Uno

El capitán Mission sujetó su fusil de chispa de dos cañones, que mantenía cargado de perdigones, y envainó un alfanje en su cinturón. Luego recogió su bastón y atravesó el caserío, deteniéndose a veces para charlar con los colonos.

Habían encontrado una excelente arcilla roja para ladrillos y estaban construyendo viviendas de dos pisos con balcones en el segundo, sostenidos por columnas de madera dura. Los edificios se unían para formar un conjunto adosado con comedor y cocina en los dos ambientes abajo y espacios para dormir y vestidor arriba. Los balcones estaban conectados y se usaban para tenderse en hamacas y catres. Estas estructuras se situaban frente al mar y unas gradas bajaban hasta la bahía, donde había una cierta cantidad de barcos amarrados.

La palabra que designaba un lémur significaba «fantasma» en la lengua indígena. Existían tabúes contra la matanza de fantasmas, y Mission había impuesto un estatuto que la prohibía, bajo pena de expulsión de la colonia. Si algún crimen merecía la pena de muerte —también prohibida en los estatutos— no era otro que éste.

Buscaba una especie distinta de lémur, descripta por un informante del lugar como mucho más grande que el resto: parecido a un ternero, o a una vaca pequeña.

—¿Dónde están los fantasmas grandes?

El aborigen hizo un gesto vago que señalaba el interior de la isla.

—Tienes que tener cuidado con el maligno Lagarto-que-cambia-de-color. Si te hechiza también cambiarás de color. También tú te pondrás negro de ira, verde de miedo y rojo de sexo…

—Y bien, ¿qué hay de malo en eso?

—En un año, morirás. Los colores devorarán tu piel y tu carne.

—Hablabas de un fantasma grande. Más grande que una cabra… ¿Dónde se les puede encontrar?

—Cuando oyes a Chebahaka, el Hombre-de-los-Árboles, entonces El Grande no está allí. Ella no puede estar donde hay ruido.

—¿Ella?

—Ella. Él. Porque Gran Fantasma es lo mismo.

—Entonces ¿está donde no está Hombre-de-los-Árboles?

—No. Está allí cuando Hombre-de-los-Árboles calla.

Esto ocurrió al amanecer y en el ocaso.

Mission se dirigía hacia el centro de la isla por un sendero empinado que se aplanaba a doscientos metros por encima del nivel del mar. Se detuvo, apoyado en su bastón, y miró hacia atrás. La brusca subida no había afectado su respiración, ni hecho transpirar su rostro. Vio el caserío. Los ladrillos recién horneados y la paja de los techos ya lucían atemporales como las casas de un país encantado. Pudo ver las sombras escondidas debajo del embarcadero, los peces en acecho, el agua azul y transparente de la bahía, las rocas y el follaje; todo flotaba en una límpida pintura sin marco.

El silencio bajó como una mortaja que se desmoronaría en forma de polvo tan pronto se moviese. Ahora, un viento suave como la pata de un gato jugueteó a través de la bahía y subió entre los helechos y las hojas y llevó hasta su rostro un soplo de Pánico. Pequeñas garras espectrales subieron ondeantes por su columna y le erizaron los pelos de la base de la nuca, allí donde el centro de la muerte resplandece brevemente cuando muere un mortal.

El capitán Mission no temía al Pánico, ese saber repentino e intolerable que nos dice que todo está vivo. Él mismo era un emisario del Pánico, del conocimiento que los humanos temen más que cualquier otro: la verdad de su origen. Está tan cerca. Basta borrar las palabras y mirar.

Avanzó por sombras verdes entre helechos gigantes y enredaderas, sin necesidad de su alfanje, y se detuvo al borde de un claro. Por un instante, todo movimiento cesó; luego, un arbusto, una piedra, un tronco se movieron, a medida que aparecía una tribu de lémures gatos de cola anillada que desfilaba en un ir y venir ostentoso, mientras sus colas palpitaban por encima de sus cabezas. Después, paf, desaparecieron, arrastrando con ellos el espacio que habían ocupado. A lo lejos pudo escuchar los gritos del lémur sifaka que los indígenas llamaban Chebahaka, Hombre-de-los-Árboles.

