Era un día diáfano en Madagascar, perfecto para hogueras, con un viento fresco que subía por el barranco hasta una franja de la selva. Un grupo de vaqueros se ocupaba de proveer de lo que llaman «un mordisco verde» a sus cebúes inútiles, una variedad pequeña, negra y jorobada de bueyes venerados por los indígenas e involucrados en ciertas estúpidas prácticas funerarias.
Un árbol gigantesco y bulboso, cuyas raíces se aferraban a la tierra como una madre que protege a su cría, estalló de golpe en una masa de llamas y se produjo una explosión resonante que hizo volar piedras y tierra por los aires. (La explosión fue causada por un barril de pólvora dejado por Martin, uno que no había detonado durante la explosión que, hacía tiempo, había sellado la entrada del Museo de las Especies Perdidas).
Los vaqueros se sobresaltaron y se protegieron las cabezas. Nadie resultó herido. Después de una discusión, se convencieron de que alguien que intentaba eliminar el árbol había dejado dinamita en el lugar, por descuido.
Sifka Babirbutu era un hombre de cierta importancia, puesto que poseía el mayor rebaño de cebúes del distrito. Cuando llegó a su casa de dos pisos, su mujer ya le había preparado un baño caliente. Después, en vez de vestirse con los pantalones y la camisa de lino habituales, eligió su mejor vestimenta ceremonial.
Su mujer lo observaba con fría desaprobación.
—¿Estás borracho, o qué? ¿Dónde celebran el funeral?
—El funeral ha llegado para toda la humanidad si no me siguen.
Nada puede salvar el mundo excepto el sacrificio de cada cebú de Madagascar.
Su mujer le notó un extraño resplandor alrededor de la cabeza y había algo en su voz, como luego informó al enviado del Centro de Control de Enfermedades.
—Su voz me traspasó. Luego emitió un grito tan fuerte que hizo que mi pelo se erizara como las púas de un tenrec, y se cayó muerto como si lo hubiese partido un rayo.
Todas las víctimas de la enfermedad contraída por Sifka Babirbutu compartían, como luego se demostrara en las autopsias, una anormalidad común: por sus venas no corría sangre sino una supuración de un color amarillo verdoso que emanaba un espantoso hedor. La enfermedad se propagó con gran rapidez al continente africano, y desde allí a Europa y América.
En la primera fase, las víctimas sufrían extrañas alucinaciones, convencidas de que estaban dotadas de poderes milagrosos, de modo que corrían de un lado a otro aplicando sus manos sobre cualquiera que encontrasen y estuviese enfermo o lisiado de algún modo. Los aquejados por este mal eran especialmente molestos en los hospitales, donde irrumpían en las salas de operaciones y de partos. Esta fase solía durar algunas horas, tal vez días.
Seguía una fase violenta, en la cual la víctima acusaba a cualquiera que se le cruzara en el camino de traicionar al Hijo del Hombre. Y algunos, en su demencia fanática, se sintieron impulsados a descargar el rayo fatal de sus temibles lanzallamas de chapucera fabricación casera o de extraños engendros eléctricos; o bien hacían uso sangriento de espadas y hachas. La fase terminal se manifestaba en congoja, apatía y muerte.[9]
El cirujano venerable, con un empujón violento y repentino echa a su paciente de la mesa de operaciones.
—Agarre sus hemorroides y váyase. No quiero tipejos como usted aquí. ¡Maldito inválido!
El pastor sacrifica un niño sobre un altar con un serrucho mecánico y engulle un cáliz con sangre antes de que su grey, paralizada, pueda intervenir.
Se ha observado que policías y militares comienzan en la fase violenta en pleno desarrollo; su capacidad destructiva sólo se limita por un alto índice de hemorragia cerebral.
Se estima que cien millones murieron debido a la Enfermedad de Cristo. Pero aquellos que mueren no son nada comparados con los sobrevivientes.
«Soy el camino. Nadie llega al Padre si no es por Mí».
