Volví a Washington derrotado y más abocado al suicidio de lo que me había sentido jamás. Pensé en meter la cabeza en el horno, pero como mamá siempre había preferido la electricidad al gas, a lo único que podía aspirar era a una muerte por asado. Se me ocurrió que podría echar mano de la pistola de papá. Tras años de lecturas, sin embargo, sabía perfectamente que existen demasiados lugares no-mortales-de-necesidad en los que un trozo de metal puede alojarse. Y eso, ¿dónde me dejaría? Donde estaba. Sin olvidar mi pánico a que al despertar del coma al cabo de tres años fuera a encontrarme con una pulsera en la muñeca que rezara «Stagg R. Leigh». Me entraron escalofríos solo de pensarlo, y la mujer que tenía al lado creyó que ésa era mi reacción a su ofrecimiento de un caramelo de menta. Era australiana, creo.
—Con decir «no» bastaba.
Me disculpé.
—Tenía la cabeza en otro sitio —dije.
—A mí tampoco me gusta volar. Pareces desanimado.
Asentí en silencio. No tenía ganas de charla, pero ya había sido grosero con ella una vez.
—Pareces desanimado, sí, señor. Como si quisieras meter la cabeza en la boca de un cocodrilo.
—¿Es un método eficaz?
Se echó a reír.
—Es limpio —contestó, y luego se apoyó en el respaldo para mirarme—. Tú no estás nada mal.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que me caes bien. Claro que si vas y te suicidas tendré que decir que me caías bien. Pretérito, ya sabes.
—Ya sé.
—Tendrías que venir a Australia —dijo. No era una mujer corpulenta, pero hablaba como si lo fuera—. En algunos lugares del desierto te sentirías en el mismísimo infierno. Luego, cuando volvieras, todo te parecería de fábula.
—¿Tú crees?
—Mi padre solía decir: «No hay nada tan malo que comparado con algo peor no parezca mejor».
—Tu padre estaba hecho un poeta.
—Era un poco cabronazo, pero me enseñó a amar la vida. Con su presencia, no sé si me entiendes.
—Te entiendo.
Volvió a ofrecerme un caramelo de menta, y esta vez lo acepté y le di las gracias.
—Están de muerte —dijo ella mientras yo me metía el caramelo en la boca.
—No están mal —respondí.
Las discusiones telefónicas con los miembros del jurado resultaron exasperantes, descorazonadoras y frustrantes. Todos, como un solo hombre, se habían enamorado de la obra de Stagg Leigh Porculo.
—La mejor novela de un afroamericano en años.
—Una obra auténtica, descarnada y absorbente.
—Tan real, tan como la vida misma.
—La energía y el salvajismo del negro arquetípico aportan tanta frescura al relato.
—Creo que, a pesar de la crudeza de su lenguaje, se convertirá en lectura obligatoria en los institutos. Es muy potente.
—Un libro importante.
Y entre esa negra gente,
de todos el más valiente,
el aguador del regimiento, Gunga Din.
La casa estaba fría. Mamá seguía igual. La vida seguía igual. Yo había sacado un nuevo libro, pero gracias a Dios nadie sabía que era mío. Y el condenado estaba funcionando bien, muy bien, extraordinariamente bien. Había leído muchos libros que me habían parecido buenos, pero mis compañeros de jurado no querían saber nada del asunto. Como no nos quedaba otro remedio, escogimos a los cinco finalistas.
Eran:
(1) Tradiciones, de Zeena Lisner.
(2) Monte Cristo, de J. Thinman.
(3) Salida La Luna, de Jorge Jarretto.
(4) La felicidad del guerrero, de Chic Dong.
(5) Porculo, de Stagg R. Leigh.
Examinaríamos todas las obras detenidamente, y en febrero, durante la última reunión que se celebraría en Nueva York antes de la ceremonia de entrega del premio, seleccionaríamos al ganador.