Con movimiento rápido, atrapó a un saltamontes y se arrodilló al lado de un tronco cubierto de musgo. Un rostro menudo de ojos redondos y orejas largas y temblorosas lo espiaba, inquieto. Le ofreció el saltamontes y el pequeño lémur ratón cayó sobre la presa emitiendo chirriantes chillidos de placer, mientras la retenía con sus pequeñas garras y mordisqueaba rápidamente con sus minúsculos dientes parecidos a agujas.

Mission se encaminó hacia el ruido, cuya sonoridad iba en aumento. Entonces, los Chebahakas lo vieron y, al unísono, liberaron un aullido que le rompía los tímpanos. Luego, el ruido cesó tan de repente que el impacto lo tiró al suelo. Durante unos minutos yació recostado, medio desmayado, mientras observaba las formas grises que se alejaban, balanceándose entre los árboles.

Se incorporó lentamente, apoyado en su bastón. Frente a él se levantaba una antigua estructura de piedra, cubierta de enredaderas y verdosa por el musgo. Pasó bajo una arcada y sintió las losas de piedra debajo de sus pies. Una gran serpiente de color verde claro y brillante se deslizaba hacia abajo por unos escalones que llevaban a una habitación subterránea. Mission descendió con cautela. Al otro extremo de la habitación se abría un arco que dejaba entrar la luz del atardecer, y pudo ver las paredes y el techo de piedra.

En un rincón de la segunda habitación había un animal que parecía un pequeño gorila o un chimpancé. Esto lo sorprendió, pues le habían dicho que no existían monos verdaderos en la isla. El animal estaba completamente inmóvil y era negro, como si hubiese sido creado de la oscuridad. También vio una gran criatura porcina, de color rosa pálido, tirada con abandono contra la pared de la derecha.

Después, justo frente a él, vislumbró un animal que a primera vista le pareció un ciervo pequeño. El animal se acercó a su mano extendida, y entonces observó que carecía de cuernos. Tenía el hocico largo y él pudo entrever unos dientes afilados con forma de pequeñas cimitarras. Las patas largas y flacas terminaban en dedos como cables. Las orejas eran grandes, echadas hacia delante; los ojos, de un ámbar límpido, y en ellos flotaba la pupila como una joya reluciente, que cambiaba de color con cada fluctuación de luz: obsidiana, esmeralda, rubí, ópalo, amatista, diamante.

Lentamente, el animal levantó una pata y tocó su rostro, agitando los recuerdos de la antigua traición. Mientras las lágrimas le anegaban el rostro, acariciaba la cabeza del animal. Sabía que tenía que regresar a la colonia antes de que oscureciera. Siempre hay algo que un hombre debe hacer a tiempo. Para el ciervo espectral, el tiempo no existía.

Más y más rápido, colina abajo, desgarraba su ropa contra las rocas y las parras espinosas, y estuvo de vuelta en la colonia al anochecer. Supo de inmediato que había llegado demasiado tarde, que algo andaba muy mal. Nadie quiso mirarlo en los ojos. Luego vio a Bradley Martin, de pie junto a un lémur moribundo.

Mission se dio cuenta de que una bala había atravesado el cuerpo del lémur. Sintió una furia concentrada, como una ola incandescente, pero Martin no correspondió aquella ira.

—¿Por qué? —dijo Mission sofocado.

—Robó mi mango —refunfuñó Martin con insolencia.

La mano de Mission voló a la culata de su pistola.

Martin se rió.

—¿Violaría sus propios Estatutos, capitán?

—No. Pero le recordaré el Edicto Veintitrés: si dos partes tienen un desacuerdo que no se puede resolver, entonces se aplica la norma del duelo.

—Sí, pero tengo el derecho de rechazar el reto, y lo hago.

Martin era un espadachín mediocre y un mal tirador de pistola.

Sin una palabra, Martin se apartó y caminó hacia su morada. Mission cubrió el lémur muerto con un lienzo alquitranado; tenía la intención de llevar el cuerpo a la jungla la mañana siguiente para enterrarlo.

En sus aposentos, Mission fue presa de una fatiga paralizante. Sabía que debía seguir a Martin y arreglar el asunto pero, tal como éste había dicho, sus propios estatutos… Se acostó e inmediatamente cayó en un sueño profundo. Soñó que había lémures muertos esparcidos por la colonia, y se despertó al alba con su rostro cubierto de lágrimas.

