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Lo que yo temía, por supuesto, era que al negar o rechazar mi complicidad en la marginalización de los escritores «negros» terminara en el extremo más alejado, en el más cercano a la «alteridad» de una línea imaginaria en el mejor de los casos. Mi escritura no era un acto de denuncia o de indignación social (aunque, en cierto modo, la escritura no es sino eso), y tampoco consecuencia de que en mi familia existiera una tradición de narrativa oral. Nunca he tenido la intención de liberar a nadie; nunca he intentado escribir el retrato casi real, el retrato auténtico de mi gente; nunca he tratado a nadie cuyo retrato conozca tan bien que pueda pintarlo. Si hubiera escrito en los años inmediatamente posteriores a la Reconstrucción, tal vez lo habría hecho para mejorar la condición social de mis compañeros oprimidos. Pero lo irónico del asunto es maravilloso: en virtud de mi incapacidad para reconocer las diferencias raciales y para permitir que mi producción pudiera definirse como un ejercicio de autoexpresión racial, yo era una víctima del racismo. Así las cosas, no me vería económicamente oprimido por haber escrito un libro que podría alinearse, precisamente, con esos libros que yo tachaba de racistas.

Y tendría que llevar la máscara de la persona que se suponía que debía ser. Ya había hablado por teléfono con mi editora bajo la identidad del infame Stagg Leigh, y ahora me reuniría con Wiley Morgenstein. Podía hacerlo. El juego empezaba a ponerse divertido. Y que te entregaran un cheque era muy agradable.

Jelly, Jelly

Jelly

All night long

¡Contemplad al invisible!

Bill no volvió a casa esa noche, llegó a la mañana siguiente, sonriendo y hablando muy deprisa. Yo había reunido algunas de las grabaciones preferidas de mamá e iba a llevárselas con un reproductor de CD. Bill daba la impresión de ir colocado, aunque yo no era capaz de imaginar de qué, y ese tipo de pregunta siempre se me había dado muy mal. Le pregunté si estaba bien.

—Sí, ¿por qué? —respondió.

—No sé. Es que pareces distinto.

—¿Distinto? ¿En qué?

—Da igual.

—No, quiero saber en qué parezco distinto.

La brusquedad de su tono amplificó la nota agresiva.

—No iba con segundas —respondí—. Por si te interesa saberlo, pensaba que quizás ibas un poco colocado.

—¿Colocado de qué?

—No lo sé. No me importa.

—Dices eso porque no te he ayudado con lo de mamá, ¿verdad?

—No.

—Estás enfadado porque he pasado la noche fuera. ¿Tendría que haber llamado?

—Voy a ver a mamá.

—Para eso he venido a Washington. —Bill trató de parecer sobrio—. Pero me doy cuenta de que mi presencia no es indispensable.

—Estaba justo a punto de salir cuando llegaste. Como he pasado la mañana esperándote, había decidido marcharme. Ahora estás aquí y te pregunto: ¿quieres venir conmigo a ver a mamá?

—Necesito ducharme. Y donde haya estado es asunto mío.

—Te espero.

—No, da igual. Tú ve. Mamá estará preguntándose qué te ha entretenido.

Yo observaba los labios de Bill y me daba cuenta de que no entendía una palabra de lo que estaba diciendo. Su idioma no era el mío. Su idioma poseía una geometría adverbial e interrogativa que yo no era capaz de comprender. Podía distinguir los contornos de su significado, y cuando oía sus palabras me daba cuenta de que significaban algo, pero la sustancia del significado se me escapaba por completo. Asentí en silencio.

—Y esto, ¿cómo tengo que tomármelo? —me dijo Bill.

Se estaba burlando de mí. Era eso. Había percibido mi confusión y la usaba en mi contra. Volví a asentir en silencio.

—Vete. —Cuando me dirigía a la puerta, dijo—: Me equivoqué al pensar que me entenderías. En realidad, no esperaba que lo hicieras, en absoluto. Eres igual que papá. Siempre lo fuiste, y te estás convirtiendo en él.

Moví la cabeza con un gesto afirmativo.

—Vete. Ve a ver a mamá sin mí. El tiempo tiene la manía de deshinchar nuestras resoluciones y adecuarse a todo aquello que el centro de nuestro ser preferiría rechazar. Con todo, mi centro está mucho más centrado que esa corrompida mitad tuya. Yo, a pesar de los desvíos y las interrupciones que he ido encontrando más allá de ese arrecife que es mi playa, soy fiel a mí mismo.

