12

Como Lorraine pasó la noche y la mañana en casa de Maynard preparándose para la boda, me quedé solo cuidando de mamá. Nunca imaginé hasta qué punto dependía de la sirvienta; descubrí que la realidad no conoce de sutilezas ni de amabilidades cuando le da por «ponerse chula», como quien dice. Esa mañana, mamá estaba especialmente difícil. Sabía quién era yo y quién era ella y que teníamos que ir a una boda, pero ya no se acordaba de vestirse. Así que la vestí yo. Mi virilidad no le importó en absoluto cuando me pidió que la ayudara con el sujetador, las bragas y las medias. Me sentía atrapado en una película surrealista italiana mal doblada, pero al final resultó que todo era demasiado real.

—El sujetador se me clava —me dijo—. Búscame otro.

Imaginé que así habría terminado hablándole a Lorraine. Le llevé otro sujetador y la ayudé a ponérselo; tuve que encajarle los pechos caídos en las copas.

—Eso está mejor. —Miró a su alrededor—. Los zapatos. Los negros de las tiras. Y las perlas. El collar de doble vuelta.

—No encuentro los zapatos negros —le dije desde su vestidor.

—Están ahí, Lorraine, solo tienes que mirar bien.

—Me parece que no los trajiste.

—Los tienes delante —replicó, cortante. Descalza, dio unos pasos y, apoyando una rodilla en el suelo, cogió unos zapatos de salón color burdeos—. Aquí.

—Estás muy bien, mamá —le dije.

Yo estaba de pie, detrás de mamá, que, sentada, se miraba en el espejo de la cómoda.

Papá acababa de llegar de una cena, cena objeto de una conversación, antes de salir, que había despertado mi curiosidad. Le dio un beso a mamá en la puerta y luego subió a su despacho. Lo seguí y me desplomé sobre el sofá de piel que quedaba al otro lado de su mesa.

—¿Cómo ha ido tu cena? —me preguntó.

—Así asá —contesté usando una expresión suya—. Lorraine le echó demasiada sal a la verdura. Como de costumbre.

Papá se echó a reír.

—¿Cómo ha ido tu cena? —le pregunté.

—Estaba muy buena, pero me temo que terminaré pagándolo caro. —Se sentó a su mesa y empezó a repasar la pila de correspondencia—. Cenamos ostras, y de postre, tarta de limón.

—Las ostras me gustan.

—Ya lo sé. Quizá podríamos ir todos a Crissfield’s esta semana.

—A Lisa le gustará —dije—. ¿Qué clase de cena era? ¿De qué habéis hablado?

Me miró durante un instante.

—Bueno, éramos un grupo de viejos amigos. Un par de ellos llevaban mucho tiempo fuera. Ahora todos tienen canas. Hemos hablado de cuando no teníamos canas, de las cosas que hacíamos entonces y de cuánto nos reíamos. —Hizo una pausa—. De lo que hablan los muertos, Monk.

Lo miré sin decir nada.

Él examinó mi cara de niño de diez años y luego sonrió.

—No soy tan viejo como parece, creo. —Abrió otra carta, la leyó y la tiró—. Hacerse demasiado viejo sería una lástima, por supuesto. Vivir demasiado no es ninguna virtud. Vivir no debería convertirse en costumbre. —Más que conmigo, hablaba consigo mismo—. Mañana por la noche. Mañana por la noche saldremos y te llevaré a comer ostras.