Mission se vistió y salió para ocuparse del lémur muerto, pero tanto el animal como el lienzo habían desaparecido. Con una claridad enceguecedora, entendió porqué Martin había matado al lémur, y cuál era su intención: iría a ver a los indígenas para decirles que los colonos estaban matando a los lémures y que, cuando él se había opuesto, lo habían atacado y apenas había podido escapar con vida. Los lémures eran sagrados para los indígenas de estas partes, y existía el riesgo de sangrientas represalias.

Mission se acusaba amargamente por haber permitido la huida de Martin. No tenía ningún sentido que saliera a buscarlo ahora. El daño se había perpetrado y los aborígenes nunca creerían las desmentidas de Mission.[1]

El Big Ben da su aldabonazo. En una habitación silenciosa y espectral, se reúnen los custodios del futuro. Guardián de los Libros de la Junta: Mektoub; está escrito. Y ninguno quiere que el futuro cambie.

—Si trescientos hombres… y luego tres mil, treinta mil. Podría extenderse por todas partes. Hay que pararlo ya mismo.

—Nuestro hombre, Martin, está en el lugar. Es muy confiable.

Una mujer se inclina un poco hacia adelante. Un rostro llamativo, de belleza y maldad intemporales, una maldad que ahoga como un gas venenoso. El presidente de la Junta se cubre el rostro con un pañuelo.

Ella habla con una voz fría y quebradiza, cada palabra es como una astilla de obsidiana.

—Existe un peligro más significativo. Me refiero a la preocupación malsana del capitán Mission por los lémures.

Esta palabra se escurre de su boca contorsionada por el odio.

No hay más repercusiones del incidente con Martin. Pero Mission no deja de tomar precauciones. Puede sentir que Martin está allí afuera, esperando su momento con esa paciencia fría de reptil que posee el agente perfecto.

Había subestimado a Martin desde el comienzo, por no fijarse en él. Martin tenía la capacidad de crear en los demás una falta de interés en su persona.[2] Hasta su cargo era ambiguo, algo entre un suboficial y un miembro de la tripulación. Aunque, como no había suboficiales, ocupaba un espacio vacío. Y no intentaba llenarlo. Cuando se le pedía algo, lo hacía con rapidez y eficiencia. Pero no trataba de ser útil.

Como cualquier contacto con Martin le resultaba vagamente desagradable, Mission lo llamaba cada vez menos. A Mission no le había gustado que Martin se hubiese unido a los colonos, pero hacía su parte del trabajo y no molestaba a nadie. Cuando no trabajaba, solía estar sentado, con una cara tan vacía como un plato. Era un hombre grande y desaliñado, de un rostro redondo y pastoso y pelo amarillo. Sus ojos eran opacos y fríos como plomo.

Mission se fijó en Martin por primera vez cuando se enfrentaron al lado del lémur moribundo. Y lo que vio le inspiró un odio mortal, implacable.

Ve en Martin el sirviente a sueldo de todo cuanto detesta. No hay clemencia, ni compromiso posible. Ésta es una guerra hasta la exterminación.

Mission había fumado opio y hachís y había usado una droga que los indios de Sudamérica llamaban yagé. Se convenció de que habría una droga especial, original de esta isla grande, donde existían tantos animales y plantas que no se encontraban en ninguna otra parte. Después de algunas investigaciones, descubrió que tal droga existía: se la extraía de un hongo parásito que sólo crecía sobre cierta planta espinosa que se encontraba en las regiones áridas del sur.

La droga se llamaba indri, lo cual significaba «mira allí» en la lengua del lugar… Por cinco florines de oro obtuvo una pequeña provisión de un indígena amistoso. La droga se presentaba en forma de cristales de color verde amarillento. El hombre, cuyo nombre era Babuchi, le enseñó exactamente cuánto podía tomar y le advirtió de los peligros de una dosis más elevada.

—Muchos toman indri y no ven nada distinto. Entonces toman más y ven demasiado distinto.

—¿Es una droga para el día o para la noche?

—Mejor al amanecer o al ocaso.

Mission calculó que faltaba una hora hasta la puesta del sol; tiempo suficiente para llegar a su campamento en la selva.

—¿Cuánto tarda en hacer efecto?

—Es muy rápida.