Imaginad cientos de miles de profetas, todos diciendo con absoluta convicción «Soy el camino», juntando discípulos, incluso obrando milagros. Los efectos especiales han progresado mucho desde tiempos de Jesús.
Los literalistas —o «Lits», como se los conoció— de hecho convierten las palabras de Cristo en una práctica desastrosa.
Veamos, Cristo dice que si algún hijoputa roba la mitad de tu ropa, tienes que darle la otra mitad. De acuerdo con esto, los Lits acechan a los asaltantes en las calles y, al verlos, se desnudan. Muchos asaltantes desafortunados fueron aplastados debajo de un montón de Lits medio desnudos en plena pelea.
Los Perdonadores Implacables, variante subalterna de los Lits, llegarían a cualquier extremo con tal de encontrar un enemigo y perdonarlo. El Padrino de la Mafia se ha atrincherado en su refugio de Long Island, no vaya a ser que un padrino rival entre a hurtadillas y colapsando en sus brazos para perdonarle todo, efusivamente. Los criminales se agolpan en las comisarías de barrio y tienden las manos para que los esposen. No lo duden, hermanos y hermanas, el amor es la solución.
«Dejad que el amor emerja de una manga contra incendios en chorros de melaza. Dadle el beso de la vida. Introducid la lengua en su garganta para sentir el sabor de lo que ha comido y bendecid su digestión, rezumad hasta sus intestinos y ayudadlo a mover su comida. Hacedle saber que veneráis a su ano como parte del todo inefable. Hacedle saber que tenéis un temor reverencial por sus genitales, porque son parte del Plan Maestro, de la vida en toda su rica diversidad».
«No desfallezcáis. Haced que vuestro amor entre en él y penetradlo con el Lubricante Divino que, en comparación, hace de la lanolina mero papel de lija. Es el lubricante más mucilaginoso, el más baboso y el más rezumante que jamás hubo o habrá, amén».
Se lo conoce por el Espíritu Grasiento, que os amará de arriba a abajo, por dentro y por fuera. Pero hay quien dice que los Amantes Mortales no son más que viles y podridos vampiros que merecen ser empalados antes de que nos amen hasta convertimos en una sopa espesa y sabrosa y nos sorban a todos. El «Plan Maestro», lo llaman.
Estas costumbres pronto crearon una aguda escasez de enemigos, lo cual fomentó la creación de los Servicios Profesionales de Enemigos, SPE. Sólo dénos sus especificaciones, y nuestros expertos enemigos harán el resto. ¿Está por fundar una nueva religión? ¿Una secta? Ningún culto tendría éxito sin enemigos. ¿Dónde estaría el cristianismo sin la Crucifixión?
¿Precisa un enemigo personal? ¿Alguien especial sólo para usted? Vamos, haga un modelo del enemigo consumado, todo lo que usted detesta y todo lo que hay de detestable en usted, todos los inocuos amaneramientos, los detalles de la vestimenta, todo lo que lo saca de madre. Basta con introducir sus especificaciones en el ordenador y su enemigo personal sale por la pantalla.
Quiéralo, o quiérala, y obtendrá su aureola.
Medusa, con su peinado afro de serpientes sibilantes, plantea una pregunta: ¿Cuándo la aureola llega a ser un atributo extenso, y qué alcance tiene entonces? Ojos por doquier, en vuestra TV, en vuestro dormitorio, en vuestro baño… narices de policía, rojas y bulbosas, husmean por marijuana. Miles de hermanos fisgones os husmean, escuchan, observan, día y noche. Una boca ondulante puede salir de un sinuoso tubo rosado para sacar, de un rápido mordisco, comida del plato o hasta del tenedor de un espantado sibarita y dejar una estela de baba intestinal.
