4

Idea para un relato: un hombre se casa con una mujer que se llama igual que su primera esposa. Una noche, mientras hacen el amor, él pronuncia su nombre y ella lo acusa de estar pronunciando el nombre de su primera mujer. Lo cierto es que era el nombre de su primera mujer, por supuesto, pero también es el de la actual. Él le dice que no estaba pensando en su primera mujer, pero ella replica que sabe perfectamente lo que ha oído.

Di vueltas en coche por la ciudad durante un rato, y mientras conducía me di cuenta de que era posible sentirse cómodo en un coche. Mi hermana se había tomado mi cumplido sobre su coche como un insulto, y, en cierto modo, quizá mi intención había sido ésa. Yo nunca había entendido que alguien se gastara tanto dinero en cuatro ruedas. Sin embargo, el coche era cómodo y silencioso, debía admitirlo, y era muy comprensible que mi hermana quisiera poder quitar los seguros y encender los faros desde la otra punta del aparcamiento. Con todo, detrás del volante de la cosa esa me sentía fuera de lugar. Para variar. Atravesé Georgetown, subí por Wisconsin y volví a Dupont Circle por Massachusetts. Fui a casa de mi madre, quería llegar justo antes de que se echara su cabezadita: así, como ella estaría a punto de recogerse y yo tendría que ir a buscar a Lisa, podría marcharme enseguida.

—Mi Monksie está en casa —repitió mi madre.

Nos sentamos en la cocina y preparó un té.

—Estás estupenda, mamá.

—Anda ya. Soy una anciana. No sé cómo estará este té, cariño. Me lo trajo una mujer que fue paciente de tu padre.

—Un detalle —dije.

—Es una mujer muy agradable, pero, válgame Dios, es más vieja que yo. No hay manera de que entienda que tu padre ha fallecido.

Dejó las tazas y los platitos en la mesa.

—¿Dónde está Lorraine?

—Ha salido a hacer la compra.

Miré el calendario de la pared. Era del año pasado, pero estaba en el mes correcto.

—Este calendario no es de este año, mamá.

—Lisa siempre me lo dice, pero nunca me acuerdo de cambiarlo.

—Te diré lo que haremos: te compraré uno nuevo. —Mientras hablaba, me pregunté qué perjuicio estaría causándole a Lisa con la compra de un calendario para mamá. ¿Y si a la anciana le daba por explayarse sobre su procedencia? Ya lo imaginaba: las hojas de los meses irían cambiando, y Lisa, aguantando: «Mira la foto del Gran Cañón. Monksie me regaló este calendario. Se dio cuenta de que el antiguo era del año pasado».

—Aquí está. —Mamá dejó la tetera entre nuestras tazas y luego se sentó—. Dime, ¿cómo ha ido el congreso?

—Bien. La ponencia fue bien, ya he terminado.

—Me alegro —dijo.

Se levantó para apagar el fogón por segunda vez y volvió a sentarse.

—Tendrías que ir con cuidado si quemas cosas en la chimenea —le dije—. No la hemos encendido nunca. Es probable que el tiro esté atascado.

—Había un poco de humo en el salón, sí.

—No deberías usarla jamás.

—De todos modos, ya he terminado de quemar las cosas.

Sirvió el té.

—¿Qué quemabas? —le pregunté.

—Unos papeles, solamente. Tu padre me dio instrucciones cuando estaba en el hospital. Dijo: «Agnes, quema los papeles de la caja gris de mi despacho, te lo ruego. ¿Me harás el favor?». Le dije que sí y luego me suplicó que no los leyera.

—¿Y los has leído?

Mamá meneó la cabeza.

—Tu padre me pidió que no lo hiciera.

Miré hacia la encimera y vi una caja azul.

—¿No irás a quemar las cosas de esa caja, verdad?

—Eso es lo que he quemado. El salón se ha llenado de humo. Nunca me ocupé del tiro. Por eso nunca encendimos la chimenea en esta casa. Porque le tengo miedo al fuego.

—Ya lo sabía, mamá.

—No te he ofrecido leche. ¿Quieres un poco?

—No, gracias. —Soplé mi té y bebí—. ¿Te reúnes con las compañeras del club últimamente?

—No mucho. Todas se están muriendo. A las jóvenes ya no les interesa el bridge.

—De todos modos, y según lo que pude entender, me parece que tampoco jugabais al bridge…

—¿Eso te parece? —Rió suavemente—. Supongo que tienes razón.

La miré a los ojos y advertí su cansancio.

—Tal vez deberías echarte un ratito.