Mission se marchó con paso apretado. Media hora más tarde, tomó una pequeña cantidad de los cristales con un sorbo de agua de su odre de piel de cabra. Después de pocos minutos, experimentó un cambio en la visión, como si sus ojos se moviesen sobre pivotes separados y, por primera vez, vio al Lagarto-que-cambia-de-color. Era bastante grande, de unos sesenta centímetros de largo, y difícil de detectar, no porque adoptaba los colores de su entorno, sino por su completa inmovilidad. Se acercó al lagarto, que giró un ojo para observarlo y se tornó negro de rabia. Por supuesto, al Lagarto-que-cambia-de-color no le gustaba que lo detectasen. Sus colores se aplacaron hasta llegar a un amarillo anaranjado neutro, manchado de pardo. También había un lagarto Gurkha sobre una rama, como si lo hubiesen tallado en la corteza. Le hizo un guiño a Mission con uno de sus ojos dorados.

Pese a las exigencias de vigilancia, Mission pasaba cada vez más tiempo en la selva con sus lémures. Había convertido la antigua estructura de piedra, descubierta por él, en una vivienda. El arco abierto de la segunda habitación estaba adornado con raíces. El piso, enlosado. Había cubierto la entrada con un mosquitero y dispuesto un catre sobre el suelo. Cuando lo barría, le extrañaba encontrar sólo unos pocos insectos y, por cierto, ninguno de una variante venenosa. Los peldaños de piedra estaban gastados por los pasos de muchos pies, de pies que quizá no fuesen humanos.

Desde aquel primer encuentro había localizado una banda de lémures más grandes. Eran demasiado voluminosos y pesados para sentirse cómodos en los árboles y vivían la mayor parte del tiempo sobre la tierra, en una zona de pasto y monte donde la selva comenzaba a ralear, a un kilómetro y medio de su campamento. Una tierra ideal para el pastoreo; Mission lo comprendió con un estremecimiento. Estos animales eran confiados y mansos y sensibles al afecto de los hombres.

Mission apuró el paso. Quería llegar a la antigua estructura de piedra antes del anochecer y esperaba que su lémur predilecto estuviera allí. A menudo dormía con el lémur a su lado sobre el catre, y lo llamaba Fantasma.

Cuando Mission apareció, Fantasma lanzó un grito breve y agitado de bienvenida. Mission se quitó las botas y colgó sus prendas de abrigo en los ganchos de madera, clavados en grietas entre las piedras de los muros. El único mueble era una mesa adosada a la pared, hecha de tablas burdamente labradas, y sostenida por dos patas; arriba de ella había un tintero, plumas de ganso y hojas de pergamino. En un rincón había un pequeño barril de agua con un grifo, algunos utensilios de cocina, un hacha, un serrucho, martillos, un mosquete. La pólvora y las balas se guardaban en un pequeño cajón al pie del catre.

Mission estaba sentado a la mesa al lado de su espectro, su Fantasma, y contemplaba el misterio de la estructura de piedra. ¿Quién podría haberla erigido?

¿Quién?

Formula la pregunta con jeroglíficos… una pluma… Elige una pluma de ganso. Agua… el agua transparente debajo del embarcadero. Un libro… un antiguo libro ilustrado con tapas de borde dorado. Los lémures fantasmas de Madagascar. Pluma… una gaviota que se zambulle en busca de basura… las estelas de tantos navíos en tantos lugares. Una pluma de la Gran Ave que una vez vivió aquí, y el Lago Sagrado, a dos jornadas de caminata hacia al Este, donde cada año se sacrifica una vaquilla al Cocodrilo Sagrado. Sin embargo, Mission se pregunta si existen otras estructuras, similares a ésta, en la isla…

¿Dónde?

Una hogaza de pan… agua… una jarra… un ganso atado a un poste. Una mirada que atraviesa la isla de punta a punta, con los ojos del Lagarto-que-cambia-de-color. Mission no sabe por qué le aterran las preguntas que se precipitan en su mente, pero está satisfecho, casi satisfecho, de que le aterren.

¿Cuándo?

Un junco… una rebanada de pan… Un pájaro revolotea en el aire. Una mujer despluma una ave, retira una hogaza de pan de un horno de adobe. La división entre lo salvaje, lo que no está sujeto al tiempo, lo libre y lo manso, lo sujeto al tiempo, lo atado, como el ganso atado que por siempre se apenará de su servidumbre.

