5

Cuando llegué a Los Ángeles llovía. Era una lluvia del sur de California de las de verdad, que se llevó por delante laderas y casas, que inundó zonas de Newport y Long Beach y que provocó caravanas en todas las autopistas. De camino a casa descubrí que me encontraba inquieto. Mi estado no se debía al mar de luces traseras que tenía ante mí ni a las dos semanas de clase que todavía me quedaban ese semestre: algo me atormentaba. No sabía qué era. Había visto, o quizás oído, algo que me había parecido mal, pero me había olvidado del asunto, ¿qué iba a hacer, si no? Por fin llegué a Santa Mónica y a mi casa; me lavé los dientes sin cepillar demasiado enérgicamente —seguía las instrucciones que, a través del higienista, me transmitía mi dentista, todo un personaje a quien todavía no había logrado ver—, con la presión justa para interrumpir la formación de placa que me iba comiendo por dentro, y me acosté. Con la cabeza en la almohada, tuve un sueño. Primero soñé que mi padre me contaba la historia de cuando Paul Robeson se puso a cantar en el Salón de Té de Miss Madsen, en la playa, y de cuando Paul Laurence Dunbar paseaba por el muelle recitando poesías. Luego yo estaba solo en ese mismo muelle; era joven, pero no tanto para tener miedo de estar ahí tan de noche. Había una luna llena y reluciente, con un halo alrededor. A lo lejos, bajo el resplandor de la luna en el agua, imaginé que veía un banco de pejerreyes rizando la superficie. Después estaba con mi hermana, que trataba de decirme algo pero, y eso era muy raro en ella, se andaba por las ramas. «¿Me estás pidiendo ayuda?», le preguntaba, pero ella seguía hablando, diciendo cosas que yo no entendía aunque había algo en ellas que no dejaba dudas respecto de lo nerviosa que estaba. «¿Le pasa algo a mamá?», le preguntaba, pero a esto también me respondía con un parloteo que yo olvidaba al instante. Y entonces me decía: «¿Lo has visto?». «¿Quién es la persona a la que debería haber visto?», interrumpía yo, y ella se echaba a reír por lo rebuscado de mi respuesta, y luego esquivaba el tema. Entonces me desperté.

Todas las proposiciones tienen el mismo valor.

A la mañana siguiente, después de caminar un rato por la inmensa habitación trasera que me servía de taller, conseguí sentarme a revisar el correo. Como esperaba, tenía carta de mi agente. Llevaba ya un tiempo pensando en prescindir de él: parecía dolorosamente resignado (al menos a mí su resignación me resultaba dolorosa) a la idea de que mi obra no era lo bastante comercial para hacerme rico. Aunque la idea era indudablemente cierta, uno de los cometidos de su profesión era el de alentar en mí ilusiones vanas pero optimistas. O al menos eso creía yo. Con todo, aun viendo que de ahí no iba a sacar nada, mi agente estaba dispuesto a llevar mi obra. Su carta era corta, se limitaba a presentar otra, una que había recibido él: una carta de rechazo a mi última novela.

Estimado Yul:

Gracias por dejar que le echara un vistazo al último intento de T. Ellison. Seamos serios… ¿Por qué te has molestado en enviarme la novela? Deja entrever un intelecto brillante, sin duda. Es punzante. Está escrita y construida con gran maestría. Pero ¿quién va a querer leer este rollo? Es demasiado compleja para el mercado. Y otra cosa: ¿para quién escribe este tipo? ¿Vive en una caverna perdida o qué? ¿Una novela en la que Aristófanes y Eurípides asesinan a un dramaturgo más joven y talentoso y luego contemplan la muerte de la metafísica? Venga ya.

Gracias de nuevo.

Saludos,

HOCKNEY HOOVER

A veces, cuando pesco me siento un auténtico detective. Estudio el agua y la disposición del terreno; rastrillo el lecho del arroyo para buscar larvas de insectos acuáticos. Observo en busca de puntos de desove y de actividad terrestre. Escojo la mosca, que he preparado en la orilla arrancándome un par de hebras del jersey para mezclarlas con las fibras y conseguir el color justo. Oculto tras una roca o entre la maleza, presento la mosca y espero pacientemente. En algunas ocasiones, en cambio, rebusco en los bolsillos y ato al anzuelo la pelusilla y las porquerías que encuentro para lanzarlo al agua desde un peñasco. Ambos métodos funcionan unas veces sí y otras no. Todo depende de la trucha.

