7

Estábamos a mediados de julio y Washington era un inmenso tazón de caldo. Trataba de matar el rato en el despacho, dedicándome a seguir el ritmo que marcaba el aparato de aire acondicionado de la ventana. Cogí el pesado auricular negro del teléfono y llamé a mi agente, que reconoció mi voz y, casi sin mediar una pausa, dijo:

—¿Estás loco?

—No, no mucho. ¿Por qué lo preguntas?

—La cosa esa que me has enviado. ¿Va en serio?

—Sí, ¿por qué no? Habrás advertido que no la he firmado con mi nombre.

—Sí que lo he advertido, pero el que tiene que venderla con su nombre soy yo. Y tengo que trabajar en esta ciudad.

—Tú mira la mierda que se publica. Ya estoy harto. Y mi novela es la expresión de mi hartazgo.

—Lo entiendo, Monk. Y aprecio tu postura, y hasta admiro tu parodia, pero ¿quién va a publicar esto? Los que publican las cosas que tú odias se lo tomarán como una ofensa y no querrán comprarlo. Todo el mundo terminará ofendido, qué demonios.

—A los idiotas hay que ofenderlos.

Miré hacia el escritorio de la otra punta del despacho. Estaba abarrotado. Sobre el tablero, bajo los libros de medicina encerrados en la vitrina, había una caja gris.

—¿Qué quieres que haga, entonces?

—Que circule.

—¿Envío el manuscrito sin más, o adjunto algún tipo de comentario? ¿Quieres que avise de que es una parodia?

—Envíalo sin más —respondí—. Si no son capaces de ver que es una parodia, que les den.

—Vale, lo enviaré. Haré un par de envíos. —Yul suspiró—. Pero no más. Esta historia me da miedo.

—Lo entiendo —le dije.

Mis herramientas estaban en un almacén de Los Ángeles, y descubrí que echaba de menos los olores de la madera, la cola y el barniz. Echaba de menos las astillas y las ampollas en las manos, el aserrín y los ojos rojos. En más de una ocasión terminé plantado en el garaje, deseando que el Mercedes de mi madre estuviera aparcado en cualquier otro sitio y el espacio lo ocuparan sierras de mesa y cepillos eléctricos y sierras caladoras y montones de madera. Compré algunas herramientas básicas y construí una casita para pájaros que pinté y le regalé a Lorraine, para el jardín. Luego empecé a pasar por los anticuarios de Falls Church y Maclean, en Virginia del Norte, y llegué hasta Manassas. Fui comprando una garlopa aquí y un garlopín allá, y martillos y escoplos y mazos, y me convertí en coleccionista. Decidí que tenía que construir algo, y ese algo se convirtió en una mesilla de noche para mi madre. Mientras con el guillame cepillaba el canto del sobre pensé en Foucault y sus hipótesis acerca de cuán erradas eran nuestras ideas sobre el lenguaje. En vez de defender su argumento, sin embargo, Foucault presupone, con razón o sin ella, que sus afirmaciones son las correctas. Mientras recordaba su análisis de las formaciones discursivas, di unos pasos atrás para alejarme y tratar de verme a mí mismo. Que al contemplar cómo iban cayendo las virutas de un pedazo de madera de fresno me asaltaran estos pensamientos… Sentía que mi hermana me observaba.

Ya era lo suficientemente alto para hacer mates, pero no estaba lo bastante fornido para poder llegar hasta la canasta en los partidos de media cancha y encestar. Me gustaba el baloncesto y me gustaba hacer ejercicio, aunque jugar en serio ya no me atraía tanto. No se me daba demasiado bien. Era capaz de coger la pelota, buscar un pase razonablemente seguro mientras driblaba, dar ese pase razonablemente seguro y luego desplazarme a otro punto del perímetro. Un día, un soleado sábado de mayo, yo estaba jugando en una cancha que quedaba cerca de casa. Tenía diecisiete años y nunca me había sentido tan torpe hasta entonces, y no volvería a sentirme así jamás. Cuando llevaba una media hora jugando, un pase seguro detrás de otro, me puse a pensar en los comentarios racistas de Hegel sobre los pueblos orientales y en su actitud respecto de la libertad individual. Y entonces me metieron en la zona de un empujón. Parecía que estuviera cortando a canasta. Me devolvieron el balón y lancé un tiro desesperado, a ciegas, que no tenía la menor pinta de entrar. Un tiro espantoso. Un miembro de mi equipo me preguntó dónde tenía la cabeza y contesté:

—En Hegel.