Esa estructura que ya ha comenzado a obsesionar a Mission sólo había podido construirse en una época, antes de que la División se ensanchara en Abismo.

El concepto de una pregunta es junco y agua. El signo de interrogación se desvanece, se transforma en junco y agua. La pregunta ya no existe.

Extraños seres juntan piedras. Mission no puede distinguirlos nítidamente, sólo sus manos, que parecen cuerdas grises. Siente la inmensa dificultad de una tarea insólita. Las piedras son demasiado pesadas para las manos y para los cuerpos de estos seres. Sin embargo, por alguna razón, deben eregir esta estructura.

¿Por qué?

No hay ninguna razón.

Fantasma se agitó al lado de Mission y eructó un dulce perfume de tamarindo. Pese a la advertencia de Babuchi, el capitán Mission sabía que debía aprender más.

Prendió una vela y echó una temeraria dosis de cristales de indri en la palma de su mano; la tragó tomando una taza de agua. Casi de inmediato, se acordó del gorila de ensueño en la habitación de al lado, de la extraña criatura porcina que había visto y, más tarde, del gentil lémur ciervo.

Mission se recostó al lado de su Fantasma. No estaba seguro de que quisiera ver lo que el indri le mostraría; desde ya sabía que la visión sería triste, más allá de lo soportable. Miró hacia afuera, a través de las raíces de los árboles, mientras la noche se empapaba de la luz remanente como una gran esponja negra.

Allí estaba, recostado en la luz gris, y con un brazo rodeaba a su lémur. El animal se acomodó, acercándose, y levantó una pata hasta su rostro. Pequeños lémures ratoncillos se aventuraron a salir de entre las raíces y los nichos y agujeros del viejo árbol; registraron la habitación, asaltaron a los insectos con leves chillidos. Sus colas se sacudían por encima de sus cabezas; sus grandes orejas acampanadas, delgadas como papel, se estremecían ante cada sonido mientras sus grandes ojos límpidos hacían un barrido de las paredes y los suelos en busca de más insectos. Habían hecho esto durante millones de años. La sacudida de la cola y las orejas temblorosas marcan el paso de los siglos.

Mientras la luz se dejaba absorber por la esponja de la noche, Mission podía ver a muchos kilómetros a la redonda: la selva tropical de la costa, las montañas y los arbustos del interior, las zonas áridas del sur donde los lémures brincaban en el cactus alto y espinoso del género Didiera. Juguetean, saltan y se marchan de prisa hacia el pasado remoto, antes de la llegada del hombre a esta isla, antes de la aparición del hombre sobre la tierra, antes del comienzo del tiempo.

Un viejo libro de láminas con los bordes de los grabados dorados; un papel de seda cubre cada imagen… Los lémures fantasmas de Madagascar, en letras doradas. Helechos gigantes y palmeras, bulbosos árboles de tamarindo, parras y arbustos. En un ángulo de la ilustración se ve una ave enorme, de tres metros de alto, una ave regordeta, desaliñada, indefensa, obviamente incapaz de volar. Esta ave hace comprender que aquí se está en un remanso del tiempo. No habría depredadores en esta selva, ningún felino grande. En el centro de la ilustración se encuentra un lémur de cola anillada sobre una rama que mira a los ojos del observador. Ahora aparecen más lémures, como en un rompecabezas…

La raza de los Lémures es más antigua que el Homo bobiens, mucho más antigua. Data de hace ciento sesenta millones de años, la época en que Madagascar se separó del continente africano. Su modo de pensar y sentir difiere básicamente del nuestro; no se orienta hacia tiempo, secuencia y causalidad. Ellos consideran repugnantes y difíciles de comprender estos conceptos.

Se podría pensar que una especie que no deja huellas fósiles ha desaparecido para siempre, pero la Gran Imagen, la historia de la vida sobre la tierra existe para quien la quiera leer. Masas de montañas y selvas se deslizan, algunas disminuyen su velocidad, otras la aceleran, enormes ríos de tierra dentados se separan en islas, una gran fisura, las masas de tierra se frotan, y luego se separan, se precipitan, cada cual hacia su lado, cada vez más aceleradas… aminoran la velocidad en la gran isla roja, con sus desiertos y sus selvas tropicales, sus montañas con arbustos y lagos, sus animales peculiares y sus plantas, y la ausencia de depredadores y reptiles venenosos: un vasto santuario para los lémures y los espíritus delicados que respiran a través de ellos; el brillo de las joyas en los ojos de una rana silvícola.

