Cuando llegué al hotel encontré una amenaza de muerte garabateada en el dorso de un punto de libro. Rezaba: TE MATARÉ, PALURDO MIMÉTICO, firmado: EL FANTASMA DE WYNDHAM LEWIS. No me preocupaba que los payasos que me habían escogido como enemigo pudieran pasar de las amenazas a los hechos: las probabilidades de que llegaran a hacer algo eran tan remotas como las de que llegaran a escribir algo.
Idea para un relato. Una mujer da a luz un huevo. Se preveía un parto normal y lo que sale es un huevo, un huevo de dos kilos ochocientos. Como los médicos no saben qué hacer, le plantifican unos pañales y lo meten en una incubadora. No pasa nada. Luego le dicen a la madre que se siente encima del huevo. Nada. Se lo dan para que lo tenga en brazos. Ella se enamora del huevo, lo llama su bebé. El huevo no tiene extremidades que mover ni voz con la que llorar. Es un huevo y nada más que un huevo. La mujer se lleva el huevo a casa, le da un nombre, lo baña, se preocupa por él. No cambia, no crece, pero es su «bebé», dice. Su marido se va de casa. Sus amigos ya no van a visitarla. Ella le habla al huevo, le dice cuánto lo quiere. El huevo se resquebraja…
Fui a la clínica de mi hermana, en el sureste de la ciudad. Washington esconde su pobreza mejor que ninguna otra ciudad del mundo. A pocas manzanas del National Mall y de Capitol Hill, por donde desfilan miles de turistas a diario, hay gente que cubre las ventanas con toallas para que no entre la lluvia y que por la noche, para atrancar la puerta, la asegura clavándole tablones de madera atravesados. Aunque mi hermana vivía por encima de Adams-Morgan, tenía la consulta en el sureste, «donde vivía la gente». Era más dura de lo que yo podría llegar a ser jamás.
Entré por la puerta de la calle y los rostros de diez mujeres se volvieron hacia mí a la vez: querían saber qué hacía yo ahí. Fui hasta el mostrador de recepción.
—Soy Thelonious Ellison, el hermano de la doctora Ellison —dije.
—Estás de broma.
Aunque no podría decirse que la recepcionista fuera gorda, no le faltaba de nada. Se levantó, pasó al otro lado del mostrador y me dio un achuchón. Me hundí en ella mientras pensaba que así es como tendrían que ser todos los abrazos.
—El hermano escritor —dijo dando un paso atrás para mirarme—. Y no está mal. —Gritó hacia el pasillo—: Eleanor, Eleanor.
—¿Qué? —preguntó Eleanor.
—Aquí tenemos a un escritor de verdad.
—¿Qué?
—El hermano de la doctora E.
Eleanor llegó y me abrazó. Llevaba el estetoscopio, pero cuando me estrujó se perdió entre sus generosos senos.
—Ahora mismo la doctora E. está con un paciente.
—Sí, cariño —dijo la recepcionista con una sonrisa que no le cabía en la cara—. Siéntate y le diré que estás aquí. Si necesitas algo me llamas, soy Yvonne. ¿Vale?
Me senté en una silla pobremente tapizada de naranja al lado de una joven con las uñas largas, curvadas y pintadas de azul. Sentado en la falda tenía a un niño que moqueaba.
—Un niño muy guapo —dije—. ¿Cuántos años tiene?
—Dos —contestó.
Asentí con la cabeza. La silla era más cómoda de lo que esperaba, tratándose de la silla de una sala de estar; sentí que las tensiones del día iban desvaneciéndose, desvaneciéndose hasta convertirse en un susurro en medio de la realidad estruendosa.
—¿Y a qué has venido a Washington? —me preguntó Yvonne desde el mostrador.
—A una reunión —dije.
—Debes de ser importante si vienes a Washington para reuniones así como así.
Meneé la cabeza y me eché a reír.