Nos dicen que el sujeto del enunciado no debe considerarse idéntico al autor de la formulación ni sustancial ni funcionalmente. Ésta es, me han dicho mis amigos teóricos, una característica de la función enunciativa. El enunciado que me ocupaba era la caja que contenía las cartas de mi padre. ¿Era algo que mi madre trataba de contarme acerca de mi padre? ¿O era algo más ingenioso, como mi hermano Bill quería que creyese? ¿Sería un mensaje de mi padre, sabedor de que mamá no quemaría la caja y de que ésta, de algún modo, llegaría hasta mí? Mientras arreglaba a mamá para ir a la boda de Lorraine, repasé una y otra vez el contenido de la caja preguntándome qué debería hacer yo, en caso de que debiera hacer algo, y a instancias de quién. Conociendo a papá, quizá yo solo tuviera que aprender una lección sobre la vida sin necesidad de tomarme al pie de la letra lo de seguirle la pista a una hermanastra perdida. En realidad, yo sabía la poca paciencia que gastaba mi padre con la, en sus palabras, «devoción vulgar, ordinaria y simple por las relaciones rudimentariamente biológicas».

—¿Qué te parece que Lorraine se case, mamá? —le pregunté mientras caminábamos hacia el coche.

—Un poco precipitado.

—Ella parece contenta.

—Creo que no sabe lo que hace. ¿Qué sabe ella de relaciones? Nunca ha salido con nadie. Y este chico…

—Tiene casi setenta años, mamá.

—Bueno, pero parece joven. No sé, Monksie. Será para bien, supongo. Y llegará el día en que yo no esté ahí para cuidar de Lorraine.

—No digas eso —respondí mientras cerraba la puerta. Estaba metiendo la llave en el contacto. Aunque la casa de Maynard quedaba a medio kilómetro de la nuestra solamente, pegada al complejo residencial, íbamos en coche.

—Creo que mantienen relaciones sexuales —declaró mamá. No dije nada.

—¿Tú qué crees?

—Creo que es asunto suyo.

—Mmm…

Wittgenstein: ¿Qué hacía Bach cuando lo acuciaban las deudas?

Derrida: No lo sé. ¿Qué hacía?

Wittgenstein: Darse a la fuga.

Derrida: ¿Te refieres a que huía apresuradamente para escapar de las autoridades?

Wittgenstein: Bueno, no me refería exactamente a eso. Era un juego de palabras.

Derrida: Ah, ya lo pillo.

Cuando llegamos a casa de Maynard, vimos a Lorraine en el jardín hablando a gritos con su futuro esposo, que estaba en el porche.

—¡Cómo te atreves a llamarme vieja, pedazo de fósil!

Nada es sencillo. Y mucho menos enfrentarnos a nuestros planes cuando éstos, aunque no los hayamos puesto en práctica ni los hayamos formulado, son bastante cuestionables. De repente me invadió un sentimiento de culpa: pensé que, en cierto modo, mi plan había sido ése, que yo había querido casar a Lorraine, ingresar a mamá y seguir con mi vida. Sí que quería casar a Lorraine, sí, para no tener que cuidar de ella en los años venideros, pero lo que no quería hacer de ninguna manera era internar a mamá. Y me estaba mintiendo. En el fondo, y dada su enfermedad, tenía muchas ganas de internarla, tanto por su bien como por el mío. Aunque la palabra «internar» también resultaba inquietante: tenía sinónimos como «recluir», «aprisionar» o «encerrar», vocablos siniestros que me torturaban.

Mamá se quedó sentada en el coche mientras yo me acercaba a Lorraine y le hacía una pregunta tan ridícula como apropiada a la situación:

—¿Pasa algo?

—Sí —respondió a gritos—, este viejo tonto me ha llamado vieja.

—Eso no es lo que dije —intervino Maynard, muy tranquilo. Se apoyó en un poste—. Lo que le dije fue que dejara que mis sobrinas se ocuparan de la comida porque ella necesitaba descansar.

—Ya lo ha dicho otra vez —dijo Lorraine.

—¿Ha dicho qué? —pregunté.

—Que soy vieja.

—No, ha dicho que sus sobrinas son más jóvenes que tú.

—Ha dicho que soy vieja.

—Eres vieja, Lorraine, maldita sea —dije.

No existe descripción adecuada para la cara que puso Lorraine, y eso, como descripción, basta por sí solo.

