Me criaron como a un Ellison. Me parecía a los Ellison. Hablaba como los Ellison, era un muchacho tan prometedor como los otros Ellison y alcanzaría el éxito de los Ellison. La gente con la que me cruzaba por la calle de niño me decía que mi abuelo los había traído al mundo, que me parecía a mi padre y a su hermano. El hermano mayor de mi padre, que murió a los cincuenta años, también era médico. De pequeño me gustaba ser un Ellison, me gustaba formar parte de algo que me trascendía. De adolescente, mi apellido y mi identificación me molestaban. Luego ya me dio igual. Washington se hizo más grande y toda la gente a la que mi abuelo había traído al mundo murió. Al padre de mi padre solo lo conocí por las historias que me contaron, que fueron muchas. Su apodo, uno de ellos, era Superdoc: al parecer, había logrado arrancar un coche sin batería para volver a casa después de una visita a domicilio.
El nombre de soltera de mi madre era Parker. Los Parker vivían en la bahía de Chesapeake, al sur de donde veraneábamos. Un par de ellos eran granjeros, y los otros trabajaban en fábricas. Los hermanos y las hermanas de mi madre eran considerablemente mayores que ella, y todos murieron antes de que me hiciera mayor. Me dejaron una recua de primos a los que nunca veía y de los que nunca llegaban noticias, pero de cuya existencia estaba enterado: vivían en algún sitio y tenían nombres como Janelle y Tyrell. Mamá se había convertido en una Ellison. De niño, solo vi a unos Parker en una ocasión, cuando fuimos de visita a una granja que quedaba cerca de la bahía. Me asustaron. Gente grandota de risa fuerte y olor fuerte. Si hubiera sabido más de la vida, me habrían gustado, me habrían parecido exuberantes e interesantes, pero entonces solo me parecieron asombrosamente diferentes. Lisa, Bill y yo, parados sin movernos en esa casa que olía a carbón y a edredones mohosos, parecíamos zanahorias congeladas.
Se diría que mamá se avergonzaba de su familia. Casi nunca hablaba de sus parientes, aunque estoy convencido de que ellos nunca la dieron por perdida. Era la única Parker que había ido a la universidad y, como suele suceder, la educación se interpuso como una cuña entre ellos. Es posible que mi madre comprendiera mejor de lo que yo la creía capaz mis sentimientos de extrañeza y aislamiento. Creo que durante buena parte de su vida se sintió cohibida; que, en cierta medida, pensaba que no daba la talla. No recuerdo ningún acontecimiento que corrobore esta creencia, ninguna costumbre, ninguna afirmación que pueda servir de prueba. Pero tal vez se le escapara una mirada, quizás en alguna ocasión se encogiera al andar; debió de ser algún gesto, algo que yo pude advertir sin saber qué estaba advirtiendo.
Nunca me pareció que papá y mamá fueran dos personas demasiado cercanas. Formaban un frente unido contra el que los niños chocábamos y rebotábamos. No se mostraban abiertamente cariñosos, aunque nosotros tres éramos la prueba de que algo de acción había habido. Es más, diría que se comportaban de un modo decididamente distante y frío el uno con el otro, actitud que a la larga terminaría afectando gravemente las relaciones que he intentado mantener. Convertir esa actitud en una justificación para mis fracasos interpersonales, sin embargo, sería demasiado cómodo. Ella veía su vida de madre y esposa como un acto de servicio; un servicio que realizaba con mucho cariño, sí, pero que no dejaba de ser un servicio, a fin de cuentas. Mi padre consideraba que su condición estaba definida por el deber, y él cumplía su deber con eficacia militar.
