Now, if you pitch your little tent along the broad highway
The board of Sanitation says, «Sorry, you can’t stay».
«Come on, come on, get moving», it’s the ever-lasting cry
Can’t stay, can’t go back and can’t migrate so where the hell am I?[4]
Como no me quedaba dinero para un taxi y no quería caer todavía más bajo metiéndome en los túneles del metro, decidí volver al hotel andando. El ejercicio, sin embargo, no hizo gran cosa por despejarme. Pensar en esa rama de la familia recién descubierta añadió un nuevo grado de ironía y trascendencia a las penas que, en mi papel de Stagg Leigh, estaba pasando. Sentado en el apartamento de Gretchen, me había acordado de la clínica de mi hermana, de las mujeres sentadas en la sala de espera, de los niños que tenían en el regazo y de los bebés que arrancaban el pelo de la moqueta. Me paré delante del escaparate de una pequeña galería y miré las fotografías: fotos sombrías, grandes angulares fríos de muelles anónimos y sin embargo típicos. No había gente, solo barcos y grúas y hormigón y agua. El nombre del fotógrafo era Brockton, y me pregunté qué habría hecho con la gente, cómo habría logrado dejar el lienzo tan limpio.
Seguí caminando y encima de un almacén vi una valla que solo llamó mi atención por lo nueva que estaba:
MANTEN AMÉRICA PURA
Stagg Leigh sale de su habitación, la número 1369, con ropa informal: zapatos negros, pantalones negros, jersey de cuello alto negro, blazer negro, barba negra, fedora negro. Stagg Leigh es negro de la cabeza a los pies, de hombro a hombro, del principio al fin de los tiempos. Pisa con soltura el pasillo enmoquetado para llegar al ascensor, y sigue, y sigue, sigue.
precibus infimis
Las puertas del ascensor se cierran, puertas metálicas cuyos cantos coinciden. Dentro va un señor mayor negro con un traje marrón bastante modesto. Pulsa el botón del vestíbulo y luego se queda mirando el panel iluminado que tiene enfrente, observando cómo las placas de los pisos se iluminan en secuencia descendente. Sin mirar a Stagg, pregunta:
—¿Es usted ingeniero?
—¿Ingeniero?
—Sí, eso le he preguntado —responde, desafiante.
—No, señor. No soy ingeniero.
—Lástima —dice el anciano.
Las puertas se abren.
—En realidad, sí que lo soy —dice Stagg mientras el hombre sale de la cabina. Pero el hombre ya no está.
ridentem dicere verum quid vetat?
Ailene Hoover entra en el ascensor y pulsa el botón, aunque ya está pulsado, evidentemente. Ella no le mira a los ojos, pero él advierte que está tomando nota de su color, de su único color, de su tamaño, de sus dedos largos, de sus pies grandes. Va demasiado perfumada, huele a gardenia. Se toca el colgante en forma de corazón que lleva al cuello y luego le dedica a Stagg una sonrisa suspicaz.
—¿Le conozco? —le pregunta.
—No lo creo.
—Usted me suena.
—¿De verdad? Tendré una cara común.
—Sí, debe de ser eso.
Las puertas se abren.
medio tutissimus ibis
Stagg coge el metro para ir al estudio y el ruido del tren le hace caer en la cuenta de que le rugen las tripas. Se muere de hambre. Suenan otras tripas. Está encerrado con otros negros. Aunque afuera hace un día luminoso, se desplazan por el subsuelo rumbo a su destino.
En el estudio a Stagg lo recibe un hombre llamado Tod Weiß, un joven bien vestido y, esto lo descubre al estrechárselas, de manos fofas. Sin embargo, Weiß está seguro de sí mismo. Es el productor, y cada vez que chasca los dedos, alguien salta. Exhibe una gran sonrisa y se pasa la mano por el pelo.
—Estamos muy contentos de tenerlo aquí —dice Weiß—. Si no hubiera venido, no sé qué habríamos hecho. Nos dijeron que quizá no se presentaría, y aquí lo tenemos. Fantástico. Vamos, lo acompañaré a maquillaje.
—Nada de maquillaje —dice Stagg con su voz plana y negra.
—Pero estamos en televisión.