—Alto ahí —dijo Maynard acercándose a Lorraine—. Lo que le ha dicho a mi novia es muy duro. ¿Quién es usted para llamarla vieja?

Pasó los brazos alrededor de Lorraine y ella le devolvió el abrazo.

Mamá ya había bajado del coche.

—Si Lorraine es vieja, entonces, ¿yo qué soy? —preguntó.

Miré las tres caras y me decidí por la de Maynard.

—¿Dónde está el reverendo?

—Todos están dentro —respondió Maynard.

—Vamos —dije alegremente—. Celebremos esa boda.

D. W. Griffith: Tu libro me gusta mucho.

Richard Wright: Gracias.

En algún lugar de Hollywood, Wiley Morgenstein fumaba un puro y reflexionaba acerca del valor comercial de Mi poblemática. Estaba sentado al lado de la piscina con un tipo muy alto de Nueva Jersey con el que treinta años atrás había estudiado dos cursos en el Passaic Junior College.

Wiley sonrió y volvió a encender el puro.

—Ahora esta gente va al cine. Hay una demanda, y yo voy a cubrirla.

—¿Jugamos al tejo?

—Y el libro es buenísimo, además. Con esta película haré que me tomen en serio.

—¿Quién es la rubia del jacuzzi?

—Pero tengo que conocer al escritor. Quiero ver la mano que escribió este libro. Me entiendes, ¿no?

—Voy a preguntarle cómo se llama.

En cuanto entramos en la casa, la dinámica del feliz momento se hizo evidente. Las caras que guardaban un parecido con la de Maynard no sonreían, y su expresión era muy fácil de interpretar. Eran caras que se preguntaban: «¿Por qué se casa esta vieja criada con el pobre Maynard? ¿Por lo poco que tiene ahorrado?». Con todo, se apreciaba un más que admirable intento de cordialidad que no llegaba a resultar rematadamente hipócrita. Eran seis: una hija, su marido, tres sobrinas y una cuñada. Había una mesa con comida y un televisor en el que se veía un partido de béisbol. El yerno estaba sentado con los ojos clavados en el partido. Le pregunté quién jugaba y me dijo que no lo sabía, y quedó muy claro que no estaba mirando el partido sino tratando de meterse dentro de la pantalla, lejos de la escena que tenía lugar ahí mismo. Me senté a su lado y observé cómo mi madre, muy cómoda, se entregaba a una conversación trivial.

—Esto no se hará —dijo el yerno.

Lo miré.

—La boda, que no se hará.

—¿Por qué lo dice?

Señaló al otro extremo de la habitación.

—¿La ve? Es mi mujer. Es la hija de Maynard. Odia a Lorraine. Me ha tenido toda la noche despierto escuchando lo mucho que la odia.

Me fijé en la hija y en las miradas que le echaba a Lorraine.

—Me llamo Leon.

—Monk.

Le di la mano.

—¿Eres pariente de Lorraine?

—Trabaja para nosotros.

Me miró.

—Es nuestra asistenta.

—¿Vuestra criada?

—Es como de la familia —dije, tratando de reponerme—. Lleva muchísimos años en casa, toda mi vida.

—Lleva muchísimos años en casa —dijo, con un deje ligeramente (o no tan ligeramente) burlón—. ¿Qué sois, ricos o qué?

—No, no somos ricos.

—Yo soy ayudante de electricista. ¿Tú de qué trabajas?

—Soy novelista. —Supe interpretar su cara inexpresiva—. Y profesor de universidad. Este año estoy de excedencia.

—De excedencia. ¿Y te pagan?

—No.

—O sea que me estás diciendo que no trabajas y que no te importa. Eso, según mis cálculos, te convierte en rico. ¿Cuántos sirvientes más tiene tu familia?

—Solo tenemos a Lorraine.

Leon soltó una risita y volvió a mirar la televisión.

—¿Y qué clase de regalo le vas a hacer a tu sirvienta?