—Qué va, solo es un congreso de la Sociedad de Estudios del Nouveau Roman. No es lo que se dice importante. Esta mañana he presentado una ponencia y ya he terminado.
Yvonne me miró como si mis palabras se perdieran en el espacio que nos separaba. Asintió con un movimiento de cabeza, sin mirarme directamente, y retomó su trabajo en el mostrador. Me sentí torpe, fuera de lugar, igual que en tantas otras ocasiones de mi vida, como si estuviera de más.
—¿Escribes libros? —me preguntó la mujer del niño.
—Sí.
—¿Qué clase de libros escribes?
—Escribo novelas —dije—. Relatos.
Ya me sentía fuera de lugar y ahora no sabía qué hacer para parecer relajado.
—Mi prima me ha regalado Sus ojos miraban a Dios. Lo estudió en clase. Va a la universidad, a la UDC. Ese libro me gustó.
—Es una novela muy buena —respondí.
—También me ha regalado un libro de historias de Jean Toomer —añadió la joven colocándose bien al niño en el regazo—. Es mi favorito.
—Un gran libro.
—Pero novela no es, ¿verdad? —preguntó—. No es solo una historia, quiero decir, tiene poesías. Pero parecía todo la misma historia, ¿me entiendes?
—Te entiendo perfectamente.
—Con el cuento del palco lo que siempre me pasa es que tengo la sensación de estar en un teatro todo el rato, viendo cómo se pelean los enanos.
Meneó la cabeza como si quisiera despabilarse y le limpió los mocos al niño.
—¿Has ido a la universidad? —le pregunté.
La chica se echó a reír.
—No te rías —le dije—. Me pareces muy lista. Deberías intentarlo, al menos.
—Ni siquiera terminé el instituto.
No sabía qué contestarle. Me rasqué la cabeza y me puse a mirar las otras caras de la sala. Me sentía como un gusano: había imaginado que la chica de las uñas azules sería de una manera determinada, corta y estúpida, pero resultó que no era ni lo uno ni lo otro. El estúpido era yo.
—Gracias —le dije.
Ella no me respondió. Afortunadamente, en ese preciso momento la llamaron para que pasara a una consulta.
Lisa apareció con su bata blanca y el estetoscopio colgado al cuello. Nunca la había visto en su elemento. Parecía tranquila, cómoda, con la situación bajo control. Me sentía orgulloso de ella, intimidado. Me levanté, y aunque me dio un medio abrazo algo frío, el mío, que no lo era, consiguió suavizar la cosa. La había pillado por sorpresa; se sonrojó un poco y todo.
—Tengo que visitar a dos pacientes más, luego podemos irnos —dijo—. Estás de suerte: hoy no hay piquetes, se habrán quedado en la iglesia o en un aquelarre. ¿Todo bien aquí?
—Sí, Yvonne se encarga de mí —contesté, pero la recepcionista ya no estaba tan entusiasmada conmigo. Me dirigió una sonrisa mecánica y movió la goma del lápiz en el aire—. Te espero.
Cuando tenía quince años, mi amigo Doug Glass, que se llamaba así de verdad, me preguntó si quería ir a una fiesta con él. Eso fue un verano en Annapolis. Era un año mayor que yo y ya tenía coche. Ir a la fiesta me parecía muy emocionante. Cuando llegamos oí una música altísima que no me resultaba familiar; los bajos retumbaban. El aire estaba lleno de voces masculinas tratando de bajar una octava y de risitas femeninas. Al principio nos quedamos en el jardín de la entrada, y yo no me despegué de un vaso de plástico hasta que la cerveza que contenía se calentó. A decir verdad, todavía no me había acostumbrado al sabor y tenía miedo de que me hiciera vomitar. Estábamos en una zona de Annapolis a la que no había ido nunca, pero como se veía la aguja del Capitolio, sabía por dónde quedaba.