—¿Qué?

—Era un filósofo alemán. —Observé su expresión, y es posible que mi cara reflejara el mismo grado de asombro que la suya—. Pensaba en sus teorías sobre la historia.

En estos momentos se me escapa el orden en el que iban llegando, pero los comentarios que oí fueron, en esencia:

—Píllalo.

—El niñato filósofo.

—¿Por eso ha tirado ese pepino?

—¿Y de dónde nos visita?

—¿Y ahora en qué estás pensando?

—Vete a casita con tu Hegel.

Idea para una novela: el Satiricón.

Dejemos atrás esta afrenta. Así habló Fabricus Veiento, y se echó a reír a mitad de su discurso sobre los desvaríos de lo que solemos tomar por creencias religiosas, desvaríos que, sin embargo, él presentaba más bien como una obsesión por las revelaciones y las profecías. Es más, todos los temas elevados, ya fueran religiosos, políticos o de cualquier otro tipo, no suscitaban en él más que burlas y recelo. Es más (me repito), él fue mi maestro, y debo admitir que el carácter seductor del combate verbal que Veiento tanto despreciaba fue el motivo de que tantos de sus discípulos, jóvenes como yo, se convirtieran, al crecer, en idiotas. Que para entretenerse los jóvenes prefieren los relatos de lo extraordinario a los de lo prosaico es algo que no admite discusión. Los piratas se imponen a los contables. Las decapitaciones, a las astillas de madera en el trasero.

Una formación académica que satisfaga gustos tan vulgares no puede auspiciar sino vulgaridad. Los retóricos están en la raíz del declive de la oratoria: un discurso vacío para cabezas vacías que, afectando elocuencia, aporta una nueva definición de lo que el discurso mismo ha matado.

A mediados de agosto, mientras pagaba los recibos de mi madre y los míos, me vi casi dispuesto a aceptar ese puesto tan mal pagado de profesor en la Universidad Americana. Llamé a mi hermano, por si él podía contribuir con algo.

—No tengo dinero —me dijo.

—También es tu madre.

—Ni siquiera puedo ver a mis hijos —respondió Bill—. Tengo mis propios problemas.

—¿Tienes coche?

—Sí.

—¿Qué coche? —le pregunté.

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Es caro?

Tras un largo silencio, finalmente respondió.

—En realidad, el coche no es mío. Lo tengo en leasing. El sueldo que me pagan solo me da para vivir.

—¿No puedes buscarte un apartamento más barato? —le pregunté—. Mira, Bill, he dejado el trabajo para mudarme aquí, a vivir con mamá. Tú también podrías hacer algo.

—Vende la casa, instala a mamá en una más barata.

—La casa ya está pagada. No hay casa más barata.

—Pero venderla te daría dinero. Podrías sacar unos trescientos o cuatrocientos mil. En realidad, Monk —aunque no fue larguísima, la pausa fue muy densa; podía verlo mirando al techo antes de hablar, como de costumbre—, lo que pasa es que me he echado un amante.

Se había echado un amante, así fue como lo dijo. ¿Se lo había echado por encima de los hombros después de sacarlo del armario? ¿O se lo había aplicado como si fuera perfume? Se había echado un amante.

—¿Y?

—Se llama Claude.

—Me da igual cómo se llame. ¿Qué es? ¿Francés?

—Quiero que lo conozcas.

Y de repente, la voz de Bill me pareció distinta, percibí algo más que el timbre de un hombre enamorado. Su pronunciación había cambiado. En sus eses no llegaba a apreciarse esa nota sibilante tan típica de los homosexuales, pero poco faltaba.

—¿Por qué hablas así?

Volvió a su voz de siempre.

—¿Así cómo?

Me contuve y traté de retomar los asuntos importantes.

—¿Y qué pasará con Lorraine?

—¿Que qué pasará con ella? A Lorraine no le debemos nada —respondió.

—¿Me estás diciendo que venda la casa de mamá, la ingrese en una residencia y ponga a Lorraine en la calle?

—En esencia, sí.

Colgué.

A la mañana siguiente, cuando estaba sentado a lo que había sido la mesa de mi padre con los ojos clavados en la caja gris de la otra punta del despacho, sonó el teléfono.

Credo quia absurdum est

—Siéntate —dijo Yul.