Como a todo en la vida, a las clases también les llegó su final, un final puntual y acompañado de la noticia de que mi ascenso a profesor titular estaba aprobado. Sin embargo, esa noticia no contribuyó a borrar la depresión en la que me había sumido el rechazo de mi novela, que a esas alturas ya era el decimoséptimo rechazo.

—Lo que siempre dicen es que no eres lo bastante negro —me dijo mi agente.

—¿Qué significa eso, Yul? ¿Cómo saben siquiera que soy negro? ¿Eso qué más da?

—Esto ya lo hemos hablado. Lo saben por la fotografía de tu primer libro. Lo saben porque te han visto. Lo saben porque eres negro, por el amor de Dios.

—Y entonces, ¿qué? ¿Hago que mis personajes lleven un peinado a lo afro y se digan negro esto, negro lo otro para complacer a esa gente?

—Daño no te haría.

Me quedé atónito, sin palabras.

—Mira el libro de Juanita Mae Jenkins. Las ventas son una locura. Le dieron quinientos mil por los derechos de la edición de bolsillo.

«Me alegro por ella», pensé muy generoso, pero no era verdad. Juanita era una incapaz.

—Es una incapaz —dije—. Ni siquiera llega a incapaz. Un incapaz sabría leer y escribir un poco.

—Sí. Es una mierda, ya lo sé, pero vende. Y esto es un negocio, Thelonious.

No dije una sola palabra más. Colgué el auricular y me quedé mirando el teléfono.

Seguía mirándolo cuando el teléfono volvió a sonar. Era Lorraine, y estaba muy alterada.

—¿Es mi madre? —pregunté—. Lorraine.

—No, es la doctora Lisa.

—¿Qué le pasa a Lisa?

—Le han disparado.

—¿Qué?

—La doctora Lisa está muerta.

Colgué el teléfono porque no sabía qué hacer. Notaba el estómago frío. Notaba los latidos de mi corazón. Me esforcé por recordar el teléfono de mi hermano y lo marqué.

—Bill, acaba de llamarme Lorraine.

—Sí, a mí también.

—Nos vemos en casa de mamá.

A menudo me limitaba a serrar madera. Ese olor, ese tacto, el sonido de las sierras manuales o eléctricas cortando la madera a contrapelo. Practicaba con el cortaingletes y la guimbarda, el montón de patas torneadas iba creciendo. Quería poner en marcha la sierra de mesa para cortar una plancha, pero tenía que coger el coche para ir al aeropuerto. Tenía que comprobar a qué se refería Lorraine con lo de que mi hermana estaba muerta. Tenía que encontrarme con Bill en casa de mamá y entender por qué Lisa no había venido. Me subiría al avión sin saber prácticamente nada. Si el pasajero del asiento contiguo me preguntaba acerca del propósito de mi viaje, tendría que decirle que no sabía cuál era. Tal vez le diría: «Lorraine ha dicho que han disparado a mi hermana», y entonces la persona del asiento contiguo sabría tanto como yo.

Resulta increíble que una frase llegue a entenderse. Sonidos, nada más, que algún agente ha encadenado con la intención de que signifiquen algo; el significado, sin embargo, ni puede ni debe circunscribirse a esa intención. Y aunque esos sonidos encadenados en un orden característico y determinado nunca cambian, en realidad no hacen sino cambiar. Aunque las concesiones gramaticales sean pedestres, seguirá habiendo significado. Aunque las palabras resulten absolutamente confusas, seguirá habiendo significado. Aun con relaciones semánticas únicamente generales o categóricas; aunque el lenguaje humano sea algo desconocido. El significado es interno, externo y orbital, pero lo que no puede existir es un contenido proposicional. El lenguaje nunca termina de borrar su presencia del todo; en los casos en los que el significado supone una prioridad, la desaparición del lenguaje no es más que una ilusión.