Además, esta Enfermedad de Cristo fue sólo una entre las muchas plagas liberadas por la fatídica detonación del «mordisco verde» junto a la puerta escondida del Museo de las Especies Perdidas, cuya colección permanente incluía tanto virus como animales. Cuando una cepa de virus se agotaba, o en las raras instancias en que los científicos finalmente perfeccionaban una vacuna o un tratamiento, otra plaga tomaba su lugar. Vuelva a la casilla inicial, Profesor.[10]
Volvamos, entonces, al jardín zoológico y botánico de las especies extinguidas. Al Jardín de las Oportunidades Perdidas. Las calles tristes de la Oportunidad Perdida. Seres demasiado confiados y dulces para la supervivencia. Un lémur brinca hasta un colono bestial quien, con un repugnante gruñido, lo parte en dos con un golpe de cuchillo y deja que se desangre.
—Trata de morderme ahora, ¿quieres? Animales de mierda.
¿Y recordáis las palomas migratorias? Caían de los árboles como una lluvia. Se puede vender todo lo que se pueda matar. Y el precio es bueno.
Este paisaje produce un impacto pasmoso: montañas con precipicios, grietas y valles que se pierden en oscuras profundidades. Todo está presente de un modo simultáneo: animales, plantas, insectos, invertebrados, anfibios, reptiles; todos en su hábitat natural. Surge una zona equívoca, la zona de las enfermedades extinguidas. Hambrientas, después de tantos años.
Ahora bien, una enfermedad normalmente se extingue porque ha matado a todos los huéspedes disponibles y no puede encontrar otro a tiempo. Muchos de estos peces gordos, ávidos asesinos al cien por cien, no duran. Deberían diluirse un poco y quedarse allí, como un resfrío o una úlcera o una humilde verruga. Algunas de ellas son tan deletéreas que borrarían del mapa a todo un pueblo en una semana.
Venturas de la guerra. Abundancia de calamidades buenas, hambrientas y a la espera.
He aquí a los Pelos. De la noche a la mañana, la barba de un hombre ha crecido siete centímetros y los Pelos reptantes lo cubren, pesados y fétidos, con raíces que descienden hasta su estómago e intestinos, apresan su hígado y su corazón. Al final, se parecerá a un gran fardo de pelos.
Nick Grenelli es hirsuto por naturaleza: pelo negro en el pecho, la espalda, y los hombros. Precisa afeitarse dos veces al día.
Una mañana se despierta y descubre que el pelo de su cabeza le cubre las orejas y que la barba parece, por lo menos, de cuatro días. Los pelos de su cuerpo y de sus brazos también son mucho más largos, y experimenta un hormigueo en la piel, como si pudiese sentir el crecimiento de sus pelos. Perturbado, se afeita y prepara una taza de café.
Sentado en el patio de su casa de Miami, nota que los pelos de los antebrazos y las muñecas se han desprendido y caído sobre la mesa: una película de delgados pelos negros, y luego ve, espeluznado, que los pelos se mueven, se retuercen como menudos filamentos vivos, en realidad, como pequeños gusanos negros.
—¡Dios mío! —exclama y, en ese instante, una ráfaga de viento se lleva los pelos por encima del muro que limita su patio, hacia el cielo azul.
Al día siguiente, cuando despierta, una película de pelos le cubre los ojos y, si se mueve en la cama, puede sentir un cojín de pelos debajo de su cuerpo. Tiene la nariz obstruida por pelos y las pestañas y las cejas le tapan los ojos. Con un grito se precipita al baño: su cara está completamente cubierta, grandes racimos de pelo brotan de sus orejas, de las palmas de sus manos, de las plantas de sus pies. Y los pelos viven una vida independiente de giros y contorsiones. Los pelos han crecido a través de sus mejillas y su paladar hasta invadirle la boca y la garganta.
Sundown Slim despierta sobre un colchón colocado en medio de la isla peatonal que divide la calle Houston de Nueva York en el Bowery. Parece cubierto por un abrigo de piel. Se incorpora, vacilante, y encuentra que su piel está debajo, y no por encima de su ropa, brotando a través de las aperturas de su camisa, de sus tobillos y de su cuello. Se quita el pelo de los ojos.