—Ya estoy sentado —respondí, aunque estaba de pie, mirando a la calle por la ventana.

—La envié a Random House.

—¿Y?

—Sin notas ni explicaciones.

—¿Y?

—Seiscientos mil dólares.

—Estás de broma —le dije.

Ahora sí que me había sentado.

—Paula Baderman, editora sénior, quiere conocer al señor Leigh.

—Dile que es tímido. —Estaba eufórico y a punto de enfurecerme—. Cuéntame lo que te dijo.

—Dijo que era auténtico. Lo definió como un libro importante.

—¿Y qué dijo de la prosa?

—Dijo que era maravillosamente cruda y sincera. Dijo que es el tipo de libro que dentro de treinta años será lectura obligatoria en los institutos.

No dije nada.

—Monk, es lo que querías, ¿no?

—Random House.

—Ajá.

—Esto es una gran cagada y tú lo sabes.

—No quieres que la venda.

—Claro que quiero que la vendas —respondí—. Pero diles que Stagg Leigh es terrible, de una timidez enfermiza, y que si se comunica con ellos lo hará a través de ti.

—No sé si colará.

—Colará.

Nunca me había sentido tan desamparado. Solo en casa con mamá y Lorraine. Pero con la calderilla que me sacaría gracias a ese librito horrible podría contratar a alguien que se ocupara de las dos. Teniendo en cuenta la excentricidad de mi hermano —rasgo que acababa de descubrirle— y las deudas de mi hermana (tanto las suyas propiamente dichas como la que yo había contraído con ella), quizá mi golpe de suerte tendría que haberse hecho esperar un poco más: así el efecto habría resultado más teatral. Pero así habían ido las cosas. Cuando recibí la noticia de la oferta solté un suspiro de alivio irónico y amargo. Es probable que, en el fondo, viviera aquello como una venganza. Sentía, sin duda, inmensa hostilidad hacia una industria absolutamente desesperada por descubrir y luego vender esas majaderías degradantes y desmoralizadoras.

—¿Monk?

—¿Bill? ¿Qué hora es? Por Dios, Bill, son las tres de la madrugada.

—Lo siento. Aquí solo es la una.

—¿Pasa algo? ¿Estás bien?

—¿Cuánto hace que sabes que soy gay?

—Vamos, Bill. Es demasiado temprano para hablar de estas cosas. Demasiado tarde, quiero decir. Demasiado tarde en dos sentidos distintos. Eres gay. Acéptalo.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

Me incorporé y encendí la luz de la mesilla de noche.

—No lo sé. Un tiempo, supongo.

—Cuando iba al instituto, ¿lo sabías?

—No lo sé. Es posible.

Yo entonces no lo sabía, pero ya debía de serlo, ¿no?

—No sé cómo van estas cosas. ¿Estás bien?

—¿Has experimentado alguna vez tendencias homosexuales?

—Creo que no.

—Tú sabes que quiero a mis hijos.

—Sé que los quieres, Bill. ¿Puedo hacer algo por ti?

—¿Y si papá hubiera sabido que soy gay? ¿Te lo imaginas?

—No se lo habría tomado bien, seguro.

—¿Cómo crees que se lo tomará mamá?

—No lo sé. ¿Por qué tendrías que contárselo?

—¿Por qué no iba a contárselo? ¿Crees que debería avergonzarme de lo que soy?

—No es eso lo que estoy diciendo.

—¿Y qué estás diciendo, entonces?

—Cuéntaselo si quieres. Pero, uno, no entenderá lo que le dices y, dos, lo olvidará a los dos segundos de que se lo hayas contado. Así que díselo, si quieres. Tú eres el único para quien hacerlo tiene alguna importancia.

—Así que crees que sólo pienso en mí mismo.

—Tampoco he dicho eso, pero sí, a grandes rasgos, eso es lo que hacemos todos.

—Ahora no necesito tus tópicos.

—¿Has llamado buscando pelea?

—No. Pensaba que mi hermanito pequeño me daría un poco más de apoyo.

—Apoyo. Para ser gay no me necesitas a mí. ¿Cómo está tu nuevo…?

—Pareja. Se dice pareja. O novio. Puedes decir novio, si quieres. Se llama Tad y está muy bien. No sé dónde está, ahora mismo, pero está bien. ¿Tú sales con alguien?

—No.

—¿Has vendido algún libro, últimamente?

—No. Mira, tendría que dormir un poco.