Las metáforas no pueden parafrasearse.

No costaba demasiado llegar a la conclusión, correcta o no, de que Bill era homosexual. El modo en el que disfrutaba de la compañía de los hombres no tenía nada que ver con el modo en que lo hacían los hombres heterosexuales. Las maneras afeminadas, descubrí de joven, no dan la medida de la orientación sexual. Mi profesor de gimnasia, al que yo imaginaba desayunando clavos cada mañana, era gay, y si yo lo sabía no era por cómo colocaba la mano ni porque se me hubiera insinuado; lo sabía porque una noche lo vi andar cogido de la mano de otro hombre. Me escandalicé muchísimo, pero luego me contuve: lo que de verdad sentía era envidia. Él parecía tan feliz disfrutando de la noche con su amigo, los dos de la mano. Yo también quería coger una mano; la que yo quería era de chica, sí, pero seguía siendo una mano.

Bill había salido con chicas, pero durante esas temporadas siempre estaba de mal humor. No sé si papá y mamá llegaron a sospechar algo. Si lo hicieron, estoy convencido de que la situación no debió de resultar agradable. Mis padres no hablaban demasiado bien de los mariquitas que se exhibían en la calle, cerca de la consulta de mi padre. Plantearse la preferencia sexual, que tal cosa pudiera llegar a existir, les parecía impensable. Mi padre tenía una expresión para referirse a los hombres homosexuales. La oí en una ocasión: «Ojo». Nunca descubrí de dónde la habría sacado.

Iba conduciendo por la autopista 395 rumbo al ramal meridional del río Kern para ir a pescar. Paré un rato en el cruce de la 178 con la 395. Estábamos en verano, empezaba a anochecer; era tarde, el ambiente estaba cargado: la hora perfecta para que los tipos raros empezaran a salir a la calle. Me senté a una mesa y la camarera, de mediana edad, me llamó «guapo» mientras un par de tíos hablaban en francés en la mesa de atrás. Cuando viajas, lo mejor es comer sin preocuparte por la salud, o al final terminas no comiendo. Estaba cortando una cosa llamada «pechuga de pollo frita» y me resultaba imposible reconocer el pollo o la pechuga, pero lo que estaba claro es que estaba frita, y cómo. En ese momento, un par de tipos flaquísimos, basura blanca con cara de subnormal y gorra de béisbol, entraron en el restaurante haciendo mucho ruido. Aunque su finísimo oído no les permitió identificar como francés esa molesta cadencia, sí detectó que se trataba de un idioma «estranjero». Se sentaron a la barra y se pusieron a echarles miradas a los francófonos hasta que ya no pudieron contenerse y se les acercaron.

—¿Sois raritos o qué? —les dijo el más flaco y larguirucho.

—¿Raritos? —preguntó uno de los franceses.

—Maricas —respondió el paleto número dos, una placa de Petri andante con las uñas larguísimas.

—Ah, maricas —dijo el francés—. Oui.

—Uy —repitió el paleto número uno, que miró a su colega; los dos se echaron a reír—. Salid afuera, que os vamos a reventar.

—No entiendo —dijo el otro francés.

Paleto número dos debió de acercarse a ellos. Advertí la expresión preocupada de la camarera, que, a gritos, dijo que no quería problemas.

—Afuera, maricones. No sois gallinas, ¿no? Somos dos contra dos. Es justo.

—En realidad, sois dos contra tres —dije.

Me metí en la boca el trozo de pollo que tenía en el tenedor.

El paleto número uno se acercó a mirarme.

—Me parece que el negrito se ha enfadado —le dijo a su amigo riendo.

Mastiqué la comida tratando de recordar todas las poses exageradas que había tenido que aprender cuando era un adolescente menos desarrollado que la media.

—¿Tú también eres maricón? —preguntó.

Con una señal, le hice ver que estaba masticando, acción que lo dejó ligeramente confuso. Durante un instante fugaz alcancé a detectar su miedo.

—Es posible —respondí.

—También quieres pelea, entonces.