—Eh, hermano, ¿cómo te llamas? —me preguntó un chico alto echándome el humo de su cigarrillo casi a la cara—. Yo soy Clevon.
—Monk.
—¿Monk? —Se puso a reír—. ¿Qué mierda de nombre es Monk?
Justo en ese momento vi que no quería decirle que mi verdadero nombre era Thelonious.
Llegó otro chico.
—Eh, Reggie, no te lo pierdas: este de aquí se llama Monk.
—Un poco mongo sí que parece, ¿no? —dijo Reggie.
—¿Cómo te llamas de verdad? —me preguntó Clevon.
—Ellison.
—¿Nombre o apellido?
—Apellido.
—¿Y tu nombre?
—Theo —mentí.
Clevon y Reggie se miraron y se encogieron de hombros como si quisieran dar a entender que Theo era un nombre normal del que no valía la pena burlarse.
—¿Por qué te llaman Monk, hermanito? —preguntó Reggie.
No me gustaba cómo había sonado ese «hermanito».
—Solo es un apodo —respondí.
Doug se acercó y me dijo:
—Vamos, Monksie, vamos adentro.
—Monksie —repitieron Clevon y Reggie entre risas; se habían llevado las manos a la boca para formar un altavoz.
—Volvamos a la playa —le dije a Doug mientras lo seguía a la casa—. Esto está aburrido.
—Primero entremos. ¿No quieres ver chicas?
Lo cierto es que eso era lo que quería, ver chicas, más que ninguna otra cosa, pero qué haría cuando las viera, eso ya no lo sabía. Esperaba que ninguna me llamara «hermanito» o me preguntara mi nombre.
Dentro había poca luz, y el centro de la pista, en lo que supuse que sería el salón, estaba atiborrado de bailarines desenfrenados. Nos dirigimos al otro extremo de la sala mientras Doug bailoteaba y señalaba a la gente con el dedo. No es que conociera a Doug muy bien, pero aun así me sorprendía la cantidad de gente a la que saludaba. Se detuvo al lado de un par de chicas. Para que con esa música se las oyera, casi tenían que chillar.
—¡Vaya fiesta! —gritó Doug.
—Sí —respondió la chica.
—¿Tu hermana? —preguntó Doug.
—Sí.
Estuvieron un rato mirando la pista de baile. Ahora Doug era mi héroe, el modo en que había hablado con la chica me parecía increíble. Entonces, cuando empezó a sonar una lenta, se volvió hacia ella.
—¿Bailas?
—Sí.
Yo me quedé con la hermana. Era guapa, llevaba un vestidito ligero que le dejaba los hombros al aire. Había un foco que giraba, no sé dónde, y a breves intervalos podía verle el cuello y los muslos. Tenía una piel preciosa. Me pescó mirando y yo me disculpé.
—Me llamo Tina —me dijo.
—Ellison.
—¿Bailas?
—Vale.
En toda mi vida no me habían preocupado tantas cosas como las que me preocuparon en los tres minutos siguientes: ¿Me había puesto desodorante? ¿Me había lavado los dientes? ¿Tenía las manos demasiado secas? ¿Tenía las manos demasiado húmedas? ¿Me movía demasiado deprisa? Bailando, ¿la llevaba yo, o me llevaba ella a mí? La cabeza, ¿la tenía en el lado bueno respecto de la suya? Yo no me había arrimado mucho, pero ella tiró de mí y se me pegó. La nitidez con la que percibía sus pechos era alarmante. Sus muslos rozaban los míos y, como era verano y yo llevaba shorts, sentía su piel, y aquello ya fue demasiado para mi equilibrio hormonal. Durante el tiempo que duró la canción, mi pene fue agrandándose progresivamente hasta que me di cuenta de que asomaba por el dobladillo de la pernera izquierda. Tina lo advirtió y dijo algo que no entendí, pero que incluía las palabras «cariño» y «tranquilo». Luego alguien encendió las luces y oí las voces de Clevon y Reggie, que decían «mirad, la minga de Mongo». Corriendo, salí de la casa y seguí calle abajo en dirección al Capitolio.
