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El centro del árbol es el duramen. Aunque no contribuye gran cosa a su alimentación, es su soporte estructural. La albura, la que lo nutre todo, es débil y propensa a sufrir el ataque de hongos e insectos. Las dos partes se parecen, pero para trabajar lo que conviene es el duramen. El duramen, siempre.

Desayuné solo en el acogedor comedor del hotel y luego fui andando por Connecticut Avenue hasta el Mayflower. La mañana, gélida y gris, me había oscurecido el ánimo, pero también es cierto que me sentía perdido, incapaz de comprender por qué había hecho ese viaje. El congreso me daba igual, por supuesto, y a mi familia ya la había visto bastante. En mi sesión había más gente de la que esperaba, y de repente me puse un poco nervioso. Con la lectura de la ponencia que había escrito no me jugaba nada, o al menos eso era lo que yo quería creer. Sin embargo, me la tomaba en serio y sabía que incomodaría a más de uno, aunque también estaba seguro de que para llegar a ofender a esa gente tendría que armarla muy gorda.

La primera ponencia resultó aburrida e intrascendente, aunque asombrosamente fácil de seguir. Trataba sobre Beckett y sobre lo que habría escrito si hubiera vivido más y si la recepción de su obra hubiera sido distinta. Luego llegó mi turno. Fui recibido con carraspeos y comentarios bastante audibles que me demostraron que mi reputación me había precedido o, por lo menos, había llegado al mismo tiempo que yo. Leí mi ponencia:

F/V: fragmento de una novela

(1) S/Z* El título quizá responda a toda pregunta antes de que ésta se formule, erigiéndose, en cierto modo, en un antitítulo que, al no abandonar su condición original, insinúa una negación. ¿Es el título el nombre de una obra? ¿O de lo que no es más que la sombra de una obra? Estableciendo su propio sujeto (evidente), Sarrasine de Balzac, el título plantea una cuestión: ¿es ese texto su sujeto? Evidentemente, y como el mismo S/Z nos dice, no: su sujeto es el esquivo modelo de aquello de lo que Sarrasine podría considerarse una representación. Como Barthes, llamemos código hermenéutico (HER) «al conjunto de unidades que tienen la función de articular, de diversas maneras, una pregunta, su respuesta, y los variados incidentes que pueden preparar la pregunta o retrasar la respuesta, o también formular un enigma y llevar a su desciframiento».** El conjunto S/Z se refiere, sin duda, al par de consonantes sorda y sonora, pero la incógnita palidece ante la barra oblicua que separa las consonantes. La «/» concierta la S y la Z en el título y, a la vez, las separa; con todo, no las separa en términos de igualdad aunque así lo parezca, pues la S precede a la Z. La «/» es también esa línea que hemos acabado aceptando como signo ortográfico resbaladizo y cambiante que, aunque adimensional, se interpone entre el significante y el significado. El conjunto separado por la barra oblicua connota el texto hendido, el texto herido o, tal vez, sin más, el texto fragmentado (que no es sino falacia de lo escribible o necesidad de lo legible). Las letras separadas se mantienen unidas como signo de la contención de los opuestos y de lo necesario de su unión en el contexto dado, e ilustran la imposibilidad del estudio individual de los límites definitorios de ambas letras: la barra oblicua, la «/», es tanto un aglutinador como una cuña. La «/» misma se convierte en significante: en todas las referencias al título actuará como un elemento móvil y contradictorio cuyo comportamiento se asemeje a la función que desempeña entre la S y la Z (esto es, su comportamiento será aquel que desee o deje de desear). Denominaremos este elemento de la «/» como significante, sema o cualquier referencia a dicho concepto, implícita o explícita, con las letras SEM, señalando todas las ocasiones en las que un concepto (palabra) contenga una «/» implícita, por ejemplo, enfermo (SEM. sano) o enfermo (SEM. loco).

(2) Se dice que a fuerza de ascesis algunos budistas alcanzan a ver un paisaje completo en un haba.* «Algunos» budistas, incluso dos, bastarían; no debemos interpretar aquí que se trata de la mayoría de los budistas o de budistas comunes y corrientes. ¿Se tratará de un «algunos» peyorativo, como el de la frase «En esta sala algunos no son bienvenidos»? ¿O tal vez este «algunos», en cuanto oposición tanto a «ninguno» como a «todos», elimine cualquier posibilidad de generalización y, por tanto, de comunión de la vivencia, de transmisión de la experiencia, de comunicación, incluso? Antes de adentrarnos de lleno en la primera frase, caemos en nuestro primer acertijo (HER. certidumbre). «Algunos» es una palabra de cuya relevancia connotativa no podemos estar seguros, a menos que, atendiendo a su multiplicidad de significados, solo tengamos en cuenta algunos.