En vez de asentir en silencio, esta vez me marché.

Sentado en el despacho del médico de guardia mientras esperaba un informe de la primera noche de mamá, tuve la ocasión de examinar la estantería que había detrás de la mesa del doctor. Había libros de John Grisham y Tom Clancy, un libro de bolsillo de John MacDonald y cosas así. Esos libros no me molestaban. Aunque nunca había leído uno entero, sí había hojeado alguno; yo no les veía profundidad artística alguna, y tampoco me parecían sobrados de ironía, ideas o recursos lingüísticos, pero estaban bastante bien redactados, tan bien redactados como pueda estarlo un manual de instrucciones bien redactado. «Vaya, así que ésa es la lengüeta A.» Y entonces ¿por qué me entraban ganas de vomitar cuando pensaba en Juanita Mae Jenkins? Porque Tom Clancy no trataba de venderme su libro dando a entender que la tripulación de su submarino ultramoderno era una representación de su raza (por muy adecuada que me pareciera la metáfora). Y su editor tampoco lo hacía para promocionar el libro. Si los blancos de Clancy no te gustaban, siempre podías leer otros libros sobre otros blancos.

¿Adónde vas?

A Mississippi.

¿Y por qué te vas ahí tan lejos?

Tengo que abrirme del sur de Chicago.

Mierda. Mira que Mississippi es el sur del sur de Chicago.

(Y los dos se echaron a reír.)

El médico era un hombre gordo de aspecto enfermizo, pero iba muy peripuesto. Sus zapatos estaban tan limpios que brillaban, y el chaleco de punto que llevaba (a pesar del calor que hacía) combinaba con su traje a la perfección. Se sentó al otro lado de la mesa y fantaseé con que se parecía a Tom Clancy, de quien ni siquiera había visto una foto en el periódico. Luego lo imaginé tratando de entrar por la reducida escotilla de un submarino.

—Su madre no está teniendo un buen día. Nos hemos visto obligados a sedarla. Ahora está en cama y hay una enfermera con ella. No sé qué decirle, señor Ellison. A veces los pacientes reaccionan de modo inesperado. Puede que mañana esté mejor.

Luego el médico se convirtió en mi hermana Lisa, que se recostó en la silla, se encendió un cigarrillo imaginario y pronunció mi nombre. Yo sabía perfectamente que estaba sufriendo alucinaciones, y saberlo probaba que no estaba loco, pero si a ese episodio le sumaba el del numerito lingüístico de mi hermano, la cosa ya me parecía un poco preocupante.

—No hay nada que hacer, Monk —dijo Lisa—. Vete a casa. Forma un hogar. Mamá no sufre, relájate. En realidad, para ella cada instante es nuevo. Míralo así. Ya conoces el chiste: «¿Qué es lo mejor del Alzheimer? Que cada día conoces gente nueva». —Lisa se echó a reír—. Así que vete ya. Y no dejes que Bill te deprima. Está tratando de encontrar su camino. No es culpa suya si no es simpático. A mí nunca me pareció simpático, al menos.

—¿Cómo sabes que mamá no sufre? —pregunté.

—¿Perdón? —dijo el gordo, cuya placa, sobre la mesa, rezaba: «Dr. H. Bledsoe».

—Lo siento, estaba hablando con otra persona.

—¿Se encuentra bien, señor Ellison?

—Sí, muy bien. He traído algunos discos que le gustan a mi madre. —Dejé la bolsa en la mesa y me puse en pie para marcharme—. ¿Cree que cosas conocidas como la música podrían hacerle algún bien?

—Lo dudo. Es posible.

Cuando llegué a casa, Bill no estaba. En la mesa del comedor encontré una nota:

En el despacho de arriba encontrarás una nota que lo explica todo.

Subí al despacho y vi un sobre en la mesa. Dentro, una nota en la que se leía:

¡VETE A LA MIERDA!

Bill

¿No es usted Rine, el vendedor?

Wiley Morgenstein cogió un avión a Washington para conocer a Stagg Leigh. Stagg, que se había puesto un poco nervioso por ese almuerzo, se alargó un poco con los preparativos. Se plantó frente al espejo del baño para ensayar: fruncía el ceño y se le formaba un surco en la frente, sobre el puente de la nariz. Se afeitó el bigote y se disculpó ante su antiguo propietario. Se probó un sombrero varias veces, pero a cada intento se veía incapaz de llevarlo durante más de unos pocos segundos.