Clic.

Es frecuente que, con intención de mejorar el hábitat de la trucha en un arroyo, los humanos dispongan alguna estructura bajo el agua. Siempre hay quien arroja algo a la corriente, convencido de que los peces querrán hacer de ese algo su refugio. Parachoques, carritos de la compra, casetas de perro. Por lo general, los peces prefieren las suaves curvas de la naturaleza a los duros cantos de los humanos. Y, sobre todo, si ni la estructura ni su disposición en el arroyo son las adecuadas, la corriente podría desviarse hacia una orilla, erosionarla y, en definitiva, hacer más mal que bien.

Por la mañana caminé, llegué hasta McPherson Square y allí cogí el metro hacia el centro comercial. Estuve un par de horas paseando por la National Gallery, comí solo en la cafetería e imaginé que tenía una vida plena. También reflexioné acerca del hecho de que, como repentinamente era un hombre con ciertos posibles, no tendría que dar clases durante una temporada. Eso estaba muy bien, porque no me veía capaz de aceptar el sueldo de miseria que me pagarían en la Universidad Americana por dar un curso introductorio a chicos a los que Melville, Twain y Hurston no les importaban un pimiento.

Poseedor de lo que me parecía muchísimo dinero, decidí ir a ver algo cuyo valor excedía el del dinero. No es que todo lo excediera, es cierto; en realidad, buena parte de aquellas pinturas no valían ni el lienzo en el que estaban embadurnadas. Algunas, sin embargo, sí que lo valían, y eso me bastó para, tristemente, pero también con justicia, poner mis nuevas ganancias en contexto. Mientras contemplaba un Motherwell que me seducía tanto como me ofendía, me acordé de Cocteau y de lo que decía, que todo tiene solución excepto el ser. Me detuve ante un Rothko de la última época: el trazo ligero del pincel, los colores oscuros, los bordes blancos, y pensé en la muerte, en mi propia muerte, en cómo prepararía mi propia muerte. No compartía la idea de Saint-Exupéry de que la muerte tenía una dimensión grandiosa. La muerte era tan pavorosamente simple como la vida: en lugar de levantarte cada mañana y dedicarte a lo tuyo, no te levantabas y no te dedicabas a lo tuyo. En esos cuadros, con independencia de que los colores estuvieran ahí o no, vi el color crema de la piel de mi madre y el marrón de la mía. En lugar de ser un acto nacido de la rabia y la desesperación, mi suicidio no sería más que un acto desesperado, y eso no podía tolerarlo mi sensibilidad artística. En el transcurso de la adolescencia y ya de veinteañero me había suicidado varias veces, e incluso había llegado a hacer algunos preparativos, pero nunca había conseguido escribir la nota de suicidio. Sabía que no iba a pasar de algunos garabatos hechos de cualquier manera y no quería tener que verlos, no quería ver mis ideas románticas arruinadas por falta de imaginación.

Traté de distanciarme del lugar en el que, con relación a mi producción artística, me había puesto la novela de mierda que acababa de colocar. No era que me hubiera vendido, exactamente, pero tampoco iba a rechazar el cheque. Pensé en la carpintería y en por qué me dedicaba a ella. En mis escritos, el instinto me empujaba a desafiar la forma, pero lo irónico del asunto era que, con mi desafío, lo que yo pretendía era precisamente reafirmar esa forma, un hecho difícil de expresar y todavía más difícil de defender. La madera, sin embargo, con su tacto, su olor, su peso, era mucho más real que las palabras. La madera era muy sencilla. Una mesa era una mesa era una mesa, maldita sea.

El río de humanidad que, por el túnel, desembocaba en la Línea Roja me superaba. Caminé un rato mirando cómo el cielo se iba oscureciendo. Luego empezó a caer una llovizna que, al principio, supuso un agradable alivio para el calor y que luego se transformó en lluvia intensa. Seguí andando hasta New York Avenue y decidí parar un taxi. Pasaron tres o cuatro vacíos y me acordé de ese chiste tan viejo: ¿Qué son dos hombres negros tratando de parar un taxi en Washington? Peatones. Volví a levantar el brazo y esta vez un coche paró; el conductor etíope viajaba con un acompañante y debía de sentirse seguro. Cuando les hube dado la dirección se volvieron a mirarme.

—¿Eres de Etiopía? —preguntó uno.

—Pareces de Etiopía —dijo el otro.

