Entre los párrafos de los textos, entre las líneas del texto o entre las palabras del texto puede haber espacios. Es indiscutible que estos espacios poseen relevancia o carga narrativa, aunque el peso de dicha relevancia puede ser, y en ocasiones es, infinitesimal. Lo más interesante es que, como la narrativa siempre avanza en la misma dirección,
los espacios, los espacios negativos o en blanco, viajan del mismo modo. Nunca caemos en un espacio para regresar a la posición narrativa precedente, y nunca caemos en la nada.
La excedencia parecía el plan más lógico. Después de hablar con mi madre y comprobar que, aunque no tenía demasiada idea de lo que sucedía, cierta idea sí tenía, vi que no podía internarla. Estaba acostumbrada a su casa; conocía esa casa y conocía a Lorraine, y adónde demonios iba a ir Lorraine. Lo más triste del asunto fue mi insensibilidad: «Solo tendré que estar un año fuera —pensé— porque es muy probable que mamá se muera».
A Juanita Mae Jenkins le dio la bienvenida Kenya Dunston, la presentadora de un magacín que había incluido el libro de la señora Jenkins en la lista de su club de lectura. Las dos se dieron un abrazo y el público observó sonriente cómo la señora Jenkins se sentaba al lado de Kenya.
—Vaya libro, criatura —dijo Kenya.
—Gracias —respondió la señora Jenkins.
—Trescientos mil ejemplares vendidos —dijo Kenya meneando la cabeza y chasqueando la lengua.
El público aplaudió.
—Lo sé. Y no me lo creo —contestó la señora Jenkins.
—Te vas a forrar, criatura. Ya sabes que a mí el libro me encanta, pero cuéntame, ¿cómo has aprendido a escribir así?
—Será un don, supongo.
—Vaya que sí. —Kenya le dirigió una mueca al público, que echó a reír—. Antes de hablar del libro, queremos que nos cuentes algo de ti. No eres del sur, ¿verdad?
—No, yo soy de Ohio. De Akron. A los doce años pasé un par de días en Harlem visitando a unos parientes, y de ahí viene el libro.
—El lenguaje es tan real y los personajes, tan auténticos… ¡Chica! Me costaba creer que éste fuera tu primer libro. ¿En qué universidad has estudiado?
—Estudié en Oberlin durante un par de años, y luego me fui a vivir a Nueva York.
—¿Por un hombre?
—¿Hay otra razón?
El público rió.
—Bueno, la cosa no funcionó —dijo la señora Jenkins.
—Nunca funciona.
—Nunca. Entonces encontré trabajo en una editorial. Veía cómo entraban manuscritos y salían libros, y pensé: ¿dónde están los libros sobre nuestra gente? ¿Dónde están nuestras historias? Y escribí Aquí los del gueto.
El público se puso a aplaudir mientras la cámara hacía un barrido por esas sonrisas y esas caras encantadas.
—Y diste en el blanco —dijo Kenya.
—Supongo que sí.
—¿Has vendido los derechos para el cine?
Kenya volvió a hacerle una mueca al público.
La señora Jenkins asintió en silencio.
—¿Millones?
La señora Jenkins, tímida, evitó la pregunta.
—Pero ¿a que es un buen montón de dinero?
Kenya le dio a su invitada una palmadita en la rodilla.
—¿Y por qué no íbamos a llevarnos nosotras una buena tajada, nena? —respondió la señora Jenkins.
El público estalló en vítores y aplausos.
—Deja que lea un fragmento breve que está a la mitad del libro —dijo Kenya.
—Eh, Sharonda, ¿adónde vas con tanta prisa? —me pregunta D’onna cuando me ve salir de casa.
—Y eso a ti qué, pero si te interesa, pues voy a la farmacia.
Me vuelvo y miro hacia la puerta para ver si la mama sale.
—¿A la farmacia? ¿Y para qué? —pregunta.
—Ya sabes —digo.
—No —dice—. Eso sí que no, mierda. ¿Vuelves a estar preñada, niña?
—Puede.
El público exhaló un suspiro colectivo.
—Vaya, esto es literatura y de la buena —dijo Kenya.
—Gracias.
—No quiero desvelar la historia, pero mi parte favorita es la de Sharonda bailando claqué por primera vez en un espectáculo. Me pareció tan emocionante, tanto… —Kenya le dirigió una sonrisa a la señora Jenkins, cogió el libro y lo levantó—. El libro se titula Aquí los del gueto, y su autora es Juanita Mae Jenkins. Gracias por acompañarnos.