Yo no quería pelea, pero lo cierto es que ya estaba peleando. Les dije lo siguiente, de lo que todavía me enorgullezco: Muy bien, si hay que pelear, peleemos. Pero recordad que ésta es una de las decisiones más importantes que tomaréis jamás.

Me había pasado de la raya. Su miedo fue creciendo hasta convertirse en rabia, y el paleto se apartó de un salto y me pidió a gritos que me levantara. Me entró miedo de tener que hacer algo que no se me daba demasiado bien: pegar puñetazos. Me puse en pie y, aunque no soy un fideo, tampoco abultaba muchísimo más que ellos. El paleto número dos empezó a gritarles a los gays que se levantaran.

Se levantaron, y entonces deseé haber llevado conmigo una cámara de fotos para capturar la expresión de ese par de pueblerinos babosos. Los franceses eran enormes, medirían dos metros por lo menos, y tenían un aspecto muy saludable. En su retirada, los paletos tropezaron y salieron del restaurante a gatas.

Los dos hombres me preguntaron si quería sentarme con ellos, pero yo reía; no me reía del espectáculo ofrecido por el par de palurdos que habían salido corriendo, sino de mi propia frescura, de mi atrevimiento. De haber pensado que aquel par iba a necesitar mi ayuda.

C’est plus qu’un crime, c’est une faute.

Me imaginé a mi hermana visitando a una paciente, una niña cuyo nombre a mi hermana le horrorizaba; me la imaginé examinándole las orejas, bromeando, preguntándole si el morado era su color favorito, porque tenía la garganta de ese color. La niña se reía y mi hermana reñía a la madre y le recetaba antibióticos. Acompañaba a la madre y a la niña por el pasillo hasta la entrada, donde una adolescente asustada se revolvía en la silla, nerviosa, al ver a mi hermana. La recepcionista le decía algo a mi hermana y le pasaba unos gráficos. Mi hermana se sacaba un bolígrafo del bolsillo superior de la chaqueta, marcaba un par de puntos y escribía un par de iniciales en otros dos. Luego la niñita le tiraba de la falda a mi hermana y todo quedaba en silencio mientras mi hermana la miraba con las cejas muy arqueadas. Sonido de nuevo. Cristales rotos, gritos, el estrépito de sillas cayendo al suelo. La boca de mi hermana formaba palabras que ni siquiera mi imaginación es capaz de distinguir, y poco después estaba muerta.

La policía llamó al timbre de la casa de mi madre. Ella pensó que venían a leer el contador del gas. Le contaron lo de mi hermana. El agente, una mujer, dijo:

—El fallecimiento se certificó en el lugar de los hechos.

Mi madre se aflojó la correa del reloj y volvió a cerrarla, y a continuación dijo:

—Gracias por venir a contármelo. ¿Me haría el favor de decírselo usted a Lorraine?

Llamó a Lorraine para que fuera a la sala.

En cuanto Lorraine vio a la policía, el pánico se apoderó de ella. Las manos le empezaron a temblar.

—Lorraine —dijo mamá—, estos agentes tan agradables tienen algo que decirte. Yo estaré arriba, es la hora de la siesta.

Cogí un taxi del aeropuerto a casa de mi madre, y cuando el coche atravesaba el puente de la calle Catorce miré hacia abajo, hacia el río. Tenía unos recuerdos vagos e inquietantes de todo lo que, de niño, había salido mal, de las veces en que le hice daño a mi hermana sin querer, de las veces en que le hice daño queriendo, de los chicos que le rompieron el corazón, de las notas que no fueron tan buenas como ella esperaba; de cuando Bill la ignoraba y yo la ignoraba y mamá me hacía más caso a mí. Yo la admiraba, pero apenas la conocía, y todo era culpa mía, tenía que serlo, porque ella ya no estaba viva para echarle la culpa. Pero estas ideas eran una farsa y las abandoné rápidamente para estudiar con detenimiento mis obligaciones familiares.

En casa de mi madre, fue mi hermano quien abrió la puerta. Aunque nuestra pena era muy real, nuestro abrazo solo sirvió para aumentar la distancia que nos separaba.

Nos apartamos un poco y nos miramos.

—¿Cómo está mamá? —pregunté.