—No, soy de Washington.

Cerré los ojos y me dejé llevar.

La reunión del club de bridge de mi madre se celebraba en casa. La señora Johnson, viuda de Lionel Johnson, el dueño de la funeraria, me saludó al entrar como si yo tuviera diez años.

—¡Oh, Monksie, chiquitín, qué buen aspecto tienes!

Llegó con su hija, que tendría mi edad y llevaba el bolso de su madre con una expresión fatigada que sería, imaginé, la que reflejaba mi cara.

—Mi hija Eloise —dijo la señora Johnson.

Luego vio a mi madre y nos dijo que corriéramos a jugar.

Llegaron los demás. Y no tardó en haber ocho ancianas sentadas en torno a dos mesas de cartas, todas demasiado artríticas para barajar y demasiado seniles para acordarse de a quién le habían repartido la última carta. En el salón, mientras tanto, ocho hijos en torno a los cuarenta estaban sentados sujetando bolsos, estolas y paraguas. Nos miramos y convinimos en que ese gesto para compadecernos de nosotros mismos era adecuado y suficientemente elocuente, y cerramos los ojos para echar una cabezadita.

—Eh, el de Washington —dijo el taxista—, ¿ésta es tu casa?

Pagué y, medio grogui, llegué hasta el porche, donde vi a Lorraine sentada.

—¿Disfrutando de la lluvia? —le pregunté.

Meneó la cabeza y miró hacia la puerta.

—¿Qué pasa?

—Es la señora.

—¿Mamá está bien?

En ese preciso instante oí un ruido en la ventanita alargada de al lado de la puerta y me volví: mamá apartaba la cortina, nos miraba fijamente con expresión furiosa, y luego desaparecía.

—¿Qué está pasando?

—Ha cerrado las puertas con llave y ha echado el pestillo —respondió Lorraine.

Si era cierto, que los pestillos estaban echados, mis llaves no servirían para abrir las puertas.

—¿Por qué no te deja entrar? —le pregunté.

—No me reconoce.

Me acerqué a la ventana y golpeé con los nudillos. La cara de mamá —parecía su cara, al menos— volvió a asomar, furiosa, tras el cristal. Le hablé.

—Mamá, soy yo, Monk.

—¡Váyase! —masculló—. No voy a comprarle nada.

Me volví a mirar a Lorraine, que ahora se encogía de hombros.

—Mamá. Abre la puerta, por favor.

Soltó la cortina y volvió a desaparecer.

Me alejé de la casa y salí al jardín, bajo la lluvia. Me puse a mirar el tejado del porche y las ventanas del primer piso. Me acordé de que la ventana que quedaba detrás de la mesa del despacho de papá tenía el pestillo roto.

Trepé al árbol mientras Lorraine me vigilaba desde el porche. Todavía no se había levantado de su silla. La corteza del árbol de Júpiter era muy resbaladiza. Al tratar de coger impulso para subir al tejado advertí que los años me pesaban. Conseguí abrir la ventana y entré a gatas derribando una pila de libros que descansaba sobre el alféizar. Luego miré hacia arriba y vi a mamá.

—Hay un hombre en la puerta, Monksie, y no hay manera de que se vaya —dijo mi madre. En la mano llevaba un revólver del calibre treinta y dos que papá guardaba en su mesilla de noche. Me apuntó con la pistola y me dijo—: Puede que la necesites.

Me acerqué a ella lentamente, observando sus manos temblorosas contra el seco metal del revólver. Cuando se lo cogí de las manos, aparté la boca.

—Yo me encargaré de ese hombre, mamá. Tú ve a tu habitación y échate tu siestecita.

La vi doblar la esquina para ir a su habitación y luego examiné el revólver: estaba cargado.

Llevé a mamá al médico. Le hizo una radiografía de los pulmones y me dijo que no tenía ningún tipo de infección. Le hizo una TAC y me aseguró que no había tenido ningún derrame y que no detectaba atrofia cerebral. No presentaba déficit de vitamina B12. Dijo que había presencia de fibras nerviosas enredadas. Habló con ella, esperó y luego repitió la misma conversación. La reacción de mamá fue la siguiente: «¿Por qué volvemos a lo mismo?».

Cuando nos quedamos solos, el médico se quedó mirándome fijamente.

—¿Sí?