Su pregunta era tan rara como impertinente, pero desató en mí un torrente de ideas. ¿Qué iba a regalarle a Lorraine? ¿Qué le debía yo a Lorraine? ¿Qué le debía mi familia? ¿Habría ahorrado algo para cuando se jubilara? ¿Habría hecho alguna vez la declaración de la renta?

—De hecho —le dije a Leon—, voy a regalarle diez mil dólares.

Leon me miró, miró el partido y luego volvió a mirarme a mí. Se levantó y cruzó la habitación para reunirse con su mujer, a quien, estoy seguro, le contó lo que yo acababa de decirle. La hija se lo contó a las sobrinas y a la cuñada, quien a todas luces ya estaba borracha, y entonces la alegría y la calma se apoderaron del lugar. Yo me quedé con un regusto amargo que no se debía a que los miembros de la familia en la que Lorraine iba a entrar me parecieran unos mercenarios ni a que hubiera tenido que decidir en ese preciso instante qué regalo iba a hacerle, sino a que no terminaba de entender cómo podía alguien emocionarse tanto por tan solo diez mil dólares. Me sentí exactamente como nunca había querido sentirme pero siempre me había sentido: torpe y marginado, aunque fuera de una manera injusta e incorrecta. Dirigí mi atención a la pantalla y vi una bola que pasaba volando por encima de la valla del jardín izquierdo. Y pensé que si yo fuera jugador de béisbol, mi dinero, el que Leon imaginaba que yo debía de tener, no le molestaría en absoluto. El problema era el que siempre había tenido: yo no era un tipo corriente, pero me moría por serlo. Burgués, ¿os suena la palabra?

Mi madre estaba de pie, al lado de una ventana alta. Levantó una copa de vino sobre la cabeza y todos respondieron alzando las copas, pero yo veía que los ojos se le iban llenando de esa vacuidad que tanto me asustaba. Dirigió esas órbitas vacías hacia mí y bufó.

Mi abuelo era muy brillante, pero no era un hombre precisamente divertido. Él lo sabía, y se hizo célebre por una frase, la más divertida de la historia de nuestra familia. Mi abuelo dijo: «Que yo pretenda tener sentido del humor es una demostración singular de que lo tengo». Yo tenía diez años, y ya entonces esos niveles de juego lógico me entusiasmaban. Recuerdo que mi padre casi lloraba de la risa. Mi abuelo era más juguetón que mi padre, y más blando con Bill, que lo pasó muy mal cuando, al cabo de un mes de haber dicho su frase, el abuelo murió. Era muy viejo, tendría ochenta y muchos.

Ese día papá estuvo muy tierno, y buena parte de su ternura se la dedicó a mi hermano. Nos hizo sentar en el sofá de su despacho. Él se sentó al lado de Bill y le puso la mano en la rodilla. Creo que Bill y Lisa ya sabían lo que iba a decir, pero yo no, seguro. Observé la cara de mi padre.

—Niños, vuestro abuelo ya no está entre nosotros —dijo.

Recuerdo que quedé fascinado con esa expresión, «ya no está entre nosotros». Quizá solo estuviera tratando de esquivar la noticia. Lisa se echó a llorar. Bill tenía una expresión ausente, vacía, y desplomó la cabeza sobre el hombro de papá. Nunca volvería a verlos tan cerca, sin barreras ni tensiones. Yo no lloré, no entendía la situación del todo; lo que entendí era que el abuelo estaba muerto.

Esa noche, en la cena, Lorraine se detuvo un momento en el comedor y le preguntó a papá si quería que rezara una oración.

—Diablos, no —dijo. Cuando Lorraine se hubo marchado, papá nos miró a todos—. A mi padre le gustaban mucho estos versos: «Y el pescador, con su farol | y su arpón, por las rocas bajas | andaba, y apresaba los peces que llegaban | a adorar la traicionera llama: | Felices aquellos cuyo placer extingue los sentidos y la culpa | que el placer interrumpe | destruyendo solo la vida, que no la paz».