Das Seitengewehr pflanzt auf! Oí el grito en sueños y, aunque me asustó, no me desperté. Seguí durmiendo; en realidad, sabía que estaba soñando. La idea de que unos soldados nazis me persiguieran ya daba bastante miedo, pero saber que todo era un sueño y no iba a poder despertar resultaba todavía más aterrador. Estaba escondido entre unos matorrales; anochecía. A lo lejos, al otro lado de unos prados, había una granja francesa, y más lejos todavía se veía una huerta por la que avanzaban los alemanes con las bayonetas dispuestas según lo ordenado. Habían quemado la casa y atravesaban el prado hurgando en las pilas de heno con sus armas. Una mujer salió corriendo de la casa en llamas. Se caía, lloraba. No podía verle la cara, pero sí que llevaba un lienzo. Era La noche estrellada. Los soldados le quitaron el cuadro a la mujer y lo rajaron. Sentí un dolor agudo en la cintura, me sujeté el estómago y cuando me miré la mano la vi cubierta de sangre. No dejaba de repetirme: «Esto es un sueño. Esto es un sueño». Detrás de los soldados, un coro masculino cantaba la «Canción de Horst Wessel». Luego el cuadro y el calor me hacían gritar y los soldados me oían y calculaban mi posición y avanzaban hacia mí. Entonces yo me daba cuenta de que estaba en una trinchera con una metralleta del calibre cincuenta. Me olvidaba de mi sangre y de mis heridas y empezaba a disparar derribando a los soldados como si fueran latas. Un soldado al que le había dado se arrastraba hasta mi trinchera, sangrando y cantando que las estrellas caían en Alabama. El herido me miraba, miraba la sangre de mi camisa y me preguntaba: «Wie heissen Sie?». Y yo no lo sabía.
Llamé a Bill, pero no estaba en casa. Bill nunca estaba en casa, nunca estaba en su despacho, nunca estaba en ningún sitio. Nunca devolvía las llamadas, nunca dejaba mensajes y nunca escribía. Me pregunté si estaría muerto. Me pregunté si eso importaba.
Un martes, hacia el final de mi visita, mamá pareció volver en sí durante un par de minutos. Levantó la vista desde su oscuridad y dijo:
—Qué criaturas tan vanas somos todos, Monksie. Lo que más me cuesta es verme a mí, ver en qué me he convertido. Lo veo durante unos instantes y luego no sé dónde estoy. Querría poder decirte que estoy aquí, mirando hacia fuera. El jueves voy a tener un buen día. No te olvides de venir el jueves.
Cuando me marchaba, la enfermera me dijo que un par de viejos amigos de mamá habían venido a verla.
—Se quedaron al pie de la cama, pero ella miraba hacia la ventana sin reparar en ellos —me informó la mujer—. Luego se fueron. Uno había estado aquí antes y pasó lo mismo.
—¿Sabe mi madre quién es usted?
La enfermera asintió en silencio.
—Casi siempre, y no es un fenómeno extraño. No significo nada para ella. Soy un mueble más.
El jueves, justo como había predicho, me sonrió con una sonrisa que sí era suya y me pidió que le pusiera música.
—Algo agradable, algo de Ravel. —Movió las manos en el aire—. Ravel es tan animado.
Puse la música y ella cerró los ojos.
—Creo que a veces tu padre se aburría conmigo. Creo que yo lo irritaba, pero nunca dijo nada, nunca dio a entenderlo con un gesto o con el tono de voz. Y creo que yo lo advertía. Por cómo se movía o cómo pasaba las páginas de un libro. Sé que me quería, porque no habría sido capaz de ocultar sus sentimientos hasta ese extremo. Qué bien nos lo pasábamos, Monksie. Tu padre y yo nos llevábamos de maravilla, aunque hubo algunos momentos…, momentos en los que me sentí tan poca cosa. —Suspiró, pero no abrió los ojos—. Una vez le comenté que tenía la impresión de que se aburría, entonces él meneó la cabeza, sonrió y me preguntó de dónde había sacado esa idea. —Inspiró profundamente y sonrió con tristeza—. Siempre me prometí que nunca sería una de esas viejas que huele a alcohol de farmacia, pero lo soy, ¿verdad, Monksie?