—Gracias a ti.
Los médicos jóvenes tienen muchas deudas. Ése era un hecho del que no tenía noticia y del que me acababa de enterar. La facultad, la consulta recién montada, el instrumental… Y con una consulta como la de mi hermana, todavía más. Aunque contaba con algún subsidio, para mantenerla tenía que trabajar a media jornada en un hospital. Mi hermana había contratado un seguro de vida, pero casi toda la indemnización se fue en pagar facturas. Aunque tenía unos ahorros, mi madre no era rica. La casa estaba pagada, por lo menos. La antigua consulta de mi padre no daba más que gastos. Y hasta que pudiera venderlo, un tercio de la clínica de mi hermana me pertenecía. A las otras dos doctoras, tan jóvenes como Linda, la idea de convertirse en el siguiente objetivo las tenía aterrorizadas; querían desvincularse de la empresa y no tenían ninguna intención de comprar mi parte.
DOCTORA 1: El proyecto nunca ha estado demasiado claro. Estoy casi decidida a echar el cierre y retirarme.
DOCTORA 2: Aquí hemos hecho un buen trabajo.
DOCTORA 1: ¿Y eso qué demonios significa? Repartimos píldoras anticonceptivas y condones a chicas que no los usan. La gente a la que visitamos nos trata como si le debiéramos algo. ¿Qué estamos haciendo? ¿Servirles a estos críos de modelo? Pero si se ríen de nosotras.
DOCTORA 2: No montamos esto para caer bien a la gente.
DOCTORA 1: Pero caemos bien. Caemos igual de bien que el tío borracho, que se duerme con los billetes asomándole por el bolsillo.
DOCTORA 2: Estás resentida. Parece que estuviera hablando una republicana.
DOCTORA 1: Y tendría que sentirme culpable por eso. La corrección política ha cambiado. Cuando voy a alguna fiesta, me da miedo confesar cómo me gano la vida. «Visito en una clínica para mujeres», digo. «Oh, practicas abortos», dicen, y me miran como a la mala de la película.
DOCTORA 2: Es verdad.
DOCTORA 1: Vaya si lo es. No pasa nada por decir que estás a favor de la libertad de elección mientras no digas que tu elección es la de abortar. (Pausa.) Estoy aterrada.
DOCTORA 2: ¿Y tus pacientes?
DOCTORA 1: Se repartirán entre las otras clínicas.
DOCTORA 2: ¿Y qué diría Lisa?
DOCTORA 1: Lisa está muerta.
Estaba mal de dinero. Fui a buscar trabajo al Departamento de Inglés de la Universidad Americana. Entregué mi currículum vítae.
Curriculum vítae
Thelonious Ellison
Nacionalidad: estadounidense
N.º Seguridad Social: 271-66-6961
Dirección: 1329 Underwood St.
Washington, DC 20009
Estudios
Universidad de California, Irvine,
Master en Escritura Creativa, 1980
Universidad de Harvard,
Licenciatura en Inglés, 1977
Publicaciones
(libros)
Conocimiento personal, novela, Tower Press, Nueva York, NY, 1993.
Los persas, novela, Lawrence Press, Nueva York, NY, 1991.
Segundo fracaso, novela, Endangered Species Press, Chicago, IL, 1988.
Mudar la piel, cuentos, Lawrence Press, Nueva York, NY, 1984.
Los oráculos caldeos, novela, Fat Chance Press, Lawrence Press, 1983.
(publicaciones en revistas)
«La coartada de Eurípides», cuento, Experimental Fiction, Santa Cruz, CA, v. 5, n.º 3, 1995.
«La degeneración de la memoria de Mark Twain», narrativa, Theoretical Ropes, primavera, Universidad de Texas, 1995.
«Casa de humo», cuento, Lanyard Review, v. 7, n.º 1, Nueva Orleans, LA, 1994.
«El último celo de Misery», cuento, Alabama Mud, otoño, Dallas, TX, 1994.
«Descendiendo», cuento, Frigid Noir Review, n.º 45, Santa Fe, NM, primavera 1993.
«Depósitos nocturnos», cuento, Frigid Noir Review, n.º 44, Santa Fe, NM, invierno 1992.
«Façon de parler», cuento, Out of Synch, Universidad de Colorado, invierno 1992.
«La decisión de Clem», cuento, Last Stand Review, Universidad de Virginia, v. 20, n.º 2, 1991.