—Bueno —se dice— a lo mejor me ha dado el delirium tremens.
Hurga en un bolsillo de su chaleco. Un crujido; dos billetes de un dólar. Bastante para un litro de jerez. Se pone en pie, tambaleante, cruza Houston y baja por el Bowery hasta una tienda de licores.
El dueño lo mira con desprecio frío.
—Mira, no estamos en carnaval.
—¿Qué?
—¿Quién te crees, el simio peludo?
Slim deposita sus dos dólares en el mostrador. Pero en vez de agarrar los billetes, el tendero mira el mostrador, allí donde los pelos que han caído de las manos y las muñecas de Slim ahora se retuercen, se contorsionan y doblan: unos zarcillos largos de raíces blancas.
El tendero retrocede con una exclamación de disgusto.
—¡Vete al infierno, y llévate tu dinero contigo!
Desconcertado, a los tumbos, Slim sale a la calle. Siente un extraño hormigueo en todo el cuerpo. Brotan pelos de su bragueta. Tiene la nariz obstruida por pelos. Apenas puede respirar. La gente lo mira y se aparta. Los pelos crecen. Empieza a arrancarse mechones del rostro y del cuello, y los pelos se alejan, llevados por el viento helado de la primavera.
Nick Grenelli visita a su médico. El facultativo se alarma, pero trata de quitarle toda importancia al asunto.
—Viven, se lo digo. ¡Mire!
El médico se niega a mirar.
—Sólo se trata de una elasticidad diferencial. No es más que un desequilibrio glandular que un adecuado suplemento de hormonas corregirá con toda facilidad. Tendrá que ir al hospital para los análisis.
El médico está enterado de otros casos, pero no tiene ni idea acerca del tratamiento, ni si lo hay. Uno, sobre el cual había leído y todavía recuerda, había afectado a una mujer a quien una repentina erupción de pelos corporales cubrió por completo. Los pelos incluso le crecían de las palmas de las manos y las plantas de los pies.
Al médico residente le basta una mirada antes de enviar a Nick a una sala de aislamiento.
Slim, a voz en grito, sufre un colapso y cae sobre el bordillo y, mientras grita, una oleada de pelos le sale de la boca y se escapa. Dos polis se acercan, luego se paran.
—¿Qué mierda es esto? Le crecen pelos por todas partes.
—Mejor llamamos a una ambulancia, y nos mantenemos a distancia.
—¿Pelos, dice? —Un murmullo de voces en el teléfono—. Escuche. No lo toque, pero no lo pierda de vista. Llegaremos en tres minutos.
Gime una sirena y se presenta la ambulancia de la que salen hombres vestidos con monos, máscaras y antiparras. Agarran a Slim con sus manos enguantadas y lo empujan dentro de la ambulancia. Los polis los miran alejarse y sacuden la cabeza.
El dueño de la tienda de bebidas observa los pelos que se retuercen sobre su mostrador.
Algún tipo de gusano, parece.
De repente, uno de los pelos da un salto y se prende de su dedo pulgar.
—¡Hostia! —Arranca el pelo, pero una minúscula raíz queda incrustada, y siente un hormigueo que se extiende desde su dedo por el brazo.
El doctor Pierce se despierta de una pesadilla. Una enorme araña peluda encaramada sobre su rostro lo sofoca. Temblando, prende la luz y entra en el baño. Su rostro está cubierto de pelos danzarines; terminan en pequeños ganchos con lengüetas. Suena el teléfono. Sobrecogido de horror, con la voz amortiguada por los pelos que le bloquean la garganta…
—¿Doctor Pierce?
—Sí.
—Aquí el doctor Mayfield. ¿Mandó un paciente hoy? ¿Nicola Grenelli?
—Sí.