—De todos modos, yo me quedaré detrás de un biombo.
—Es verdad. Eso no lo había pensado. —Weiß pesca a una asistente que pasa por ahí—. Ve a buscar un biombo, rápido. —Se dirige a Stagg—: Tengo mil y una cosas de las que ocuparme. Dana se encargará de usted.
Hasta este momento, Dana ha sido invisible. Es más joven que Weiß, y negra y delgada. Aparece lista para acompañar a Stagg a la sala de espera. Weiß sigue hablando. Dana lleva a Stagg por un pasillo y sus tacones hacen ruiditos al chocar contra el parqué. No menciona el libro, pero abre la puerta y luego la cierra cuando Stagg ya está dentro. Stagg se sienta.
La puerta se abre.
—¿Monk? —Era Yul—. ¿Eres tú?
—Cállate —respondí.
Yul se sentó en el sofá, a mi lado, se quedó mirándome la barba.
—El disfraz no es muy bueno.
—Es lo bastante bueno. La cámara no me enfocará.
Yul meneó la cabeza.
—Estás haciendo malabarismos, amiguito.
Apoyé mi barbudo rostro entre las manos. Quería llorar. Me sentía tan perdido, tan solo. Miré a Yul.
—¿Sigues siendo el único que lo sabe?
—En la oficina nadie lo sabe. Bueno, Isabela, la contable, sí, pero da igual, porque casi no habla inglés. No ha atado cabos.
—Y todo por dinero —dije. Yul asintió en silencio, riendo—. O tal vez no —añadí.
Se detuvo y me miró a los ojos.
—¿O sea?
Moví la cabeza.
—No lo sé.
—Diez minutos, señor Leigh —dice Dana desde el otro lado de la puerta.
Me volví hacia Yul.
—¿Es demasiado tarde para meterme en un agujero y esconderme?
—Eso parece. Más adelante, cuando se sepa todo, te acordarás de esto y te reirás. Lo irónico del asunto, y sé que cuando te lo diga querrás morirte, es que es probable que las ventas de tus otros libros salgan beneficiadas.
—¿Cuando se sepa todo? —Negué con la cabeza—. Nadie sabrá nunca que yo escribí esa mierda. ¿Entendido?
—Vale, vale, tranquilo. Ahora tendrías que meterte en tu papel.
Y tenía razón. Con la preocupación por que me desenmascararan, Stagg Leigh había abandonado mi cuerpo. Cerré los ojos y volví a convocarlo. Me metí la mano en el bolsillo, saqué mis gafas de sol y me las puse.
—¡Porculo!
—¡Quiero orden! —grita alguien.
Dana conduce a Stagg hasta una silla detrás de un biombo. Kenya Dunston se acerca. Tiene el mismo aspecto que cuando sale en televisión, parece igual de real. Tal vez esté un poco más fornida.
—Stagg Leigh, criatura, te reconocería en cualquier parte —dice Kenya. Abraza a Stagg como si lo conociera y lo quisiera como a un amigo—. Vaya libro, vaya libro.
—Es la hora, señora Dunston —avisa una joven.
—Es la hora —dice Kenya—. Es la hora.
Y pasa al otro lado del biombo.
Al anular mi propia presencia, ¿habría reforzado la individualidad de Stagg Leigh? ¿O era el libro mismo el que le había dado la vida? Ahí estaba, expuesto al escrutinio público, y el público lo adoraba. ¿Qué pasaría si me cansaba de aguantar la respiración, si tenía que salir a la superficie a coger aire? ¿Iba a tener que matar a Stagg para silenciarlo? ¿Y qué significaba el hecho de estar pensando en Stagg como en un ser con capacidad de maniobra? ¿Qué significaba que me estuviera haciendo esas preguntas? Naturalmente, no significaba nada, y por lo tanto lo significaba todo.
Tema musical atronador. El público se pone a cantar. Una voz en off presenta a Kenya Dunston. El público ruge. Kenya está emocionada. Sonríe de oreja a oreja, resplandeciente.