En el garaje le eché una mirada a mi mesa, que ahora era un taburete, y no precisamente bien hecho, y pensé en el descubrimiento de mi madre: unos pocos minutos le habían bastado para confirmar que, como había intuido durante tantos años, no había sabido estar a la altura. La madera del mueble que yo había mutilado en aras de la seguridad seguía siendo magnífica, y su tacto también, incluso su olor, pero tampoco daba la talla. Supuse que mi madre habría descubierto las cartas justo después de la muerte de mi padre, quien debió de pedirle que, en vez de leerlas, las quemara. Pero él sabía que ella las leería, por supuesto. Y me enfadé con él, reacción que dirigida a una persona viva ya habría resultado estúpida. Luego me pregunté qué minaría más la confianza en uno mismo: creer que dabas la talla cuando, en realidad, no la dabas, o descubrir que, desde el principio, fuiste lo bastante perspicaz para ver clarísimamente que tus miedos no eran infundados. Y esto explicó, de repente, la serenidad y la compostura que mamá pareció adquirir tras la muerte de papá. Quizás él sabía que eso era lo que le hacía falta a ella. Y lo que ahora le hacía falta era que le desenmarañaran las fibras nerviosas y detuvieran esa atrofia cerebral que acababan de detectarle.
Yul trataba de contener la alegría lo mejor que podía, pero se le daba de pena. Aunque me seguía la corriente y compartía la indignación y el desconcierto que me causaba el hecho de que alguien considerara, sin ningún tipo de ironía, que esa presunta novela era literatura, lo que de verdad estaba haciendo, casi podía oírlo, era contar el dinero. Y también podía oír un consejo: que creciera. Aunque lo que en realidad dijo fue:
—Aquí estamos hablando de un montón de dinero.
—Te lo agradezco, Yul.
—La editora quiere discutir el manuscrito con el señor Leigh. ¿Qué le digo?
—Dile que ya la llamaré. —Como no dijo nada, añadí—: Dile que Stagg R. Leigh vive solo en la capital de la nación. Dile que hace dos años que salió de la cárcel, del «trullo», como él dice, y que todavía no se ha adaptado al exterior. Dile que tiene miedo de que se le vaya la olla. Dile que solo hablará del libro, que si le pregunta algo personal le colgará el teléfono.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro.
—Vale. Debo decirte que esto es muy raro.
—¿Sabes qué, señor Bossman? Que si esto te parece muy raro, pues que lo siento mucho, ¿vale?
—Estás enfermo, Monk.
—Dime algo nuevo.
Yo tenía siete años.
Hicimos el viaje a la playa por la carretera 50, la recta más lenta del planeta. Cogíamos dos coches, mi hermano siempre iba en el de mi padre. Como mi madre conducía muy despacio, con Lorraine sentada a su lado y los ojos clavados en el mapa, siempre llegábamos con veinte minutos de retraso. Aun así, papá esperaba a que hubiéramos llegado todos para abrir la casa para el verano. Bill y él ya tenían las bolsas fuera, las habían bajado del Willys familiar que tanto le gustaba a mi padre y las habían dispuesto en orden, a punto para que las entráramos.
Era el 16 de junio, un sábado por la mañana. Lo recuerdo perfectamente. Hacía sol, pero el calor no era excesivo. Yo llevaba pantalones caqui largos y una camisa de rayas que siempre había odiado. Daba la impresión de que todavía no había nadie en la playa. El único coche que se veía aparcado era el del profesor Tilman, a la entrada de su casa. En cuanto terminaban las clases en Howard, él se plantaba en la playa. No tenía hijos y su mujer había fallecido años atrás, pero la compañía no parecía interesarle demasiado. Yo no entendía por qué se molestaba en venir, si solo salía de su casa para ir a comprar comida. A veces lo veía sentado en la esquina del porche, disfrutando del pedacito de bahía que alcanzaba a ver desde ahí.
—Coge esa caja —me dijo papá, señalándola.
La levanté y la llevé a la cocina. Lorraine ya estaba barriendo. Mamá estaba guardando los platos y Bill quitaba el polvo y las hojas de los alféizares de las ventanas que daban al porche.
—¿Cómo entrarán estas hojas? —preguntaba Bill, como de costumbre.