—Está durmiendo. Le he dado algo. Hace un par de horas que he llegado. La que está que se sube por las paredes es Lorraine. También le he dado algo.

—Quizá después podrías darme algo a mí —le dije—. ¿Ya has averiguado qué pasó?

—Alguien entró en la clínica y disparó a Lisa. He hablado con la policía hace media hora. Fue con un rifle.

Entré en el salón y me senté en el sofá.

—¿Han cogido al que lo hizo? —pregunté. La pregunta me pareció tonta, una preocupación sin sentido. En realidad, daba igual. Lisa estaba muerta y nada iba a cambiar eso—. ¿Saben por qué?

—Cosa de un fanático, creen. Uno de esos idiotas antiabortistas.

—Cuando estuve por aquí, Lisa me habló del asesinato de Maryland —dije—. Dios, no me lo creo. Al llegar a casa, todavía confiaba a medias en que Lisa me abriría la puerta.

—Yo también.

—Debería subir a ver a mamá.

—Sí, supongo. Está bastante ida. Y después tendríamos que ir a casa de Lisa para repasar sus papeles, por si dejó instrucciones.

Mamá, como me había dicho Bill, estaba bastante ida. Me miró, aturdida, y se preguntó en voz alta si yo era mi padre.

—¿Eres tú, Ben? —dijo—. Se nos han llevado a la niña.

—No, mamá, soy yo, Monk. Tú descansa, ¿vale? —La ayudé a echarse para que se acomodara sobre la almohada—. Duerme un poco.

—Mi niña ha muerto —dijo—. Mi pequeña Lisa nos ha dejado.

Klee: ¿En qué piensas?

Kollwitz: ¿Por qué los hombres sanguinarios son siempre tan mojigatos? ¿Por qué se muestran tan hostiles a la sexualidad y a las imágenes del cuerpo?

Klee: Te refieres al del bigote.

Kollwitz: Tú sí que tuviste suerte de irte cuando te fuiste. Yo no fui capaz de decidirme a abandonar mi hogar. Pero volvamos al tema. A ese monstruo y a los que son como él las ridículas ninfas de Mueller les parecen tan amenazantes como la obra de Kirchner.

Klee: Ferkel Kunst.

Kollwitz: ¿Disculpa?

Klee: Nuestra obra. Así es como la llama él.

Kollwitz: Perdí a mi hijo en la primera guerra y temo perder a mi nieto en esta. Y todo por un hombre que tiene miedo de su pilila.

Klee: Y de las pililas de los demás.

Kollwitz: Han creado un nuevo departamento, el Comité de Tasación de Arte Degenerado. Les venden nuestras obras a extranjeros. Las han regalado, prácticamente, y han quemado el resto. Quiero que las cenizas de la hoguera se mezclen con mis pinturas.

Klee: Maravillosa idea.

Kollwitz: Imagina cómo deben de oler esas cenizas.

Klee: Ya.

El apartamento de mi hermana estaba lleno de vida. Nunca llegué a conocer sus gustos de adulta. Le gustaban los colores pastel. Escuchaba R&B. Le gustaban las fotografías en color de caballos y pájaros. Tenía la cama pulcramente hecha. Tenía la cocina limpia. El olor de su baño era dulce. Al lado del lavabo vi la caja para los anillos que le hice cuatro años atrás.

La tapa era de marquetería. Entonces me acordé de cuando hice la caja y de que mientras la hacía deseé que le gustara tanto como yo había disfrutado construyéndola. Levanté la tapa y observé detenidamente la incrustación de madera de arce. El tiempo la había oscurecido, pero seguía siendo bastante más clara que la caja de ébano. En la caja había un anillo, y supuse que sería el de su boda.