—Yo no huelo nada, mamá.
—Qué amable. Igual que tu padre.
—En la vida nos prometemos todo tipo de cosas —dije.
—¿Qué te has prometido a ti mismo?
Observé su cara tranquila.
—Una vez me prometí que nunca traicionaría mi arte.
Los ojos de mamá se abrieron y dijo:
—Qué buena promesa. ¿Seguro que no huelo a alcohol de farmacia?
—Sí, mamá.
Los ojos de mamá volvieron a cerrarse.
Traté de localizar a Bill de nuevo. Dejé un mensaje. Sin respuesta.
Me las había apañado para coger lo que era, el escritor, reconfigurarme y luego desintegrarme dejando una obra dividida en dos corpus sin fronteras y sin embargo separados por infinidad de muros. Me vi de pie, desnudo delante del espejo, y descubrí que no tenía nada que ocultar. Y fue precisamente esa carencia lo que me obligó a dar media vuelta. Sin saber cómo, de un tajo me había quedado sin
pito
rabo
verga
polla
nabo
minga
miembro
picha
cosita
pilila
pepino
cipote
tranca
manubrio
manguera
y debía pagar por ello. Debía salvarme, debía encontrarme a mí mismo. Y para eso, durante un instante fugaz lo vi clarísimo, tendría que perderme.
Otra lista de palabras clave (frases):
ecos
muerto
reloj
trueno
obstupefactus
huesos escalfados
arabesco
trastornoche
et tu Bruno?
especie
nocturna
bellaco
C5H14N2
cemento moral
el puente de Londres se está derrumbando
será el calor
muñeca bailarina
linchar
Hahal shalal hashbaz
Tenía unas ideas de lo más raras. Pensé, y uso esta palabra a falta de una mejor, aunque quizás ésta sea la idónea, que si salía a las calles de Washington, entre la Catorce y la T, pongamos, tal vez encontraría a un individuo que, a todos los efectos, fuera Stagg Leigh, y entonces podría matarlo; primero podría invitarlo a comer a casa, sí, pero luego lo mataría de todos modos. Esa persona, sin embargo, no existía, aunque sí que existía, y era yo. No solo la había creado yo, sino que la había creado tan bien que esa persona había creado una obra de presunto arte.
Me sentí como debía de sentirse Dios al pensar en Hitler o en algunos terroristas o en algunos congresistas. Decidí que no podía permitir que el jurado declarara Porculo ganadora del premio literario más importante del país. Debía derrotarme para salvarme, para salvar mi identidad. Debía atravesar con la espada la boca de mi propia criatura, silenciarla para siempre, matarla, meterla en un agujero oscuro, bien adentro, y hacer que el mundo admitiera que nunca había existido.
Las navidades y el Año Nuevo pasaron como siempre había querido, sin que me diera cuenta.
A mediados de enero, Porculo estaba en el número uno de los más vendidos del New York Times, y otros dos clubes de lectura lo habían seleccionado.
Pasé varias noches despierto fingiendo que repasaba mis notas para una novela real.
Cuando ya estaba al borde del delirio, me acordé del mito de Ícaro y me dije que aunque Ícaro había caído en picado, Dédalo sí había volado.
Decidí que Zenón tardaba demasiado en llegar a donde quería y que la teoría de Tales hacía agua.
Y también resolví que la locura no tiene alternativa, que si al morado le quitas el azul, lo que te queda no es rojo, solo lo parece.
New York Times 17 de enero
Porculo
Stagg R. Leigh
Random House. 110 págs. $23,95
Wayne Waxen
La nueva novela del desconocido Leigh ha dado tanto que hablar, que escribir una crítica que logre aproximarse a la objetividad resulta difícil. Pero ahí está la gracia. Con esta novela tan honesta, tan cruda, tan sucia y descarnada, tan auténtica, recurrir al concepto de objetividad está fuera de lugar. Enfocar el libro desde esa perspectiva equivaldría a comparar la medicina ritual de los indios amazónicos con nuestras punteras ciencias biomédicas. Para acercarnos a esta novela tendremos que aceptar sus condiciones: los blancos quedamos fuera de juego.