—Tengo el placer de recibir en el programa de hoy a Stagg Leigh, el autor de una novela que está a punto de publicarse. Será un superventas, y tengo entendido que los derechos para el cine ya están vendidos. ¿No es increíble? Es la primera novela de Stagg. Sin embargo, debo advertirles que nuestro invitado es un poco tímido y ha accedido a acompañarnos con la condición de permanecer tras un biombo. Así que, por favor, démosle todos la bienvenida a la silueta de Stagg Leigh, autor de… —Hizo un silencio—. ¿Y ahora qué hago? Voy a decir el título, y que pase lo que tenga que pasar. Stagg Leigh, autor de Porculo.
Aplausos.
—¿Cómo estás, Stagg?
—Bien.
—Vaya libro…
—Sí.
—¿Querrías contarnos qué te inspiró la historia?
—No.
—Vamos… ¿Es una historia real? ¿Quieres compartir con nosotros los momentos de tu vida que te empujaron a escribir un relato tan fascinante y tan auténtico?
—Me parece que no.
—Es un lenguaje muy gráfico, sin duda. Tenía la sensación de estar dentro del libro. Y tan emocionante… Leyéndolo, en varias ocasiones tuve la sensación de estar a punto de estallar.
—Gracias.
—¿Go Jenkins está basado en alguna persona concreta?
—No.
—No es fácil sacarte las palabras, ¿verdad?
—No.
—Bueno, cuando volvamos de la pausa para la publicidad quizá podrías contestar algunas preguntas del público.
—¿Qué coño pasa? —dice Kenya—. Este hijo de puta no abre la boca. ¿Qué clase de entrevista es ésta?
Weiß está de rodillas al lado de Stagg.
—Tiene que tratar de abrirse un poco, por favor. Cuéntenos algo. Dígale a la gente que compre el libro, por lo que más quiera. Lo que sea.
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—Ya estamos aquí otra vez. Hoy nuestro invitado es el escritor Stagg Leigh, que ha venido a «hablarnos» de su primera novela, Porculo. ¿Tienes más ganas de hablar, Stagg?
—No muchas.
Pánico general. Silencio incómodo. Ruidos de inquietud del público. Dana ahoga unas risitas contra la muñeca. La cámara hace un barrido del público y recupera a Kenya.
—Bueno, ya os había dicho lo tímido que es nuestro invitado, y vaya si lo es. Éste podría ser un buen momento para que os lea un fragmento de esta fantástica novela.
Kenya abre Porculo y lee:
Quiero a la Cleona y odio a la Cleona. En mi cabeza viven dos negritos. El Negrito A y el Negrito B. El Negrito A dice: «Con calma, hermano, que tú no tienes pasta, ya lo sabes, deja que la chica vuelva al istituto, a su clase de árgebra y su clase de sociología y su clase de ordenadores para que pueda salir del abujero y ser alguien en la vida. Dale una oportunidad, una oportunidad para que pueda ser esa enfermera que tanto dice». Pero el Negrito B se ríe: «Mierda —dice—, llévate a la biiip a su casa y tíratela una vez, y otra vez. Hablando con el negrito del Jeep delante tuya, qué morro. A tomar biiip. Si te insulta, que le den biiip. Luego sales a buscar al biiip del Jeep y le das porculo. Pero ahora te llevas el biiip a casa y lo pruebas. Acuérdate de lo bueno que estaba, de cómo gemía, como si llorara, como si le doliera. El negrito castigando ese biiip. A tomar porculo el istituto. No será enfermera. No será nada».
Cuando vamos a su casa veo a unos tíos que juegan a basket. Hace mucho que no juego a basket, pienso. Yo era muy bueno. Encestaba desde medio campo y todo. Y vaya saltos que pegaba. Pero cómo vas a llegar a la universidad y a sacarte pasta de la buena cuando, para empezar, no eres una biiip mierda y encima esos cabrones te echan del istituto. Y no iba a chuparle la biiip al entrenador para que me dejara jugar. Tendría que haberlo intentado cuando era bueno, una prueba para los Lakers. Me pillaban fijo. En la tele. Magic y yo. Es que no habría tenido ni que entrenar, de lo bueno que era.
La Cleona abre la puerta y entramos y da media vuelta y me mira.
—Dame la pasta, ahora.
—Con calma, nena —le digo poniendo voz así, guay—. ¿Por qué no me enseñas dónde duerme el crío?