—Nos han llamado desde Atlanta. Parece que sufre una enfermedad nueva, y cualquier persona que haya tenido contacto con él corre peligro de infección. Sugiere que venga cuanto antes para hacerse unos análisis.[11]
Pero, sigamos adelante: la Fiebre de la Araña Roja. Esta fiebre se transmite por una pequeña araña roja de un diámetro de unos seis milímetros. Unos segundos después de la picadura, el sujeto siente un ardor intenso en la zona. La picazón se extiende sin titubeos por el cuerpo hasta que el sujeto siente toda la piel como una sola colmena que pica, arde y se hincha. Las glándulas de las axilas y de las ingles se hinchan hasta que al final, revientan, mientras el paciente, gritando en agonía, experimenta orgasmos repetidos e involuntarios y vacía el excremento humeante de la fiebre, de un color rojo claro, en el cual ya se incuban huevas de araña. La enfermedad se extiende entonces a los órganos internos y provoca hemorragias masivas y asfixia, a raíz de la hinchazón en la garganta y los pulmones. La muerte, por lo general, sobreviene en las veinticuatro horas siguientes a la infección.
La Fiebre de la Araña Roja se restringe a una pequeña área geográfica de unos quince kilómetros de largo por un kilómetro de ancho. Es obvio que existe algo en ese territorio que es esencial para el ciclo de vida de la raña. Esta zona, conocida por Tierras Rojas, también produce un metal cuya apariencia es semejante al oro, pero muy superior como conductor eléctrico y más duro que el acerco templado. Este mineral es tan maleable como la arcilla cuando se lo mezcla con ciertos solventes.
Un contrato de seis meses para trabajar en las minas de las Tierras Rojas significa que un hombre pueda vivir bien el resto de sus días, de modo que siempre hay candidatos. Pero tienen que aguantar esos seis meses antes de que les paguen. Huelga decir que los mineros emplean varios tipos de repelentes y métodos de fumigación para evitar el peligro representado por la araña. El más fiable es un compuesto orgánico que se obtiene mezclando sales auríferas con el coágulo de un cactus rojo autóctono. Aunque este preparado, que puede inyectarse o darse por vía oral, es adictivo en extremo, reduce la fiebre a una irritación menor, así como el opio torna inmunes a sus adictos frente a la mayoría de las infecciones respiratorias.
Los Dorados, como se llama a la gente que usa esta medicación, se identifican con facilidad por los reflejos de brillo dorado que emanan y por sus ojos, hundidos y de un negro dorado, que se achican hasta parecerse a botones redondos. Las orejas crecen cerca del cráneo y finalmente se hunden en la carne de la cabeza. El síndrome de abstinencia es horrible, ya que los huesos han sido reemplazados por sales auríferas, y si se suspende el oro, los huesos se fracturan y se derrumban desde adentro; la muerte ocurre dentro de las veinticuatro horas, con la víctima en una inenarrable agonía. Enterados de estos efectos secundarios, muchos mineros prefieren confiar en rituales, inciensos, y repelentes químicos menos eficaces.
Se hicieron repetidos intentos de exterminar a las arañas, pero el suelo rocoso del desierto provee escondites donde ellas pueden esperar hasta que termine cualquier operación con pesticidas. Las arañas se han inmunizado contra muchos agentes químicos, de modo que es preciso almacenar pesticidas alternativos a la espera de un temido ataque masivo.
La gente de las Tierras Rojas vive en cubículos abiertos en la piedra arenisca, también rojiza y se juntan todas las noches en el bar la Mina de Oro. Algunos sorben el Oro, otros toman Cobre Rojo, una poción afrodisíaca que aflige al usuario con una urticaria roja como un caso benigno de la fiebre. Cobre Rojo otorga una inmunidad limitada a la fiebre, pero no es eficaz contra mordeduras múltiples. Nadie nunca fue mordido en el bar la Mina de Oro.