La vida de Van Go Jenkins se reduce a una existencia animal; es una vida que todos reconocemos. Nuestro joven protagonista no tiene padre. Ha criado callo en el gueto. Huye de la educación y de la razón como de la peste. Hacerlo le parece bien, le parece natural. Es duro y cruel y está perdido, y nos da miedo; hasta ahí, todo claro. Pero es tan auténtico que no podemos sino tenerle lástima. Es el matón al que Harry el Sucio le pega un tiro y nosotros decimos: «Bien, lo pillaste», y luego sentimos la pérdida, si no la suya, al menos la de nuestra inocencia.
Van Go ha hecho cuatro hijos, cada uno con una madre distinta. No les pasa la pensión, no tiene trabajo y su única ambición es la de convertirse en delincuente. Su madre, a quien apuñala en el sueño con que se abre la novela, le busca un trabajo. Van Go empieza a trabajar en casa de una acaudalada familia negra cuya atractiva hija no tardará en convertirse en el objetivo de la incipiente carrera criminal de Van Go.
Los personajes están tan bien dibujados que a veces cuesta recordar que Porculo es una novela. Se parece más a las noticias de la noche. El gueto vive entre estas páginas; en ellas, el autor nos permite vislumbrar la experiencia de la calle, y por ello debemos estarle inmensamente agradecidos. La escritura es deslumbrante; los diálogos, de un realismo insuperable, simplemente auténticos. Porculo es una lectura obligada para todas las personas sensibles que al cruzarse con alguno de estos tipos por la calle se hayan preguntado: «¿Y a éste qué mosca le ha picado?».
Llamadlo ironía oportunamente dirigida o racionalización práctica, pero el dinero me lo quedaba yo.
Nueva York. Almorcé con mis colegas de jurado en un restaurante italiano pequeño pero caro que quedaba cerca del hotel en el que esa tarde se celebraría la entrega del premio. No comí apenas, llevaba varios meses sin apetito; los demás, en cambio, parecían muy agradecidos por la comida y la bebida gratis. Hablamos un poco de esto y de lo otro, y vi que mujeres, novia y marido los acompañarían a la entrega, lo que me hizo sentir todavía más manifiestamente solo.
Escuché, pacientemente al principio, cómo descartaban a los cuatro finalistas que no eran Porculo. Cuando resultó evidente que en su patética discusión situaban esa novela asquerosa por encima de sus rivales, me desanimé todavía más. Empecé señalando las virtudes de los otros libros, pero no tardé en pasar a un ataque incisivo contra Porculo.
—No es que sea una mala novela. —Bebí un poco de vino y dejé la copa en la mesa—. Lo que pasa es que no es una novela, eso es todo. Es una idea fallida, un feto sin formar, una semilla que ha caído en la arena, una mano sin dedos, una palabra sin vocales. Resulta ofensiva, está mal escrita, es racista y no tiene ni pies ni cabeza.
Wilson Harnet, Ailene Hoover, Thomas Tomad y Jon Paul Sigmarsen me miraron. Ninguno habló.
—No es arte —añadí.
—Suponía que, como afroamericano, te alegrarías de ver a uno de los tuyos recibiendo un premio como éste —dijo Ailene Hoover.
Como no sabía qué contestar, exclamé:
—¿Estás loca?
—Considero que no deberíamos recurrir al insulto —dijo Wilson Harnet.
—Pensaba que te alegrarías de ver la historia de tu gente tan vividamente representada —dijo Hoover.
—Decir que ésta es mi gente es como decir que el Gordo y el Flaco son vuestra gente —respondí, y se me ocurrió que tal vez la analogía no hubiera sido afortunada.