Detengámonos y demos marcha atrás. Antes de la primera frase nos encontramos con lo siguiente: I. La evaluación. ¿Corresponde esta «I» al numeral romano o a la primera persona del singular del pronombre personal en inglés, I? Una «I» seguida de un punto (HER. punto), ¿connota una oración de extrema brevedad o se tratará de una marca de terminación que connota el fin de la identidad misma (SEM. individualidad) y rechaza, de ese modo, toda responsabilidad a propósito del texto que sigue? Y la evaluación, ¿debemos vincularla a la I que la precede o al texto que le sigue? Si nos decantamos por la primera posibilidad, ¿se reitera así el gesto mediante el cual se rechaza la culpabilidad?

«A fuerza de ascesis» resulta una construcción curiosa, pues parece personificar la fuerza y darle crédito, como si ésta pudiera autoejercerse, existir sin el concurso de los practicantes. Son los budistas, y no los musulmanes o los cristianos, quienes, debido a esa fuerza (SEM. reiteración), precisamente, alcanzan su objetivo (aunque la locución preposicional resulte algo vaga, no resulta descabellado suponer que se trata de «mucha» fuerza [SEM. exceso]). ¿Qué debemos leer, entonces? ¿Que, mediante «/», fuerza y ascesis componen un conjunto indisoluble… de modo que algunos budistas alcanzan a ver un paisaje completo en un haba?».* Ver un paisaje completo, donde fuere, debe de ser, en efecto, algo digno de verse (SEM. algo), pues nuestra visión tiene que detenerse, por fuerza, en algún lado, a derecha e izquierda, periféricamente, y a lo lejos, en el horizonte. Así, ¿no es siempre el paisaje completo un fragmento de otro paisaje todavía más grande? ¿O debemos entender que todos los paisajes no son sino fragmentos y que esos fragmentos son, en sí mismos, completos? Un paisaje completo solo puede verse «en un haba» y, por lo tanto, el truco que la fuerza de la ascesis permite realizar no es nada del otro mundo. ¿Y por qué «en un haba» y no en una canica o en una huella o en el primer plano de una cara? El haba está presente y, por tanto, significa algo (aunque no signifique nada [SEM. Zen]). Nos referiremos a toda unidad del campo simbólico con las letras SIM. El haba sugiere la semilla, por supuesto, una semilla que conforma el haba y que, a la vez, la contiene: es lo que es y es de lo que viene. El haba constituye, en acto, su propia génesis, íntegra y completa, originaria del suelo y la tierra; como imagen, como paisaje, por tanto, está completa. Nacer del ser, siendo, a la vez, el ser mismo: ésa es la acción suprema. Señalaremos estas acciones mediante las letras ACC y numeraremos los términos que las constituyen según aparezcan (ACC. en un haba: (1) lo que se ve; (2) la semilla de la propia haba; (3) la idea de la propia haba…). Por último, no son los budistas los que deberían despertar nuestro interés, sino el haba[1].

(3) Precisamente lo que habrían deseado los primeros analistas del relato.* «Precisamente» resulta muy impreciso, pues los «primeros analistas» no intentaban ver el paisaje completo en un haba, sino definir las condiciones necesarias y suficientes para llamarle «relato» al relato. De modo que «precisamente» es irónico, y reclama silenciosamente que el texto-sujeto está por encima del esfuerzo pedestre de los «primeros analistas» (SEM. precisión). Esos gordinflones que se quedaban absortos ante un haba no necesitaban establecer un modelo de narrativa, pues dicho modelo ya es inherente al haba. Precisamente, los budistas no examinan el haba en busca de un paisaje representativo, sino que persiguen el paisaje que el haba misma contiene. Como a ellos no les corresponde extraer la cualidad esencial que hace que las cosas sean lo que son, sino que deben verlas en su totalidad, la atención a rasgos particulares podría echar por tierra esos logros suyos que, según hemos leído, deberíamos admirar. Así, ¿será Aristóteles, con su inquietud por la praxis y la proairesis, nuestro primer analista? ¿O deberíamos volver los ojos hacia los prehistóricos, quienes debían sopesar las descripciones relatadas de dos acontecimientos y decidir cuál era real y cuál era una invención, partiendo del supuesto de que para decir la verdad solo se requiere memoria, mientras que para proponer una invención se requiere una imagen que nos desvele elementos de la apariencia del relato auténtico? Aunque quizá debamos decantarnos por los formalistas rusos y dejar las cosas como están (SIM. analistas). El deseo de los analistas (ACC. intentar) de poner al descubierto este modelo solo nos permite deducir que han fracasado. De quien ya ha dado con un filón de oro en una mina no se dice jamás que «desea encontrar oro». (SEM. intento)… ver todos los relatos del mundo.* Partimos, así, de la conclusión de que este relato universal existe (REF. relato). Nombrarlo obra el daño o el prodigio, no hay marcha atrás. La cosa se crea en el acto de nombrarla; ir en busca de aquello que le confiere el ser es pasar por alto que, en primer lugar, la existencia de la cosa debe verificarse. Haber recibido un nombre no es lo mismo que existir de verdad (REF. unicornio).