—Estoy un poco cansada. Esta noche Lorraine hará la cena. Cenaremos a las siete, pero puedes llegar a las seis para los cócteles.

—Muy bien, mamá.

Cualquiera que hable con alguien de su familia sabrá que compartir un idioma no implica compartir las reglas que rigen su uso. Digamos lo que digamos, lo que en realidad queremos decir es otra cosa, y yo sabía que, a pesar de las incoherencias y los desvaríos de mi madre, mientras tomábamos el té mamá había estado tratando de decirme algo. El hecho de mencionar el humo en dos ocasiones; de referirse a la caja gris como «caja azul»; lo rápido y dócilmente que había admitido mis alusiones acerca de las actividades de su club. Y como yo no conocía sus reglas, que no dejaban de cambiar, sabía que trataba de decirme algo, pero no sabía el qué.

Para mi padre, el camino debía ser cuesta arriba tanto de ida como de vuelta; debía ser tan arduo como fuera posible. Por desgracia, ése fue el sentimiento que me inculcó cuando me propuse entregarme a la tarea de escribir novelas. No lo vi impresionado ni complacido hasta que le presenté un relato deliberadamente confuso y críptico. Sonriendo, me dijo: «Me has hecho trabajar, hijo». En una ocasión, cuando en un museo me quejé porque la firma de un cuadro era ilegible, me dijo: «Un cuadro no se firma para que la gente sepa quién lo ha pintado, sino porque su autor lo ama». Estaba equivocado, por supuesto, pero su opinión era tan maravillosa que ahora me gustaría suscribirla. Lo que debió de querer decir, imagino, aunque nunca había llegado a expresarlo así, era que el arte halla su forma y que nunca es una simple manifestación de la vida.

Lorraine llevaba de asistenta desde antes de que yo naciera. De niño me tenía aprecio, y de joven también. Pero cuando abrió un libro mío y descubrió la palabra «follar» dejó de tenerme aprecio. A partir de aquel momento se mostró cortés pero seca; aunque nunca demostró que mi presencia le desagradara, tampoco pareció apenarse jamás por mi marcha. Que yo supiera, Lorraine nunca había tenido otra vida al margen de la que llevaba con mi familia. Tenía sus días libres, pero yo no sabía adonde iba, en caso de que fuera a alguna parte. Incluso pasaba los veranos en la playa con nosotros. Sin embargo, no era nuestra niñera: si teníamos un problema, acudíamos a mamá. Si necesitábamos que nos acompañaran en coche a algún lado, acudíamos a mamá. Si necesitábamos comida o ropa limpia, acudíamos a Lorraine.

—Buenas tardes, señor Monk —me dijo cuando entré en casa con mi hermana.

—¿Cómo estás, Lorraine? —le pregunté.

—Más vieja cada día.

—No lo parece —contesté.

—Gracias.

Lisa me cogió la chaqueta y la colgó en el armario como si yo fuera una visita. Volví a mirar la casa. De pequeño me encantaba: era una casa grande de dos pisos con muchas habitaciones y muchos rincones y, en el sótano, un apartamento en el que vivía Lorraine. Ahora, sin embargo, parecía fría, a pesar de lo alta que estaba la calefacción. Las cortinas que cubrían las ventanas eran pesadas; la madera del pasamanos de la escalera y las jambas de las puertas, oscura y lúgubre.

—La señora E ya está a la mesa —nos dijo Lorraine, y nos acompañó al comedor como si no conociéramos el camino.

Cuando entramos, mamá se quedó sentada en la silla. Tenía los ojos rojos y fatigados. Nos agachamos a darle un beso y nos dio una palmadita en las mejillas.

—¿Te encuentras bien, mamá? —preguntó Lisa.

—Hoy se saltó la siesta, doctora Lisa —dijo Lorraine.

Nos sentamos cada uno a un lado de nuestra madre. Serví el vino y mamá lo rechazó con un ademán.

—¿Te has tomado tus medicinas? —preguntó Lisa.

—Sí. Las tres mil pastillas. —Mamá cambió de tema—: ¿Cómo ha ido el congreso? —me preguntó; había olvidado la conversación anterior.

—Ya ha terminado, que es lo que importa.

—¿Has presentado una ponencia?

—Sí, mamá.

—¿Sobre?

—Una cosa de novelas y crítica literaria. Una cosa árida, aburrida y sin sentido. En realidad, si he venido es solamente para verte a ti.

—Qué rico, mi Monksie. Pero ¿por qué no te has quedado a dormir en casa conmigo?