Fui hacia los muelles, donde encontré a mi hermano mayor con unos amigos en el bote de la familia. Me preguntó si estaba bien, le dije que sí y le pregunté si podía quedarme con él. Miró a los otros chicos y asintió a regañadientes. Se sentían incómodos conmigo; no decían gran cosa, y, uno a uno, fueron desfilando hasta dejarnos solos.
—Sube y desata la cuerda —dijo Bill—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Arrancó el motor y nos pusimos en marcha.
—En coche, con Doug. Me ha llevado a una fiesta. Nos hemos separado.
—Oh.
—¿Te he fastidiado la fiesta? —le pregunté.
—No, no te preocupes.
Con esa vibración del Evinrude que tan familiar me resultaba empecé a relajarme. El agua de la bahía me parecía muy tranquila. Miré al cielo.
Lisa y yo fuimos en coche hasta el Capitol Grill y encontramos mesa; de la pared a la que estaba pegada colgaba la cabeza de un alce.
—¿Por qué te gusta comer aquí? —le pregunté.
—No sé. Tendrá que ver con todos esos tipos que toman decisiones. —Iba dándole sorbitos al té—. Escucha, a ver si lo adivinas. Vas en barca. El motor se para. Estás en aguas poco profundas, llevas unos pantalones de doscientos dólares y el autobús del aeropuerto que espera en la playa está a punto de salir. ¿Por qué se trata de un asunto legal?
Meneé la cabeza.
—Porque hay que elegir entre remar y vadear. —Sonrió con una sonrisa que llevaba años sin ver—. Malo, ¿eh?[2]
—¿Te lo has inventado tú?
—Me acuesto muy tarde, qué quieres. —Lisa paseó la vista por la sala y luego volvió a mirarme—. Me alegro de verte, hermanito.
—Gracias. Yo también me alegro de verte. Estoy muy orgulloso de ti, ya lo sabes. Y papá también lo estaría. Tu clínica…
—No es muy glamurosa.
—¿Y eso qué tiene que ver? —Advertí que en la barra había un hombre que nos miraba fijamente—. ¿Lo conoces?
Lisa volvió la cabeza y el hombre desvió la mirada.
—No, ¿por qué?
—Por alguna razón, parecía interesado en ti.
—Eso no estaría nada mal.
—Siento lo que pasó con Barry. Siempre me pareció un payaso.
—Eso mismo dijiste entonces. —Lisa se echó a reír—. ¿Te acuerdas de lo furiosa que me puse contigo?
Vino el camarero y pedimos. Guardó el bloc sonriéndole a Lisa.
—¿Qué tal, doctora?
—Muy bien, Chick, ¿y tú? Mi hermano Monk, Chick. Ha venido de visita desde California.
Le di la mano.
—Chick. —Lo observé mientras se alejaba y sonreí a mi hermana—. Le gustas.
—Es posible, pero creo que ha salido con Bill.
—Oh.
Nos quedamos callados un rato pensando en Bill hasta que me pareció que ya habíamos pensado lo suficiente en él.
—He tenido una conversación bastante agradable con una de tus pacientes. No entendí su nombre. Iba con un niño y tenía las uñas azules.
—Ya sé a quién te refieres. A Tamika Jones. En realidad, Tamika Jones tiene dos hijos. El niño de hoy se llama Mistery.
—¿Mistery?
—Eso mismo. Y su hija se llama Fantasy.
—Mistery y Fantasy.
—Se los puso por los padres. Uno era un misterio, y el otro, una fantasía.
—Estás de broma.
—Qué más quisiera yo.