—Ya sabes dónde duerme el crío. El crío duerme en mi habitación, y ahí no vamos a entrar. La pasta, ahora.
—¿Me das un poco de agua con hielo?
Suelta un suspiro profundo y tira para la cocina con unas pisadas que todo retumba.
Me siento en el sofá y veo que es nuevo. Paso la mano por el cojín que tengo al lado y pienso: «Mierda, de dónde habrá sacado la mierda esta. Nuevecito».
La Cleona entra en la habitación con el vaso de agua en la mano y me lo da y se queda ahí plantada.
—Tienes sofá nuevo —digo.
—¿Y?
—¿De dónde habéis sacado la pasta, tú y tu vieja?
—No es asunto tuyo.
—Pues yo creo que sí. Si la madre de mi hijo sale a vender el biiip para comparse muebles, es asunto mío. Porque puede que no necesites dinero.
—Se supone que tienes que pasarme dinero para el Rexall cada mes.
—«Se supone que» no es lo mismo que «tienes que» —le digo. Repaso la habitación—. Tenéis cantidad de cosas guapas. —Pego un sorbo, el agua está caliente—. Que te he dicho que con hielo, biiip.
Se me queda mirando.
—Lo siento, nena —le digo—. Se me ha escapado. Ven y siéntate a mi lado.
Sigue mirándome.
—Siéntate.
Plantifica su biiip gordo a mi lado y yo le paso el brazo y se pone toda tensa.
—Venga, Cleona, relájate un poquito. No hay nadie en casa. —Le toco una de esas biiip con el dedo y digo—: Ahí ha cenado mi hijo.
La Cleona no quiere reírse, pero se le escapa la risa.
Le toco las biiip un poco más.
—Vaya biiip —le digo—. Quiero probar lo que bebe mi niño. ¿Quieres que pruebe lo que mi niño también prueba?
Parpadea y creo que ha dicho que sí y le levanto la camisa y miro el pedazo de sujetador que lleva. Quiero desabrochárselo, trasteo por la espalda pero el biiip no se suelta.
—Ayúdame, maldita sea —le digo.
La Cleona se pasa una mano por encima de la cabeza y la mete por el cuello de la camisa, y pasa la otra por la espalda y se desabrocha el sujetador. Y entonces se le desparraman esas biiip que son como almohadas enormes, como bolsas de arena. Se las agarro y se las chupo, ahí, bien fuerte, hasta que se pone a gemir y susurra algo, no sé qué biiip estará diciendo, pero se las aprieto y chupo y aprieto más y chupo más. Es la una en el reloj de la otra punta de la habitación y me acuerdo de que tengo que verme con el Amarillo y el Tito en los billares. Tendré que echarlo muy deprisa. La empujo para atrás y le desabrocho los pantalones mientras le chupo las biiip y ella gime. Me cuesta bajarle los pantalones con ese pedazo de biiip, pero se los bajo y luego se la meto, toda. ¡Zaca! Así, y ella pega un grito y yo me siento el biiip amo, tío. Se la biiip, tío, se la biiip y ella se pone a llorar, abre los ojos y llora y me dice que me quite. Pero yo estoy ahí, dándole, y le sonrío.
—Dios mío, me encanta —dice Kenya meneando la cabeza—. Vamos a ver. Sé que en casa algunos estaréis pensando en lo duras que son ciertas expresiones. Pero dejad que os diga una cosa: no vais a encontrar nada más auténtico. Con este talento, ¿no os parece que deberíamos perdonarle a nuestro invitado su enorme timidez, criaturas?
Aplausos del público, asentimientos, beneplácitos, bendiciones.
Desde la morada que era mi disfraz, miré afuera y vi a Yul de pie entre bastidores. Aplaudía discretamente. Me saludó con la cabeza, se encogió de hombros y luego levantó el pulgar, gesto que me hundió. Me miré los pies e imaginé mi reflejo en la piel de mis zapatos. Kenya Dunston parloteaba al otro lado del biombo. Lo que decía no tenía ninguna importancia. Me levanté y me marché.
Hard luck Poppa standing in the rain
If the world was corn, he couldn’t buy grain,
Lord, Lord, got them Brown’s Ferry blues[5].