Papá podía ser muy brusco. En general, lo recuerdo como un hombre amable, aunque quizás eso se deba a que sus pacientes lo adoraban, pero vivir con él era igual que vivir en el cráter del Vesubio. Tal vez la comparación debería hacerla con un volcán inactivo. No es que entrara en erupción, lo que hacía era murmurar y sisear, como el volcán que retumba, aunque a veces ni siquiera eso se advertía, y lo único que notabas era olor a quemado, a azufre, o un poco de vapor en el aire. A la pregunta que Bill le había hecho, respondió:
—Las casas no son herméticas.
Todos esperamos a que papá saliera por la puerta principal en busca de las últimas cajas para intercambiar miradas asustadas.
Ese rasgo de mi padre, sin embargo, era una de las razones por las que me sentía tan unido a él. Yo admiraba su inteligencia, su sagacidad y el intrincado sistema que empleaba para comunicar sus mensajes. Bill guardaba un secreto que no era secreto; mamá no guardaba secreto alguno; Lisa guardaba secretos que no traicionaba jamás, y papá guardaba secretos de los que no dejaba de hablar. Es algo de lo que estoy convencido. Estoy seguro de que nos dijo varias veces, a todos, que se había casado con la mujer equivocada, y es probable que también nos dijera que tenía otro hijo en otra parte.
Más tarde, tras comer unos sándwiches, papá y yo fuimos hasta la playa andando. A cada tanto yo daba un saltito para poder seguirle el ritmo. Saludó con la mano al profesor Tilman.
—¿Por qué el profesor Tilman no va nunca a ningún lado?
—Puede que porque no quiere.
Me puse a pensar en lo que me había dicho. Supongo que mi silencio debió de ser muy elocuente.
—¿Te cuesta entenderlo? —preguntó papá—. ¿Que alguien no quiera salir?
Contesté que suponía que sí.
Paseamos por el muelle y miramos el agua. Vimos una medusa que nadaba. Un botecito a motor pasó a lo lejos, era un pescador de cangrejos que repasaba las redes. Maté un mosquito y le di un golpecito con los dedos para sacudírmelo del brazo.
Papá se echó a reír.
—Se llevan la sangre y dejan el escozor. Es un trueque. Así la hembra puede alimentar sus huevos y tú, recordar lo agradable que es rascarse cuando pica y lo bien que se estaba sin ese picor.
—Lo único que sé es que los odio.
—Dentro de un par de semanas llegarán los pejerreyes —dijo—. Será divertido. ¿Crees que tu hermano y tú podréis meter el bote en el agua solos?
—No.
Se rió.
—Os ayudaré la mañana antes de marcharme.
Rothko: Soy un hombre viejo.
Motherwell: No eres tan viejo.
Rothko: Y soy un viejo amargado. Me he aficionado a esta brocha de pintor que encontré. Con ella, los contornos parecen casi etéreos. Curioso, ¿verdad? Una brocha de pintor. Apuesto a que ese diablo de Hitler usó una parecida cuando era un jovenzuelo repugnante. Y aquí me tienes a mí con la brocha. Tengo todas esas pinturas en polvo y mezclo y vuelvo a mezclar, pero ¿mis colores son de verdad tan distintos? ¿Está la gente harta de mis cuadros? A mí me gustan mis primeras obras. Esto que estoy haciendo ahora me deprime.
Motherwell: El trabajo nos deprime a todos.
Rothko: Bonita homilía en boca de un joven apuesto.
Motherwell: No soy tan joven.
Rothko: Y formal. Lo he advertido. Estoy pensando en suicidarme, pero eso ya lo habrás adivinado, sin duda. Y crees que, de algún modo, entiendes lo que siento. Sí, eres un tipo formal. Tus cuadros dan pena, por supuesto.