Lisa quería que la incineraran y eso fue lo que hicimos. Quemamos el cuerpo y guardamos las cenizas en una urna que llevamos a casa y colocamos en la repisa encima de la chimenea que nunca se usaba. Mamá lloró. Lorraine lloró. Los pacientes de Lisa, sus colegas, su ex marido sin la nueva mujer, todos asistieron al funeral en la iglesia episcopaliana a la que mi familia nunca iba, y todos lloraron también. De joven yo despreciaba la religión. Luego pasó a resultarme indiferente; observar sus trampas me causa cierta diversión, y los practicantes casi siempre me parecen un poco torpes y lerdos. Todos le dirigieron sus palabras a su dios y Lorraine pudo descansar un poco más tranquilamente. Luego volvimos a casa y nos sentamos a la mesa de la cocina. Bill y yo nos sentamos a la mesa después de darles a mamá y a Lorraine algo que las hiciera dormir.

Bill me preguntó si seguía construyendo sillas.

Yo le dije que sí. Luego le pregunté dónde estaban Sandy y los niños.

Él me dijo que en Arizona.

Bill me preguntó si iba a salir algún libro mío pronto.

Yo le dije que estaba tratando de vender uno.

Él no me preguntó de qué iba.

Yo le pregunté dónde estaban su mujer y sus hijos.

Bill me contó que le había confesado a Sandy que era gay y que ella lo había llevado a juicio y se había quedado con los niños, la casa y el dinero. Con todo. Me contó que la consulta iba mal porque todos sabían que era gay.

Yo le pregunté cómo podían pasar cosas así.

Él me dijo que vivía en Arizona.

—En realidad, Sandy se lo merece todo. He estado mintiéndole durante quince años. He puesto su vida en peligro, o eso cree. Y, de todos modos, el juez le creyó a ella. He confundido a mis hijos, y les llevará un buen tiempo entender qué ha pasado. Si es que llegan a entenderlo. Me merezco lo que me ha tocado en suerte, que a fin de cuentas viene a ser nada de nada. No puedo mirar a mis hijos a la cara. Debo más dinero del que gano. Y vivo en Arizona.

Lo sentía mucho por mi hermano; estaba realmente impresionado por lo comprensivo que se había mostrado con el enfado de su mujer y la confusión de sus hijos, pero lo triste era que, de su confesión de culpa y fracaso, el dato que más me había interesado era el de que debía más dinero del que ganaba. Mamá necesitaba que la cuidaran, y yo no creía que Bill fuera capaz de hacerlo. Lorraine era casi tan mayor como mamá y quizá necesitara los mismos cuidados que ella; que yo supiera, no tenía familia. Todas las luces me iluminaban a mí. Contemplaba, muerto de miedo, con dolor de cabeza y picor en el cuello, cómo la vida que había llevado hasta entonces cambiaba ante mis propios ojos. Seguía sentado a la mesa de la cocina con Bill, pero ya estaba desmontando mi apartamento de Santa Mónica.

¡Pobre de mí! Un hombre sin religión, sin una triste mentira que pudiera decir que fuera mía. Entregando una vida a cambio de otra, amando como sabía que debía, y, quizá lo más importante, tratando de estar a la altura de mi hermana. El tiempo me parecía algo ajeno por completo, ¡como si alguien estuviera cronometrándome mientras dormía, andaba y comía! Mentalmente le decía a mamá que regresaría pronto, pedía una excedencia y dejaba las clases, metía mis cosas en un trastero, hacía las maletas, volaba rumbo al este en un L1011, sentado al lado de una mujer de la edad de mi madre —ochenta y dos— que iba a una convención de criadores de rosas en Georgia, y me instalaba con mamá y Lorraine.

Me senté en el salón; no corría el aire y hacía demasiado calor. Me había preparado un té y estaba tratando de mantener la ansiedad y la imaginación bajo control. Me puse a escuchar los sonidos de la vieja casa, la casa de mi infancia, la casa en la que había conocido a mi hermana. Bill estaba durmiendo. Mamá y Lorraine llevaban rato dormidas. Los crujidos de la casa se hicieron rítmicos, y me puse a contar la cadencia de los gruñidos, las quejas, los calambres. Consideré la posibilidad de que ese intento de convencerme a mí mismo del traslado a Washington, a casa de mi madre, fuera algo prematuro, pero no conseguí desechar la idea. Tras la revelación de la penosa situación personal de mi hermano, el absentismo de jure se transformaba en culpabilidad de facto; en la práctica, era como si ya me hubiese mudado.