—Es probable que lo que está usted viendo sean las primeras fases del Alzheimer. La enfermedad la podría haber causado un endurecimiento de las arterias, problemas de circulación, muchas cosas. El qué, no lo sabemos, pero ahora esto no viene al caso, porque si se trata de Alzheimer no podemos hacer nada para detenerlo.

—¿Podríamos tratar de retrasar su avance?

Movió la cabeza.

—Entonces, ¿qué recomienda?

—Ahora la situación no es tan grave, pero todo podría cambiar de la noche a la mañana. Que no lo reconociera podría indicar que la enfermedad está avanzando bastante deprisa. Al final, tendrá que ingresarla en un centro.

—¿No puedo cuidar de ella en casa?

—Será terriblemente difícil. No conviene que se quede sola. Podría salir a la calle y perderse. Podría hacerse daño; podría caerse o sufrir cualquier tipo de accidente. Podría hacerle daño a otra persona. Incendios, puertas abiertas…

Por mi mente cruzó el recuerdo fugaz de mi madre sujetando el revólver.

—En las últimas fases tendrá dificultades para moverse. Su personalidad se debilitará. Perderá la capacidad de pensar, comprender y hablar. Va a tener que contratar a una enfermera a tiempo completo, eso como mínimo. —Volvió a quedarse mirándome fijamente y luego dijo—: Le estoy contando lo que está por llegar. Dentro de unos años, quizá. No sabría decírselo.

—O la semana que viene.

—No es probable, pero sí es posible.

Le di las gracias al médico, recogí a mamá y nos marchamos.

Lorraine estaba acostando a mamá. Yo estaba en el garaje, contemplando la mesilla de noche ya casi terminada. Miré los cantos e imaginé que mamá se topaba con uno y se hacía un cardenal en el muslo. Me puse a cortar el canto puntiagudo de una esquina y vi que, aserrando la madera, lo que hacía era formar dos puntas. Cepillé, corté y vacié hasta que el sobre de la mesa quedó prácticamente circular, tan pequeño que ya no resultaba práctico. Las patas rectangulares y ahusadas no solo no pegaban con el sobre, sino que, además, sobresalían del plano. Ajusté al sobre tres de las patas de cualquier manera, y luego me senté encima. La mesita bailaba ligeramente, pero a mí me daba igual. En ese estupor absoluto en el que estaba sumido, por lo menos sentía algo.

Yo tendría unos doce años. Papá había venido a la playa a pasar el fin de semana, como de costumbre. Habíamos ido toda la familia en bote hasta el muelle de Annapolis y habíamos comprado unos sándwiches en el mercadillo. Yo escogí mi preferido, el de cangrejo azul en panecillo redondo. Ese día no hacía mucho calor. Soplaba la brisa. Todo era perfecto.

Bill saludó con la mano a un par de amigos que estaban cerca de las tiendas; parecía tener ganas de ir con ellos, pero se quedó con nosotros. Cuando vio el saludo, papá se puso tenso.

Lisa leía sentada en el banco de la parte de atrás del bote, y yo estaba sentado en el muelle con los pies en el bote, comiéndome mi sándwich y diciéndole que un día sería escritor.

—Pero no escribiré cosas como ésa —le dije—. Voy a escribir cosas serias.

Lisa se echó a reír.

—Ah, ¿sí? ¿Cosas como qué?

—No lo sé todavía, pero no serán mierdas como ésa.

—Vigila lo que dices, Monksie —dijo mamá.

—Solo he dicho mierda.

—Ya basta, Monksie —me recriminó papá.

—Esto no es mierda —dijo mi hermana.

Mamá soltó un suspiro.

—Sí que lo es. Yo quiero escribir libros como Crimen y castigo.

Lisa reía.

—Se lee un libro y ya se cree un hombre de letras.

—Si Monk dice que lo hará, lo hará —aseguró papá. Y luego hizo una de sus declaraciones, la única que se cumplió—: Bill y tú seréis médicos, Lisa, pero Monk será artista. Él no es como nosotros.

Me sentí admirado y a la vez excluido. En las miradas de mis hermanos detecté burla y rencor. Pero como a Lisa le encantaba que le dijeran que sería médico, quiso convertirse en el foco de atención.

—¿De qué especialidad, papá?

—De la especialidad de los buenos médicos —respondió papá como siempre que ella le preguntaba, y la dejó contenta.

—¿Y Bill? —pregunté yo.

A lo que papá respondió:

—No lo sé.

Comimos en silencio.