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Ahora tengo tiempo de sobra para pensar las cosas.

Siete años, quizá salga dentro de cinco si las cosas me van bien. También hay otras posibilidades. Elihu Katz es un contribuyente menor a la campaña de uno de los candidatos a gobernador de California. El partido demócrata tiene pocas posibilidades pero, si gana, y luego lo hace mal, y lo echan después del primer trimestre, puede que yo sea uno de los beneficiarios de una serie de indultos gubernamentales. Admito que necesito una carambola magistral pero, en mi situación, hay que mantener viva la esperanza.

Huelga decir que los agentes Davies y Warren no se alegraron ni un pelo de que me presentara en la estación en lugar de Sustevich, o de cualquiera de sus hombres. Sin embargo, se mostraron flemáticos al respecto. Jamás encontraron a Sustevich; simplemente despareció y se dejó el maletín lleno de diamantes. Si el Profesor está cómodamente instalado en una dacha de las afueras de Moscú leyendo ensayos de economía o si los furiosos accionistas de Eurobet lo mataron es algo que aún está sin aclarar. Pero no importa. El equipo del FBI que había invertido casi seis millones de dólares en la investigación fue todo un éxito, porque pudo anunciar una gran detención: la de un delincuente que manipulaba el precio de las acciones y que había cometido varios fraudes de seguridad. Me incautaron todos los beneficios que había obtenido con la operación, unos veinticinco millones de dólares, y se utilizarán para la creación de una unidad de investigación del crimen administrativo. No sé cómo, mi socio, Ed Napier, escapó a los ojos de la justicia. Quizá lo ignoraron accidentalmente. O quizás esas contribuciones millonadas, a ambos partidos, son valiosas, igual que las fichas de casino que te guardas para la última apuesta.

Y hablando de fichas de casino, Napier cerró el trato del Tracadero hace poco, sirviéndose del dinero que le ayudé a ganar. El próximo mes demolerán el antiguo casino y, en dos años, levantarán uno nuevo, Infierno, basado en la temática del poema de Dante. Se dice que los empleados irán de rojo y llevarán un tridente y unos zapatos que simularán unas pezuñas partidas.

En cuanto al comportamiento de Napier, ha sido todo un caballero. Me envió una carta a Lompoc, llena de insinuaciones, en la que venía a decir que, cuando salga, tendré un trabajo esperándome en Las Vegas, con lo que me pedía indirectamente que no montara ningún número sobre él y lo que hicimos juntos. Incluso sin la carta, no le habría causado ningún problema; va en contra de mis principios. Eso jamás se le hace a un socio.

Además, cuando salga no necesitaré el dinero de Napier. Para disgusto de la familia, el señor Santullo cambió el testamento pocas semanas antes de morir y me dejó la casa de Palo Alto. El árabe y su mujer han acudido al juez para impugnar el testamento. Me acusan de manipular al viejo. ¿Las pruebas? Que le ayudé a pagar las facturas. Mi abogado dice que, a pesar del hecho de ser un estafador y de estar en la cárcel por fraude, tengo casi todos los números para poder quedarme con la casa. Si es así, seguro que podré vendérsela a algún promotor que construirá un edificio de oficinas en el sitio donde, de joven, el señor Santullo entretenía a sus amigos y les preparaba combinados. Si sale bien, espero poder sacar unos dos millones de dólares en efectivo.

Jessica Smith no me ha visitado, ni me ha escrito, ni me ha llamado. Cuando llegué, le escribí una carta, pero todavía no he recibido la respuesta. Me parece que está enfadada, porque la utilicé y porque jamás le dije la verdad acerca de la estafa. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Hasta el final, no estaba seguro de si era ella la que me estaba estafando a mí.

Se lo expliqué todo en la carta. Pensé que lo entendería. En definitiva, es una profesional. Así nos ganamos la vida. Desconfiamos. Mentimos. Fingimos.

Sin embargo, como he dicho, no me ha contestado. Aunque no me he rendido. Cada día, y cada paquete de correo nuevo, trae nuevas esperanzas.

Toby tampoco se ha puesto en contacto conmigo. Intento tomármelo de forma filosófica. Pienso que quizá mi hijo necesita tiempo para decidir qué siente por mí. Seguro que, en algún momento del pasado, fue odio. Si no, ¿por qué otro motivo iba a intentar estafar a su padre?

Pero, con el tiempo, puede que sus sentimientos cambien. Cada año que paso aquí en Lompoc es un año de libertad para Toby, un año en el que mi hijo puede vivir su vida tranquilamente, sin el peso de su padre o de las decisiones que he tomado.

Al final, supongo que no debería importarme lo que Toby piense de mí. Mi decisión de venir aquí, en su lugar, es mi propia recompensa, mi propia redención. No debería importar si Toby lo sabe o no.

¿Verdad?

El otro día, vino a visitarme Celia. Es irónico que, al final, sólo me quede ella. Dijo que sigue viviendo con Carl, pero que empieza a tener dudas y que se está planteando irse de casa. También dijo que Toby ha vuelto a Aspen, o a algún sitio más al Este, y que la llama de vez en cuando, casi sin aliento y lleno de entusiasmo acerca del último negocio que se le ha ocurrido: una cafetería donde, con el café, te dan un libro y debes rellenar un cuestionario antes de marcharte; una discoteca donde la pista es un colchón gigante; un servicio de entrega a domicilio de cigarros y cerveza.

Le pregunté si alguna vez le pregunta por mí. Ella bajó la mirada un segundo, se lo pensó, y me miró:

—Sí —dijo—. Toby te quiere.

Y, aunque sabía que estaba mintiendo, me gustó oírlo.