hora.

—Y vas a estar. No te agobies, que llegas a tiempo, te lo digo yo —le digo—. Te doy la pasta y tú me cuentas qué tal está el Rexall y si necesita algo y ya está.

Voy controlando la calle. Veo que una chica me mira y le sonrío.

—¿Tú qué sonríes? —pregunta la Cleona.

—Si me acabas de decir que no eres nada mío.

—Venga, vamos.

—¿Tu vieja no vendrá a casa?

—Ya sabes que no llega a casa hasta tarde —dice.

Quiero a la Cleona y odio a la Cleona. En mi cabeza viven dos negritos. El Negrito A y el Negrito B. El Negrito A dice: «Con calma, hermano, que tú no tienes pasta, ya lo sabes, deja que la chica vuelva al istituto, a su clase de árgebra y su clase de sociología y su clase de ordenadores para que pueda salir del abujero y ser alguien en la vida. Dale una oportunidad, una oportunidad para que pueda ser esa enfermera que tanto dice». Pero el Negrito B se ríe: «Mierda —dice—, llévate a la zorra a su casa y tíratela una vez, y otra vez. Hablando con el negrito del Jeep delante tuya, qué morro. A tomar porculo. Si te insulta, que le den porculo. Luego sales a buscar al hijoputa del Jeep y le das porculo. Pero ahora te llevas el chochito a casa y lo pruebas. Acuérdate de lo bueno que estaba, de cómo gemía, como si llorara, como si le doliera. El negrito castigando ese chochito. A tomar porculo el istituto. No será enfermera. No será nada».

Cuando vamos a su casa veo a unos tíos que juegan a basket. Hace mucho que no juego a basket, pienso. Yo era muy bueno. Encestaba desde medio campo y todo. Y vaya saltos que pegaba. Pero cómo vas a llegar a la universidad y a sacarte pasta de la buena cuando, para empezar, no eres una puta mierda y encima esos cabrones te echan del istituto. Y no iba a chuparle la polla al entrenador para que me dejara jugar. Tendría que haberlo intentado cuando era bueno, una prueba para los Lakers. Me pillaban fijo. En la tele. Magic y yo. Es que no habría tenido ni que entrenar, de lo bueno que era.

La Cleona abre la puerta y entramos y da media vuelta y me mira.

—Dame la pasta, ahora.

—Con calma, nena —le digo poniendo voz así, guay—. ¿Por qué no me enseñas dónde duerme el crío?

—Ya sabes dónde duerme el crío. El crío duerme en mi habitación, y ahí no vamos a entrar. La pasta, ahora.

—¿Me das un poco de agua con hielo?

Suelta un suspiro profundo y tira para la cocina con unas pisadas que todo retumba.

Me siento en el sofá y veo que es nuevo. Paso la mano por el cojín que tengo al lado y pienso: «Mierda, de dónde habrá sacado la mierda esta. Nuevecito».

La Cleona entra en la habitación con el vaso de agua en la mano y me lo da y se queda ahí plantada.

—Tienes sofá nuevo —digo.

—¿Y?

—¿De dónde habéis sacado la pasta, tú y tu vieja?

—No es asunto tuyo.

—Pues yo creo que sí. Si la madre de mi hijo sale a vender el culo para comparse muebles, es asunto mío. Porque puede que no necesites dinero.

—Se supone que tienes que pasarme dinero para el Rexall cada mes.

—«Se supone que» no es lo mismo que «tienes que» —le digo. Repaso la habitación—. Tenéis cantidad de cosas guapas. —Pego un sorbo, el agua está caliente—. Que te he dicho que con hielo, zorra.

Se me queda mirando.

—Lo siento, nena —le digo—. Se me ha escapado. Ven y siéntate a mi lado.

Sigue mirándome.

—Siéntate.

Plantifica su culo gordo a mi lado y yo le paso el brazo y se pone toda tensa.

—Venga, Cleona, relájate un poquito. No hay nadie en casa. —Le toco una de esas tetazas con el dedo y digo—: Ahí ha cenado mi hijo.

La Cleona no quiere reírse, pero se le escapa la risa.

Le toco las tetas un poco más.

—Vaya teta —le digo—. Quiero probar lo que bebe mi niño. ¿Quieres que pruebe lo que mi niño también prueba?

Parpadea y creo que ha dicho que sí y le levanto la camisa y miro el pedazo de sujetador que lleva. Quiero desabrochárselo, trasteo por la espalda pero el hijoputa no se suelta.

—Ayúdame, maldita sea —le digo.

La Cleona se pasa una mano por encima de la cabeza y la mete por el cuello de la camisa, y pasa la otra por la espalda y se desabrocha el sujetador. Y entonces se le desparraman esas tetazas que son como almohadas enormes, como bolsas de arena. Se las agarro y se las chupo, ahí, bien fuerte, hasta que se pone a gemir y susurra algo, no sé qué coño estará diciendo, pero se las aprieto y chupo y aprieto más y chupo más. Es la una en el reloj de la otra punta de la habitación y me acuerdo de que tengo que verme con el Amarillo y el Tito en los billares. Tendré que echarlo muy deprisa. La empujo para atrás y le desabrocho los pantalones mientras le chupo las tetas y ella gime. Me cuesta bajarle los pantalones con ese pedazo de culo, pero se los bajo y luego se la meto, toda. ¡Zaca! Así, y ella pega un grito y yo me siento el puto amo, tío. Se la clavo, tío, se la clavo y ella se pone a llorar, abre los ojos y llora y me dice que me quite. Pero yo estoy ahí, dándole, y le sonrío.

—Que te quites te digo —me dice—. Quítate, negro desgraciado.

Ahí me ha puesto todo loco, me quito y lo echo todo en el sofá nuevo ese de mierda. No sabe qué hacer. Abre la boca como una tonta. Luego corre a la otra punta de la habitación y se me queda mirando.

—La mama me matará —dice.

—Eso tendrías que haberlo pensado antes de ponerte a follar en su sofá nuevo —le digo.

—¡Te odio! —grita—. ¡Te odio! ¡Fuera de mi casa, que te largues!

Me subo los pantalones y me abrocho el cinturón, ahí, con calma. Le miro el cuerpo desnudo.

—Gorda —le digo.

—¡Fuera!

—Tú no puedes decirme a mí lo que tengo que hacer —le digo, y me pongo los zapatos.

—Me has violado, negro de mierda.

Me río en su cara.

—Y una mierda que te he violado. ¿Cómo voy a violar a la madre de mi hijo? Siempre serás mi mujer.

—¡Yo no soy tu mujer!

—Eres la madre de mi hijo —le digo.

—El Rexall no es hijo tuyo —me dice.

La miro sin abrir la boca.

—Ya me has oído —dice—. El Rexall no es tuyo.

—Pero ¿qué coño estás diciendo? Si el surnormal no es mío, ¿quién es el padre?

—Eso no importa —dice.

—Sí que importa, que te he estado pasando pasta para el mongo cabezón.

—¡Tú nunca me has pasado ninguna pasta! —grita—. Solo dices que me la vas a pasar, y ya está.

—Iba a pasártela, pero ahora no voy a darte una mierda.

—¡Lárgate!

Me echo a reír y camino hacia la puerta muy despacio.

—Zorra gorda —le digo.

—El Rexall no es tu hijo, pero se parece a ti.

—Vaya que si es mío —le digo. Ya había llegado a la puerta—. Yo apunto y doy en el blanco. Yo, es meterla y preñar. Así de fácil.

—¡Me has violado! —grita.

Me río y me abro.