Cuando reflexiono acerca de mis novelas —y aquí excluyo un ejercicio pavoroso que me dio algo de dinero—, me descubro, lamentablemente, como un estereotipo del radical que clama contra algo a lo que quizás él se refiera como tradición, que llama a explorar nuevos territorios de la narrativa, a transgredir las fronteras de una forma que es, precisamente, la que me llama y me da la existencia artística. Lo cierto, sin embargo, es que no todos los radicalismos son innovadores; tal vez siempre haya malinterpretado mis experimentos, apuntalando, como si eso hiciera falta, las tradiciones artísticas que fingía desafiar. Releyendo la ponencia que tan precipitadamente había afirmado desestimar, me di cuenta de que las epifanías son como los platos muy condimentados: repiten.
Paula Baderman tenía voz de fumadora, pero parecía bastante joven y llena de vida. Cuando la llamé contestó enseguida.
—Señor Leigh —dijo.
—Sí.
—Me alegro de que hayamos podido reunirnos, aunque sea por teléfono. Solo quería contactar con usted. Naturalmente, ya sabrá que me encanta el libro.
—Eso me han dicho.
Hizo una pausa que creó entre nosotros un espacio en blanco, y luego dijo:
—¿Cuánto ha tardado escribirlo?
—Me llevó poco más de una semana.
Entendí a la perfección la naturaleza del silencio que siguió. Se había llevado una sorpresa con mi vocabulario, quizás hasta un chasco, quién sabe: no era lo que esperaba. Yo no tenía intención de actuar para ella.
—Una semana. Vaya.
—¿Quiere que haga algún tipo de cambio?
—No. En realidad creo que éste es el libro más perfecto que he visto en mucho tiempo. Pero me gustaría saber algunas cosas de usted. Si no es indiscreción, ¿por qué ha estado en la cárcel?
—Es indiscreción.
Mi brusquedad debió de resultarle agradable, si no directamente excitante. Advertí un cambio en su respiración.
—No tengo la intención de sonsacarlo, por descontado. ¿Leyó mucho en la cárcel?
No dije nada.
—Bueno —continuó—, nos gustaría poder lanzarlo en primavera. Creo que es una lectura perfecta para el verano.
—Sí, los blanquitos que lo lean en la playa se lo pasarán bomba.
Aquello fue como una descarga eléctrica en la espina dorsal. De haber estado yo en su despacho (con la caracterización adecuada), ella se habría abierto la blusa de un tirón y ya estaría encima de la mesa, avanzando hacia mí a gatas. No en sentido literal, quizá, pero sí en sentido literario.
—¿Le parece que anote su número por si tengo más preguntas? —preguntó.
—No, no me parece. Usted dígale a Yul que quiere hablar conmigo y yo la llamaré. Todo irá mejor así.
—Bueno, vale. Y, Stagg… ¿Puedo llamarte Stagg?
—Puede.
—Gracias, Stagg.
—De nada, señora Baderman.
Colgué antes de que insistiera en que la llamara por su nombre de pila.
La primera mitad del anticipo llegó. Encontré a mamá sentada en el salón escuchando a Mahler. A mi padre le gustaba Mahler, pero a mí siempre me había parecido pesado y recargado, ya desde niño. Mamá estaba escuchando las Kindertotenlieder y parecía al borde de las lágrimas. Yo sonreía.
—¿Por qué estás tan contento, Monksie?
—Acaban de pagarme por un nuevo libro.
—¿Un nuevo libro? Me muero de ganas de leerlo.
—No, no te mueres de ganas —dije—. Da igual. Nos vamos de viaje. Donde tú quieras. —Quería llevarla de vacaciones mientras todavía pudiera disfrutarlas, mientras se acordara de quién era yo y de quién era ella y de para qué servía el tenedor—. ¿Adónde quieres que te lleve?
—Oh, Monksie. Ya sabes que siempre me ha gustado viajar. Decide tú. El lugar que tú escojas, cualquiera, me gustará.
—Detroit —respondí.
Su rostro fue adquiriendo, muy lentamente, una expresión que para mí tenía un valor inestimable: con esa expresión comprendí que todavía no se había convertido en un mueble.
—Era broma —dije.
—Ya me lo parecía.
—Bueno, estamos en verano, ¿qué te parece si subimos al norte? ¿Martha’s Vineyard? ¿Qué me dices?