«La mujer de otro hombre», cuento, Esquire, Nueva York, NY, septiembre 1990.
Docencia
Profesor de Literatura Inglesa, Universidad de California, Los Ángeles, 1994-1995.
Profesor titular, UCLA, 1988-1994.
Profesor visitante de Literatura Inglesa,
Universidad de Minnesota, otoño 1993.
Docente, Taller de Escritura, Bennington College, 1992, 1993.
Distinciones
Premio Timson a la Excelencia Literaria,
Los persas, 1991.
3 Premios Pushcart: 1990, 1992, 1994.
National Endowment for the Arts, Beca de Narrativa, 1989.
Beca de Literatura D. H. Lawrence,
Universidad de Nuevo México, 1987.
Lecturas y conferencias destacadas
1995 — Universidad Rutgers
1993 — Universidad de Michigan
1993 — Bennington College
1992 — Vassar College
1992 — PEN American Center, Nueva York, NY
1989 — Universidad de Virginia
1988 — Universidad Rutgers
Afiliaciones
Sociedad de Estudios del Nouveau Roman
Asociación de Lenguas Modernas
Asociación de Programas de Escritura Creativa
El catedrático del departamento era un hombre corpulento con una cabeza enorme que me tenía hipnotizado. Debió de advertir la fascinación que yo sentía por su cráneo, sin duda, pero lo que me dijo era lo que yo esperaba oír.
—Como mucho, podría buscarte algo de profesor visitante, pero el departamento entero está de vacaciones. —Miró por la ventana y se rascó el melón—. En otoño necesitaremos un profesor para un curso de introducción a la literatura estadounidense.
—¿Con qué sueldo?
—Unos cuatro mil, tres mil y tantos. No es gran cosa.
Siguió repasando mis referencias.
—¿Por todo el semestre? —pregunté.
El cabezón asintió en silencio.
—Gracias.
En primavera la trucha fario emerge de los desovaderos en los fondos de grava y no tarda en establecer sus territorios de caza. Las fario jóvenes prefieren aguas más mansas que las truchas arco iris, y su crecimiento suele ser más lento que el de estas últimas. Algunas no se mueven nunca de la cabecera de los ríos, pero la mayoría migra río abajo en busca de un mejor hábitat y de mejor alimento en ríos y lagos. Algunos ejemplares de trucha fario llegan a vivir veinte años. La fario es la más astuta y precavida de las truchas.
Lorraine estaba en la cocina, vigilando un cazo con arroz en el fuego. Llevaba un delantal amarillo, tal vez el único que tenía, pensé: durante toda mi vida la había visto con un vestido oscuro y un delantal amarillo. De niño imaginaba que tenía cajones llenos de delantales amarillos, con su delantal amarillo favorito, el delantal amarillo para las bodas y el delantal amarillo de los funerales. Me senté a la mesa.
—¿Cómo te encuentras hoy, Lorraine? —pregunté.
—Muy bien, señor Monk. —Cubrió el cazo con su tapa y se desplazó hacia la encimera para picar un poco de apio—. Está muy bien lo que ha hecho, venir a casa a cuidar de su madre.
No dije nada, me limité a observar el movimiento de la hoja del cuchillo entre la verdura.
—Siento mucho que mis libros te hayan ofendido, Lorraine.
Mi franqueza la cogió desprevenida, pero ella siguió cortando. Ahora estaba con el pimiento.
—Que mis personajes digan ciertas palabras no tiene nada que ver conmigo. Es arte.
—Sí, ya lo sé.
—¿Has usado alguna vez la palabra «follar»? —le pregunté.
Dejó de picar. Parecía a punto de echarse a reír.
—Sí, sí que la he usado, señor Monk. Es una palabra que a veces viene bien.
—Sí, señora. —Volvió a remover el arroz; me quedé mirándola—. ¿Tienes familia en Washington?
—No. Tenía una tía, pero se murió hace años. Era la única familia que he tenido.
—Lo siento —dije.
—No, no —respondió—. No echo de menos a mi familia. No la conocí.
—Lo que siento es que aterrizaras en esta familia de locos.
—Ustedes no están locos —dijo ella—. Son diferentes, eso sí. Pero locos, no.
—Gracias. Oye, Lorraine, ¿dónde irías si no pudieras vivir aquí?
Puso la tapadera en el cazo y se quedó mirándola.
—No lo sé.
—¿Tienes amigos?
Negó con la cabeza, pero respondió.
—Un par.