Las enfermedades extinguidas, mi querido: algunas de ellas pueden matar en minutos. Enfermedades voraces acechan en la tierra y en la paja, en la bruma y en las ciénagas y en la roca fosilizada. Algunas de las más mortíferas son plantas parasitarias, especializadas en crecer en la carne humana, como Raíces. Raíces crece hasta las vísceras y las glándulas y en espiral alrededor de los huesos; sarmientos brotan de las ingles y de las axilas de la víctima; brotes verdes crecen de la punta de su pene; zarcillos se deslizan por sus narices para liberar semillas mortales que luego se esparcen con el viento; espinas le arrancan los ojos; sus testículos se hinchan con raíces y revientan; su cráneo se transforma en un tiesto de pasmosas orquídeas cerebrales que le cubren los ojos muertos y el rostro idiota mientras la piel, de a poco, se endurece como una corteza. En algunos casos, la metamorfosis es total. El sujeto prende en la tierra para conocer la exquisita agonía de la savia que se aviva, de las hojas devoradoras de luz y de las raíces nutridas por el agua, la bosta y el suelo.
Otros sujetos son invadidos por una planta carnívora que rompe a través de pústulas en todo el cuerpo para comer los enjambres de insectos atraídos por la goma dulce que exuda la planta… gordos escarabajos, saltamontes, orugas, abejas, avispas, avispones.[12]
Las Calles de la Oportunidad Perdida. El hombre sabe que dispone de una oportunidad en un millón para crear la conexión que animará el ser que lleva en su cuerpo. Si no lo hace, el pequeño ser morirá dentro de él. La presión se vuelve totalmente despiadada. Cualquier cosa para proteger al hijo. Puede mentir, fingir, matar sin un momento de vacilación. Porque es el portador, el guardián, de un hijo, único entre un millón.
Existieron, por supuesto, especies que se extinguieron antes del hombre, pero el Homo bobiens agregó otra vuelta de tuerca. Ha matado para comer, pero también ha matado por placer, seguro. Más aún, ha matado por la mera violencia de la cosa. La Cosa dentro de él. El Espíritu Repugnante que encontró un recipiente digno en Homo bobiens, el Animal Repugnante.
¿Qué más distingue al Homo bobiens de otros animales? A través de la escritura o de una tradición oral, puede hacer que la información quede disponible para otros humanos bobiens fuera de su área de contacto directo y aun para futuras generaciones. Esta distinción llevó al conde Korzybski a llamar al hombre «un animal que fija el tiempo», y eso se puede reducir a una palabra: lenguaje… la representación de un objeto o un proceso por símbolos, signos, sonidos, o sea, por algo que no es. Korzybski solía comenzar la clase golpeando sobre un escritorio, diciendo: «¡Cualquier cosa que esto sea, no es un escritorio ni una mesa!». O sea, el objeto no es el rótulo.
El hombre vendió su alma a cambio del tiempo, del lenguaje, de las herramientas, de las armas y de la dominación. Y para asegurarse de que no se saliese de madre, estos invasores mantienen una plaza fuerte en el hemisferio cerebral no dominante. ¿Si no, cómo explicar algo biológicamente tan desventajoso como una mano débil? Lo que dieron con una mano, lo quitaron con la otra. Cincuenta-cincuenta. ¿Qué podría ser más justo que esto? Casi cualquier cosa.
Parece entonces probable que los factores distintivos, lenguaje y mano débil, estén relacionados. Parece poco probable que el lenguaje estuviera diseñado solamente para transmitir información.
Una hendedura forma parte del organismo humano, la hendedura o grieta entre los dos hemisferios, de modo que cualquier intento de síntesis ha de permanecer inalcanzable en términos humanos. Extraigo un paralelo entre esta hendedura que separa los dos costados del cuerpo humano y la hendedura que dividía Madagascar de África continental. Un lado de la hendedura se fue a la deriva hacia una inocencia encantada, atemporal. El otro se movió, inexorablemente, hacia el lenguaje, el tiempo, el uso de las herramientas, de las armas, la guerra, la explotación y la esclavitud.
Parecería que reunir ambas partes no es viable y uno está tentado de decir, junto a Brion Gysin, «Borrad el mundo».