—¿A quién quieres engañar? —le preguntó al espejo.

¿Debía llevar zapatos puntiagudos? ¿Deportivas? ¿Las chanclas de la cárcel del condado? Se decidió por unos mocasines marrones, unos pantalones caqui y una camisa blanca con rayas azules y cuello de botones. Era la ropa que tenía a mano.

Iba a reunirse con Morgenstein en el restaurante de la azotea del hotel Washington. Stagg se puso las gafas de sol y salió de casa con retraso.

La galería del restaurante daba al jardín este de la Casa Blanca, pero Morgenstein había reservado dentro, en una mesa oscura escondida en un rincón del comedor principal. A Stagg lo condujeron a la mesa del productor, que estaba en compañía de una joven. Cuando Stagg llegó, los dos se pusieron en pie. Se dieron la mano.

—Encantado de conocerte, Stagg —dijo Morgenstein—. Cynthia, mi asistente.

—No sabes lo privilegiada que me siento de poder conocer a un autor de tu altura.

La chica soltó una risita aguda.

—Bueno, sentémonos, siéntate, siéntate.

Stagg se sentó, y en la penumbra trató de distinguir al hombre que tenía ante sus gafas de sol. Morgenstein era más gordo de lo que había imaginado y llevaba ropa informal, una camiseta bajo el blazer. Y si esa Cynthia era su asistente, entonces Stagg existía de verdad. La joven apenas si cubría con un trozo de tela bien tirante lo que eran, sin lugar a dudas, unos pechos operados.

—Siento lo de la mesa dentro, pero soy gordo, demonios, y necesito aire acondicionado.

Morgenstein se echó a reír.

Stagg no lo hizo.

—No eres gordo, Wiley, en absoluto —dijo Cynthia.

Morgenstein pasó el comentario por alto.

—Cuando se enteró de que iba a reunirme contigo, tu editora se quedó de piedra. Gracias por venir. ¿Quieres beber algo? —Ya estaba llamando al camarero—. La maldita novela me encantó. Me partía. También es triste, eh, no me malinterpretes. Y muy auténtica. Los diálogos pueden pasar directamente del libro al guión. —El camarero llegó—. ¿Qué tomas? —le preguntó Morgenstein a Stagg.

—Un Gibson —dijo Stagg.

Morgenstein trató de contenerse para no torcer el gesto.

—Habría pagado por la dichosa novela aunque te hubieras negado a reunirte conmigo, sabes. Solo quería ver qué pasaba. Tres millones son muy convincentes, ¿no?

—Desde luego —dijo Stagg.

Morgenstein le dedicó a su amiguita una mirada perpleja.

—No eres como te imaginaba.

—¿No? ¿Y cómo me imaginabas?

—No sé, más duro, o así. Ya sabes, más de la calle. Más…

—¿Negro?

—Sí, eso es. Me alegro de que tú lo hayas dicho. He visto a la gente sobre la que escribes, tipos que van de frente, con agallas. A escribir cosas así no te enseñan en la universidad. —Se volvió hacia Cynthia—. ¿Verdad, cariño?

Stagg asintió fríamente.

—Mira la carta para ver lo que quieres —dijo Morgenstein—. El sitio este está bien, ¿no? Escoger el restaurante me ha costado lo suyo. Releyendo la novela en el avión, se me ocurrió que podríamos ir al Popeye’s. —Morgenstein se echó a reír. Cynthia le rodeó el brazo con los dedos y también se rió—. ¿Has visto algo que te guste?

—Creo que sí.

El camarero volvió con el Gibson y esperó a que ellos pidieran.

—La señora y yo querríamos unas chuletas grandes, al punto, con la guarnición que traigan pero sin mantequilla en las patatas. Para la ensalada, salsa ranchera. ¿Stagg?

—De primero, la sopa de zanahoria y jengibre. La sirven fría, ¿verdad?

—Sí, señor.

—En la carta no lo veo, pero me gustaría un plato de fettucini con un poco de aceite de oliva y parmesano.

—No hay ningún problema, señor. —El camarero miró a Morgenstein—. ¿Querrán vino?

Morgenstein miró a Stagg.

—Lo que quieras —dijo Stagg.