(4)… (tantos como hay y ha habido): vamos a extraer de cada cuento un modelo, pensaban, y luego con todos esos modelos haremos una gran estructura narrativa que revertiremos (para su verificación) en cualquier relato…* Como si hubiese algún relato del que alguien hubiera dicho «¿Y esto es un relato?» sin segundas intenciones, sin querer dar a entender lo pésimo que era. En el mejor de los casos, el ejercicio parece una reacción a la imagen mercantil del editor que le pregunta al escritor: «¿Y a esto lo llamas tú relato?». Pero tal digresión tiene en cuenta la noción en su totalidad (aunque solo un fragmento del texto) y se aleja del espíritu del análisis, tantos (HER. tantos SEM. tantos)** se antoja irónico, provocador, incluso: aunque da la impresión de que se alaba la productividad de aquellos que han escrito los relatos, el comentario se ofrece entre paréntesis, compartimentando, así, a los escritores de los relatos sin llegar a mencionarlos nunca, pensaban (SEM. pensamiento HER. ellos REF. ellos)*** proclamación evidente de la incapacidad de llevar a cabo su misión. Aunque el resto de la frase nos informa de lo que esperan de esas habas que tan absortos contemplan, el «pensaban» convierte las habas en espacios en blanco. Y, así, terminamos desmontando nuestro ejercicio como ejercicio del texto de referencia, Sarrasine, que, aun no habiendo sido tomado como modelo, ha sido reconocido como tal y analizado, a su vez, de un modo que se convierte en modelo para el análisis de otros textos, como por ejemplo, éste. Nunca está de más recordarle lo evidente al ignorante.

Cuando terminé hubo un conato de aplauso, y luego se hizo un silencio analgésico mientras los presentes trataban de averiguar si estaban ofendidos y por qué. Mientras caminaba de vuelta a mi silla, un manojo de llaves me pasó volando al lado de la cabeza y se estrelló contra el papel aterciopelado de la pared. Miré hacia el público y descubrí a Davis Gimbel, el director de una revista llamada Frigid Noir. Agitando el puño en alto, Gimbel gritó:

—¡Cabrón!

Advertí de inmediato que no había entendido una sola palabra de lo que yo había leído; su reacción me pareció impropia y exagerada, pero él estaba ansioso, quería dar la impresión de que lo había captado de inmediato.

Linda Mallory estaba entre el público, y nuestras miradas se encontraron. Asintió en silencio para indicarme que la ponencia le había parecido bien y me dedicó un aplauso suave y continuo, el único de la sala. Cogí las llaves de Gimbel y se las tiré para devolvérselas.

—Te harán falta, seguro —dije, palabras que fueron recibidas como un insulto.

Gimbel, un hombre que se tomaba por una especie de Hemingway, avanzó hacia mí como si quisiera pelear. No tardaron en contenerle los integrantes de su séquito, una cuadra de jóvenes aspirantes a escritores que terminarían evaporándose y siendo reemplazados por los de la siguiente hornada.

—No quería herir tus sentimientos, Gimbel —añadí. Ya se veía que la sesión sería la comidilla del congreso, que adquiriría vida propia y se convertiría en una de esas cosas que les da alas a esos capullos inútiles—. ¿Qué parte es la que más te ha molestado?

—¡Eres un chapucero mimético! —me espetó Gimbel.

—Un chapucero mimético —repetí—. Muy bien.

Eché una mirada a la puerta y vi que ya había gente saliendo en desbandada; afuera ofrecerían sus versiones de la pelea y dirían: «Estaba sentado justo al lado de Gimbel cuando todo empezó», o: «Ellison le lanzó las llaves, no podía creerlo». De todos modos, salí de la sala y la gente fue abriéndome paso; si lo hicieron por miedo o por reverencia, eso no sabría decirlo.