—Me gano la vida inventando cosas, pero algo así no se me habría ocurrido nunca. —El hombre de la barra volvía a mirarnos, pero cuando lo pillé se levantó, se alejó de la barra y se dirigió a la puerta—. A veces me siento muy lejos de todo, como si ni siquiera fuera capaz de hablar con la gente.
—Es que no lo eres. Nunca lo has sido. No es malo. Eres diferente, eso es todo.
—¿Diferente de quién?
—No te pongas a la defensiva. No es nada malo. En realidad, es bueno. Siempre he querido ser como tú.
Hubo un tiempo en que me dedicaba a buscar el significado más profundo de las cosas, convencido de ser una especie de sabueso hermenéutico que vagaba por el mundo, pero cuando cumplí los doce dejé de hacerlo. Aunque entonces no habría sido capaz de expresarlo correctamente, pasados los años he terminado reconociendo que abandoné toda búsqueda de una explicación de lo que podrían llamarse esquemas de significado subjetivos o temáticos para reemplazarla por un simple bosquejo de descripciones de casos específicos de los que podía, al menos, sacar conclusiones, aunque inconscientes, que me permitirían entender el mundo y el modo en que éste me afectaba. Dicho de otra forma: aprendí a aceptar el mundo tal como era. Dicho aún de otra forma: me daba igual.
Cuando yo tenía trece años y mi hermana dieciséis, me pilló masturbándome con una revista en el sótano delantero. Cuando me preguntó qué hacía, yo le dije: «Masturbarme».
Mi respuesta fue tan relajada que la dejó pensativa. Mientras me abrochaba el cinturón, me dijo:
—Eres un pervertido.
—Puede —respondí—. No sé lo que es un pervertido.
—Pues más te vale que papá y mamá no te pesquen haciendo esto. Es todo lo que tengo que decirte.
—No era mi plan. Y si me pescan, ¿qué? ¿Me quitarán la revista?
Cuando hube expuesto la situación, volví a dirigir mi atención al desplegable de la revista.
—¿De dónde la has sacado? —me preguntó.
Se puso a mirar escaleras arriba, hacia la puerta cerrada del sótano.
—La he comprado. —Luego, para que se relajara, dije—: Papá está en su despacho, y mamá no bajará, le dan miedo las arañas.
—Es normal —aseguró Lisa, como si de repente le preocupara que me quedaran secuelas psicológicas.
—¿Qué es normal?
—La masturbación.
—¿Tú lo haces?
—No —contestó, y se puso colorada; inclinó el cuerpo para empezar a subir las escaleras.
—Gracias —le dije.
—¿Gracias por qué?
—Por decirme que es normal.
—Vale.
—Y también es normal no hacerlo.
Le eché una buena mirada a la hamburguesa con queso de Lisa mientras ella apartaba la cebolla con el tenedor y la dejaba a un lado del plato.
—¿Sigues sin comer carne? —preguntó.
—La como de vez en cuando.
—Por una hamburguesa no te morirás.
Eché aceite y vinagre en la ensalada y asentí en silencio.
—Soy consciente de que tú tienes que encargarte de todo con mamá —le dije—. Y sé que no es justo.
—Así son las cosas.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—Sí, puedes instalarte aquí. —Me miró a los ojos y luego sonrió—. Si te necesito, te llamaré. Hay una cosa… A mamá se le está acabando el dinero.
—Pero yo pensaba que…
—Yo también, pero aun así se le acaba.
—Yo no tengo mucho. No gano gran cosa con mis libros.
—No te agobies. Solo quería que lo supieras.
En ese momento me sentí fatal, un fracasado; les estaba fallando a mi madre y a mi hermana. Viviendo en mi burbuja, nunca me había parado a pensar en esas cosas. Tenía la sensación de estar hundiéndome.
Después de comer mi hermana me preguntó si querría acompañarla a una librería, tenía que comprar algo para una empleada que acababa de tener un hijo, me dijo. Le pregunté si querría regalarle uno de mis libros, y contestó que prefería regalarle algo que pudiera leer. Luego empezó a reírse y yo debí de reírme con ella, supongo.