—Como participante en el congreso, tengo que estar cerca de donde se leen las ponencias. —Miré a mi hermana—. Antes pasé por la clínica de Lisa. Está haciendo un trabajo excelente.

—Es igual que su padre. —Por cómo lo dijo, no quedó claro si se trataba de una cualidad. Luego mamá me preguntó—: ¿Sigues conduciendo el familiar?

—Sí, mamá.

Lorraine llegó con la cena. El rosbif era muy magro. El brócoli y la coliflor estaban demasiado cocidos, y los granos de arroz, tan separados y sueltos que cogerlos con el tenedor resultaba casi imposible. Lorraine entró un par de veces por si necesitábamos algo.

Lisa dejó el tenedor en el plato y cogió la copa de vino, que mantuvo sobre el plato sin llevársela a la boca.

—Mamá, he estado repasando las cuentas y creo que tendrás que vender la consulta de papá. Los gastos de mantenimiento son tan altos que con el alquiler no hacemos prácticamente nada.

—Era la consulta de tu padre.

—Sí, mamá. Tienes otras propiedades —dijo Lisa.

—Tu padre empezó en esa consulta en 1950. Todavía no habías nacido. Bill tenía un año.

—Bueno, pues voy a poner la consulta a la venta. Es algo que tenemos que hacer.

Lisa estaba tirando de las puntas de la servilleta, un tic de la infancia que todavía conservaba.

—Era la consulta de tu padre, cariño.

—Ya lo sé, mamá.

Lisa me miró.

—Mamá —hice que me prestara atención—, ¿cuándo fue la última vez que fuiste a la consulta de papá? —No hubo respuesta—. Ni siquiera solías ir cuando papá ejercía. Ahora está completamente cambiada. Incluso parece distinta desde la calle. —Alargué el brazo y le cogí la mano—. Lisa sabe qué es lo que más te conviene.

—Oh, Monksie. —Mamá aspiró profundamente para reprimir unas lágrimas—. Eres un niño tan dulce… Siempre lo has sido. Y tan listo. Eso te viene de tu padre, ¿lo sabías? —Le eché una mirada a Lisa y vi que había empezado a comer—. Venderemos la consulta, por supuesto.

—Qué fácil —dijo Lisa—. Monk abre la boca, y la idea te entusiasma. Dios.

Lorraine entró en el comedor justo a tiempo de oír que el nombre de Dios estaba siendo usado en vano. Nos recogió los platos y, al salir, emitió unos «mmm, mmm, mmm…» reprobatorios.

Mamá se quejó de dolor de cabeza y comimos el postre sin decir gran cosa. Luego llegó Lorraine y nos informó de que ya era hora de que mamá se acostara. Gracias a Dios. Le dimos un beso de buenas noches a la anciana y nos quedamos mirando cómo Lorraine la acompañaba escaleras arriba.

Delante del hotel, sentado en el coche de mi hermana, me disculpé por haber metido baza en el asunto de la venta de la consulta cuando estábamos a la mesa.

—No, me has ayudado —dijo—. Gracias.

—Siento que siempre reaccione así a lo que digo.

—Tú eres especial, Monk. No me refiero solamente al modo en que mamá, y también papá cuando estaba vivo, te trata. Siempre me lo has parecido. Quería que lo supieras, eso es todo.

Miré por la ventana, hacia la calle.

—Tú también me pareces especial, ya lo sabes.

—Ya, ya lo sé.

Sonrió. Esa sonrisa suya transmitía tanta seguridad que la envidiaba. Su sonrisa siempre me relajaba.

Le di a mi hermana un beso de despedida, le dije que la llamaría pronto y entré en el hotel, donde encontré a Linda Mallory esperando en el vestíbulo.

—Hola, Linda.

—He estado pensando en tu ponencia.

—Lo siento.

—¿Te gustaría subir y follarme?

—No, Linda.

—Estoy atravesando una crisis seria —dijo ella—. Necesito sexo, de verdad. Lo necesito, es una cuestión de autovalidación.

—Lo siento, Linda.

Pasó por mi lado hecha una furia, cruzó la puerta y salió a la calle. Luego oí que fuera alguien gritaba mi nombre. Cuando me volví, vi avergonzado que los empleados del hotel y un par de huéspedes estaban observándome. Salí y, en el estrecho caminito que atravesaba el patio, vi a Davis Gimbel.

—«Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con qué compararlo» —dijo.