—¿Por qué no abrimos la casa de la playa? —respondió.
Eso no era lo que tenía en mente, pero la idea era perfecta. La casa llevaba tres años vacía. Lisa solía ir con su ex marido, pero tras el divorcio no había vuelto.
—Me parece estupendo —dije—. Nos llevaremos a Lorraine y saldremos mañana. ¿Mañana te va bien?
—Muy bien, Monksie.
Yul: ¿Qué le dijiste?
Yo: ¿Qué quieres decir?
Yul: Está más alterada que nunca.
Yo: No sé a qué podría deberse.
Yul: Van a contratar anuncios a toda página en el New York Times y el Washington Post.
Yo: No hablas en serio.
Yul: Quería que preguntara si Stagg iría a un par de magacines. Programas de la mañana.
Yo: Risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa risa.
Llamé al número que Bill me había dado y respondió un hombre. Me pareció frío, pero en cuanto me identifiqué como el hermano, él, Adam, se mostró muy agradable y me habló de los problemas de Bill contándome muchísimo más de lo que el mismo Bill, de eso estoy seguro, habría querido que yo supiera.
—William trató de ver a sus hijos el otro día, pero terminaron montando una escena. Su ex está saliendo con un ayudante del sheriff homófobo o algo así, casi llegan a las manos. Los chicos no están digiriendo la verdad demasiado bien, me parece. Tu hermano me dijo que tiene algunos pacientes nuevos, creo. Eso es bueno. —Entonces Bill llegó a casa—. Es tu hermano —dijo Adam apartando el teléfono.
—¿Qué has estado contándole?
La voz de Bill sonaba muy severa.
—Solo estábamos charlando.
Bill cogió el teléfono.
—¿Monk?
—Hola, Bill.
—¿Qué tal te va?
—Bien. ¿Y a ti?
—Podría irme mejor —respondió.
Parecía a punto de echarse a llorar.
—Bill, te llamo porque he decidido llevarme a mamá a la playa mañana. Nos quedaremos ahí unas cuantas semanas. Me preguntaba si tú podrías viajar. Si coges un avión, te iría a recoger al aeropuerto.
Se hizo un largo silencio.
—¿Bill?
—Me encantaría ir, pero últimamente ando bastante agobiado. Tengo que ir al tribunal por lo de las visitas y todo el rollo.
—Lo siento.
—Gracias.
—Bueno, quería preguntártelo. Oye, ¿y si te vienes con Adam? —Antes de que pudiera responder, añadí—: Los billetes los pagaría yo. Mamá no está bien, Bill.
—Vale, Monk. Hablaré con Adam. ¿Vas a colgar ahora?
—Sí, eso creo.
—Vale, muy bien. Te llamaré dentro de un par de días.
—Vale.
Colgué y me quedé mirando fijamente el teléfono encima de la mesa. Era negro y pesado; era el que usaba mi padre, y a veces yo imaginaba que aún podía oír su voz profunda zumbando por los cables. Bill parecía tan increíblemente triste, tan perdido. Cuando éramos niños, a menudo yo percibía, aunque de forma vaga, esa tristeza. Pero esa desesperación, si de desesperación se trataba, ese extravío, ese desarraigo, eran cosas nuevas y difíciles de aceptar. Por primera vez me paré a contemplar la destrucción de mi familia. No era algo raro o contranatural; en realidad, se trataba de algo más natural que la mayoría de las cosas, pero costaba mucho digerirlo. Mi padre llevaba muchos años muerto. A mi hermana acababan de asesinarla. A mi madre, la cometa de la senilidad se la estaba llevando muy lejos. Mi hermano estaba encontrándose a sí mismo, sí, pero se diría que a costa de perder todo lo demás. No querría recurrir al tópico y presentarme como el capitán de un barco que se hunde, porque así daría a entender que tenía cierta autoridad. Yo era, más bien, un fogonero en un clíper, un obstetra en un monasterio.