Mientras seguía unida a África, Madagascar era una masa de tierra terminal, que asomaba como un tumor irregular cortado por una grieta de contornos futuros, esta larga grieta como una huella enorme, como la ranura que divide en dos el cuerpo humano. Esa grieta medía un kilómetro y medio de ancho en algunos lugares y, en otros, se estrechaba hasta un escaso centenar de metros. Era una zona de cambios explosivos y de contrastes, barrida por violentas tormentas eléctricas, increíblemente fértil en algunos lugares, completamente baldía en otros.

El Pueblo de la Ranura, formado por el caos y por el tiempo acelerado, relampaguea a través de ciento sesenta millones de años hasta llegar a la División. ¿De qué lado estás? Demasiado tarde para cambiar ahora. Separados por una cortina de fuego. Como una enorme nave, festiva, botada con fuegos artificiales, la gran isla roja se adentraba, majestuosa, en el mar y dejaba una herida abierta en el flanco de la tierra que sangraba lava y lanzaba chorros de gases nocivos. Ha yacido, amarrada, en una tranquilidad encantada durante ciento sesenta millones de años.

El tiempo es una aflicción humana; no un invento humano, pero una prisión. ¿Cuál es, entonces, el sentido de ciento sesenta millones de años sin tiempo? ¿Y qué significa el tiempo para los lémures en busca de víveres? Aquí no hay depredadores, no hay mucho que temer. Tienen el dedo pulgar opuesto pero no fabrican herramientas; no las precisan. No están tocados por el mal que inunda y llena al Homo bobiens cuando levanta un arma: sin embargo, él tiene la ventaja. ¡Una terrible sensación de regocijo proviene de saber que uno la tiene!

La belleza siempre está condenada. «Los que son malignos y están armados se acercan». Homo bobiens con sus armas, su tiempo, su codicia insaciable, y una ignorancia tan horrible que es incapaz de contemplar su propio rostro.

El hombre nació en el tiempo. Vive y muere en el tiempo. Dondequiera que vaya, lleva el tiempo consigo y lo impone.

El capitán Mission se alejaba a la deriva, más y más rápido, preso de una inmensa corriente submarina tiempo. «Fuera, y debajo, y fuera, y fuera», repetía una voz dentro de su cabeza.[3]

Mission sabe que el templo de piedra es la entrada del Jardín Biológico de las Oportunidades Perdidas. Pague y entre. Siente un impacto de tristeza que le detiene la respiración; un dolor que lo atrapa, lacerante. Este dolor puede matar. Ahora entiende el sistema de valores que rige aquí.

Se acuerda de la rosada criatura porcina, perdida en una debilidad pasiva, hundida sin esperanza contra la pared, y del simio negro contra el muro opuesto a la entrada, muy quieto y muy negro, de una negrura incandescente. Y del gentil lémur ciervo, extinguido desde hace dos mil años; del Fantasma que comparte su catre. Avanza a través de las raíces que cuelgan del antiguo arco de piedra. Por alguna razón, el negro cuadrumano se topa con él y lo mira en los ojos con los suyos, de un negro absoluto. Canta una canción negra, una melodía áspera de una negrura demasiado pura para que pueda sobrevivir en el tiempo. Tan sólo sobrevive el compromiso; por eso, el Homo bobiens es una criatura tan confusa y repugnante, que defiende de un modo precario e histérico una posición que sabe desesperadamente negociada.

Mission se mueve a través de un túnel oscuro, que se abre a una serie de dioramas: el último lémur ciervo cae, alcanzado por la flecha de un cazador. Las palomas migratorias llueven de los árboles acompañadas por salvas de escopetazos y caen a plomo sobre los platos de banqueros gordos y de políticos con sus doradas cadenas de reloj y sus dientes de oro. Los humanos eructan la última paloma migratoria. El último lobo de Tasmania renquea en el crepúsculo azul, tiene una pata astillada por la bala de un cazador. Así van los Casi, los Habrían-podido-ser, los que tuvieron una posibilidad en un millón de millones y la perdieron.[4]

Observad al observador observado.