Esas palabras no surtieron en mí un gran efecto; solo sirvieron para anunciar cuán trastornado, agitado y demente era el estado posmoderno en el que Gimbel se hallaba. Detrás del académico bajito de la chaqueta de aviador estaban Linda Mallory, hirviendo de frustración sexual contenida, y otros tres académicos intelectualmente desamparados que ardían en deseos de presenciar una pelea.

—¿De qué va todo esto, Gimbel? —le pregunté.

—Ahora no hay nada con qué compararlo.

—Vale. —Bajé las escaleras para alejar el ruido de la entrada—. Escucha, siento que no te haya gustado mi ponencia, pero creo que has malinterpretado algo. Nunca pienso en vosotros, chicos; mucho menos voy a escribir sobre vosotros.

Eso lo enfureció. Aunque lo reducido del espacio no le facilitaba las cosas, se puso a dar vueltas a mi alrededor. Se golpeó el pecho con el puño un par de veces y todo.

—La narrativa posmoderna no te merece mucho respeto, ¿verdad? —dijo—. Como todos los movimientos de vanguardia, nunca tenemos tiempo de terminar lo que nos proponemos.

Lo miré a la cara, iluminada por la luz de la luna y la de las farolas, y a pesar de que su rostro se había convertido en una mueca, no me pareció más feo que antes. Ni menos.

—¿Qué te proponías?

—Lo sabes perfectamente. Nos habéis interrumpido, tú y los tuyos.

—¿Los míos? ¿Os hemos interrumpido? ¿Por no haberos prestado atención?

—El mundo de la cultura, todo. Tú no eres más que un borrego.

—¿De qué diablos estás hablando, tío? ¿Estás borracho?

Siguió dando vueltas a mi alrededor. Un par de personas que pasaban por delante de la puerta del jardín se pararon a mirar.

—Si un movimiento de vanguardia alcanza sus objetivos, entonces deja de ser de vanguardia, por supuesto. El mero hecho de oponerse a las formas establecidas de creación o de rechazarlas lo aboca a permanecer inacabado. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Somos practicantes difuntos de un arte difunto.

—¿Sabes cuál es tu problema, Gimbel? —dije apartándome de él—. Estás convencido de que lo que dices tiene sentido. Y ahora, si me disculpas.

Fue entonces cuando aquel Hemingway en miniatura trató de darme un puñetazo. Esquivé el swing y vi cómo caía rodando sobre una azalea. Linda y los otros artistas caducos corrieron en su ayuda. Me encogí de hombros, gesto que dediqué a los perplejos transeúntes, y me alejé hacia la puerta.

Gimbel estaba de rodillas y gritaba.

—La narrativa posmoderna vino y se fue, como el viento, y tú te la perdiste. Por eso estás tan amargado, Ellison.

Me detuve; no podía creer que lo que había empujado a ese hombre a buscar pelea fuera una ponencia que yo apenas si me tomaba en serio. Desde las escaleras, descollando sobre el grupo, dije:

—No es mi intención despreciar o infravalorar lo que haces, Gimbel. La verdad es que no sé qué haces.

Gimbel recuperó el control de las piernas y se levantó sacando pecho.

—He inquietado a mis lectores. Los he incomodado. He logrado que cuestionen sus certezas históricas, culturales y psicológicas alterando las plácidas relaciones que habían establecido entre las palabras y las cosas. He llevado la batalla entre el lenguaje y la realidad a su punto crítico. Pero al tiempo que mi arte muere, yo lo creo sin proponérmelo.

Su grupito aplaudió.

—Necesitas un polvo, tío —dije.

Meneé la cabeza y crucé la puerta.

Estamos en 1933 y Ernst Barlach chasquea los nudillos mientras la taza de té que tiene delante, sobre la mesa, se enfría.

—Últimamente la mano me duele mucho —dice.

Paul Klee asiente en silencio y toma unos sorbos de té. Está triste. Acaban de expulsarlo de la Academia de Arte de Düsseldorf

—Me llaman judío siberiano.

—¿Quiénes? ¿El Schwarze Korps?

—¿Quiénes si no? Y están quemando todos los libros en los que salen fotografías de nuestra obra. Me llaman lunático eslavo.

—No se equivocan en ninguna de las dos cosas.

Ernst se echa a reír.

Eckhart: ¿Sabes que he escrito una novela, Adolf?

Hitler: Cuéntame, Dietrich.

Eckhart: La he titulado La mañana. En lo fundamental, el protagonista se inspira en mí. Es un genio literario incomprendido, un drogadicto que administra con pericia los dulces dones de la morfina.