—He aprendido mucho leyendo este libro —dijo Jon Paul Sigmarsen—. Mi experiencia con la gente de color, con los negros, es bastante limitada, y Porculo me ha venido muy bien.
—A eso me refiero exactamente —contesté—. La gente lee esta mierda y cree que dice verdades.
Thomas Tomad se echó a reír.
—Ésta es la novela más honesta que he leído en mi vida. Esto solo puede haberlo escrito alguien que haya estado en la cárcel. Es auténtica.
—Estoy de acuerdo —dijo Harnet.
—Dios mío.
Me recosté en el respaldo y miré a la calle.
—Propongo que votemos —dijo Sigmarsen.
—Secundo la propuesta. —Hoover.
—Yo no quiero votar —dije.
—Me parece que ya tenemos una propuesta —anunció Harnet—. Que levante la mano quien esté a favor de que Porculo sea el ganador del Premio de las Letras de este año.
Los cuatro la levantaron, naturalmente.
—Creo que tenemos un ganador.
—Esto es democracia —dije, y les dediqué lo que podría haberse interpretado como una sonrisa.
Me la devolvieron y pidieron el postre.
Me tumbé en la cama de mi habitación y me planteé mi línea de actuación para el futuro. Stagg Leigh iba a recibir el Premio de las Letras. Pensé en lo que me había empujado a crear a Stagg Leigh y volví a sentir esa rabia y esa insatisfacción, y entonces mi línea de actuación se me apareció con total nitidez. Me vestí, y mientras me vestía me puse a tararear. Hacía mucho tiempo que no tarareaba; la música me había abandonado. Me pareció advertir el espíritu de mamá en ese tarareo. Veía el espíritu de mi hermana en mi concisión, y el de mi padre en mi arrogancia traviesa. Incluso llegué a ver algo de mi hermano, y supe que esa noche se descubriría todo.
Tarski: ¿No nos conocemos?
Carnap: Puede.
La entrega
A los miembros del jurado nos habían sentado a las mesas de los invitados importantes. Eso era bueno, porque ya no podía ni ver a mis colegas. Yo estaba con el director del consejo de administración del Hospital General de Boston, el director ejecutivo de General Mills, un vicepresidente de la General Motors y una directora de marketing de la General Electric, todos con sus cónyuges.
—Casi siempre me siento fuera de lugar —dije después de las presentaciones.
Eso los hizo reír.
Me sentaba entre la mujer de General Motors y el marido de General Electric, y, para mi consternación, querían hablar conmigo. Por fin, desde el otro lado de la mesa llegó un susurro teatral de General Mills, que me miraba.
—¿Va a decirnos quién se lleva el premio?
—Sí. Yo.
Se echaron a reír otra vez.
—El mecanismo no ha sido tan terrible, ¿verdad?
—Casi cuatrocientos libros para leer —dije.
—Vaya. Creo que en toda mi vida no he leído ni la mitad.
—Claro que sí, cariño.
—No sé.
—¿La decisión ha sido difícil?
—Bastante fácil, en realidad —dije—. Hará más de un mes que está tomada.
—Yo sé quién ganará. —La mujer de Boston General. La miro—. ¿Si acierto me lo dirá?
—No —respondí—. Estas cosas hay que hacerlas bien.
—Ustedes, los artistas, con su integridad.
Con eso solté una especie de carcajada que hizo que todos me miraran.
—Es la palabra «integridad» —expliqué—. Me hace cosquillas.
Asintieron en silencio, como queriendo decir: «Cosas de escritores». Luego intercambiaron una mirada y me parecieron más aliviados, quizá todos habían llegado a la misma conclusión: «Cosas de escritores negros». Aunque esa última observación debió de ser fruto de mi ansiedad, sin duda.
Se entregaron los premios de las otras categorías y los presentes aplaudieron, pero, como siempre, lo que estaban esperando era el premio de narrativa. Wilson Harnet se levantó de la mesa, se dirigió al estrado y sonrió.
—Yo sé algo que ustedes no saben —dijo.
El público estalló en carcajadas.