—¿Tienes ahorros? —Sabía cuánto ganaba Lorraine porque ahora era yo quien le extendía los cheques. No estaba mal, teniendo en cuenta que no tenía que pagar ni comida ni alquiler—. ¿Algo?
Carraspeó.
—Tengo un poco de dinero guardado. Ahorrar nunca se me ha dado bien. ¿Por qué lo pregunta?
—Mamá está ya muy mayor, Lorraine. ¿Qué pasará cuando muera?
—Me quedaré aquí a cuidarle a usted, señor Monk.
Miré a la anciana, que era casi tan vieja como mi madre, y me quedé sin saber qué decir. Me levanté, y cuando me disponía a salir, me detuve en la puerta que daba al comedor, me volví y dije:
—Muy bien, Lorraine.
Ernst Kirchner: Me alegro, no, me siento orgulloso de que esos camisas pardas quemen mis cuadros.
Max Klinger: ¿Qué quieres decir?
Kirchner: Imagina cómo me sentiría si esos monstruos aceptasen mi obra.
—¿Te encuentras bien, Monksie? —me preguntó mi madre. Se sentó en el sofá, a mi lado.
—Sí, muy bien —dije—. ¿Y tú? ¿Qué tal tu cabezadita?
—Como todas las cabezaditas.
—¿Quieres que prepare un té?
—No, cariño, quédate donde estás. Relájate. No tienes que ir con la lengua fuera por culpa de una vieja. —Se quedó mirando la chimenea—. Gracias.
—¿Perdón?
—Por venir a vivir aquí —dijo mamá.
—Te quiero, mamá —respondí como si estuviera dando a entender que por supuesto que me quedaría allí.
—Echo de menos a Lisa.
—Yo también.
Mamá se atusó la falda en el regazo.
—Tengo suerte de poder ir y venir. Puedo subir esas escaleras y todo, y sin que me falte el resuello.
—Fantástico.
—¿Lisa vendrá por aquí más tarde?
—No, mamá.
—Es que la echo de menos. ¿Le habrá dolido algo de lo que he dicho? Ya sé que ha roto con Barry.
—No lo creo, mamá.
Llamé a mi agente para ver cómo iba mi novela. Las noticias que tenía para mí no eran buenas: otros tres editores la habían rechazado. «Demasiado densa», había dicho uno. «No es para nosotros», fue le escueta respuesta de otro. El tercero: «El mercado no respalda este tipo de cosas».
—Y ahora, ¿qué? —pregunté.
—No sé qué decirte —respondió Yul—. Si pudieras volver a escribir algo como Segundo fracaso.
En su vaso tintineó el hielo.
—¿Qué me estás diciendo? —le pregunté.
—No te estoy diciendo nada.
Segundo fracaso: mi novela «realista». Fue bastante bien recibida y tuvo unas ventas relativamente buenas. Trata de un joven negro que no entiende por qué la comunidad negra le hace el vacío a su madre, que parece blanca. Al final ella se suicida y él se da cuenta de que debe atacar la cultura; se hace terrorista y se pone a matar cuanto blanco y negro con comportamientos racistas encuentra.
Odié escribir esa novela. Odié leer esa novela. Odiaba pensar en esa novela.
Fui a lo que había sido el despacho de mi padre, y tal vez todavía lo fuera, pero ahora era mi lugar de trabajo. Me senté y me quedé mirando fijamente a Juanita Mae Jenkins en la portada de Time. Sentí un dolor que me nacía en los pies y me subía por las piernas y la espina dorsal hasta llegarme al cerebro, y entonces recordé varios fragmentos de Hijo nativo y El color púrpura, y del programa de Amos y Andy. Las manos empezaron a temblarme y el mundo se abrió a mi alrededor, y fuera las raíces de los árboles temblaban en el suelo, y en la calle la gente gritaba «hermano», «choca esos cinco», «enróllate». Y en mi interior me echaba a gritar, lamentándome de no hablar como esa gente, de que mi madre no hubiera hablado como esa gente, de que mi padre no hubiera hablado como esa gente. Y me imaginé sentado en el banco de un parque contando las navajas de mi colección de automáticas, y que un hombre se me acercaba y me preguntaba qué estaba haciendo, y cuando se me abría la boca no podía evitar que de ella saliera un «¿y eso, hermano?».
Cargué una hoja de papel en la vieja máquina de escribir de mi padre. Y escribí esta novela, un libro que, sabía, nunca podría firmar con mi nombre.