—Vino tinto —pidió Morgenstein. Mientras el camarero recogía las cartas y se marchaba, el gordo se volvió hacia su ligue con cara de preocupación—. No eres exactamente lo que esperábamos, ¿sabes? —le dijo a Stagg.

—Esto ya lo hemos hablado. ¿Por qué querías conocerme?

Lo de hacerse el duro funcionaba. Stagg advirtió que Morgenstein se apartaba un poquito, asustado.

—Por ningún motivo en especial.

Pasaron un rato sin decir nada. Cynthia le susurró algo a Morgenstein y luego volvió a soltar una risita. Jugueteó con un mechón de su pelo rubio y lo miró con la cabeza ladeada.

—Así que has estado en la trena —dijo Morgenstein—. Yo casi termino en el trullo, pero mi tío Mort me libró. Lo que pasó es que unos quisieron hacerme pagar el pato por una historia de comercio interestatal. ¿Tú qué hiciste?

Aquí Stagg se enfrentaba a un dilema. Hasta el momento, su única mentira había sido su nombre. Bastante honesto era admitiendo que había escrito la maldita novela.

—Dicen que maté a un hombre con el punzón de una navaja suiza.

El «dicen» fue un golpe maestro, y Stagg se sonrió, gesto que sirvió para subrayar la naturaleza de su crimen.

Morgenstein se quedó en tensión durante unos instantes y luego pareció aliviado.

—Estaba a punto de pensar que no eras auténtico.

Se echó a reír con Cynthia, que ya no miraba a Stagg como antes. Parecía haberse parapetado tras el gordo, pero al mismo tiempo le dedicaba a Stagg una sonrisa coqueta mientras observaba su propio reflejo (eso era lo que miraba, seguro) en las gafas de sol.

—Yo soy auténtico —repitió Stagg—. Cynthia sabe que soy auténtico, ¿verdad, Cindy?

Cynthia se revolvió en su asiento.

—Sí.

Morgenstein se rió, nervioso.

Llegaron las ensaladas y la sopa. Stagg tomó dos cucharadas de sopa y la apartó.

—¿No te gusta? —preguntó Morgenstein.

—Sí, está bastante buena. Es exactamente lo que quería. —Stagg sonrió de nuevo a Cynthia y luego a Morgenstein—. Y ahora debo salir corriendo, lo siento. Tengo que ir de visita a una casa de convalecencia.

—¿Servicio a la comunidad? Una vez me tocó hacerlo. Una auténtica putada. Críos.

—Ha sido un placer.

Stagg alargó el brazo para estrechar la pezuña regordeta del hombre y se despidió de Cynthia con un movimiento de cabeza.

—Oye, ¿me das un número para que pueda localizarte en Washington? —preguntó Morgenstein.

Stagg miró al tipo durante un par de segundos y soltó una risa indiferente antes de marcharse.

¡Contemplad al invisible!

Stagg descubrió que durante el trayecto de bajada en el ascensor el mundo había cambiado. En el vestíbulo se topó con un póster inmenso, una colorida confusión de formas que hacía esta pregunta:

¿EXISTIÓ DE VERAS JULIAN SCHNABEL?

Deambuló hasta el siguiente cartel:

¿QUÉ HACE LA VANGUARDIA?

Y el otro:

LO QUE PARA UNO ES UN GRAFFITI

PARA OTRO ES UNA PINTADA EN LA PARED.

Stagg estaba perplejo, enfadado. En la calle se arrancó las gafas de sol de la cara y desapareció.

Por la tarde refrescó y lloviznó. Sentado al lado de la cama de mamá, me quedé mirando a la gente que entraba en el edificio. Mamá estaba dormida. Escuchamos una sinfonía de Brahms, la segunda o la tercera. A ella siempre le gustó más que a mí.

En más de una ocasión les di las gracias a mis padres por no haberme educado en el catolicismo. La última vez que lo hice tenía trece años y, por fin, me respondieron:

—Nosotros no somos católicos, cariño.

El «cariño» era cosa de mi madre.

—Eso ya lo sé —respondí. Cuando llegué a la puerta me detuve y di media vuelta—. Éstas son unas gracias distintas de las que os doy por no haberme educado en el cristianismo.

—Eso ya lo sabemos —dijo papá.

—¿Y por qué nos das las gracias? —preguntó mamá.

—Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point —dijo papá.

—Yo tengo mis razones —añadí.

—Buen chico —dijo papá.

—Vive le roi —contesté.

Papá se echó a reír. Mamá ya había reanudado su lectura.