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¿Por qué me siento obligado a ser testigo del final?

¿Qué hago en el vestíbulo de la estación, fingiendo que hablo con un amigo por teléfono desde la cabina mientras, de reojo, observo cómo los agentes del FBI intentan, sin mucho éxito, pasar desapercibidos entre la multitud de mochileros y vagabundos, hombres de negocios y turistas japoneses?

Quizás estoy aquí por el mismo motivo que Elihu Katz estaba en el asiento delantero del coche la mañana en que la estafa terminó: porque los finales son lo mejor, porque quiero verla entrar y verle la cara.

Así pues, ¿soy el traidor o el traicionado?

La llamada a Sustevich, en la que le he dicho que recogiera los quince millones en diamantes de una taquilla a unos escasos cien metros de donde me encuentro, ha desencadenado una serie de acontecimientos que sólo pueden terminar de una forma.

Sustevich no es estúpido. Todavía conserva ese instinto de protección que le ha permitido sobrevivir en su mundo brutal.

No aparecerá en persona para recoger el maletín. Enviará a Vilnius, una persona en la que confía, porque siempre puedes confiar en lo que es tuyo.

Enviará a Jessica Smith.

Supongo que no debería sorprenderme. Es verdad que la conozco hace dieciocho años, y que la quiero desde entonces, pero no es como si nos hubiéramos conocido en la iglesia o como voluntarios en la campaña de donación de sangre de la Cruz Roja. Era una puta que llamé una noche lluviosa en Los Ángeles y a la que introduje en una vida de estafas y traiciones. ¿Cuánto dinero llegamos a robar juntos? ¿Cuántas vidas arruinamos? ¿A cuántos hombres dejamos sin blanca y les destrozamos la vida?

¿Cómo puedo sorprenderme cuando descubro que la mujer que quiero me ha traicionado? Es una estafadora. ¿Qué otra cosa esperaba?

Supongo que lo supe desde el principio. ¿Cómo, si no, esperaba que saliera bien la estafa? Necesitábamos un traidor. Es lo que te enseñan en la iglesia: sin Judas, no existiría la salvación. Para salvarte, primero te tiene que traicionar.

¿Cómo le irá? Apenas hay misterio. En pocos minutos, entrará en este nido de agentes del FBI, se dirigirá hacia las taquillas e introducirá la clave de tres dígitos. En cuanto se abra la puerta, el vestíbulo adquirirá vida propia: el hombre de negocios de la esquina, con el sospechoso micrófono en la oreja; la mujer del abrigo abullonado, el hombre asiático que está leyendo el periódico, y quizás unos cuantos más que no he localizado, se identificarán y la detendrán.

La llevarán a una sala gris, la primera de una serie de salas grises que serán su mundo en los próximos diez años. Entonces, los agentes la amenazarán y la asustarán, la llevarán a juicio y la acosarán hasta que les dé lo que quieren: a Sustevich. Y, de todos modos, acabará en la cárcel, con Sustevich o sin él, porque el FBI funciona así: cuando se gasta casi seis millones de dólares en una investigación, necesitan un culpable. Tienen que detener y encerrar a alguien durante una buena temporada. A quien detengan no importa. Lo importante es que el dios de la justicia ha obtenido su sacrificio y que el público ha aprendido la lección: el que la hace casi siempre la paga.

A la una en punto, veo a una figura que cruza el vestíbulo de la estación. El traidor. El sol de la tarde entra por la ventana del atrio de la estación, bañando de blanco el mármol y las piedras de las paredes, de modo que la figura es una sombra a contraluz. Una mancha que cojea.

Cojea.

Cuando veo a Toby cruzar el vestíbulo, apoyándose en las muletas, me quedo momentáneamente confundido; es tan inesperado que me olvido de por qué estoy aquí y a quién estoy esperando, y mi primer instinto es salir de la cabina y saludarlo. Pero entonces, las piezas encajan y lo entiendo todo: Toby trabajaba para Sustevich desde el principio y, ahora, el Profesor ha enviado al estudiante a la estación de trenes para un último recado.

¿Cómo cayó Toby en las garras de Sustevich? Quizá sucedió como mi hijo me explicó, por una estúpida deuda de juego de sesenta mil dólares, y entonces, el astuto ruso se llevó una agradable sorpresa al descubrir a quién tenía bajo su poder. Cuando Sustevich descubrió que tenía al hijo de Kip Largo, famoso estafador, utilizó a Toby para manipularme, para que urdiera una plan para estafar a su enemigo, Ed Napier.

Sin embargo, puede que Toby tenga razón sobre mí. Quizá jamás le he concedido demasiado mérito a mi hijo. Quizá no fue Sustevich quien descubrió a Toby. Quizá fue el propio Toby quien acudió a Sustevich. Quizá mi hijo le hizo una propuesta al ruso: podía manipular a su padre estafador para ayudarle a él a hacerse con el Tracadero. Quizá jamás hubo tal deuda de juego. Quizá sólo se trataba de pura y brutal ambición, la de mi hijo, intentando hacerse un nombre a costa de su padre.