—¿Qué preferirías perder, la vista o el oído? —preguntó Lisa una noche cuando estábamos sentados a la mesa de picnic que había en la parte de atrás.
Los mosquitos ya empezaban a salir y casi todos los cangrejos se habían escondido.
—El oído —respondió Bill al instante—. En este mundo hay demasiadas cosas que ver. Cuadros, paisajes, caras. Sin oír puedes espabilarte, y también puedes aprender a leer los labios.
—¿Y tú, Monksie? —preguntó mamá.
Los temas de ese tipo le parecían adecuados para la conversación, creía que nos harían bien.
—No sé. Echaría en falta oír la música y los grillos. Echaría de menos poder ver los cuadros, como ha dicho Bill. El oído, supongo. Preferiría ser sordo.
—Yo también.
—¿Y tú, papá? —preguntó Bill.
Papá masticaba y nos escuchaba con ese aire ausente tan suyo. Miró a Lisa y luego me miró a mí como si estuviera estudiándonos. Miró a mamá, en un extremo de la mesa, y movió la cabeza en señal de asentimiento. A Bill le dedicó la mirada más prolongada. Luego miró el grupo que formábamos y dijo: «La vista», con una sonrisa que no llegaba a serlo del todo, pero que bastó para que nos echáramos a reír, como si en vez de insultarnos nos hubiera tomado el pelo.
Mientras conducía por la carretera 50 con mamá a mi lado y con Lorraine, eternamente reprobadora, justo detrás de mí, iba reflexionando acerca de todo lo que tenía de malo esa novela que estaba a punto de publicar y que había enviado a mi agente precisamente por lo mala que era. Y pensarlo me estaba matando. La novela era una parodia, sin duda, pero su construcción había resultado tan sencilla que ni como parodia podía tomármela en serio. Era una obra que aburría y cuya única virtud era la brevedad. No jugaba con el espacio compositivo ni con la tipografía. En realidad, desde el punto de vista artístico no me parecía que la obra ocupara ningún lugar inteligible. A pesar de un interés muy somero por las dislocaciones de Van Go, dislocaciones espaciales y de otras clases, no había nada en ese texto que remitiera a mi obra. Y de repente descubrí mis vericuetos mentales y me di cuenta de lo más triste de todo. Si me deprimía por chorradas idiotas y pretenciosas, lo hacía para esquivar la acusación auténtica que tenía ante las narices: era un vendido.
Mamá me tocó el brazo como si advirtiera mi tortura.
—¿Estás bien, cariño?
—Muy bien, mamá. —Miré por el retrovisor—. ¿Todo bien ahí atrás, Lorraine?
—Sí. —En realidad, Lorraine no quería venir con nosotros, pero yo necesitaba que me ayudara a cuidar de mamá; además, no me imaginaba dejándola sola, francamente—. No me iría mal ir al servicio.
Llevábamos treinta minutos en la carretera y nos quedaban unos veinte para llegar a Annapolis.
—¿Crees que podrás esperar a que lleguemos a Annapolis?
—Si tengo que esperar, supongo que podré.
—Lorraine necesita parar —dijo mamá.
Moví la cabeza en señal de asentimiento y me hice a un lado en la primera salida, que al final no resultó adecuada para ninguna de las necesidades de los ocupantes del coche. Seguí por la carretera de dos carriles hasta que, al cabo de treinta minutos, llegamos a una gasolinera. Aparqué delante de las puertas del servicio y paré el motor.
—Muy bien, Lorraine.
Me bajé del coche y le abrí la portezuela. Un adolescente blanco, desgarbado y de pelo grasiento nos miraba por la ventana.
Lorraine fue hacia la puerta, la abrió y luego dio media vuelta y volvió a meterse en el coche.
—Puedo esperar —dijo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No puedo meterme ahí.
—No hay otro sitio.
—Lorraine ha dicho que no puede usar el servicio, Monksie —dijo mamá.
—Esperaré a que lleguemos —dijo Lorraine.