Pero tal vez «borrar» no sea la palabra adecuada. La fórmula es más sencilla: se revierte el campo magnético de modo que, en vez de estar soldadas, las dos mitades se repelan como imanes opuestos. Esto podría ser un camino a la liberación final, por así decirlo, la solución final al problema del lenguaje, del cual brotan todos los «problemas» humanos.
¿Cómo sería un mundo sin palabras? Como dijo Korzybski: «No lo sé. Vamos a ver».
Nada es más costoso que cambiar los cuños, los moldes, y ése es el motivo por el cual las Juntas Directivas y los Sindicatos y sus acólitos: políticos, mafias, agentes contra la droga, policías, iglesias y medios de comunicación no quieren saber nada acerca de un producto humano mejor, como General Motors no quiere saber nada de un motor de turbina. Significaría desechar todos los cuños existentes desde ahora hasta la eternidad.
Y es por esto que la disidencia es una preocupación tan grande para la Junta: si fuese desviada de su expresión política habitual, la disidencia podría acabar con el molde santificado. La disidencia política muy a menudo se convierte en aquello a lo que se opone. Los Estados Unidos de Norteamérica se están transformando en la Rusia estalinista hasta que llegue a ser un Estado de control completo, con tolerancia cero para cualquier tipo de disidencia.
Hubo una vez un período de hibridación rampante, que dio lugar a la variedad de especies que vemos hoy. De hecho, podemos observar un número de seres de transición, como el jaguarundí, clasificado como felino pero que se parece más a una nutria arborícola. La mayoría de los híbridos, empero, no sobrevivieron, y aquellos que sí lo lograron, erigieron una rígida defensa biológica contra cualquier hibridación adicional.
¿Qué destruyó a la mayoría de los híbridos, especialmente a los modelos más estrafalarios? Todos fueron atacados y muertos por una sucesión de plagas virulentas. Para que pueda ocurrir una hibridación, tiene que producirse una supresión de la reacción de inmunidad. Esto abrió las puertas de la enfermedad. La enfermedad aterró a los supervivientes hasta petrificarlos en moldes biológicos inmutables.
El Museo de las Especies Extinguidas no es exactamente un museo, ya que todas las especies aún viven en dioramas que reproducen su hábitat natural. La admisión es gratuita para cualquiera que pueda entrar. El precio aquí es la capacidad de aguantar el dolor y la pena de observar la extinción de manera que, al hacerlo, se reanime a la especie, observándola.
Considerad algunas de las especies extinguidas: seres que comen pasto o carne con igual afición, murciélagos humanoides con alas luminosas, reptiles de sangre caliente capaces de afectos como un mamífero (una bella víbora verde acaricia mi rostro), aves carroñeras de sangre fría y lagartijas tan afectuosas como cachorros, un híbrido de lémur y pulpo que vive en los lagos y los ríos de Madagascar y cambia de color según su humor y el matiz de su emoción.
O tomad el lémur albino humanoide, con enormes ojos como discos de nácar de un color plateado y grandes orejas que tiemblan y vibran con cada sonido. Los ojos no tienen pupilas; su visión es como si mirasen a través de una lente de ángulo muy extenso, sin foco. La criatura no carece de defensas; está equipada con uñas fuertes como púas y afilados caninos. Como el resto de los albinos, éstos también son seres extremadamente delicados. Pesan alrededor de veintitrés kilos cuando adultos; son arborícolas y semiacuáticos. Por su naturaleza albina no toleran la luz. Durante el día se esconden en cuevas o en refugios subterráneos a la orilla de un río.
Un hombre vegetal que crece aquí y allá, ribeteado de orquídeas mortíferas y sarmientos punzantes; un hombre anguila eléctrica, un metro ochenta de suavidad color pardo purpúreo, con ojos de un verde pardusco tan fríos como el barro: ambos son hermafroditas, se fertilizan a sí mismos y paren… Una conciencia vegetal que se mueve a través del bosque, a tientas entre los árboles, las parras y las orquídeas, parecida a una medusa verde que flota en aceite verde… Una criatura perro, con cola de sarmientos y dientes de espinas… Aves inteligentes, de una consistencia liviana y porosa, como las esponjas… Tienen cerebros grandes, ojos enormes, cuerpos muy pequeños y largas garras retráctiles. Comen fruta y pescado, que pueden detectar a larga distancia gracias a su visión aguda. Su sistema digestivo no puede procesar pelo, de modo que no se alimentan de mamíferos ni de otras aves.