Recorrí la sala con la vista y encontré a Yul, mi agente. Él me vio. «¿Qué pasa?», me preguntaba con los ojos. «Quédate por aquí», le contesté yo con los míos.
—La tarea ha sido ardua —siguió Harnet—. Según me han dicho, este año se han presentado más novelas que nunca. Lo creo. Hemos leído más de quinientas novelas y libros de relatos.
Grito ahogado del público, tutti.
—Pero la hemos cumplido con amor. Ha sido una decisión difícil, aunque estoy convencido de que suscitará un amplio consenso. Las obras finalistas son, a nuestro entender, las mejores. La flor y nata. Cada uno de los cuatro títulos es, a su manera, extraordinario, pero todos han debido enfrentarse a una obra monumental, a una auténtica preciosidad, como decimos los escritores.
—¿Usted lo dice? —me preguntó la señora de General Mills.
—Todo el rato.
Harnet se rió sin motivo aparente.
—Estoy seguro de que podría seguir aburriéndoles, pero me limitaré a anunciarles el nombre del vencedor. En esta edición, el jurado de la categoría de narrativa concede el Premio de las Letras a Porculo, de Stagg R. Leigh.
Silbidos, vítores, aplausos. «¡Sí, Sí!»
—Espero que el señor Leigh haya podido acompañarnos —dijo Harnet.
Me levanté y me dirigí al estrado.
El suelo había sufrido una extraña transformación, y, ahora, era de arena.
Me costaba caminar y la cabeza me daba vueltas como si me hubieran drogado. Flashes de las cámaras, murmullos de la gente, no podía creer que estuviera andando en la arena, en la arena de un sueño. A mi derecha, los miembros de la Sociedad de Estudios del Nouveau Roman con Linda Mallory y, tal vez, la bibliotecaria de mi instituto. A mi izquierda, mi padre flanqueado por mi madre y por una mujer que, eso yo lo sabía, era Fiona, y detrás de ellos mi hermano, mi hermana y mi hermanastra. Había otras personas, pero no las reconocía, y todos se apiñaban a mi alrededor y me empujaban hacia delante, y los flashes de las cámaras me cegaban y, al apagarse, dejaban la sala a oscuras.
—Ah, aquí llega uno de mis compañeros de la mesa del jurado —dijo Harnet—. Tal vez el señor Ellison sepa dónde se encuentra nuestro ganador.
Ya solo me faltaba la mitad.
—Los blancos quedamos fuera de juego —dijo Harnet.
Risas.
Las caras de mi vida, de mi pasado, de mi mundo se volvieron tan reales como irreales eran Harnet y las multinacionales y sus mujeres, y todos me hablaban citando frases de novelas que me gustaban, pero cuando yo trataba de repetírmelas, titubeaba, incapaz de recordarlas. Luego había un niño, yo de niño, tal vez, que sostenía un espejo para que pudiera verme la cara, y esa cara era la de Stagg Leigh.
—Te acabas de liberar de tus falsas creencias —me decía Stagg—. ¿Te gusta vivir sin falsas creencias?
—Esas líneas las conozco —respondí en voz alta, consciente de que no había nadie a quien contestar.
Cuando llegué a su lado, Harnet cubrió el micrófono y me preguntó qué estaba haciendo.
—La respuesta es: «Todo es vacío y dolor» —declaré.
—Este hombre necesita ayuda —dijo Harnet.
Miré las caras, todas, las que estaban ahí y las que llegaban de otro tiempo, aunque a quien yo me dirigía era a mi madre.
—El olor de las rosas siempre será maravilloso —dije. Entonces las luces se hicieron más intensas; no eran flashes, no parpadeaban. Eran focos. Miré las cámaras que me miraban a mí.
Miré al espejo que el niño todavía sostenía a la altura del muslo. No podía más que imaginar qué imagen reflejaría.
Me decidí por una de las cámaras y le clavé los ojos.
—Recórcholis, estoy saliendo en la televisión —dije.
hypotheses non fingo