Una hora más tarde estábamos en Annapolis y Lorraine dormía en el asiento trasero. Mamá dormía a mi lado. Crucé el pueblo y llegamos a la playa. El guarda de la entrada me reconoció. Era tan viejo como mi madre, pero yo no lo recordaba.
—Monk Ellison —me dijo—. Vaya, vaya. Usted ni se acuerda de mí, ¿verdad? Maynard Boatwright.
El nombre me sonaba, pero en lugar del agradable viejecito que tenía delante de mí diciendo «Vaya, vaya», lo que recordaba era un ex marine alto y musculoso de mandíbula de acero.
—Sí que te recuerdo —dije—. ¿Cómo te trata la vida?
—Muy requetebién. —Miró a mamá y luego miró a Lorraine, y me acordé de que Lisa sospechaba que Lorraine le gustaba—. ¿Ésa es…?
—Lorraine —dije.
—¡Sopla!
Me volví para despertar a Lorraine, pero Maynard me detuvo.
—Debe de ser un buen conductor —me dijo Maynard—, se han quedado fritas.
—Supongo.
—Bueno, nos vemos más tarde.
Y entonces le dijo adiós con la mano a Lorraine, que dormía.
La cabezadita debió de ejercer un efecto reparador en las ancianas. En cuanto llegamos a la casa y se despertaron, se aplicaron a la tarea de poner orden con gran determinación. Yo no estaba muy cansado del viaje, pero ellas ni dejaron que me acercara para ayudarlas con la limpieza. Salí fuera, hacia uno de los lados de la casa, y di el agua y la luz. Como cuando volví a asomar la cabeza solo logré confirmar mi inutilidad, me dirigí a la parte trasera, al pequeño muelle que daba a la laguna que se nutría de la marea. Miré al este, hacia la bahía. La vieja canoa de aluminio seguía boca arriba, apoyada sobre unos ladrillos y cubierta con una lona, como siempre. Más tarde la sacaría y me quedaría flotando en el agua con un puro. La orilla de la laguna estaba llenísima de casas, no se parecía en nada a la de mi niñez. Se oían ruidos: familias, música, perros y, a lo lejos, la alarma de un coche. Caminé entre nuestra casa y la de los vecinos y seguí por la carretera rumbo a la playa de la bahía.
Me preguntaba hasta dónde debía llegar con mi papel de Stagg Leigh. Podría terminar convirtiéndome en un Rinehart, viéndome a mí mismo en los escaparates mientras paseaba por la calle[3]. Yo soy lo que soy. Podía ponerme una barba de mentira y una peluca y plantarme en los magacines de la tele. Seguirles el juego, ponerme manos a la obra, enrollarme, hermano. No, no podía.
Dejaría que el señor Leigh siguiera como hasta ahora, recluido, con esos modales tan de recién-salido-del-trullo. Dejaría que hablara con la editora un par de veces más y luego desaparecería como si se lo hubiera tragado la tierra.
Paseé por la playa y después me volví para mirar la casa de Frederick Douglass. Había pertenecido a su nieto, pero desde entonces había pasado por varias manos. Como la casa quedó desocupada cuando yo era pequeño, solíamos entrar, subir por las escaleras y quedarnos mirando el agua desde la torre. Mi padre me contó que James Weldon Johnson había escrito ahí mismo. La idea me asustó un poco, pero también hizo que se me disparara la imaginación y empezara a buscar versos míos que, sin embargo, no querían aparecer. Ahora que la casa parecía recién arreglada, me costaba un poco reconocerla. La torre ya no se cerraba con contraventanas, la habían acristalado. La casa parecía herméticamente sellada y equipada con aire acondicionado. Había un Mercedes familiar aparcado en la entrada.
Regresé a casa por la calle y me detuve a mirar la vieja casa de los Tilman. Sentada en el porche había una mujer a la que no había visto y que me preguntó si podía ayudarme, aunque por cómo lo dijo lo que de verdad quería saber era qué demonios estaba mirando yo.
—Lo siento —dije—. Me estaba acordando del antiguo propietario.