Ahora recuerdo aquella noche en Las Vegas, cuando bajé al bar y vi a Toby flirteando con Lauren Napier, y la mirada que me lanzó cuando le dije que se marchara. ¿Es posible que se la hubiera estado tirando desde el principio? ¿Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se habían acostado antes de que me acostara con ella? ¿Cuánto tiempo llevaba Toby planeando utilizarme?

Pero ¿qué hay de la escayola y la pierna rota? La herida era de verdad. ¿La violencia también formaba parte de su mentira, como las de las peleas de pressing catch en la televisión? ¿Era real para darle credibilidad a la historia? ¿Qué tipo de hombre les dice a unos matones que le rompan la pierna para que una historia parezca real? Quizás el mismo que deja que le partan los dientes para que una estafa parezca real. Puede que, después de todo, Toby y yo no seamos tan distintos.

Cuanto más lo pienso, más admiro a mi hijo: las miradas lánguidas de Toby, las súplicas para quedarse en mi piso, la insistencia en querer aprender mi oficio. Lo ha hecho muy bien. Jamás supuso ninguna amenaza. Hay que tener determinación y confianza para ser el topo. ¿Cuánto tienes que odiar a tu padre para traicionarlo?

«Sí —me digo—. Toby y yo no somos tan distintos».

Le veo avanzar por el vestíbulo hacia la taquilla y los diamantes. Cuando la abra, sus próximos diez años de vida estarán decididos, como si las paredes de cemento de la cárcel fueran a caer del cielo, una tras otra y fueran a encerrarlo en la más absoluta oscuridad.

¿Puedo permitir que le suceda eso a mi hijo? ¿Puedo volver a fallarle?

¿Cuántas veces puede fallar un hombre, echando las culpas de su fracaso a las circunstancias que no controla, antes de darse cuenta que las circunstancias son otra forma de llamar al mundo en el que vive? Pienso en mi vida con Toby. La mayoría de vínculos que los padres ven normales no están. En cambio, sólo existen vínculos de decepción y fracaso: traicioné a su madre cuando él tenía catorce años; ella me echó de casa; dejé que creciera sin mí; luego acaparé portadas por un fraude; me pasé años encerrado en Lompoc mientras él se convertía en un hombre.

¿Cuántas veces puede un hombre fallarle a su hijo?

Pienso en mi propio padre y sé que la respuesta es: mientras esté vivo. Mi padre no tuvo redención, no tuvo salvación. Simplemente, como un cáncer maligno, sus fracasos fueron creciendo mientras respiró. Incluso en el lecho de muerte, nos falló: nos dejó sin nada, con lo que me obligó a abandonar la universidad y a volver a su mundo de estafas y crímenes.

Pero aquí terminará todo. El fracaso que he sido, que fue mi padre, y que fue el suyo. El fracaso que Toby será, con toda seguridad, si permito que siga andando y abra la taquilla.

El FBI necesita detener a alguien hoy; lo han dejado muy claro. Aunque ese alguien no tiene por qué ser Toby.

Y, por mucho que desee subirme a ese avión y marcharme a un lugar cálido, tomarme una bebida de ron, o dos, o tres, supongo que no es mi destino. Hoy no.

Abro la puerta de la cabina y la hoja de cristal hace chirriar la madera del marco. Voy hacia el vestíbulo. Toby está a veinte metros de las taquillas, aunque va despacio por culpa de las muletas. Me lleva cuarenta metros de distancia.

Puedo hacerlo. Empiezo a caminar deprisa y veo que los agentes del FBI, el hombre asiático y la mujer con el abrigo abullonado, me miran con curiosidad. ¿Saben quién soy? ¿Saben quién es Toby? Da igual. Camino a toda velocidad. Ahora estoy en medio del vestíbulo y, como voy tan deprisa, todo el mundo me está mirando, aunque nadie puede detenerme.

Adelanto a Toby. Cuando lo hago, prácticamente me pego a su oreja y, en un último momento de intimidad, le digo:

—Sigue caminando y no te vuelvas.

Lo adelanto sin mirarlo.

Voy directo a la taquilla 1440. Alargo la mano y marco la combinación 911. Escucho cómo el mecanismo encaja. Tiro del seguro. La puerta se abre. Cojo el maletín.

—¡Quieto, quieto!

Las voces resuenan por toda la estación.

Salen de todas partes, incluso gente que jamás imaginé que pudieran ser del FBI, como dos de los borrachos que estaban en los bancos, dos de los turistas japoneses, aparte de la señora del abrigo. Todos van pistola en mano y me están apuntando. Dejo el maletín con quince millones en diamantes en el suelo y, lentamente, levanto las manos.

Cuando los agentes del FBI me rodean, miro por encima de sus hombros y veo a mi hijo, que sigue caminando hacia la salida. Mientras se apoya en las muletas, se gira un momento y un rayo de sol le ilumina la cara. Me cuesta leer su expresión. Al principio, creo que es extrañeza, quizá curiosidad. Pero entonces veo algo más. No estoy seguro de qué es. Sé que daré vueltas a esa expresión durante los próximos años e intentaré entenderla. ¿Qué es? ¿Alivio? ¿Gratitud? Y, en el fondo de mi mente, me pregunto:

«¿Es indignación?».