Mientras Lisa se alejaba hacia la sección de Jardinería, yo me quedé en el centro de Borders pensando en lo mucho que odiaba esa cadena de librerías y otras cadenas parecidas. Yo había hablado con libreros de verdad, dueños de librerías pequeñas a las que ese WalMart de los libros estaba condenando al desahucio. Decidí averiguar si tenían alguno de mis libros, con la firme convicción de que, por mucho que los tuvieran, no iba a cambiar de opinión sobre Borders. Fui a la sección de Literatura y no me vi. Fui a Narrativa Contemporánea y no me encontré, pero retrocediendo un par de escalones di con una sección llamada Estudios Afroamericanos, y allí, en orden alfabético, perfectamente dispuestos (esto es, sin que nadie los hubiera tocado siquiera), estaban cuatro de mis libros, entre ellos Los persas, cuyo único elemento ostensiblemente afroamericano era mi fotografía de solapa. Me enfurecí al instante; el pulso se me aceleró, se me frunció el ceño. A quien le interesaran los estudios afroamericanos no le dirían gran cosa mis libros, y su presencia en esa sección lo confundiría. Quien anduviera buscando una críptica reinterpretación de una tragedia griega tendría tanto interés en esa sección como en la de Jardinería. En ambos casos, el resultado era el mismo: no habría venta. Esa puta librería estaba quitándome la comida del plato.
Decirle algo al payaso del gerente no iba a solucionar nada, así que me resigné a quedarme callado. Luego vi un póster que anunciaba la visita de Juanita Mae Jenkins, quien haría una lectura de su gran superventas Aquí los del gueto. Cogí un ejemplar del libro y leí el primer párrafo.
El viejo se abrió cuando yo nací y ahora somos yo y mi madre y mi hermano el pequeño, el Juneboy. Por las mañanas el Juneboy pasa de lavarse los piños y yo tengo que estar ahí para que se acuerde. Por eso la vieja dice que yo soy la responsable y que tengo que echar un ojo mientras curra limpiándoles la casa a unos blancos.
Cerré el libro y pensé que iba a vomitar. Mi hermana se me acercó por la espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —dije mientras devolvía el libro al montón.
—¿Qué te parece este libro? —me preguntó—. Van a hacer la película, lo he leído. A la autora le han pagado algo así como tres millones de dólares.
—Vaya.
La realidad de la cultura popular no era nada nuevo para mí. La verdad del mundo asaltándome cada día, a cada hora, no era nada inesperado, pero este libro era una auténtica bofetada. Como ir paseando tan a gusto por un mercadillo de antigüedades y, al doblar la esquina, encontrar un escaparate con figuritas de negritos comiendo sandía y tocando el banjo y una pirámide de tarros de galletas de cerámica, mamis bien gordas y bien negras con su delantal. Tres millones de dólares.
Mi hermana se ofreció a prestarme el coche durante la tarde si luego iba a recogerla al trabajo. La dejé delante de la consulta. Los del piquete habían vuelto. En cuanto vieron a Lisa, empezaron a gritar: «¡Asesina! ¡Asesina!». Me bajé del coche para sortear el piquete con ella y acompañarla hasta la puerta de entrada, y entonces me di cuenta de que ella recorría ese trecho sola cada día, de que yo no estaba ahí para hacer de hermano protector, de que ella no me necesitaba. Aun así, aceptó gentilmente mi escolta y me dijo que nos veríamos luego. Regresé al coche escudriñando esas caras feroces, desquiciadas y enfurecidas. Un hombre sujetaba una pancarta enorme con la foto de un feto mutilado. Agitó el puño en mi dirección. Por un instante me pareció ver la cara del hombre que, desde la barra, había estado observándonos en el restaurante, pero entonces desapareció.