—¿De verdad? —Traducción: «Sí, claro».
—Sí, de verdad. Se llamaba profesor Tilman. Nunca averigüé su nombre de pila. Tal vez fuera Profesor, quién sabe.
La mujer se echó a reír. Era alta, tan alta como yo. Bajó del porche hasta donde yo estaba para mirar la casa. Tenía un rostro cuadrado enmarcado por unas rastas casi rubias.
—El profesor Tilman era mi tío —me dijo—. Lo llamábamos Tío Profesor.
Era divertida. Le sonreí.
—No quería ser grosero, es que no la había visto.
—No pasa nada.
—¿Cómo está el profesor? —pregunté.
—Falleció hace tres años.
—Lo siento mucho.
—Yo heredé la casa. Una parte de la casa. Es mía y de mi hermano, pero él vive en Las Vegas y nunca viene al Este.
Por cómo dijo ese «Las Vegas», el dato debía de parecerle increíble.
—Yo he venido en coche —dije—. Me llamo Thelonious Ellison. Todos me llaman Monk.
—¿Familia del doctor Ellison? —Asentí con la cabeza y continuó—. Mi tío solía mencionar a tu padre muy a menudo.
—Vaya.
—Marilyn Tilman. —Me estrechó la mano—. ¿Has venido a pasar el verano? ¿Lo que queda de verano?
—Solo un par de semanas. Estoy con mi madre y su ama de llaves. Y ahora que lo pienso, ya tendría que volver a casa. Sé que están esperándome con la lista de la compra. Hablamos luego, ¿vale? —Me alejé un par de pasos—. ¿Quieres que te traiga algo de la tienda?
—¿Y por qué no voy contigo? —preguntó.
—Mi casa es la de dos pisos con los postigos verdes.
—Tardaré un par de minutos —me dijo.
—Muy bien.
La observé mientras subía los peldaños del porche y se metía adentro.
Cuando llegué a casa descubrí que mamá y Lorraine habían terminado poniéndose de los nervios la una a la otra, hecho que se manifestaba en un silencio incómodo. Mamá me dijo que tenía la impresión de que una cabezadita no le iría nada mal, y Lorraine me dijo en un aparte que a mamá no le iría nada mal echarse una siesta. Lorraine se había encargado de la lista de la compra, que cerraban dos artículos añadidos por mamá con mano temblorosa. Aquélla debió de ser, sin duda, la fuente de su disputa, sobre todo porque uno de esos artículos ya lo había anotado Lorraine.
—Está cansada —repitió Lorraine, y esta vez lo dijo en voz suficientemente alta para que mamá pudiera oírla.
—No me extraña —dijo mamá buscando con la mirada un lugar en el que echarse.
—Lorraine —dije—, acompaña a mamá arriba y acuéstala, por favor. Volveré dentro de una hora, más o menos. Compraré algo hecho, así esta noche nadie tendrá que cocinar.
—Sí, señor Monk.
Lorraine siguió a mamá escaleras arriba.
—No necesito tu ayuda —dijo mamá, muy seca.
—Tengo que hacerle la cama —respondió Lorraine.
—Pues espabila, Lorraine, que veces eres muy lenta, chica.
Salí fuera y vi llegar a Marilyn. Llevaba un sombrero de paja que le daba sombra a la cara, pero sus mejillas y sus ojos irradiaban juventud; aquél era un brillo que recordaba pero que yo ya había perdido. Al mirar su andar confiado y el bolso de tela que se balanceaba a un costado, sentí los ojos cansados.
—¿Listo? —preguntó.
—Claro que sí.
Nos sentamos en el coche y enredé torpemente las llaves. La escena, y eso era tan sorprendente como preocupante, me resultaba muy extraña: sentada a mi lado tenía a una mujer de menos de setenta años; una mujer a la que encontraba atractiva y cuya memoria a corto plazo era tan buena como la mía. Me sentí como una solterona y traté por todos los medios de no parecer demasiado incómodo.