Papá echó un vistazo a la puerta por la que Lorraine había salido.

—Os pido que el dolor no nos empuje a la creencia irracional en algún dios. No necesitamos creer que papá ha ido a la luz del bien. Él solía decirme que no temía la oscuridad. Yo tampoco la temo. Y vosotros tampoco la teméis.

Yo tenía la impresión de que sus ojos me buscaban.

No entendía por qué papá había escogido ese momento para afirmar su ateísmo. Quizá sintiera flaquear sus convicciones. Tal vez estuviera enfadado. Tal vez solo quisiera transmitirnos lo poco que sabía sobre la vida y la muerte.

Mamá, que durante los primeros minutos de la comida había guardado un silencio imposible de pasar por alto, carraspeó:

—Aquí no estamos hablando de ti.

A lo que papá respondió:

—Cierto.

Y empezamos a comer.

—¿Quién es esta gente? —soltó mi madre—. Lorraine, pelandusca, ¿cómo te atreves a dejar entrar a estos… estos… estos vándalos? —preguntó a gritos.

—Vamos, mamá —dije mientras trataba de guiarla hacia fuera—. Está enferma —expliqué en un susurro a Maynard y a los demás.

—Nunca me fié de Lorraine, esta chica solo anda detrás del dinero.

—¿Veis? Os lo dije —les dijo la hija de Maynard a los demás.

—¿Cómo te atreves? —le dijo Lorraine a la hija de Maynard—. Tontaina.

—Esa tontaina es mi mujer —dijo Leon.

—Son una panda de bandidos —dijo mamá. Se libró de mi mano y se subió a un taburete—. ¡Fuera todos, fuera de mi casa!

—¿Su casa? —dijo una sobrina.

—Lo siento —dije yo.

Lorraine se había echado a llorar. Ver a Maynard consolándola me animó. Me disculpé otra vez, y cuando me volví para tratar de llevarme a mi madre, ella echó a correr por la alfombra, disparada hacia el cuarto de baño. No recuerdo un sonido más estruendoso que el que hizo el pestillo de esa puerta al cerrarse.

Llamé.

—¿Mamá?

—¿Quién es usted?

—Soy yo, Monksie.

No hubo respuesta. Volví a llamar.

—¿Mamá?

—Ya sabía yo que era una cazafortunas.

—¡Cállese, bruja!

—Esa bruja es mi mujer.

—A calmarse todos, por favor. —Ése era Maynard.

Oí que mamá iba sacando cosas de los armarios del baño y me entró miedo. Apoyé el hombro contra la puerta y forcé el pestillo. Mamá tenía las medias medio bajadas. Cuando me vio, empezó a gritar. Le subí la ropa y, sin que dejara de gritar, la saqué del baño y de la casa. En el coche ya iba volviendo en sí.

—¿Llegamos tarde? —preguntó.

—En realidad, la ceremonia ya ha terminado. Ha sido muy bonita.

Lorraine y Maynard, no sé muy bien cómo, terminaron casados. Esa misma noche, de camino a Atlantic City, donde iban a pasar la luna de miel, Lorraine se acercó a casa para recoger sus cosas. A mamá no le dirigió la palabra y a mí apenas si me habló. Lo único que dijo fue:

—Así es como me lo agradecen.

Le entregué un sobre.

—Lo siento, Lorraine, espero que esto te vaya bien.

Maynard me dedicó una sonrisa débil, una sonrisa comprensiva.

Llamé a Bill y le dije que al día siguiente internaría a mamá. Él me dijo que cogería un avión. Yo le dije que no se preocupara, que no lo necesitaba para nada. Él me dijo que vendría de todos modos.

—Preferiría que no vinieras, ya será bastante difícil sin ti. —Oí música al fondo. Nina Simone, creo—. Ya lo tengo todo preparado. La acompañaré y pasaré el día con ella.

—Podemos ir a verla los dos.