Hitler: Confío en que sea tan impactante como tu volumen de poesía. Esos versos ofrecen angustia y belleza pura al lector.

Eckhart: Me irrita sobremanera que solo se me conozca por la traducción de ese maldito noruego. Lo cierto es que odio Peer Gynt.

Hitler: Oh, pero cómo lo transformaste… Ahora le habla al alma alemana. Por eso se ha vuelto tan popular entre el pueblo. Y piensa en lo que esa obra te ha empujado a hacer, en tus textos patrióticos y en cómo has puesto a los judíos al descubierto. Me enfrentaré a los trols contigo.

Eckhart: Si se lo permitimos, destruirán la cultura alemana.

Hitler: Entonces no se lo permitiremos.

Eckhart: Soy ein Judenfresser.

Hitler: Yo también.

Eckhart: No puedo creer que hayamos perdido la guerra. De todos modos, con esos panfletos míos la gente entenderá por qué perdimos, y que el enemigo que más debemos temer no estaba en las trincheras.

Hitler: ¿Éste cómo se llama?

Eckhart: Lo he titulado Judaismo infiltrado, judaismo al descubierto.

Hitler: A mí me gustó Austria bajo la estrella de Judá.

Eckhart: Ése le gustaba a todo el mundo. Le envié Aquí, el judío a un profesor de universidad y me lo devolvió con una nota en la que decía que estaba lleno de odio. Así que le contesté. Escribí: «Dicen que el maestro de escuela alemán ganó la guerra de 1866. El profesor de 1914 perdió la Guerra Mundial».

Hitler: Bien dicho.

Eckhart: Tengo una idea para un periódico, un semanario al que daré el nombre de Auf Gut Deutsch. Y he estado pensando; creo que deberías ingresar en la sociedad Thule.

Hitler: Ya pertenezco a ella.

Eckhart: ¿Recitamos su lema juntos?

Hitler y Eckhart: «Recuerda que eres alemán. Mantén la sangre pura.»

Estas notas para una novela se me ocurrieron, no sé cómo, en el vuelo de vuelta a Los Ángeles. Las caras de los pirados que estaban delante de la clínica de mi hermana me sirvieron de inspiración, pero debo confesar que la relación de Hitler con el arte ejercía en mí una profunda fascinación y me recordaba a muchos puristas del arte que había conocido. Sin embargo, esas caras bañadas en odio y miedo que ardían en deseos de controlar a los demás, con esos ojos de patata tan vacíos, y la boca a punto de echar espumarajos… Todavía los oía, llamando asesina a mi hermana. Eran voces chirriantes, desgastadas, como de rosca metálica.

En el avión leí, en el Atlantic Monthly o en el Harpers, una crítica de Aquí los del gueto, el superventas de Juanita Mae Jenkins:

Juanita Mae Jenkins ha escrito una obra maestra de la literatura afroamericana. Con ella llegamos a oír las voces de su gente en la travesía de lo que es, de lo que solo podría ser, la América negra.

El relato empieza con Sharonda F’rinda Johnson, protagonista de una típica vida negra en un gueto anónimo. Sharonda tiene quince años y está embarazada de su tercer hijo, obra de un tercer padre. Vive con su madre drogadicta y con su hermano Juneboy, deficiente mental y fanático del baloncesto. Juneboy muere en un tiroteo con una banda rival, fulminado por una bala que, desde un coche, atraviesa su adorado balón firmado por Michael Jordan antes de alcanzarlo. Es entonces cuando Sharonda, testigo de los aullidos de dolor de su madre, decide hacer oír su voz en el mundo de la cultura.

Sharonda empieza a hacer la calle para poder pagarse las clases de baile en el centro cívico del barrio. Un día, en clase de claqué, el productor de un espectáculo de Broadway advierte su atlética destreza: así llega el descubrimiento de Sharonda, que alcanzará la cima del éxito y le comprará una casa a su madre, pero cuyas limitaciones le pasarán factura y la harán regresar al arroyo. Aunque la intrincada trama de la novela resulta cautivadora, la auténtica fuerza de esta obra radica en su hipnotizante verosimilitud. El gueto se nos aparece con todo su exótico misterio. Los depredadores merodean por el escenario; los inocentes terminan devorados. El final de la novela, sin embargo, rehuye los tintes oscuros: nos despediremos de Sharonda mientras ella trata de reunir dinero para recuperar la tutela de sus hijos. En Sharonda hallamos, finalmente, el paradigma matriarcal de la fuerza, un paradigma negro.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó la mujer que se sentaba a mi lado.