El Pueblo de las Raíces, por dar otro ejemplo, ha evitado la desventaja básica del género vegetal: toman su alimento de plantas y árboles, van de uno a otro y se cuidan de no quedarse más de lo conveniente. Pueden horadar la tierra como topos y sacan una mano o asoman brevemente la cabeza para juzgar el clima y otros factores. Atrapados en una zona desértica, extienden largas raíces centrales y luego permanecen en la superficie sólo el tiempo necesario para almacenar energía solar, y luego salen del lugar horadando túneles.
El Pueblo Verde ha encontrado un modo de nutrirse mediante la fotosíntesis y convergen en tranquilos y verdes remansos y remolinos. Algunos se vuelven acuáticos, desarrollan branquias y viven de algas. Otros se nutren de olores, que respiran a través de poros que se abren hasta el tamaño de una cabeza de fósforo. Otros comen luz y colores, de modo que sus cuerpos finalmente se disuelven en luz.
No es posible saber cuántos mueren a causa de las plagas. De hecho, el hambre, el abandono, la violencia y sus viejos adherentes: neumonía, tétano, disentería, cólera, difteria, tifus, escarlatina, hepatitis, tuberculosis, enfermedades venéreas descuidadas e infecciones generalizadas se cobran más víctimas que todas las Plagas de la Locura, como se ha dado en llamarlas.
Surgen los señores de la guerra. Profetas que sobrevivieron a la Enfermedad de Cristo ganan acólitos y declaran la Guerra Santa a otros profetas y al populacho no creyente en general —«Vosotros, capullos de poca fe»—, y matan a quien se cruce en sus caminos. El canibalismo es desenfrenado.
Se proponen Cruzadas contra los Infieles, que no logran implementarse pues Occidente está dividido en miles de facciones, cada una en mortal oposición a las demás. Pese a la paranoia pandémica, no se han usado armas nucleares desde 1945: quienes habrían podido implementarlas ya han muerto de una sobredosis de pensamiento. Aun el viento fétido puede soplar del buen lado.
Los investigadores científicos vivían en recintos fortificados, bien guardados por los restos del ejército y la policía. Sin embargo, se sentían sujetos a alicientes muy drásticos de la productividad.
—Bueno, chicos, tenemos sólo quince días para dar con una vacuna o un remedio para los Pelos, si no…
Cuando se acaba el tiempo, un gas letal se liberaba en el laboratorio. Todos los laboratorios estaban separados y herméticamente sellados. Así eran las cosas. Una saludable lección a los sobrevivientes.
Fuera de los recintos reinaba el caos total a medida que las plagas incontroladas hacían estragos y cualquier pretensión de mantener ley y orden se había abandonado hacía tiempo. El país estaba sembrado de fortalezas que eran las defensas de las ciudades hambrientas contra las pandillas rapaces.
¿Y qué pasó con la Junta Directiva? Se retiraron a sus yates, a sus islas y a sus bunkers. Su poder, que dependía de la manipulación por el dinero y los contactos políticos, se acabó.
Los Cuatro Jinetes cabalgan a través de las ciudades en ruinas y las granjas abandonadas, cubiertas de malezas. El virus se está agotando a sí mismo: sus víctimas mueren por millones.
La gente que puebla el mundo vuelve finalmente a su fuente espiritual, al pequeño pueblo de lémures de los árboles y de las hojas, los arroyos, las rocas y el cielo. Pronto se habrá desvanecido toda señal, toda memoria de las guerras y de la Plaga de la Locura, como si fueran los vestigios de un sueño.